domingo, 21 de abril de 2024

“MALDITA ROMA”, LA ÚLTIMA NOVELA DE SANTIAGO POSTEGUILLO SOBRE JULIO CÉSAR

Aunque este blog está dedicado, sobre todo, al estudio de la historia, muchos de mis lectores ya conocen también mi interés por la novela histórica, que tan de moda está en la actualidad en esto que podríamos llamar la industria literaria. Mi interés, más allá de la propia narración en sí misma, y como no podía ser de otra forma, al menos en lo que se refiere a su incorporación en este blog, está en la propia historicidad del texto, y desde este punto de vista, el de su historicidad, es en el que vamos a analizar en esta entrada la última novela de Santiago Posteguillo, quien es, sin duda, uno de los escritores que mejor conocen la historia de Roma, tal y como ha demostrado a lo largo de toda su carrera, sobre todo en las series que ha dedicado a personajes tan importantes como Trajano, el primer emperador oriundo de Hispania (“Los asesinos del emperador”, “Circo Máximo” y “La legión perdida”) o Julia Domna (“Yo, Julia” y “Julia retó a los dioses”), a alguna de las cuales ya he prestado atención antes en este mismo blog (ver “Yo Julia, de Santiago Posteguillo, o como acercarse a la historia a través de la novela”, 22 de diciembre de 2019). Estamos hablando, desde luego, de “Maldita Roma”, la segunda entrega sobre la vida de Julio César, a cuya primera entrega, “Roma soy yo”, también le dedique, en su momento, la entrada correspondiente (ver “Roma soy yo. Julio César y Roma en la pluma de Santiago Posteguillo, 11 de enero de 2023).

Esta segunda entrega de la serie se extiende entre los años 75 y 58 a.C., es decir, desde el obligado exilio de nuestro protagonista en la isla de Rodas, después de su derrota en su intento de acusación contra Antonio Hibrido, uno de los senadores optimates, hasta la invasión de los helvecios contra la parte de la Galia que, ya entonces, era aliada de Roma, lo que posibilitó al futuro dictador, en definitiva, disponer de mando militar sobre las legiones. En la novela, tal y como ocurre en la entrega anterior, se presentan al lector episodios de la vida de Julio César, unos más conocidos que otros pero todos igual de históricos, como su relación con Pompeyo, más política que personal, o su enfrentamiento con los piratas, quienes le habían hecho prisionero en el transcurso de aquel exilio, y a quienes conseguirá derrotar fácilmente, recuperando todo el dinero que había costado su liberación, y mandándolos ejecutar, solucionando el problema que ellos representaban en aquella parte del Mediterráneo.

La novela se divide en cuatro partes claramente diferenciadas. En la primera, “Un mar sin ley”, se nos presenta, precisamente, ese problema de la piratería en el Egeo, al tiempo que se nos presenta también un César derrotado, es cierto, pero dispuesto también a seguir dando batalla contra el partido de los optimates; y para ello se dirige a la isla de Rodas, con el fin de poder aprender allí oratoria, de la mano del mayor orador del momento, Apolonio Molón. Pero en el curso del viaje, ya lo hemos dicho, debe hacer frente al problema de la piratería, a la que va a vencer gracias a su inteligencia, como tantas veces lo haría en el futuro. Pero la historia de César es, también, la historia de Roma, tal como el propio Apolonio le va a confesar a éste en el transcurso de una de sus conversaciones, en la terraza de la propia casa del retórico griego: “La política romana es la política que nos afecta a todos… Sólo los ignorantes o los tontos se permiten la insensatez de no estar al corriente de la política que nos afecta.”

Por ello, en la nueva novela de Posteguillo se nos presentan otros asuntos que, aparentemente, no afectan para nada a la vida del protagonista, aunque muy pronto nos iremos dando cuenta de que ello no es así; que de alguna manera también van a afectar a su vida política y personal. Son asuntos como la guerra civil que todavía se está desarrollando en Hispania, entre Sertorio y Metelo, entre los populares y los optimates, que en aquellos momentos se encuentra ya en su fase final, después de la llegada a la península de Pompeyo, en favor de estos últimos, y después, también, de aquella etapa en la que el teatro de operaciones de la guerra hubiera estado en la meseta sur, y en la que habían tenido tanto que ver ciudades como la propia Segóbriga. Nada habla de ello la novela porque, tal y como decimos, la guerra se encuentra ya en su fase definitiva, y estaba a punto de ser ganada por Pompeyo, después de haber comprado la traición de los oficiales de Sertorio.

