martes, 21 de diciembre de 2021

Dos documentos sobre el impuesto del subsidio extraordinario en la diócesis de Cuenca

 

En algunas ocasiones, aparecen en nuestros archivos ciertos documentos cuya lectura e interpretación se hacen difíciles para cualquier persona que no esté acostumbrada al uso de este tipo de textos, debido, muchas veces, a que han sido extraídos de un expediente más amplio, el cual, estudiado en su conjunto, puede facilitar al investigador esa interpretación de conjunto. Algunas veces, también, esos documentos aparecen en mercadillos, ropavejeros, anticuarios o librerías de usado, y entonces, la información que podrían habernos proporcionado suele ser parcial e incompleta. Ya lo veíamos la pasada semana, al tratar en la entrada correspondiente de los actos que, organizados por la Junta Suprema de Cuenca, se celebraron en nuestra ciudad para celebrar en 1810 la instalación en la isla de León de las primeras Cortes españolas. Esta semana, vamos a ejemplarizar todo esto que estamos diciendo con sendos documentos, diferentes pero complementarios, porque ambos están referidos a un mismo hecho: los subsidios extraordinarios que fueron aprobados respectivamente en 1817 y en 1835, para atender a los gastos a los que el Estado debía acudir en estos graves momentos del primer tercio del siglo XIX, debido a las circunstancias bélicas en las que, en aquellos instantes, vivía o había vivido el país.

            Para entender mejor la importancia de estos subsidios extraordinarios, hay que decir, primero, que el subsidio, dicho así, con carácter general, es el impuesto sobre los alquileres y sobre los terrenos que eran propiedad de la Iglesia, y por los que la Iglesia, su propietario legal, estaba obligado a contribuir al Estado con carácter general y anual. Es, con la Bula de Cruzada y el excusado eclesiástico, una de las llamadas en la época “tres gracias”, tres impuestos, con los que la Iglesia también contribuía al gasto general, y era fuente de graves conflictos, muchas veces, entre éste y la Santa Sede. Pero junto a este subsidio de carácter general, había situaciones excepcionales, la guerra sobre todo, en las que el aumento excesivo del gasto público obligaba a una contribución de carácter extraordinario de todos los habitantes del país, incluida también la Iglesia. En estas ocasiones, esa contribución extraordinaria de la Iglesia se negociaba directamente entre el Gobierno y la Santa Sede, y del resultado de la negociación se aprobaba cuál debía ser la cantidad total de ese subsidio, así como sus características temporales, es decir, si se hacía sólo para un año o para un número definido de años. Se creaba entonces una comisión apostólica, que distribuía el total del importe entre las diferentes diócesis, de acuerdo con la importancia económica de éstas. Finalmente, en cada obispado se creaba también una nueva comisión, que distribuía el total correspondiente a esa diócesis entre las diferentes parroquias que formaban el obispado. Esa distribución, usualmente, era muy complicada de realizar, por lo que el pago, en muchas ocasiones, se retrasaba en el tiempo.

            El primer documento se refiere al subsidio extraordinario que fue aprobado en 1817, algunos años después de haber terminado la Guerra de la Independencia, que había dejado al país en una situación de extraordinaria necesidad. Un subsidio que fue aprobado por el papa Pío VI mediante una bula publicada el 16 de abril de ese año, la misma que es mencionada en el documento publicado. En aquella ocasión, el subsidio aprobado ascendió a una cantidad total de treinta millones de reales de vellón, para un tiempo de seis anualidades, la de ese año y las cinco siguientes; del total del subsidio, y una vez hecho el correspondiente reparto, le había correspondido a la diócesis de Cuenca una cantidad superior al millón de reales, concretamente, 1.145.791 reales, y ocho maravedíes.

 






            El otro documento, que no tiene nada que ver con el anterior por más que hay podido encontrarlos juntos, como si se estuvieran refiriendo a un mismo hecho, se refiere al subsidio extraordinario que fue aprobado algunos años después, en 1835, por el papa Gregorio XVI, con el fin de hacer frente a la guerra fratricida que dos años antes se había iniciado contra los carlistas. En esta ocasión, el importe total del subsidio era algo inferior, vente millones de reales. A partir de la lectura del documento, no podemos constatar el importe total que, de esa cantidad, le había correspondido a la diócesis de Cuenca, aunque en seguro que entre los fondos del Archivo Diocesano podremos encontrar, en alguno de los documentos que custodia, no todos bien ordenados, cuál fue ese importe exacto.













martes, 14 de diciembre de 2021

Actos para celebrar en Cuenca, en noviembre de 1810, las Cortes extraordinarias de la isla de León

 Tal y como vengo repitiendo muchas veces en ocasiones anteriores, uno de los motivos que me movieron a crear este blog fue la recuperación de antiguos documentos de archivo, que nos ayudaran a conocer mejor una parte de nuestra historia como conquenses. Por ello, ya desde algunas de sus primeras entradas vengo trasladando aquí algunos de esos documentos, procedentes principalmente del Archivo Histórico Provincial de Cuenca, pero también de otros archivos de la ciudad, que intento comentar e interpretar bajo el prisma de un marco general, histórico y espacial, que a menudo escapa de la letra particular del propio documento. En este caso, sin embargo, el documento no procede de un archivo concreto, sino que se trata de un impreso que he podido adquirir, de manera facsimilar, en uno de esos portales de internet que últimamente tanto abundan. Se tratade un pequeño folleto de dieciséis páginas, que fue impreso en Cuenca a finales del año 1810, aunque no cuenta con ningún dato a pie de página que pueda certificar ni el lugar, ni la fecha de impresión, ni siquiera el nombre del impresor que se hizo cargo del trabajo -la datación de este la he podido hacer a partir de la propia lectura del documento-. Su título, por otra parte, no puede ser más clarificador: “Sentimientos y demostraciones patrióticas de la Junta Superior de la provincia de Cuenca en favor de las Cortes Generales y Extraordinarias del Reyno.” El documento, en lo que respecta a su autoría real, es anónimo, lo que hace pensar que se trata de una autoría conjunta de todos los miembros de la Junta Suprema Provincial de Cuenca, los cuales firman, por otra parte, en la última página del folleto.

            Se trata de un texto de carácter político, uno de los muchos documentos similares que, tanto en Cuenca como en el resto de España, se fueron imprimiendo en aquellos meses, y durante aquellas circunstancias, trágicas para nuestro país. Es un documento, también, de carácter laudatorio, para las propias Cortes, que acababan de ser instaladas en la isla de León, junto a la ciudad de Cádiz, el 24 de septiembre de 1810, y de carácter laudatorio, sobre todo, para el propio monarca Fernando VII -a quien sitúa en un plano de oposición a sus padres, los antiguos monarcas, a los que critica-, considerado todavía como un rehén de Napoleón y de los franceses, y verdadera cabeza de la soberanía nacional, de la cual, por otra parte, las Cortes y las propias juntas eran una mera representación, válida sólo para aquellas circunstancias -el cambio de impresión que los españoles tenían del joven rey no llegaría hasta 1814, cuando, una vez de regreso en España, éste se había hecho cargo ya de todo el poder político-. La segunda parte del texto, más descriptiva que la primera, es un resumen de los actos que, presididos por el corregidor de la ciudad, Ramón Maciá de Lleopart, quien a su vez ejercía, como tal, la vicepresidencia de la junta, se llevaron a cabo en la capital conquense para conmemorar dicha instalación de las Cortes. No voy a hablar más de ello, porque el lector interesado puede acudir al propio folleto, que reproduzco en la entrada.

            En el momento de celebrarse estos actos, la situación bélica de la provincia de Cuenca había empezado a estabilizarse, después de dos años en los que se fueron reproduciendo continuas invasiones de las tropas enemigas, que habían provocado, a su vez, contraofensivas patrióticas, no menos cruentas para la ciudad que las invasiones francesas. El 17 de junio del año anterior, el general francés Amado Lucotte, subordinado del mariscal Victor, el ganador de la importante batalla de Uclés, había entrado den Cuenca una vez más, obligando a su todavía jefe militar, Luis Alejandro de Bassecour, a abandonar la plaza con todos los habitantes que pudieron hacerlo, y otra vez las tropas francesas volvieron a saquear la ciudad, esta vez al mando del general Lahouise, en abril de 1810.  Sin embargo, a finales de ese año, cuando en Cuenca se reciben las noticias de que las Cortes habían sido instituidas en el mes de septiembre, la ciudad de Cuenca se encontraba ya bajo la administración de los patriotas, y la junta suprema de Cuenca, representante en la provincia del poder constituido, pudo celebrar, con todos los fastos que eran preceptivos y que habían ordenado las propias Cortes, la instalación del poder legislativo en la isla de León.

