En
estos últimos días de deriva nacionalista catalana, hay una pregunta que salta
continuamente a los medios de comunicación: ¿Es España una nación, o una nación
de naciones, como se nos viene diciendo desde un sector de la historia? ¿Es
Cataluña también una nación independiente, histórica o socialmente hablando, en
el marco de esa posible o imposible España federal? Para poder dar una
respuesta clara a esta pregunta hay que saber primero qué es lo que entendemos
por el término “nación”. En este sentido, el sociólogo inglés Anthony Smith
definió el concepto como ”una comunidad humana con nombre propio, asociado a un
territorio nacional, que posee mitos comunes de antepasados, que comparte una
memoria histórica, uno o más elementos de una cultura compartida, y un cierto
pasado de solidaridad, al menos entre sus élites.” Por su parte, Benedict
Anderson definió a la nación como una comunidad política imaginada como
inherentemente limitada y soberana”. En definitiva, tal y como ha dicho también
Roberto Augusto, “una nación es lo que los nacionalistas creen que es una
nación”
Pero,
¿son estas definiciones suficientes para demostrar que Cataluña es realmente
una nación? Según estas definiciones, podría parecer que es así, y sin embargo,
cualquier región del mundo, incluso una pequeña comunidad que radique en una
provincia o una pequeña aldea podría ser considerada también como una nación si
cuenta con un grupo de ideólogos nacionalistas, y por otra parte, cualquier
nacionalismo se caracteriza por la invención, sin ninguna base histórica en la
que fundarse, de mitos creadores de esa nación en concreto. ¿Es también Cuenca,
entonces, una nación? ¿Podría ser considerada la comunidad manchega una nación,
asentada en el mito de Don Quijote?
Más
allá de estas definiciones teóricas, una nación es en realidad mucho más que
eso. Desde el punto de visto lingüístico y del derecho, una nación es “un
sujeto político en el que reside la soberanía constituyente de un Estado”.
Desde este punto de vista, no se pude hablar de nación si no hablamos antes de Estado,
y sería entonces sacar la palabra de contexto si consideramos que los antiguos
reinos medievales constituyeron en sí mismos auténticas naciones, por cuanto en
aquella época el Estado, en toda su complejidad, ni siquiera existía. En
efecto, el concepto de Estado, en toda su actual complejidad, es propio de la
sociedad moderna, aquella que nació cuando los antiguos reinos medievales,
basados en el vasallaje, fueron sustituidos por la nueva monarquía
centralizadora, a caballo entre los siglos XV y XVI. Por ello, todavía en 1611
el propio Sebastián de Covarrubias, apenas pudo definir la palabra en su
“Tesoro de la Lengua”, con una breve frase: “Del nombre latino natío, -is, vale
reyno o provincia extendida, como la nación española”.
Sin
embargo, en un sentido más laxo sí es cierto que podrían extenderse las
actuales naciones, como comunidades humanas con ciertas características
culturales comunes, a tiempos anteriores, al menos en el caso de España. Está
claro que durante el imperio romano, el concepto de Hispania existía como un
elemento identificador de un conjunto de pueblos, diferentes en parte entre sí,
es cierto, pero sobre todo diferentes a los pueblos galos o a los pueblos
latinos, y negar este hecho sería como negar el papel que tuvo la ciudad de
Roma como vertebrador, ya a partir de los siglos V y VI a.C., de todo el centro
de la península italiana, más allá de las identidades latina, sabina o etrusca;
las sucesivas divisiones romanas de la península en provincias, primero entre
Hispania Citerior e Hispania Ulterior, y después entre las diferentes unidades
provinciales creadas durante el imperio, no eran más que una forma de organizar
desde la lógica la administración de esta parte del imperio.
Y
después, la monarquía visigoda terminó de incardinar aquella realidad, porque a
la pregunta de si los visigodos eran realmente españoles o no, se podría
contestar directamente con las palabras de San Isidoro de Sevilla: “Feliz
España, madre de príncipes y de pueblos”. La frase, por sí misma es
clarificadora: no habló el santo de iberos ni de celtas, no habló de romanos o
de bárbaros,… Habló de España, como una unidad en sí misma. De esta forma los
visigodos, mucho tiempo antes de la existencia del Estado tal y como hoy lo
conocemos, habían asumido esa conciencia de Hispania como realidad, como un
espacio geográfico incardinado a una patria común, que abarcaba al conjunto de
la península. Sería éste uno de los motivos para trasladar la capital desde
Tolosa, en el sur de Francia, hasta Toledo.