En esta primera parte de la novela se nos presenta, también, el otro gran problema al que los romanos tuvieron que enfrentarse en esta etapa de su historia: la sublevación de Espartaco, el temible gladiador tracio que puso en jaque a la propia capital del imperio, y que se desarrollará de manera más crucial en la segunda parte de la novela, es importante porque el conflicto va a ser la excusa que permitirá el regreso de César, primero a la propia ciudad de Roma, y más tarde, incluso, a su recuperación para la política. En este sentido, y para los que sólo conocen la figura de Espartaco a través de la película de Stanley Kubrick, para aquellos que sólo aciertan a imaginar al gladiador a través del físico del actor Kirk Douglas, el final del héroe puede resultar un tanto extraño. Sin embargo, ya lo hemos dicho, Santiago Posteguillo, antes que novelista es historiador, y como historiador es siempre fiel a la historia real en todo lo que cuenta. Por ello, él sabe muy bien que Espartaco, en realidad, no murió crucificado, sino en pleno combate contra las legiones romanas; si es que realmente murió en el transcurso de la batalla del río Silaro, porque, en todo caso, y a pesar de lo mucho que se buscó su cadáver por parte de sus enemigos romanos, éste nunca fue encontrado. Es por ello, por lo que Posteguillo, como narrador, se ve capacitado para imaginar, como también lo han hecho algunos de sus biógrafos, que él en realidad nunca murió en la batalla, que a pesar de que estaba gravemente herido, pero todavía vivo, su amante, la desconocida Idalia, una antigua esclava de su lanista, el preparador de gladiadores Léntulo Batiato, pudo rescatarlo del campo de batalla, sacarlo finalmente de la historia y darle por fin esa libertad que largamente anhelaba.

La tercera parte, la más extensa, con mucho, de la novela, es claramente indicadora desde el título de lo que va a tratar: “Senador de Roma”. César ya ha logrado regresar a su Roma querida; querida, sí, pero maldita al mismo tiempo, por lo mucho que va a exigirle durante toda su vida. Pero César es capaz de sobreponerse a toda esa maldición que le ofrece la ciudad, a través de su determinación y también de su inteligencia. Y seguirá escalando posiciones en un cursos honorum que, según toda previsibilidad, le hubiera sido imposible de conseguir a cualquier otro romano que no fuera él, desde sus primeras prelaturas, de escasa importancia, como la de questor o la de curator de la Vía Apia, hasta el consulado, y, con ello, su reconocimiento como jefe de las legiones en la Galia. Y por primera vez, además, van a aparecer en su vida algunos personajes que, después, van a ser importantes en su biografía futura. Personajes como Cleopatra, la futura reina de Egipto; o Craso, el hombre más poderoso de Roma, al menos en términos económicos, con el que se aliará para poder enfrentarse a los principales líderes optimates; o como el propio Pompeyo, uno de ellos al principio, y con el que terminará también aliándose para formar, junto al propio Creso, aquello que los historiadores conocen como el Primer Triunvirato de Roma.

Sí; “Maldita Roma” no es sólo una novela sobre la vida pública y privada de César. Se trata, más bien, de una novela sobre Roma a través de la figura del hombre más importante de Roma en el primer siglo antes de nuestra era. A pesar de ello, también hay espacio para esa vida privada: sus dotes como conquistador, no ya de territorios, sino también de los corazones de las más bellas matronas romanas, sobre todo después de la muerte de su primera esposa, Cornelia, su gran amor a través de los años, además de su hija Julia. Porque, más allá de su relación afectiva con las otras mujeres de su vida -con sus hermanas, Julia la Mayor y Julia la Menor; con su madre, Aurelia; con su hija, también llamada Julia-, a través de la novela, el lector puede darse cuenta de la enorme contraposición existente entre sus dos primeras esposas, entre Cornelia, a la que amó de verdad, y Pompeya, la nieta de Sila, que sólo fue para él una manera de asegurarse, al menos en apariencia, el respeto de los optimates, a los que pertenecía la familia de ella. Por ello, el subterfugio de Aurelia para que César pudiera divorciarse de Pompeya, aunque no está muy claro que pudiera desarrollarse tal y como se narra en la novela, es tan real como el resto de la narración, y así lo relatan también algunos autores clásicos, como Plutarco que han escrito sobre la vida de César; como también narran el ridículo público que supuso para Catón el asunto de la cesta llena de excrementos, que también aparece narrado en las páginas de “Maldita Roma”.

En los últimos capítulos de la tercera parte, el autor acerca a los lectores diferentes aspectos de la vida de César, cuando el dictador se encuentra en pleno apogeo de su poder; sus campañas como propretor en Hispania, contra las tribus lusitanas que asolaban las ciudades aliadas, y la creación de ese Primer Triunvirato. En lo que se refiere a su etapa al frente de Hispania, la provincia más occidental del imperio, podemos apreciar sus anhelos por pacificar definitivamente la península ibérica, que la guerra civil entre Sertorio y Metelo había dejado en una situación claramente inestable, más allá de la fuerte romanización que ya caracterizaba a muchas de las ciudades, especialmente en Andalucía. Y también, la relación de confianza, que en ese momento ya se empieza a entrever, con uno de los hombres más poderosos de Hispania en aquellos momentos, el gaditano Lucio Cornelio Balbo: “Quiero Roma -le dice el hispano a Julio César, durante su encuentro frente al templo de Hércules, el viejo templo fenicio de Melkart, en Gades-. Quiero que me lleves a Roma cuando termines como propretor de Hispania. Quiero mejorar la posición de Gades en el mundo romano, pero tengo claro que todo lo importante se decide en Roma. He de entrar en la política romana o nunca conseguiré esas mejoras para mi ciudad.” Es cierto, con la ayuda de César, Balbo conseguiría, en los años siguientes, entrar de lleno en la más alta política romana, allí donde se decidía todo en el “imperio” de Roma, e incluso, más allá del “imperio”, llegando a convertirse primero en senador, y más tarde, también, ya en el año 40 a.C., en el primer cónsul que no era oriundo de la península de Italia. Y su sobrino, de idéntico nombre, sería también el primer romano que intentaría llegar más allá del desierto del Sahara, a la región mítica de Tombuctú.