            Para finalizar, quiero realizar varias observaciones sobre algunos de los miembros que en ese momento componían esta Junta Suprema de la provincia. El presidente en aquellos momentos era Juan Antonio Rodrigálvarez, miembro del cabildo diocesano como arcediano de Cuenca, cargo para el que había sido nombrado a principios de la centuria para sustituir a su amigo, miembro como él de la corriente ilustrada, Antonio Palafox, cuando éste había sido nombrado obispo de la diócesis; a pesar de pertenecer al estado eclesiástico, fue uno de los personajes más activos, desde el punto de vista político, de aquellas primeras décadas del siglo XIX. Por su parte, el vicepresidente, como ya se ha dicho, era Ramón Maciá de Lleopart, quien había sido nombrado ese mismo año, liberada la ciudad, corregidor de la misma, y quien era, además, alcalde del crimen honorario de la Real Chancillería de Granada. Y por lo que respecta al resto de los miembros de la junta, destaca, por encima de los demás, la figura de Andrés Núñez de Haro, miembro de una de los linajes más destacados de la provincia, procedente del pueblo de Villagarcía del Llano -era sobrino de Alonso Núñez de Haro y Peralta, quien había sido, entre 1772 y el año de su fallecimiento, 1800, arzobispo de México, y desde 1787, también, virrey de Nueva España-; era familia también, quizá hermano, de otro Alonso Núñez de Haro, quien había sido elegido como uno de los diputados conquenses para aquellas mismas Cortes que se habían establecido en la isla de León. Por su parte, Ramón Grande, uno de los propietarios más acaudalados de la ciudad, era, como el propio Juan Antonio Rodrigálvarez, y como uno de sus secretarios, el abogado Tomás Manuel de Vela, futuro comprador de algunos bienes desamortizados en la provincia conquense, miembro de la propia junta desde el mismo momento de su creación, dos años antes.

            Y con respecto a los otros dos personajes que son citados en el texto, Luis de Bassecour y José Martínez de San Martín, el primero había sido, desde los primeros años de la guerra, jefe militar de la provincia, siendo sustituido en el cargo por el segundo, Martínez de San Martín, cuando aquél había sido nombrado comandante general de la región de Valencia. No resulta extraño que los conquenses mantuvieran aún un recuerdo activo de su antiguo jefe militar, que había pasado en la ciudad los años más difíciles del conflicto bélico.


















martes, 7 de diciembre de 2021

“Castellano”, de Lorenzo Silva: una historia de sentimientos, pero no de nacionalismo trasnochado


 “Nunca me jacté de mi déficit de identidad y el poder de arrastre que advierto en la de otros. Por eso tampoco afronto con vergüenza ni orgullo el relato que abren estas páginas y que no sé muy bien como denomine, para que nadie se llame a engaño ni me acuse, con razón, de defraudar con mi libro sus expectativas. Voy a hablar en él de mi vida y de mis cosas, parque no sé eludirlas para abordar el asunto que lo motiva; pero no pretendo entregar un texto autobiográfico, porque mi vivencia no me mueve hasta el punto de hacer de ella el eje de una narración y porque creo en el poder de la invención para destilar las verdades esenciales, lo que me autoriza y aún me incita a incurrir en la ficción, incluso -o sobre todo- si es mi propia sustancia vital lo que echo en el alambique. Voy a hablar de la vida y de las cosas de otros, que existieron, obraron y pagaron por ello el más algo precio concebible para un ser humano; pero no busco escribir una novela histórica sobre ellos, porque prefiero entresacar de sus peripecias lo que más me conmueve, dejando que sean quienes deben, los historiadores, y con los medios que procede emplear, la documentación y su crítica científica y fundada, los que perfilen el atestado que de ellos debe guardarse, sin que las frívolas ocurrencias de un armador de ficciones traten de suplantarlo. Voy a poner en limpio ideas que me acompañan desde hace años, y que empezaron a acuciarme de manera imprevista cuando, siendo yo forastero en tierra ajena, aunque no del todo, empecé a percibir en mí mismo esa identidad que nunca había tenido presente; pero tampoco es un ensayo lo que me propongo. Digamos, para simplificar, que esto es el relato de un vieje; de cómo, contra todo pronóstico, alguien que nunca tuvo noción de ser nada, en términos de adscripción colectiva, y que podría no ser quien lo narra, acaba siendo y sintiéndose algo.”

            Las palabras que anteceden, que pertenecen al prólogo del último libro de Lorenzo Silva, adecuadamente titulado “Identidad” -el prólogo, desde luego, que el libro es sabido que se titula “Castellano”-, responden con acierto a los que realmente es este libro, que efectivamente, no es una novela; o al menos, no es una novela al uso: Y aunque la historia está muy presente en él texto, no es tampoco una novela histórica. Podrían parecerse a una novela sus capítulos pares, en los que el autor va narrando, en un tiempo verbal que no suele ser tampoco el habitual ni en las novelas ni en los textos históricos, el presente, los hechos que, a finales del primer cuarto del siglo XVI, llevaron a las ciudades de Castilla, y a los procuradores de aquellas ciudades, a sentirse ninguneados por un rey que, sobre todo en aquel primer momento de su reinado, era todavía un extranjero en el trono, y que sólo deseaba convertirse, como emperador, en el hombre más poderoso de Europa. Esa historia de las Comunidades castellanas, empezó en Toledo, que siguió después en Salamanca, en Segovia, en Toro, en Cuenca, …, y que terminó en Villalar, con el crimen, porque crimen fue en efecto el ajusticiamiento de los líderes castellanos, que puso un triste final al levantamiento de todo -o de casi todo, porque también había traidores entre los castellanos- el pueblo de Castilla.

            Hemos hablado ya de los capítulos pares, pero no de los impares. Y es que el autor nos presenta en su nuevo libro una original distribución de su estructura, en la que, junto a esos capítulos pares en las que narra la epopeya de las Comunidades, en los capítulos impares nos presenta una historia distinta, pero complementaria: la suya propia, aunque, como él mismo dice, tampoco es una autobiografía. Es la historia de una conversión, como la de San Pablo cuando cayó del caballo al escuchar en su interior la voz de Cristo preguntándole por qué le perseguía. Su conversión a un sentimiento castellano -regionalista quizá, aunque sería mejor definirlo como identitario-, un sentimiento que, probablemente, estaba muy presente en él, sin que él mismo lo supiera, desde su mismo nacimiento en el seno de una familia que al menos en parte era castellana -y no sólo en parte, porque Andalucía, justo es recordarlo, también formó parte de esa Castilla; también, incluso, esa parte de Andalucía que se incorporó más tarde al viejo reino, después de haber formado parte del emirato nazarí de Granada-. Un sentimiento al que él mismo se creía ajeno: el de formar parte de una identidad de clan, de tribu, que forma parte de la identidad propia de todo ser humano, incluso de aquél que, como el propio Silva, sólo había pretendido sentirse ciudadano del mundo, del que sólo se siente hijo del actual mundo de la globalización.

            Porque Lorenzo Silva se sirve de esa historia de las Comunidades castellanas para explicar su propia historia personal, la que le ha llevado en los últimos años a descubrir su castellanía. Se trata, en efecto, de una historia de sentimientos, pero no de ese regionalismo extremo, trasnochado, lindante con el puro nacionalismo, que acostumbramos últimamente a ver en otros supuestos “intelectuales” de la política y de los medios de comunicación. Porque hay una diferencia abismal entre este regionalismo nostálgico y sentimental de Silva, y el irracional nacionalismo que lleva a algunas personas, bajo la creencia en un supuesto Rh diferente, a creer que son superiores, o incluso solamente diferentes, al resto de los seres humanos. Él mismo lo afirma, con unas palabras que enlazan directamente, también en el texto, con su explicación de lo que pretende ser este libro, tan diferente al resto de los que ha escrito, y tan diferente también al resto de los libros: “Éstas y algunas otras razones -no quiero explicar aquí cuáles son esas razones, porque prefiero que el lector las descubra por sí mismo, para que pueda entender mejor buena parte del resto de su bibliografía- explican por qué mi relación con la identidad, y con quienes ponderan y blasonan la suya en exceso, nunca ha sido demasiado entusiasta. Todos somos el resultado de las circunstancias que nos depara la existencia, y seguramente no cabe alegar nada de lo que ellas nos impiden o nos llevan a ser como mérito o demérito de alguna clase. Simplemente establecen los raíles por los que cada uno transita por el mundo, y no es inexorable que sea ese viaje un ejemplo de excelencia o de infamia; son las decisiones de cada individuo las que, interpretadas por otros, lo conducen a merecer y en su caso obtener alguna forma de reconocimiento o rechazo.”