Ni
siquiera la invasión musulmana, y el tsunami que ésta significó en la península,
con la división del conjunto de la península en muchos reinos pequeños,
modificó el sentimiento de pertenencia a una comunidad de intereses que estaba
por encima de los propios reinos vasalláticos, más allá de los puntuales
intereses políticos de los reinos cristianos y musulmanes. Así, la unidad de
todos los reinos cristianos fue clave en la creación del estado español, pero
esa unidad en realidad no fue casual, sino causal, consecuencia de un proceso
histórico que concluyó a finales del siglo XV, es cierto, pero que también pudo
haber concluido algún tiempo antes, y oportunidades hubo de que así sucediera.
Francia también tuvo su Edad Media, como la tuvo Inglaterra o Alemania, desde
luego; una Edad Media en la que los actuales países también se encontraron
durante mucho tiempo divididos por pequeños reinos o condados (en el caso
alemán, como en el italiano, esa división llegaría incluso hasta el siglo XIX).
Un pasado común que convierte sobre todo a España y a Francia, probablemente,
en las dos naciones más antiguas de Europa.
Y
si esto sucede con la nación española, ¿se puede hablar también de una nación
catalana, tal y como desean los nacionalistas? ¿Existía en la Cataluña medieval
o moderna ese concepto cultural de nación independiente y separada que sí
existía en el conjunto de la península? Es el momento de decir que durante la
Edad Media, al menos en un primer momento, Cataluña estaba más enraizada en
Francia que en España, pero no como una entidad en sí misma independiente, sino
en el seno del reino carolingio. Además, su situación como capital de la
llamada Marca Hispánica es bastante clarificadora en este sentido, pues
demuestra que incluso en la Francia de Carlomagno, Cataluña formaba parte de la
frontera con el conjunto de los reinos hispánicos. Durante los siglos
siguientes, y ya más relacionada con el espacio geográfico peninsular, Cataluña
ni siquiera era un reino, sino un conjunto de condados, a uno y otro lado de
los Pirineos, y sólo el matrimonio de Ramón Berenguer IV, el último conde de Barcelona,
que para entonces ya se había convertido en el más importante de esos condes,
Ramón Berenguer IV, con Petronila, la hija de Ramiro II, el rey que sólo había
pretendido ser monje, permitió la unión definitiva de Cataluña con el reino de Aragón,
incorporándose así a esa historia común que en realidad era anterior, históricamente
hablando, al sentimiento carolingio de los catalanes.
Y
es que, si desde el siglo XII la historia de Cataluña ha estado siempre ligada a la de Aragón,
también el reino de Aragón estaba ya entonces ligado al resto de España por
lazos históricos y culturales; y desde el siglo XVI, también políticas. Ya en
aquella centuria uno de sus héroes, ahora denostado por los nacionalistas, Luis
de Requesens, fue uno de los más destacados capitanes de los tercios de
Flandes, y su papel en Lepanto, como principal ayudante de Juan de Austria, fue
de especial relevancia para la victoria de la alianza católica. Y tres siglos
más tarde, el Batallón de Voluntarios Catalanes, al mando del tres veces
laureado comandante Victoriano Sugrañes, que combatió a las órdenes de Juan
Prim, otro catalán y hombre de estado, fue también importante para que España
consiguiera la victoria definitiva en la primera Guerra de África, precisamente
en aquellos tiempos en los que la Renaixença estaba empezando a inventarse los
nuevos mitos del nacionalismo catalán, mitos como la sardana y Els Segadors.
Mitos que, desde luego, no existían en los tiempos de Ramón Berenguer o de Pau
Claris.
Durante
la segunda mitad del siglo XIX, y a lo largo de toda la centuria siguiente, ha
sabido aprovechar su nacionalismo para crecer económicamente, por encima del
resto de España, blandiendo su “hecho diferencial” cuando ha sido necesario. Se
comprobó en 1888, durante la exposición universal de Barcelona, y volvió a suceder
otra vez en 1929, durante la exposición
internacional que también se celebró en la ciudad condal. Dos magnas
exposiciones que se celebraron con dinero procedente de todo el país, como
también provenía también de todo el país el dinero que se gastó en 1992 para
celebrar, también en Barcelona, los juegos olímpicos, y que, además de renovar
las infraestructuras urbanas de la capital catalana, ayudaron a colocar a
Barcelona como un lugar privilegiado en el conjunto de Europa.