Y por lo que se refiere al Primer Triunvirato, del que también fue parte activa el propio Balbo, éste no fue nunca, tal y como muchas veces se ha hablado de él, en un usual ejercicio de anacronismo que es impropio del estudio histórico, una institución como tal, ni una alianza entre determinados partidos políticos. Se trata, más bien, de una alianza personal entre tres políticos aparentemente irreconciliables, más allá del propio beneficio personal que a cada uno de ellos esa alianza pudiera repercutirles. La alianza entre Julio César y Marco Licinio Craso, el hombre más rico de Roma, se había producido ya algún tiempo antes, cuando el primero se había apoyado en la riqueza del segundo para crecer en su carrera política, para comprar los votos necesarios para triunfar en las elecciones a cada uno de los cargos. La alianza con Cneo Pompeyo Magno, sin embargo, será posible gracias en parte al propio Balbo, a quien el gaditano había apoyado ya antes, durante su guerra contra Sertorio. Y de esta forma, la alianza de los tres políticos para derrotar al conjunto de senadores optimates, con Catón y el propio Cicerón a la cabeza, se va a convertir en una lucha, casi mortal, por el poder de la propia ciudad de Roma y, más allá de ésta, por el de todo el imperio.

Pero la alianza que da origen a este Primer Triunvirato es una alianza difícil, en lo personal y en lo político, más allá de que Pompeyo le hubiera obligado a César a desposarse con Calpurnia, la hija de Lucio Calpurnio Pisón, uno de los senadores afectos a la facción de Pompeyo, y por más que éste se hubiera desposado a su vez con la hija del propio César, con Julia. Por ello, no es extraño que ese Primer Triunvirato terminara como acabó: con una guerra civil entre dos de sus miembros, los dos lados más fuertes del triángulo, César y Pompeyo, después de la muerte del tercero, Craso, en el año 53, durante su campaña contra los partos. Después de la muerte de Craso o, sobre todo, de la de Julia; porque, a fin de cuentas, el matrimonio entre Julia y Pompeyo no había significado para éste, más que la posibilidad de tener en su poder un rehén valioso para César, un rehén que obligara a éste a mantenerse siempre fiel a esa alianza tan inestable como artificiosa.  Sin embargo, aún faltarán algunos años para que eso ocurriera, más allá del marco histórico en el que se mueve esta segunda entrega sobre la vida novelada de Julio César. Y Posteguillo, que conoce a la perfección cómo se desarrollará ese futuro, nos entrega, a modo de epílogo, pequeños mensajes para abrir boca de lo que será una futura tercera entrega de la serie: la campaña de Craso contra los partos; la relación de Pompeyo con César, puramente interesada, como todo lo que aquél había realizado a lo largo de su vida; los movimientos de Cicerón para dañar a su principal enemigo; los desvelos de Julia para proteger a su padre; y, sobre todo, la propia campaña de César en la Galia, y su relación con Cleopatra, la mujer más hermosa del mundo según algunos historiadores, por más que esa belleza haya sido puesta en duda últimamente.

"Cicerón denunciando a Catilina ante el Senado". Cesare Maccari (1880). Palazzo Madama (Roma).