            En resumen, este texto es, en realdad, un reconocimiento de la identidad, la suya, la nuestra, recuperada en su caso a través de una serie de casualidades, si es que en realidad se puede hablar de casualidades, concatenadas en muy poco tiempo, casualidades que el autor va a ir descubriéndonos a lo largo de esos capítulos impares, junto a sus propios conocimientos de una realidad histórica de Castilla y de los castellanos -el Cid, el conde Fernán González, Cervantes y su Don Quijote, …-. Y la identidad de un territorio, Castilla, que de alguna manera, como todos los territorios, conforman la personalidad común de sus habitantes. Porque sí, existe también una identidad entre el territorio y sus habitantes, a pesar de eso que se ha venido a llamar la globalización, y junto a la personalidad individual, habría que hablar también de una personalidad colectiva del individuo, la que queda marcada por las circunstancias geográficas, climáticas, históricas, del territorio en el que vive.

            Después de leer este texto, el último de Lorenzo Silva, es muy posible que al lector castellano -digo castellano, no digo castellanomanchego, ni castellano leonés, ni madrileño; quizá la última traición a Castilla fue la que se hizo en la Transición, partiéndola en pedazos y repartiéndola entre diferentes regiones, algunas de ellas incluso uniprovinciales-, quiera profundizar más en la historia real de la Guerra de las Comunidades. En ese caso, le recomiendo la lectura de “Los Comuneros”, el genial libro del hispanista francés Josef Pérez. Sin la historia de las Comunidades no se entienden bien las pretensiones levantiscas que se produjeron en toda España a lo largo del siglo XIX, a imagen, es cierto, de lo que estaba pasando también en el resto de Europa, pero que en España tuvieron unas características y una forma de actual diferente, más acorde con nuestra forma de ser como castellanos y como españoles. No por casualidad, fue precisamente el movimiento de los comuneros el que dio nombre a una de las sociedades secretas más importantes y más activas de las que, durante el Trienio Liberal, conspiraron para hacer desaparecer de España el absolutismo que las propias comunidades habían intentado paralizar también en 1521,

            Cuenca también formó parte de esa historia de las Comunidades de Castilla. Y también de su leyenda, porque precisamente eso, pura leyenda, es el cuento de la traición de su principal jefe comunero, Luis Carrillo de Albornoz, del enquistamiento de ese sentimiento de abandono, de haber sido traicionados, por parte del resto de los capitanes conquenses, y de la cruel venganza de su esposa, Inés de Barrientos, contra esos capitanes, que no dejaban de burlarse de su jefe natural por su traición, ordenando a unos sicarios que los asesinaran, en el curso de una cena pacificadora en su palacio, y colgando después sus cabezas de los balcones del propio palacio, para oprobio y vergüenza de todos los conquenses. La historia, la verdadera historia de las Comunidades en lo que a Cuenca se refiere, fue publicada hace ya algunos años por Miguel Jiménez Monteserín en la revista “Cuenca”, y por lo que respecta a algunas cartas, hasta ahora inéditas, procedentes del Archivo General de Simancas, por Manuel Amores ahora, en la revista semanal digital “La Opinión de Cuenca”.


En la imagen anterior y en ésta, fachadas delantera y trasera del antiguo palacio de Luis Carrillo de Albornoz, 
en cuyo solar, situado en la subida a la Plaza Mayor, se edificó en los años setenta del siglo pasado 
el entonces nuevo edificio de la Audiencia.

            Un libro, en definitiva, muy importante para todos los que nos sentimos castellanos, para poder comprender mejor lo que somos y cómo hemos llegado a serlo, pero también para todos aquellos que, no siendo castellanos, quien entender mejor un territorio que, siempre, ha sabido entregar al resto de España lo mejor de sí mismo, y lo mejor de sus hijos, hasta el punto de ir desangrándose poco a poco, a través de la emigración y de su propia agonía, todavía en estos tiempos de imparable desarrollo. No en vano, las provincias castellanas, casi todas, son las más afectadas por esa España vaciada que ahora se quiere paliar desde las instituciones -curiosa forma de paliarla, por otra parte, haciendo que las oficinas bancarias, o incluso las máquinas de tren, abandonen también nuestros pueblos casi vacíos-. Un libro que refleja una derrota, la derrota de Castilla en Villalar de los Comuneros, pero también una victoria, a través de sus lejanas secuelas decimonónicas, secuelas que al final protagonizaron una forma de ver el mundo, haciendo desaparecer para siempre el Antiguo Régimen. De esta manera lo expresa el autor en las últimas páginas del libro:

            “Puede afirmarse, en fin, que el sentimiento castellano de libertad y dignidad de sus gentes, tal y como lo expresó el movimiento de las Comunidades, sirvió para algo y encontró, a través de aquellos que lo reconocieron y apreciaron, su plasmación histórica en la manera en que se acabó estipulando la convivencia de los españoles. No fue el único material del que se alimentó, pero sin él costaría entender la forma presente del Estado democrático de derecho en España. Es esta forma de gobierno imperfecta, como todas -en especial, para quienes no podemos dejar de sentirnos republicanos-, pero no es la peor de las que existen ni de las que hemos sufrido, y tampoco parece inferior a algunas de las que se han postulado como alternativa para el futuro y que existen adhesiones y abdicaciones de las que por ahora vivimos felizmente exentos. Contemplados a esa luz, el sacrificio y la derrota de Castilla, la revuelta aplastada de Padilla y compañía, la suma de los afanes de tantos, desde que el conde Fernán González se empeñara en sostenerse con los suyos en la frontera inhóspita de los tres reinos más poderosos, no se antojan del todo estériles. Si Castilla al final no logró sobrevivir a la defensa de su carácter y su historia frente a un imperio que la sobrepasaba, y si quienes heredaron ese imperio y lo arruinaron nunca consideraron necesario devolverle la estima perdida, sobrevivió al menos su espíritu, y su influjo llegó a quienes pudiera aprovecharles. Incluso aprovecha, hoy, a quienes se complacen en desdeñarla.”

            Republicanos o monárquicos, el adjetivo en realidad no es importante, pues en realidad sería un anacronismo hablar de república en un movimiento propio del siglo XVI como el de las Comunidades. Quizá tendríamos que hablar de demócratas, término que, aunque sigue siendo un anacronismo, resulta mucho más entendible para el lector contemporáneo.


"La ejecución de los comunros de Castilla", de Antonio Gisbert. 1860. Palacio de las Cortes, Madrid.


lunes, 29 de noviembre de 2021

Polemizando con la Historia

 No deja de ser curioso cómo, en una sociedad como la actual, en la que tan denostado se encuentra el estudio de la Historia, como el del resto de las ciencias consideradas como humanas, en la que los planes de la enseñanza desarrollados por la administración continúa reduciéndose cada vez más la enseñanza de estas áreas de conocimiento, tan necesarias para el desarrollo íntegro del ser humano, las polémicas históricas, arduas y estériles, siguen acudiendo con bastante asiduidad a los medios de comunicación. No se trata ahora de polémicas científicas, en las que se enfrenten eruditos e investigadores. Se trata de polémicas absurdas, que saltan a los periódicos y a los medios de comunicación generalistas, al albur de ocultos intereses ideológicos, y en ellas no se enfrentan verdaderos historiadores; por el contrario, son casi siempre las ideologías, las diferentes tendencias políticas, las que ponen su poso en esas polémicas. Y aunque alguna vez podamos encontrar a auténticos profesionales de la historia interviniendo en ese tipo de enfrentamientos, casi siempre lo hacen, consciente o inconscientemente, en beneficio de esas ideologías.

Ocurrió hace ya algunos años, al hilo de la publicación de “Sidi”, la novela de Arturo Pérez Reverte sobre la figura de Rodrigo Díaz de Vivar, el Cid Campeador. Nacionalistas y antinacionalistas se enfrentaron entonces, blandiendo de nuevo la espada del héroe castellano, o su figura legendaria. ¿Quién fue realmente Rodrigo Díaz de Vivar, el personaje histórico o su retrato legendario; el héroe que el franquismo, y también muchos historiadores antes de que el franquismo fuera una realidad, no lo olvidemos, o el traidor que combatió al lado de los musulmanes? Quizá lo conveniente, y lo exacto, sería decir que el Cid fue las dos cosas al mismo tiempo, el héroe y el villano, el personaje histórico, protagonista en una frontera entre dos mundos diferentes, pero no tan opuestos como ahora podría parecernos, y el personaje de la leyenda, el que en Santa Gadea hizo jurar a todo un rey, Alfonso VI, que no había tenido nada que ver con la muerte de su hermano. Porque allí donde acaba la historia empieza la leyenda, y la leyenda, que no es historia pero se le parece, puede ayudarnos, algunas veces, a interpretar esa historia adecuadamente; lo conveniente es no llegar nunca a confundirlas. Y sobre todo, hay que decir que Rodrigo Díaz fue, ni más ni menos, un hombre de su tiempo, alguien que vivió siempre en la frontera: en esa frontera física entre cristianos y musulmanes, y en esa otra frontera, siempre tenue, entre la vida y la muerte.