miércoles, 10 de abril de 2024

LA DESAPARECIDA PUERTA DE LOS ANDENES, O DE LAS RENTAS, DE LA CATEDRAL DE CUENCA

Fue el 13 de abril de 1902. El suceso, uno de los más tristes de la historia de Cuenca a lo largo de todo el siglo XIX, es bastante conocido por todos los conquenses. Era a primera hora de la mañana, y la celebración de la misa en el altar mayor de la catedral todavía no había concluido, cuando se pudo escuchar en todo el templo, y en gran parte de la ciudad un enorme ruido. A éste le sucedió, casi inmediatamente, una espesa nube de polvo, provocada por el derrumbe de la gran torre de las campanas, que también era conocida como la Torre del Giraldo, por un giraldillo o espadaña que la coronaba, y que representaba, parece ser, al rey Alfonso VIII portando un gran pendón de guerra. El derrumbe provocó la muerte de cuatro niños, entre ellos María Antón, la hija del campanero, que en aquellos momentos estaban siguiendo la celebración de la misa desde lo alto de la torre; otros pudieron salvarse milagrosamente, al ser encontrados con vida, a las pocas horas del accidente, entre los escombros de la caída. Nadie ha podido saber nunca los motivos reales de aquel accidente, aunque las teorías más sólidas son dos: los propios problemas constructivos de la torre, que habían venido provocando otros accidentes menores ya desde el mismo instante de su construcción, incrementados en algunos momentos de su historia por diferentes incendios provocados por la caída de rayos; o la explosión controlada algunos años antes, muy cerca de su fábrica, con el fin de hacer caer definitivamente el viejo puente de piedra de San Pablo, del siglo XVI, para sustituirlo por el actual puente de hierro.

Sin embargo, lo que sucedió en los años siguientes con nuestro primer templo no es tan conocido por la mayor parte de los conquenses. La parte positiva de ello es la declaración oficial de nuestra catedral como monumento nacional, en el mes de agosto de ese mismo año, lo que dio inició a los primeros estudios serios sobre este conjunto arquitectónico, y convirtiéndose de esta forma en uno de los principales focos de interés de los historiadores del arte. La parte negativa del suceso, más allá de las muertes producidas en el accidente, y de la propia destrucción de la torre barroca, es la innecesaria destrucción de su portada barroca, realizada en el siglo XVII por el arquitecto  madrileño José Arroyo, que se encontraba apoyada en los propios elementos góticos que habían logrado permanecer en pie a través de los siglos; sobre este destrucción, que en ningún caso fue provocada por el propio derrumbe de la torre de las campanas, ya había hablado en este blog en alguna ocasión anterior (ver “La catedral de Cuenca, cuna del gótico castellano”, primera parte, 6 de septiembre de 2019). Y es que, al contrario de lo que todavía creen muchos conquenses, el derrumbe de la Torre de Giraldo no provocó, en ningún caso, el derrumbe de la propia fachada del templo, sino que ésta se realizó por la decisión personal del propio restaurador. En efecto, la torre no se encontraba en la misma línea que la fachada, sino retranqueada respecto a ella, en el inicio de la actual Ronda de Julián Romero, allí donde, todavía, un enorme arco ojival en un testigo visual del propio arranque de la torre. Y ésta, al contrario de lo que se ha dicho, no cayó sobre la fachada, sino en el interior del templo, allí donde se encuentran la capilla de Santa Catalina y el Arco de Jamete, que da acceso al claustro catedralicio -precisamente, todo el tiempo que permaneció esta genial obra del renacimiento conquense a la in temperie, fue lo que provocó los abundantes problemas de humedad y salinidad que todavía amenazan a su conservación-.

En los años en los que se produjo la destrucción de la torre de las campanas de nuestra catedral, la restauración de los edificios históricos pasaba por el enfrentamiento entre dos escuelas, dos concepciones académicas, claramente contrapuestas: las tesis conservacionistas, que propugnaban por la conservación fidedigna del edificio en cuestión, tal y como ha llegado hasta el momento presente, y la tesis reconstituyente, que propugnaba la reconstrucción ideal del edificio, de acuerdo a unos ideales que, en muchas ocasiones, tenían más de subjetivos que de objetivos. Y en el caso de la catedral de Cuenca, tal y como vamos a ver a continuación, ganó esta última escuela. En efecto, su fachada, que en realidad,  no sufrió daños importantes, fue desmontada piedra a piedra, y construida de nuevo, siguiendo el criterio de su restaurador, Vicente Lampérez, en un estilo completamente nuevo, entre historicista y neogótico, que nada tenía que ver con la propia historia del edificio. Éste es, realmente, el motivo que provoca esa sensación actual de edificio inacabado, que se llevan los numerosos visitantes de nuestro principal monumento, tan extraño a esa fachada barroca, pero con múltiples elementos góticos todavía, que, al menos, había sido el resultado natural de la propia historia del edificio, tan similar a la de otras catedrales medievales, como la de Santiago de Compostela.

Para entender mejor este proceso hay que tener en  cuenta la personalidad del arquitecto que llevó a cabo las obras de restauración del edificio, el arquitecto madrileño Vicente Lampérez y Romea. Alumno del arquitecto francés Engène Viollet-le-Duc, autor del gran chapitel de madera de la catedral de Notre Dame de París, que todos vimos venirse abajo hace algunos años, a consecuencia del último incendio que sufrió la hermosa catedral parisina; o al menos seguidor de su escuela restauradora, realizó también otras restauraciones en diferentes templos góticos, como en las catedrales de León y de Burgos. En ésta última, por ejemplo, llevó a la práctica reconstruccióones todavía más extremas que en Cuenca, llegando incluso a ordenar en 1913 la destrucción de su palacio arzobispal, una de las obras maestras del renacimiento español, que se encontraba junto a su catedral, con el único fin de aislar el propio templo en una enorme plaza, ajena por completo al propio urbanismo medieval de la ciudad del Cid. Y también realizó otras reconstrucciones de este tipo, alejadas de la arquitectura original, como en la Casa del Cordón, también en Burgos, o en el madrileño castillo de Manzanares el Real.