Y ya que estamos hablando de la Edad Media, que en España es lo mismo que hablar de la Reconquista, no podemos olvidar tampoco la polémica pseudocientífica que hay abierta sobre la influencia que en nuestro país pudieron dejar los árabes -habría que hablar, en realidad, de los musulmanes, porque árabes de verdad llegaron muy pocos a la península, más allá de las élites que formaron parte de la corte de los Omeyas-. Una polémica, por otra parte, que muchas veces ha sido confundida por otros problemas más actuales, que nada tienen que ver con la Historia, como son la inmigración ilegal, en España procedente casi siempre de Marruecos y de otros países del Magreb, o el terrorismo islámico. Una etapa, la Edad Media española, en la que largos periodos de guerra alternaron con etapas pacíficas, donde cristianos y musulmanes podían convivir en una situación más o menos tranquila -ochocientos años dan para mucho tiempo-. Etapas en las que pudieron florecer Toledo con Alfonso X y su Escuela de Traductores, y, varios siglos antes, Córdoba con Averroes y de Maimónides, musulmán y judío respectivamente, o Sevilla, en la que vivió después el místico murciano ibn-Arabí, puente de plata entre los filósofos griegos, especialmente los neoplatónicos, y el pensamiento moderno. Desde luego, la Córdoba de los siglos IX y X, la de los Omeyas, llegó a convertirse en la ciudad más floreciente de toda Europa, económica y culturalmente. Sería ya a partir de la centuria siguiente, con la llegada primero de los almorávides y más tarde de los almohades, quienes trajeron a España su integrismo más extremista -algunos historiadores, haciendo un ejercicio de anacronismo, los consideran como la Al Qaeda de la época-, procedentes del otro lado del Estrecho de Gibraltar, quienes acabaron con esa Córdoba floreciente, pero también tenemos que recordar que para entonces, aquel paraíso floreciente se había empezado ya a romper, partido el antiguo imperio Omeya en pequeños reinos de taifas, esos reinos, algunos casi insignificantes, que tanto nos recuerdan -hagamos nosotros también un ejercicio de anacronismo- a la situación actual.

En estos últimos meses, y por una sucesión de intereses y motivaciones que se han ido concadenando en los últimos tiempos, los focos más importantes de esa polémica “histórica”, están relacionados con el descubrimiento y la conquista de América, y también con una de sus más importantes consecuencias, la circunnavegación del globo terráqueo, que supuso la primera vuelta al mundo, de la que ahora se cumple el quinto centenario. Respecto a la primera, el descubrimiento de todo un continente por un grupo de marinos que estaban al servicio de España, es verdad que desde siempre este hecho ha estado en el foco de la polémica, que desde hace ya muchos años se viene argumentando que Cristóbal Colón no había sido el primer europeo que llegó a poner sus pies en las tierras que más tarde serían llamadas América. Es cierto que los testimonios arqueológicos atestiguan que muchos siglos antes ya lo habían hecho los vikingos, quienes se instalaron en Groenlandia allá por el siglo X, y que más tarde pusieron también sus cuarteles en Terranova y la Península de Labrador, y por lo tanto, en el propio continente americano. Es cierto, también, que cada vez tienen más peso las noticias sobre otros europeos que, poco tiempo antes de que lo hiciera Colón, habían llegado también a tierras americanas. Algunos habrían regresado, contando en las tabernas todo lo que allí habían visto, y Colón pudo empaparse de aquellas historias que no todos se creían; otros, sin embargo, no pudieron regresar, por un motivo u otro, y allí, en el nuevo continente, fueron vistos por los compañeros del navegante italiano -no quiero abundar en la polémica sobre el origen de Colón, que actualmente está teniendo un mero cariz nacionalista, y que en realidad nada importa porque, naciera donde naciera, lo único cierto es que el marino se encontraba ya al servicio de España-. Pero, y aunque demos ambas cosas por sentado, ¿puede realmente hablarse, en los dos casos, de un auténtico descubrimiento de un continente? Los descubrimientos de nuevas tierras, aunque sean casuales, llevan consigo algo más que una experiencia personal o de un pequeño grupo de hombres. Nadie, en términos historiográficos, discute el hecho de que fue el inglés David Livingstone quien descubrió para Europa las cataratas Victoria, en el corazón del África negra, cuando en realidad, como muy bien demostró para el conjunto de los lectores el arqueólogo y novelista italiano Valerio Massimo Manfredi en su novela “Antica Madre” basándose en la obra de Plinio y de otros historiadores romanos, ya lo había hecho mucho tiempo antes, en el año 62, una expedición romana que había sido enviada allí por el emperador Nerón.

Algo similar puede decirse respecto a la primera vuelta al mundo. Más allá de la rivalidad entre España y Portugal que se produjo hace algunos años, durante la celebración del quinto centenario del comienzo de la expedición, fruto de las nacionalidades respectivas de quienes la dirigieron -primero el portugués Fernando de Magallanes, aunque en el momento de iniciarse el viaje éste se encontraba, también, al servicio del rey de España, y más tarde Juan Sebastián Elcano-, el foco de la polémica está ahora, incluso, en dar la primacía de la primera vuelta al mundo de un hasta ahora casi desconocido Enrique de Malaca, un esclavo y fiel servidor de Magallanes que era originario de las Molucas, a las que Magallanes había llegado antes navegando por la ruta portuguesa, bordeando el continente africano. Y es que algunos periódicos han llegado a afirmar que fue éste quien daría, en realidad, por primera vez la vuelta al mundo, al llegar en 1521 a Filipinas, en la misma expedición que Magallanes y Elcano, y aducen en favor del hecho su trayectoria personal anterior a aquel viaje, una trayectoria que le había llevado a completar el camino de regreso a la península, mucho tiempo antes que sus compañeros de expedición, durante los viajes anteriores en compañía de su amo, Magallanes. Polémica y afirmación que no dejan de ser absurdas y sin sentido: una vuelta al mundo es eso, un viaje de ida y vuelta al mismo lugar del que se partió, siguiendo siempre el mismo sentido de la navegación, como muy bien conocen los organizadores de la Ocean Race, la vuelta al mundo en vela. Es decir, lo que consiguió Elcano y un puñado de diecisiete hombres que, más allá de su origen, estaban al servicio de España, cuando llegaron al puerto de Sanlúcar de Barrameda el 6 de septiembre de 1522.

Pero lo más agrio de este tipo de polémicas históricas, allí donde se vierten más ríos de tinta -y esperemos que nunca llegue a convertirse en sangre-, viene dado desde dos aspectos diferentes y complementarios: la tan criticada Ley de Memoria Democrática, que tan poco tiene en realidad de democrática, y el nacionalismo más extremo. Sobre la primera, no voy a insistir más en ello; sólo decir, una vez más, que esta ley, a mi modo de ver injusta porque convierte a la Historia en una historia de buenos y malos, ha venido a desdecir y a criticar uno de los periodos más fructíferos, desde el punto de vista de la convivencia, de nuestro pasado más reciente: la Transición. Respecto al otro aspecto, el relacionado con los postulados nacionalistas, y el aprovechamiento que estos hacen de la Historia, el problema también viene de largo. Muchos son los ejemplos que se pueden dar de ello, hasta el punto de que éste, especialmente el catalán, ha llevado a cabo una manipulación completa de la Historia que es fácil de seguir, y que ha producido, más allá de una gran cantidad de artículos, varias decenas de monografías, desde un lado y otro del espectro, desde las que defienden esa historia manipulada por los nacionalistas hasta los que intentan, con una buena panoplia de pruebas documentales incluso, rebatirla. Tampoco voy a insistir más en ello, porque es de todos conocido.