En Cuenca, ya le hemos visto, no le dolieron prendas para ordenar el derrumbe, casi por completo, de toda la fachada catedralicia, proyectando una nueva fachada, flaqueada por dos grandes torres que en absoluto tenían nada que ver con el gótico original de nuestra catedral, que ni siquiera llegaron nunca a levantarse. Del genio creador, más que puramente restaurador, del arquitecto madrileño, queda una maqueta de escayola, que puede contemplarse en una de las dependencias de la propia catedral, junto a algunas de las esculturas de piedra procedentes de la propia fachada y del Arco de Jamete, necesitado también todavía de una restauración urgente, y algunos planos y fotografías, fácilmente accesibles a través de la red y en diversas publicaciones conquenses.

Y si esta especie de crimen perpetrado contra la fachada principal de nuestra catedral es todavía desconocida para una gran parte de los conquenses, lo es bastante más lo que este mismo arquitecto realizó contra su fachada lateral, la que se encuentra en la calle que comunica la Plaza Mayor con el propio palacio episcopal. Y es que, hasta hace muy poco tiempo, los conquenses teníamos la sensación de que nuestra catedral, históricamente, contaba sólo con las tres puertas de acceso de su fachada principal, y que fue precisamente el desmonte de esta fachada lo que obligó a abrir, con carácter temporal, una nueva puerta en esa fachada lateral, accesible mediante una escalera que sería desmontada una vez que ésta ya no fuera necesaria.

Sin embargo, las escasas fotografías conservadas de dicha escalera, muestran un acceso bastante sólido, que se contradice con una construcción de carácter temporal, destinado a pervivir sólo durante el tiempo que duraran las obras; en realidad, una doble escalera de piedra, con acceso tanto desde el lado de la Plaza Mayor como desde la portada del propio palacio episcopal. Y a las propias fotografías hay que añadir también la documentación que, procedente del Archivo Capitular, se ha publicado a principios del mes pasado en la página de Facebook de la propia Catedral de Cuenca. Esta documentación demuestra que esta escalera, y la propia fachada a la que la escalera daba acceso, se encontraba ya en plena catedral en pleno siglo XVIII, y que se correspondía con la llamada, en aquel tiempo, Puerta de los Andenes, o de las Rentas, así llamada porque era en este lugar en donde se subastaban, en dicho siglo, las propias rentas catedralicias. Dice lo siguiente el documento aludido:


            “A consecuencia del encargo que se me hizo por el señor don Juan Bautista Loperráez, canónigo de la Santa Iglesia Catedral de Cuenca, he formado varios diseños para el cerramiento del atrio, o antepórtico, de dicha Santa Iglesia, de los que ha sido elegido por los señores comisionados, el diseño  del número dos, que consiste en levantar sobre la última grada inferior un antemuro de cantería, de igual altura que el pavimento de la grada superior, adornado con varios fajas, y colocar sobre él una balaustrada de balaustres de piedra blanca, asegurada con varios pedestales coronados con unos jarrones por remates, dejando sólo dos entradas, la una en la calle de San Pedro y la otra frente a ella, en su correspondencia y simetría con su gradería que baje por cerca de la fuente, y en ambas entradas, verjas de hierro; cortar el paso que se llama de los andenes, desmontándolo hasta el pavimento de la calle, y reciñendo la frente de la sillería contra los cimientos de las capillas de aquel costado, volviéndose a colocar la fuente contra la fábrica, en la disposición que hoy está, como todo se demuestra en el diseño; en cuya disposición se proporciona un antepórtico muy capaz, y de mayor decencia en las subidas de la gradería. Y habiéndoseme encargado la tasación del coste que tendrá su operación, digo que, trabajándose con perfección, según arte, de manos y materiales, llega la tasación de dicho coste a treinta y cinco mil y novecientos reales de vellón, como por menor resulta del cálculo que acompaño. Cuenca y diciembre, 15, de 1783 años.”

El documento está firmado por el arquitecto iniestense Mateo López, el mismo que firmó el famoso plano de la ciudad, realizado por esas mismas fechas, y también una de las primeras historias de Cuenca, premiada en un concurso promovido por el obispo Antonio Palafox, y que no vería la luz hasta mediados del siglo pasado. Se trata de la autorización municipal, y de esta forma viene expresado en otro de los documentos que componen el expediente- de unas obras que el cabildo había solicitado realizar, para trasladar una fuente que se encontraba junto a estas escaleras, quizá la actualmente llamada Fuente de los Canónigos. Para entender mejor el significado de este documentos, recojo a continuación el comentario procedente de la propia página de Facebook, y que demuestra cuál fue la solución definitiva de la obra, que fue realizada tres años más tarde:

“En 1783 el cabildo encargó al arquitecto que se levantara un muro de cantería sobre la última de las gradas inferiores del templo y se dejaran dos entradas que debían cerrarse con verjas de hierro. Además, aprovechando esta nueva gradería, se acordó que debía cortarse el paso de los “andenes” que iban hasta la puerta de las rentas (antigua puerta en la que, desde antes del siglo XV, se subastaban las rentas del cabildo y por la que se accedía a la catedral desde la plaza del palacio episcopal). De esta manera, la nueva gradería quedaría sobre los cimientos de las capillas de María Magdalena (hoy perdida), del Pilar y de los Apóstoles. Os adjuntamos una imagen del dibujo en alzado y planta presentado al cabildo. Para acometer esta obra de los andenes se acordó que primero debía desmontarse el pavimentado de la calle que bajaba hasta el palacio episcopal y de la fuente pública que estaba bajo el andén. Una vez finalizada la gradería, debía acometerse nuevamente la pavimentación de la calle y la colocación de la fuente pública. Sin embargo, en octubre de 1784, el ayuntamiento convino con el cabildo que esta fuente debía mudarse y reubicarse en el rincón que hacen los arcos de las casas propias de la Santa Iglesia, introduciendo el desagüe subterráneo con el del Mesón de la Piedra. La obra de los andenes y de la bajada al palacio fue finiquitada en 1786 por el arquitecto Fernando López. Hoy en día, tras la edificación de la nueva portada de la catedral, no se conservan ni el atrio antiguo, ni la capilla de la Magdalena, ni las escaleras que subían a la puerta de las rentas desde el palacio episcopal.”



lunes, 25 de marzo de 2024

LUIS MARCO PÉREZ Y LA SANTA CENA

 

“Hay en Cuenca misteriosas iglesias cerradas, en las que nunca se dice misa, y que sólo pueden visitarse gracias a la amabilidad de quienes están encargados de su custodia. La más interesante es la iglesia de San Antonio, consagrada a la Virgen de la Luz, patrona de la ciudad. En ella he visto Cristos más terribles, por su realismo desesperado, que aquel célebre Ecce Homo de la catedral de Burgos, cuyo cuerpo según dicen, está recubierto de auténtica piel humana. En ella he visto Vírgenes erguidas en pedestales de cabezas cortadas. Cuadros formados por combinaciones de papeles de colores, reconstituyendo escenas de la Pasión. Y sobre todo una Cena fabulosa, con personajes de tamaño real, tallada en una sola pieza en el tronco de una encina gigantesca. Sobre la mesa, ante Cristo. Iscariote y los Apóstoles, el autor de la escultura ha colocado mendrugos de pan, cincelados en madera negra, que el visitante puede desplazar a voluntad… ¡Hasta dónde llega el superrealismo de las iglesias españolas!”.


Quien esto escribe es el escritor cubano Alejo Carpentier, que visitó Cuenca en los años treinta, poco tiempo después de que Luis Marco Pérez tallara el antiguo paso procesional de la Última Cena de Jesús con los Apóstoles, que recibía culto, al menos en sus primeros años, en la iglesia de San Antón -no confundir con la advocación de San Antonio, a la que se refiere el escritor-, y que publicó en la revista “Carteles”. Dejando aparte las exageraciones, producto quizá de su propia fantasía, descritas por Carpentier -en este sentido, la alusión a las “vírgenes erguidas en pedestales de cabezas cortadas” nos recuerda demasiado a esa imagen prebélica del Paso del Huerto y sus desfiles procesionales sobre unas andas en las que estaban incorporadas, de manera un tanto tétricas, las cabezas de los tres Apóstoles durmientes-, se trata de una de las escasas descripciones del conjunto escultórico que todavía se conservan. Más fiable, sin embargo, es el texto del escritor madrileño Luis Martínez Kleiser, que publicó en el diario ABC en su edición del 23 de marzo de 1930, en un artículo que tituló “Imágenes convertidas en pasos. Los pasos de Marco Pérez”:

“Es de dimensiones más reducidas que la Cena de Salzillo, y de concepción totalmente distinta. El gran escultor murciano reconcentra toda su poderosa inspiración en los rostros de los Apóstoles, para reflejar las emociones que combaten sus espíritus, en tanto que el escultor conquense nos presenta al grupo en el momento en que experimenta una fuerte sacudida, producida por las palabras solemnes del Maestro. Salzillo concibe la sacra reunión como esclavizada por la compostura que pudiera reclamar un acto de etiqueta. Marco no cree posible ese realismo uniforme y sedente, y desata las ligaduras de respeto, permitiendo que algunas figuras se muevan en plena explosión individual de su temperamento impulsivo. Por eso, en la obra de Marco Pérez, unos Apóstoles permanecen quietos y otros se levantan, dominados por la agitación de su espíritu; pero dentro de una composición tan acertada, que cada actitud individual se corresponde con las demás, hasta componer un todo armónico… Las dos figuras principales de la obra son Jesús y Judas Iscariote: el primero, en pie ante su puesto, se nos ofrece con todo el reposo augusto, la dignidad solemne, la resignada dulzura y la grandeza sublime de la divinidad humana. El segundo, en pie también ante el extremo opuesto de la mesa, y volviendo la espalda a sus condiscípulos, como en actitud de oír, es tal vez el mayor acierto del paso. Su ruindad física parece el reflejo de su ruindad moral. Su pecho se hunde vacío, como si no albergase un corazón. Su cuerpo se encoje, como si tratase de reducirse a la nada. Su cabeza se inclina, agobiada por los remordimientos, buscando la tierra para esconderse en sus entrañas recónditas. Su pelo se revuelve enmarañado, como las sendas tortuosas de su conciencia. Sus facciones escondidas hablan de codicia; sus ojos desorbitados, de espanto. Sus músculos tensos vibran…”