Sí quiero sacar a la luz una última polémica, que tiene ahora que ver con el nacionalismo vasco: en las últimas semanas los medios de comunicación, sobre todo los publicados en aquella comunidad, han sacado a la luz la noticia de la aparición en Italia de un códice antiguo en el que se presentan algunas palabras en euskera. Se trata de una edición de 1553 de una crónica de España escrita por el humanista italiano Lucio Marineo Sículo, cuya primera edición estaría fechada hacia el año 1496. Sea verdad o no la aparición del libro, que en realidad tampoco supone tanto para la historia de este idioma, que por otra parte siempre fue más oral que escrito, el hecho nos recuerda en algo a otra noticia anterior. En el año 2006, en el yacimiento romano de Iruña-Veleia (Pamplona), fueron encontradas diferentes representación de Jesucristo crucificado, acompañadas con diferentes signos que, interpretaron los arqueólogos, eran palabras escritas en euskera, realizadas sobre piedra y sobre trozos de cerámica. El descubrimiento tenía una gran importancia en sí mismo porque, datadas las piezas en el siglo III, significaba la más antigua representación de la crucifixión, y porque lo convertía, además, en los restos más antiguos escritos en ese idioma. Sin embargo, poco tiempo después una sombra de duda se vertió sobre aquel descubrimiento: el hallazgo fue estimado como una gran falsificación histórica, una más, y fue a parar a los tribunales. A principios de este mismo año, 2021, Eliseo Gil, el director de las excavaciones, y también alguno de sus colaboradores, fue condenado a dos años y tres meses de prisión por la Audiencia de Álava, por haber manipulado cerca de quinientas piezas de gran valor histórico y arqueológico.



jueves, 18 de noviembre de 2021

Bibliografía para la historia de Cuenca: el siglo XIX

 El conocimiento que se tiene sobre el pasado de nuestra ciudad y de nuestra provincia ha venido aumentando de manera exponencial sobre todo en las últimas décadas, y especialmente a partir de los años setenta y ochenta del pasado siglo. En efecto, la instalación en nuestra ciudad del primer ciclo de los estudios universitarios de Historia primero, dependiendo de la Universidad Autónoma de Madrid, que después de la creación del estado de las autonomías y la fundación de la Universidad de Castilla-La Mancha se reconvertiría en la Facultad de Humanidades, ya en sus dos ciclos, y la creación de un servicio de publicaciones en el seno de la Diputación Provincial y, en menor medida, también en el Ayuntamiento, en los que podían publicar sus investigaciones los miembros de su plantel de profesores, favorecieron de manera determinante los nuevos avances en la manera de entender el conocimiento histórico conquense y, más allá de esas nuevas maneras de hacer historiografía, también del propio conocimiento de nuestro pasado. Así, a partir de este momento se realizaron importantes contribuciones en el campo de la Arqueología y de la Historia Antigua, de la Historia Medieval y de la Historia Moderna o de la Historia del Arte.

            Y también, aunque en menor medida, de la Historia Contemporánea, y en concreto de la Cuenca del siglo XIX. En aquellos momentos podrían ser considerados como pioneros de esta nueva historiografía, por lo que a nuestro caso se refiere, los trabajos de Félix González Marzo sobre la desamortización decimonónica y liberal en la provincia de Cuenca, en el campo de la historia económica, y la monografía que firmó Miguel Ángel González Troitiño sobre la evolución que había vivido la capital de la provincia entre los siglos XVI y XX, en lo que respecta a la historia demográfica y social, historia cuantitativa a fin de cuentas.  Hasta entonces, sólo unos pocos libros de carácter general, publicados en el mismo siglo XIX, y algunos trabajos de síntesis publicados en periódicos y revistas por algunos aventureros de la historia que, en muchas ocasiones, ni siquiera se habían dedicado profesionalmente al estudio de la historia. A ese tipo de trabajos estará dedicada la primera parte de la ponencia, de carácter meramente introductorio.

            El trabajo se centrará principalmente en estudiar el siglo XIX, los avances historiográficos que se han hecho en los últimos años, de manera principalmente cronológica. Y también, en algunas ocasiones se apuntará algunos temas en los que en mi opinión todavía no se ha avanzado lo suficiente. Para ello, siempre se seguirá una línea común: el desarrollo del liberalismo y del resto de opciones ideológicas que durante todo el siglo decimonónico polarizaron la vida social y política de los españoles y de los conquenses, porque si algo ha caracterizado el desarrollo de toda esta centuria ha sido precisamente eso que se ha llamado la revolución liberal. Es cierto que hacerlo de este modo puede significar dar demasiada importancia a la historia política, pero considero que precisamente es el propio período histórico estudiado el que justifica hacerlo de este modo: el siglo XIX marca el final del Antiguo Régimen y el principio de un sistema nuevo, el liberalismo. Durante toda la centuria, el debate político está siempre presente en todos los aspectos de la sociedad, y por ello todos esos referentes, desde la economía hasta la religión por poner algún ejemplo, hay que analizarlos sin dejar de lado en ningún momento ese punto de vista político.

            Sin embargo, tampoco deben dejarse de lado esos otros campos de la nueva, ya no tan nueva, historiografía: la historia social, la historia económica, la historia demográfica, la historia de las mentalidades, la biografía… A esos campos concretos del estudio científico de la historia, que sin duda estarán también presentes muchas veces al hablar de la historia política en la medida en la que están íntimamente conectados con ella, estará dedicada la última parte de mi intervención.

Cuenca en la década de 1890. Grabado. Realmente, la ilustración parece algo anterior, pues, para entonces, ya se había hundido uno de los arcos del Puente de San Pablo.
 

INTRODUCCIÓN. LA HISTORIOGRAFÍA CONQUENSE HASTA 1970.         

Hemos de decir en primer lugar que la producción historiográfica conquense realizada en el mismo siglo XIX, la visión que los conquenses tienen de su pasado y también, en la medida que nos afecta, de su propio presente, además de ser escasa, estaba demasiado teñida por el positivismo propio del período, además de estar marcado por una fuerte tendencia ideológica, como no podía ser de otra forma si tenemos en cuenta la importante ideologización que se vivía por el conjunto de la sociedad española a lo largo de toda esa centuria. En efecto, se trata de trabajos que, desde las distintas perspectivas políticas de sus autores, tienen en común el hecho de que todos ellos se olvidan por completo de las masas silenciosas, o incluso de la propia sociedad conquense como un conjunto, para dedicarse sólo a historiar sus élites políticas y militares. Se trata en general, como la práctica totalidad de la historia que en esos momentos se está haciendo en el resto del país, de una historia relatada en la que son precisamente las élites, más allá de sus protagonistas, los únicos sujetos válidos para el estudio histórico. Y son libros, como he dicho antes, de carácter generalista, en el que sólo se dedica al siglo XIX una parte, casi siempre demasiado colateral, del estudio.

El autor más conocido de este período es sin duda Trifón Muñoz y Soliva. Sacerdote, canónigo de la catedral, redactor del periódico de tendencia carlista La Hoja de David, este religioso había publicado en 1860 su primera historia de Cuenca, Noticias de todos los Ilustrísimos Señores Obispos que han regido la diócesis de Cuenca, aumentados con los sucesos más notables acaecidos en sus pontificados. El Episcopologio, que así es más conocido, es más que un estudio de los obispos conquenses al uso una historia de la diócesis, tal y como explicita el autor desde el subtítulo. Este trabajo lo ampliaría el mismo autor algunos años después, entre 1866 y 1867, con su Historia de la Muy Noble, Leal e Impertérrita ciudad de Cuenca y del territorio de su provincia y obispado, desde los tiempos primitivos hasta la edad presente, publicado en dos tomos, y en el cual, como dato curioso, hace remontar la historia de Cuenca hasta los tiempos de Túbal, nieto legendario de Noé.

Si desde el punto de vista reaccionario Muñoz y Soliva era el máximo representante, y casi el único de la historiografía local, también el campo liberal tenía sus propios representantes. Y el más conocido de los conquenses era José Torres Mena, pues aunque había nacido en Casas Ibáñez (Albacete) debido a la profesión, su familia procedía de La Almarcha. Abogado, político y  escritor, fue redactor del diario madrileño La Iberia, constituido como el órgano de opinión y difusión  del Partido Liberal Progresista, y diputado por ese mismo partido primero en la circunscripción de San Clemente y más tarde también en la de Cuenca. Su libro Noticias Conquenses, publicado en 1878, es más bien un voluminoso tomo bastante desordenado de noticias, eso sí, muchas veces interesantes, relacionadas con la historia y la geografía de Cuenca, que una historia de la provincia propiamente dicha.

El ala política más alejada por la parte izquierda está representada por el republicano turolense Pedro Pruneda, autor de la Crónica de la provincia de Cuenca, que fue publicada en Madrid en 1869 como parte de una ambiciosa Crónica General de España, o sea, Historia Ilustrada y Descriptiva de sus Provincias. Participante activo en algunas de las intentonas revolucionarias que se sucedieron en la segunda mitad de la década de los años sesenta, publicó también por esas mismas fechas una Historia de la Guerra de Méjico desde 1861 hasta 1867, que no deja de ser un ensayo sobre la bondad de las nuevas repúblicas democráticas que fueron surgiendo en el continente americano a raíz de su independencia, y que le valdría al autor el nombramiento de ciudadano honorífico de la capital federal. Su autor falleció en Madrid en el mes de octubre de 1869, pocos meses después de haber publicado su crónica conquense, y sin haber podido realizar su magno proyecto de hacer una historia general de España, de la que sólo se publicaron los volúmenes correspondientes a nuestra provincia y a Teruel.