Y al hablar del resto de los Apóstoles, continúa: Las tallas son soberbias. San Pedro, sentado a la izquierda del Jesús, levanta hacia Él la vista en éxtasis. San Juan dulce, aunque no afeminado, en la plenitud de su hermosura viril, parece tener los ojos arrasados por la emoción. Santo Tomás se recoge en sí mismo, como para escuchar con los oídos del alma. San Bartolomé se levanta, se eleva poseído de unción. Santiago de Alfeo se adormece, acariciado por la promesa incomparable de la Eucaristía. Simón el Cananeo, el Zelotas, yergue gallardo el rostro y mira al degenerado que ha de vender al Rabí en actitud amenazante. Andrés, el hijo de Jonás y hermano de Simón de Kefás; Santiago, el hermano de Juan e hijo de Zebedeo; Judas Tadeo, el hermano de Santiago el Menor; Mateo; Felipe. Todos viven el momento cumbre de la historia del mundo en un asombroso realismo.”

Lamentablemente el conjunto, tallado en madera sin policromar, desapareció en los primeros días de la Guerra Civil, como el resto de los pasos, con muy pocas excepciones, de la Semana Santa de Cuenca, y de ella apenas quedan algunas fotografías, casi todas de escasa calidad, que sin embargo son todavía testigos de la enorme belleza escultórica de este paso procesional, que en los primeros años treinta formaba parte de la procesión del Jueves Santo, sin haberse fundado una hermandad que cuidara de su devoción, y que más tarde se incorporó a la procesión del Miércoles Santo. Terminada la guerra, el resto de los pasos procesionales se fueron recuperando, hasta llegar a conformar la nueva Semana Santa de Cuenca, dejando que la imagen de  la Santa Cena, por las enormes dimensiones que representaba, se convirtiera en el gran anhelo de la familia nazarena conquense. Así hasta el año 1985, cuando el nuevo paso de Octavio Vicent se incorporó por fin a nuestra Semana Santa.

Durante todo ese tiempo, entre 1940 y 1985, los intentos de recuperar el misterio de la instauración de la Eucaristía fueron diversos. Quizá, el más importante de aquellos intentos está fechado en el mes de marzo de 1953, cuando quedó inscrita en el Gobierno Civil de Cuenca la nueva “Real e Ilustre Cofradía de la Sagrada Cena”. Curioso el título de real, para una institución que se había creado durante la dictadura del Caudillo, pero el caso es que, al año siguiente, la Junta de Cofradías sacaba a concurso la realización de la talla procesional, concurso que fue ganado por el escultor conquense Fausto Culebras, quien firmaría el contrato definitivo con la institución nazarena el 26 de enero de 1955.

No es necesario repetir aquí las circunstancias que imposibilitaron la incorporación definitiva de la hermandad y del paso procesional a la Semana Santa de Cuenca, suficientemente conocido, por otra parte, de muchos nazarenos. El caso es que cuatro años más tarde, en 1959, el imaginero fallecía por culpa de un estúpido accidente sufrido en la ciudad hermana de Ecuador, a donde había acudido para instalar el monumento a Andrés Hurtado de Mendoza, que él mismo había realizado. Del renovado sueño nazareno, apenas quedó unas pocas fotografías, algún boceto en yeso, y unos pocos Apóstoles realizados en tamaño natural, también en yeso, conservadas todas ellas entre los fondos del Museo de Cuenca.

Y si los nazarenos conquenses mantuvieron, durante más de cuatro décadas, el sueño de poder recuperar el paso del Cenáculo, también el propio Marco Pérez, mientras a golpe de gubia iba recuperando otras escenas de la Pasión, mantenía el sueño de que, algún día, podría hacer una nueva Cena, quizá más hermosa, más espectacular, que la que había tallado en los años anteriores a la guerra. Y fruto de ese sueño ha quedado, conservado en una colección particular de nuestra ciudad, un dibujo, a modo de boceto, en el que también se representa el momento de la instauración de la Eucaristía.  

La escena dibujada por el escultor conquense está formada, como no podía ser de otra forma, por trece figuras, Cristo y los doce Apóstoles, dispuestos alrededor de una mesa rectangular, conformada a lo ancho, de manera que, al menos a primera vista, resultaría bastante complicado de procesionar el paso por las estrechas calles por las que discurre la Semana Santa de Cuenca. En efecto, la imagen nos recuerda ligeramente el modelo que el pintor italiano Leonardo Da Vinci realizó para el monasterio dominico de  Santa Maria delle Grazie, en Milán, y que le encargó el duque Ludovico Sforza; y digo ligeramente porque, en realidad, en el dibujo del conquense los Apóstoles se agrupan de manera mucho más compacta, hasta el punto de que cuatro de ellos se agrupan a cada uno de los lados de la mesa, contrariamente al modelo italiano, en el que todos los discípulos se muestran de manera horizontal, como una especie de fila india. No obstante, y tal y como sucede en el modelo italiano, entre todos ellos se puede observar una interrelación, de la que carecen otras representaciones similares.

En el dibujo de Marco Pérez, y como sucede también en el del italiano, el Maestro se presenta sentado, a la misma altura que el resto de los personajes. Y hasta aquí, los elementos de comparación entre una y otra representación. A su derecha, desde el punto de vista del espectador, San Juan, el único de los personajes que no lleva barba, tal y como se le suele representar en la Historia del Arte, adormilado, reclina la cabeza en el hombro derecho del Rabí. Y en el otro lado de éste, San Pedro recibe el abrazo de otro de los Apóstoles, quizá Bartolomé, quien apoya la mano en el hombro del que se convertirá en el primer Papa de Roma. Casi todos los Apóstoles miran al rostro de Cristo. Todos menos San Juan, tal y como hemos dicho, y Judas, quien, sentado en el extremo de la derecha, rehúye la mirada de otro de los Apóstoles, el que está situado junto a su lado, para dirigir la vista hacia el suelo, y hacia la bolsa con las treinta monedas, que guarda en una de sus manos. En conjunto, al menos aparentemente,  el escultor de Fuentelespino de Moya ha intentado representar la escena en un momento previo al de la partición del pan.

Por otra parte, la escenografía del dibujo se completa con algunos elementos propios de una naturaleza muerta, los mismos que aparecen en otras representaciones de este momento cumbre de la Pasión de Cristo, el de la instauración de la Eucaristía, con lo que ello representa. Así, en el suelo, delante de la mesa, se puede contemplar, junto a una jarra y una especie de ánfora de cuello estrecho, una gran cesta que contiene varios panes. Y sobre la mesa, por otra parte, apenas puede verse, junto a un cáliz del que posteriormente hablaremos, un pan, similar a los que se encuentran dentro de la cesta, y sobre una bandeja, un animal, dispuesto a ser devorado en el ritual banquete, que si bien debería tratarse de un cordero, tal y como se hacía en la celebración judía de la Pascua, nos recuerda un poco al lechón que podemos contemplar en el retablo de madera también sin policromar que, tallado por el escultor francés Esteban Jamete en pleno siglo XVI, se halla en la capilla de Santa Elena de la catedral conquense, fundada por el canónigo Constantino del Castillo. Es sólo una imagen lejana de la obra de Jamete, porque en realidad, tal y como hemos dicho, resulta difícil determinar con exactitud de qué animal se trata.

Y volviendo al cáliz, que en la Última Cena contenía el vino pero que en realidad es una representación de la propia Sangre de Cristo, se trata de una clara representación del Santo Grial que se conserva en la catedral de Valencia: una copa de obsidiana, cuya talla algunos arqueólogos han datado en el mismo siglo I en el que vivió Jesús, al que posteriormente se le incorporó un pie con dos asas en forma de serpiente, realizado en oro y diversas piedras preciosas, que fue incorporado posteriormente, en  plena Edad Media. En efecto, la forma de la copa es la misma que la del sagrado cáliz que se venera en el templo levantino, lo que nos acerca el dibujo de Marco a otro modelo, quizá más cercano al citado anteriormente: la Última Cena que Juan de Juanes pintó hacia el año 1560, y que actualmente puede contemplarse en el madrileño Museo del Prado. Al contrario que el dibujo conquense, en el óleo del genial pintor valenciano Jesús es representado en el preciso instante en el que levanta el pan para ofrecérselo a los Apóstoles.

El dibujo está firmado por Marco Pérez en su parte inferior, pero no está fechado, por lo que no podemos saber en qué momento exacto el autor quiso incorporar este nuevo paso a la Semana Santa de Cuenca, si es que en realidad se trata de un intento real de hacerlo; parece, sin embargo, una obra de los años setenta, por las circunstancias en las que el dibujo llegó a la colección. Lo que sí parece claro es que no tiene nada que ver con el que sí llegó a terminar antes de la guerra, y que formó parte de nuestra Semana Santa durante seis años, hasta su destrucción, tal y como hemos dicho, en los primeros meses de la guerra.



Etiquetas