La historiografía conquense decimonónica la cierra Santiago López Saiz, periodista de tendencia también republicana, según indicaron ya Ángel Luis López Villaverde e Isidro Sánchez Sánchez. Dirigió varios períodicos en la ciudad del Júcar, primero El Progreso, entre 1885 y 1895, y después, a partir de ese año El Progreso Conquense. En 1894 publicó por entregas El Consultor Conquense, una especie de guía de Cuenca y su provincia en la que aparecen todo tipo de datos, además de los puramente históricos. Más interesante es su trabajo titulado Los sucesos de Cuenca, que había publicado en 1878, una crónica sobre la entrada y posterior saqueo de Cuenca cuatro años antes de las tropas del infante Alfonso Carlos de Borbón, hermano del pretendiente Carlos VII.

También pueden destacarse las obras de José María Quadrado y Valentín Picatoste, y para un aspecto muy concreto para la historia de Cuenca, el de la invedstión carlista, los de Germán Torralba y Eugenio de la Iglesia, testigo directo el primero de la entrada de las tropas legitimistas en la ciudad, y destacado protagonista el segundo, como gobernador militar que era de la ciudad en ese momento. También hay que destacar, y en lo que a la historia de la cultura se refiere, a Fermín Caballero. Junto a todos ellos, son abundantes, los cuadernos, cartas, fascículos, oraciones y todo tipo de impresos que fueron impresos en nuestra ciudad a lo largo de la centuria, y que si bien no se trata muchas veces de una historiografía conquense propiamente dicha, si se constituyen en una fuente interesante por los historiadores actuales escasamente utilizada. Una aproximación a toda esa producción bibliográfica se puede encontrar en el libro Bibliografía básica para la historia de Cuenca, de Antonio Herrera García.

De la producción historiográfica conquense en el período comprendido entre los primeros años del siglo XX y finales de la Guerra Civil, cabe destacar en primer lugar sendas guías de Cuenca, la del Museo Municipal de Arte, con participación de diversos autores locales y nacionales, y sobre todo la de Julio Larrañaga; ambas publicaciones cuentan con abundantes e interesantes datos históricos, como también las obras de Basilio Martínez Pérez y Timoteo Iglesias Mantecón, o algunos artículos dedicados a la historia conquense por Juan Giménez de Aguilar. Después llegarían los trabajos de carácter documental de Clementino Sanz y Díaz, Sebastián Cirac, Ángel González Palencia y Elena Lázaro Corral.

No es extraña esta carencia de trabajos sobre el siglo XIX; hay que tener en cuenta que también a nivel nacional, por distintos condicionantes sociales y políticos, todo el período posterior a la Guerra Civil fue un auténtico erial para los estudios de historia contemporánea, al primar otros períodos más gloriosos de nuestro pasado.

 

Cuenca, Puente de San Pablo. Grabado de Carl Wilhem von Heideck
Colecciones Estatales de Pintura de Baviera

EL PRIMER LIBERALISMO 

El siglo XIX se inicia en España con una coyuntura histórica importante: la Guerra de la Independencia. Sin embargo, esa guerra contra el francés no se hubiera producido de no haber existido antes todo un proceso social de cambio que estaba haciéndose tambalear en toda Europa, y también en parte del continente americano, todo el sistema del Antiguo Régimen. Y es que tanto la revolución americana y su declaración de independencia (1776) como también la revolución francesa (1789), crearon una nueva estructura social y política, el liberalismo, que se extendería rápidamente a partir de ese momento, y sobre todo en las primeras décadas de la centuria siguiente por el resto de Europa y de América. Todo ello supondría un fuerte enfrentamiento entre dos mundos opuestos, dos maneras diferentes de enfrentarse con la realidad, dos eras históricas enfrentadas entre sí como dos grandes placas tectónicas. Y el terremoto provocado por ese choque brutal traería como consecuencia el resquebrajamiento definitivo de una de esas dos grandes placas, la más débil de las dos porque para entonces ya estaba desgastada por tres largos siglos de enfrentamientos sociales.

No se puede entender la Guerra de la Independencia si se no se tiene en cuenta este hecho, como no se puede entender tampoco la guerra de la independencia en Cuenca si no se tiene en cuenta el espacio geográfico que ocupa nuestra provincia, como nudo estratégico de vital importancia a caballo entre dos de las ciudades más importantes del país: Madrid, la capital del reino y lugar donde se asienta la corte de José I, y Valencia, uno de los puertos con más posibilidades.  Por eso, la provincia fue en varias ocasiones escenario para algunas de las más importantes batallas, y en ese sentido la batalla de Uclés (1809), en la que perdieron la vida alrededor de mil patriotas y más de seis mil fueron capturados por los franceses, fue paradigmática, asegurando a los franceses su posición de dominio en Castilla La Nueva al tiempo que permitía al rey usurpador su asentamiento en la corte madrileña. Por eso, también la ciudad fue en repetidas ocasiones tomada por las tropas francesas y las españolas, y sufrió de unas y de otras sangrientas represalias. José Luis Muñoz ha estudiado ese momento doloroso de la ciudad del Júcar en uno de sus libros, Crónica de la guerra de la independencia, a partir de los datos proporcionados por los libros de actas del Ayuntamiento conquense.

Sin embargo, aún falta por hacer un estudio más pormenorizado de lo que supuso la tragedia de la guerra en el conjunto de la provincia, como también en los que respecta al punto de vista del nuevo hecho social representado por el liberalismo. Desde el punto de vista de la historia económica, no cabe duda de que la guerra produjo en toda la provincia una grave crisis de subsistencia, que provocó también un declive humano y demográfico, como ha demostrado David Sven Reher en su trabajo Familia, población y sociedad en la provincia de Cuenca, 1700-1970, que fue publicado por el Centro de Investigaciones Sociológicas. Por otra parte, tanto la guerra como el incipiente liberalismo que en aquel momento estaba empezando a nacer también en una pequeña ciudad de provincias como Cuenca, provocó un cambio sustancial en las élites de poder, fácilmente rastreable a través de las personas que formaron parte de la junta provincial de Cuenca y también de aquellos que representaron a nuestra provincia en las Cortes de Cádiz. También, y por lo que a las élites intelectuales se refiere, por las personas que firmaron toda esa cantidad de oraciones, cartas, manifiestas, que fueron impresos en nuestra ciudad durante todo el primer tercio del siglo XIX, a los cuales ya hemos aludido más arriba. Y al contrario de lo que muchas veces se ha escrito, dando demasiadas cosas por supuestas sin haber realizado antes un ejercicio básico de reflexión, crítica y análisis. Tampoco la Iglesia conquense fue en absoluto ajena a esa nueva realidad social que estaba naciendo, al menos por lo que a este primer período se refiere.

Los miembros de la junta provincial que se había creado en Cuenca en los años iniciales de la guerra representaban todavía en una parte a las grandes instituciones heredadas del Antiguo Régimen: la Iglesia, con un prelado a la cabeza, Ramón Falcón y Salcedo, y el canónigo ilustrado Juan Antonio Rodrigálvarez, que había llegado a la ciudad a finales del siglo XVIII de la mano del anterior obispo Antonio Palafox, antes de que éste hubiera llegado a acceder a la cátedra episcopal; el Ayuntamiento, representado por el corregidor, Ramón Gundín de Figueroa, y por uno de sus regidores, Ignacio Rodríguez de Fonseca,  y el intendente Baltasar Fernández, figura característica de la administración borbónica. Junto a ellos, y representando ya a las nuevas élites burguesas e intelectuales, Santiago Antelo y Coronel, que era notario del tribunal eclesiástico de la diócesis, los propietarios Bernabé Grande y Pascual de López, y dos funcionarios de la administración ciudadana, Francisco Escobar y Tomás de Vela.

También en el grupo de los representantes a Cortes se puede apreciar aún esa dicotomía entre Antiguo y Nuevo Régimen. Durante las primeras legislaturas representaron a nuestra provincia algunos miembros del estado noble, como el conde de Buenavista Cerro, Diego Ventura de Mena, y Alfonso Núñez de Haro y también algún miembro del sector eclesiástico, en esta ocasión el canónigo Felipe Miralles, junto a un consejero de estado, Manuel de Rojas, y un catedrático de la universidad de Alcalá, Diego Parada, que a su vez era descendiente de uno de los linajes nobiliarios más arraigados en la ciudad de Huete. Y el propio Ayuntamiento de Cuenca, que también tenía derecho a un representante en Cortes, estaba representado por otro de sus regidores, Policarpo Zorraquín. Por su parte, Manuel de Rojas tuvo que ser sustituido tras su muerte, acaecida al poco tiempo del inicio de la legislatura, por el militar de Zafra de Záncara, Fernando Casado Torres, ingeniero naval que había llegado a ser, en representación del gobierno de Carlos III, asesor de la propia zarina Catalina de Rusia. Y por lo que respecta a las últimas legislaturas, es en este momento cuando se observa un mayor peso del liberalismo, al confluir los cuatro representantes dentro de este sector ideológico a pesar de que entre ellos había también algunos sacerdotes. Estos cuatro representantes fueron Antonio Cuartero, Juan Antonio Domínguez, Andrés Navarro y Nicolás García Page. Sobre éste último hablaremos más detenidamente más tarde, al haber extendido su representación, y también su influencia al conjunto de la sociedad conquense, también al trienio liberal.

El regreso de Fernando VII al trono madrileño supuso temporalmente la victoria del viejo conservadurismo. Un Fernando VII que visitó en varias ocasiones la provincia de Cuenca; un Fernando VII que viajó en 1826 en compañía de su tercera esposa, María Amalia de Sajonia a los ya famosos baños del Real Sitio del Solán de Cabras con el fin de obtener la ansiada paternidad que hubiera contribuido a dar una cierta tranquilidad política al país. Sin embargo, esa victoria del Antiguo Régimen sería sólo un espejismo. En 1820 vuelven a hacerse con el poder los liberales, y aunque esta victoria de los liberales sería en principio muy breve, apenas tres años a los que sucedieron otros diez años aún de reacción, la década ominosa, la suerte estaría echada a favor del liberalismo. La muerte de Fernando VII en 1833 llevaría consigo la derrota del antiguo sistema político y social, y la victoria, ahora sí definitiva, del liberalismo español.

Pero aún faltarían trece años para eso. En 1820 las tensiones, en España y en Cuenca, están todavía en plena ebullición. El trienio liberal en Cuenca ha sido estudiado, principalmente en lo que a los aspectos religiosos se refiere en mi tesis doctoral, que dediqué al tribunal de curia diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII, publicada posteriormente en formato de libro bajo el título La actuación del tribunal diocesano de Cuenca en la crisis del Antiguo Régimen (1808-1833), así como en algunos artículos monográficos. Al igual que en todas las ciudades del país, también el Ayuntamiento de Cuenca juró en 1820 la constitución, y a partir de ese momento se hacía con el poder tanto en la capital como en los pueblos más importantes de la provincia los miembros del partido liberal, que estaban formados ya en ese momento por los miembros más destacados de la burguesía, el comercio, y las llamadas profesiones liberales. Surgen en ese momento algunos apellidos importantes, como los Aguirre, que son los mismos que inmediatamente después, durante las primeras desamortizaciones, van a poder enriquecerse con la adquisición de bienes y tierras procedentes de la Iglesia, la nobleza, y el común de algunos pueblos de la provincia.

Y surgen también, en Cuenca como en el resto de España, las llamadas sociedades patrióticas y las sociedades secretas. En la capital de la provincia se había instalado muy pronto una merindad de la sociedad secreta de los comuneros, que había sido incluso fundada por Manuel López Ballesteros, secretario del gobierno constitucional y hermano del propio ministro de la Gobernación, y diversas torres comuneras a lo ancho de toda la provincia: Horcajo de Santiago, Villarrobledo, Tarazona de la Mancha, La Roda, San Clemente, Belmonte, Mota del Cuervo, Almendros, Palomares del Campo, Torrejoncillo del Rey, Saelices, Sisante y Villarejo de Fuentes. A todos estos pueblos hay que añadir también algunos otros que todavía estaban en período de formación en 1823, como Alcocer, Valdeolivas y Valera de Abajo. De todo ello se desprende que el peso del liberalismo en el conjunto de la provincia es muy importante.

Como ya he dicho anteriormente, el peso de la Iglesia en este primer liberalismo conquense es importante. Cuando al aventurero francés Jorge Bessieres, líder de una partida absolutista muy activa por las tierras de Guadalajara y Cuenca, pudo entrar por fin en la ciudad, iniciando una fortísima represión contra los partidarios del liberalismo, pudo descubrir dentro de la catedral, y en concreto escondidos dentro de un armario en la sacristía de la capilla de caballeros, la documentación y los sellos de la merindad conquense de la sociedad secreta de los comuneros. Y estaban allí escondidos precisamente porque a la sociedad pertenecían algunos eclesiásticos destacados de la diócesis: Manuel Molina, capellán de coro de la catedral; Isidro Calonge, religioso mercedario exclaustrado; y Juan José Aguirre, racionero del cabildo diocesano. Estos tres religiosos serían represaliados a partir de 1823 por el tribunal diocesano de Cuenca, como lo serían también algunos otros eclesiásticos que, si bien no hay constancia de que pertenecieran a la sociedad secreta, sí defendieron durante el trienio posturas liberales: Segundo Cayetano García y Juan Nepomuceno Fuero, canónigos de la catedral; Francisco González y Francisco Ayllón, prebendados de ésta; Gabriel José Gil, dignidad de tesorero; José Frías, capellán de coro, y los sacerdotes Prudencio del Olmo, Valentín Collado Recuenco, Nicolás Escolar y Noriega, Manuel Lorenzo de Cañas, Francisco Anguix y Jerónimo Monterde.

Mención especial en este sentido merece, por su irradiación hacia el conjunto del país, la figura del anteriormente mencionado Nicolás García Page, figura que merecería por sí mismo un estudio monográfico, y al que en alguna ocasión nos hemos acercado algunos, tanto en mi tesis doctoral como Manuel Amores, si bien éste lo hizo principalmente sobre su proceso y exilio, sufridos a partir de 1814. Nacido en 1771 en Ribagorda, en la comarca del Campichuelo conquense, párroco de la iglesia de San Andrés de la capital conquense, catedrático a partir de 1799 en el seminario conciliar de San Julián, fue elegido para representar a Cuenca los dos últimos años de las Cortes de Cádiz, donde destacó como uno de los más combativos liberales. Por ello fue uno de los detenidos por Eguía en 1814 y alojado en la madrileña Cárcel de Corte, de donde salió sin juicio previo para su destierro en el convento franciscano de La Salceda (Guadalajara). En 1820, de nuevo en el poder los liberales, fue premiado con una de las canonjías del cabildo conquense y seguidamente elegido nuevamente como representante de la provincia en las cortes del trienio. En 1823 fue capturado por una partida absolutista que estuvo a punto de ajusticiarle, logrando salvar la vida gracias a la actuación de un regimiento del ejército liberal, que había conseguido rescatarle, con la cual, convertido en el capellán de la unidad, huyó a Cádiz durante el repliegue de estos. Exiliado en Inglaterra y sustituido como canónigo de la diócesis por otro sacerdote menos afecto al sistema liberal, regresó a Madrid en 1834, ciudad en la que fallecería apenas dos años más tarde.

Prácticamente desconocida es la figura del militar liberal José Ruiz de Albornoz (Villar de Cañas, 1780 – Requena, Valencia, 1836). Ya en la guerra contra los franceses se había destacado en algunas de las batallas más importantes, como en las de Bailén, Uclés y Ocaña. Subteniente del batallón provincial de Cuenca, combatió en 1823 contra las partidas absolutistas, principalmente la del propio Bessieres. Después, ya en la guerra carlista, y ascendido a coronel, acometió la defensa de Requena, cercada por las tropas de Ramón Cabrera, hecho por el cual fue condecorado con la Cruz Laureada de San Fernando, la más importante que existe en el ejército español.

Un período éste en el que se transformaron todas las instituciones, y se crearon también algunas instituciones nuevas. Entre estas nuevas instituciones tendría una importancia superlativa la Diputación Provincial, que quedó constituida el 13 de abril de 1813 bajo la presidencia de Ignacio Rodríguez de Fonseca, si bien esa creación no se haría estable hasta algunos décadas más tarde, tras la victoria definitiva del liberalismo. Aunque los orígenes de la Diputación han sido estudiados ya por José Luis Muñoz, también la personalidad de su primer presidente sería merecedora de un estudio monográfico. Oriundo de Villar de Cañas, regidor perpetuo de Cuenca y miembro, como ya se ha visto, de su junta provincial en los años de la usurpación napoleónica, fue tomado como rehén junto a otros ciudadanos conquenses por el mariscal Víctor, el mismo que había ganado la batalla de Uclés, y conducido a pie durante muchos kilómetros. Su fuerte personalidad, puesta de manifiesto tanto en el Ayuntamiento como en la Diputación, le llevaría de nuevo a la cárcel el 27 de agosto de 1814, ahora por una decisión absoluta y despótica del gobierno del monarca absolutista y déspota Fernando VII.

 


Ilustración de Cuenca en el siglo XIX. Archivo particular de José Vicente Ávila

PROGRESISTAS Y MODERADOS 

            Conocida es la historia. En 1833 fallece Fernando VII, y merced a la Pragmática Sanción por la que había derogado tres años antes la Ley Sálica de Felipe V, más de acuerdo con la tradición francesa que con la española, por la que se decretaba la ley a la sucesión a la corona que permitía acceder al trono español a las mujeres, siempre y cuando no contaran con un hermano varón. De esta manera heredaba el trono su hija Isabel, que sería coronada con el nombre de Isabel II. Sin embargo, no toda la sociedad española estaba a favor de esta sucesión; la parte más conservadora de la misma, que no había aceptado la promulgación de la nueva ley, cerró filas en torno al hermano de Fernando, el príncipe Carlos, reconociéndole como rey “legitimista” con el nombre de Carlos V. Mientras tanto los liberales, más en un primer momento como reacción a la postura absolutista que como una verdadera opción ideológica, cerró filas a su vez en torno a la reina niña y a su madre, la regente María Cristina de Borbón-Dos Sicilias. Un nuevo enfrentamiento entre absolutismo, reconvertido ahora en carlismo, y liberalismo, estaba, otra vez, servido.

La guerra civil, que durante todo el siglo XIX y parte de la centuria siguiente fue un elemento recurrente, cobró de nuevo fuerza en el país, y otra vez la provincia de Cuenca va a convertirse en un importante campo de batalla por culpa de su importante valor estratégico. Principalmente las tierras serranas y alcarreñas, por su especial orografía, se ven sometidas a múltiples enfrentamientos entre los partidarios de una opción y otra; los libros de Miguel Romero y Manuela Asensio, dedicado el primero a la guerra en la provincia conquense y el segundo al conjunto de la región castellano-manchega, ofrecen al lector todo ese retablo de batallas y escaramuzas.

Y lejos de los campos de batalla, un conquense de origen humilde, militar de escasa graduación al tratarse apenas de un sargento de la Guardia de Corps, el taranconero Fernando Muñoz, logrará escalar a las más altas instancias del poder nacional al contraer matrimonio morganáticamente con la propia regente, la reina María Cristina el 28 de diciembre de 1833. Sin embargo, ni siquiera este hecho supuso un cambio importante en el devenir histórico de nuestra provincia, que ya por entonces se estaba sumiendo en un letargo creciente, más allá de la instalación en su localidad de origen de una pequeña corte veraniega y del encumbramiento nobiliario de toda la familia. Una familia que, empezando por el propio Fernando Muñoz, aprovecharía en las décadas siguientes su elevada posición en la corte para llevar a cabo algunos negocios en diversos sectores del nuevo desarrollo industrial y de las comunicaciones que España también estaba viviendo en aquellos momentos, aunque con cierto retraso respecto al resto de Europa, negocios que les supusieron importantes y beneficios personales.

La victoria de los progresistas a partir de 1840 no supondría el final del enfrentamiento político. Los liberales se escinden en moderados y progresistas, que a partir de ese momento se van a repartir sucesivamente el poder, salpicados sus gobiernos respectivos demasiadas veces por los numerosos pronunciamientos militares de una y otra tendencia ideológica, que van a caracterizar todo el período estudiado. Cuenca jugó un cierto papel político en algunos de esos pronunciamientos, y sobre todo en la serie de rebeliones que entre 1842 y 1843 terminarían por alejar definitivamente de la corte al general progresista Baldomero Espartero y supondrían, además de la llegada al poder de los moderados, el reconocimiento de la mayoría de edad de Isabel II, algunos años antes de que esta mayoría de edad se produjera de manera legal; y con ello también la posibilidad de poder gobernar España por sí misma, sin necesidad de arbitrarios regentes. José Luis Muñoz ha estudiado en un breve artículo lo que supuso políticamente este pronunciamiento dentro de la ciudad. Falta por estudiar sin embargo la aportación militar al proceso, y en concreto el papel que pudo desempeñar el batallón provincial de Cuenca, que en 1843 fue incorporado al ejército de Andalucía que había sido enviado por el duque de la Victoria para combatir a los militares que se habían pronunciado contra él en Sevilla y que, sin embargo, al menos una parte de la unidad se había pronunciado a su vez contra el regente, abandonando el cerco de la ciudad hispalense y dirigiéndose hacia la vecina Granada, ciudad que para entonces ya se había puesto también de parte de los liberales. La victoria definitiva de los moderados supuso el ascenso de estos militares conquenses (buena parte de ellos eran oriundos de la provincia), tal y como se puede ver en las hojas de servicios de los interesados.

En el plano económico, el período progresista había estado marcado por una nueva división territorial del país, propugnada en 1833 por Javier de Burgos, secretario de estado de Fomento bajo el ministerio de Francisco Cea Bermúdez, y la desamortización de bienes raíces procedentes de manos muertas, que si bien se había llevado a cabo por primera vez durante la invasión francesa, tanto desde el gobierno de José I como por las propias Cortes de Cádiz, no había llegado nunca a desarrollarse en plenitud  por las propias circunstancias políticas del país (la victoria de los absolutistas sobre todo), al igual que tampoco se habían podido desarrollar las desamortizaciones decretadas después durante el trienio liberal. Estas primeras desamortizaciones de verdadera importancia, que supusieron realmente el despliegue económico de las nuevas familias liberales y burguesas más que un verdadero reparto equitativo de la tierra entre el conjunto de la sociedad, han sido bien estudiadas por Félix González Marzo, así como también el posterior proceso desamortizador que se llevó a cabo después, dirigido por el ministro de Hacienda Pascual Madoz, en varios libros y artículos de interés.

Por lo que se refiere a la división territorial de Javier de Burgos, la provincia de Cuenca salía realmente perjudicada en el nuevo reparto. A la pérdida de todo el territorio de la comarca de Molina que hasta entonces había pertenecido a nuestra provincia, se le había venido a añadir también la pérdida de otros pueblos en beneficio también de la provincia de Guadalajara (Sacedón, Alcocer, Córcoles, Zaorejas, Peñalén, Poveda de la Sierra), así como todo el partido judicial de La Roda, en beneficio esta vez de la nueva provincia de Albacete. Contra toda esa pérdida territorial apenas se incorporaron a la provincia de Cuenca, desde la de Guadalajara, dun pequeño puñado de pueblos de la comarca alcarreña: Valdeolivas, Albendea, Vindel y San Pedro Palmiches. En este momento, la provincia se divide en nueve partidos judiciales: Cuenca, Huete, Priego, Tarancón, San Clemente, Motilla del Palancar, Cañete y Requena. A mediados de siglo, la destrucción de la provincia de Cuenca terminó de completarse con la cesión a la provincia de Valencia de la parte más rica de la misma, el partido de Requena (la llamada Valencia castellana).

Por su parte, la evolución de la capital conquense en todo este período fue hace ya algunos años estudiada por Miguel Ángel Troitiño Vinuesa, quien dedicaba precisamente al siglo XIX muchas de las páginas de su importante libro Cuenca, evolución y crisis de una vieja ciudad castellana. El libro es un detallado estudio de la evolución vivida por la capital conquense desde el siglo XVI hasta los tiempos más recientes, y su tesis demuestra que la ciudad decimonónica es claramente una ciudad de transición entre la ciudad estamental propia del Antiguo Régimen y la ciudad moderna del siglo XX, una ciudad sometida a continuos procesos de cambio que, sin embargo, nunca llegarían a alcanzar la importancia que tendrían en otras ciudades del entorno castellano a lo largo de todo ese período. Una ciudad, en definitiva, que al mismo tiempo que no llegó a vivir un aumento demográfico importante, tampoco lo haría en su estructura urbanística, más allá de la transformación de algunas de sus calles. Una ciudad, a fin de cuentas, que si bien se extendería definitivamente hasta más allá de sus murallas, buscando la llanura, lo haría de manera un tanto apocadamente: en efecto, en aquellos momentos la ciudad quedaba limitada al espacio comprendido entre las zonas del Castillo y la Ventilla poco más allá del final del campo de San Francisco y la Carretería que en ese momento estaba empezando a convertirse, sin embargo, en la calle principal de la ciudad, asiento de la nueva burguesía, conversión que no terminaría de realizarse por completo hasta las dos últimas décadas de la centuria.

Ni siquiera la presencia en los gobiernos moderados y progresistas de algunos políticos de origen conquense permitirían el despegue económico de una ciudad y una provincia sometidas siempre al letargo y al olvido. Mateo Miguel Ayllón (Cuenca, 1793 - Madrid, 1844) había vivido en Sevilla durante el trienio liberal, donde fue elegido prócer de reino. Después de pasar varios años en el exilio, durante la década ominosa, regresó a España, y fue nombrado en mayo de 1843 ministro de Hacienda, durante el gabinete presidido por Joaquín María López, cargo en el que se mantuvo durante dos períodos muy breves, primero durante unos pocos días, hasta la caída de Espartero, y después entre julio y noviembre de ese mismo año. Fermín Caballero Margáez (Barajas de Melo, 1800 – Madrid, 1876) también se había destacado como un declarado liberal durante el primer tercio de la centuria, y en la década de los años treinta ocupó diversos cargos como procurador y senador por Cuenca, y alcalde de Madrid. Periodista y afamado polemista, publicó diversos libros, y fue también catedrático de Cronología y Geografía de la Universidad Central, así como miembro de la Real Academia de la Historia entre 1866 y 1876. Ocupó el cargo de ministro de la. Por su parte, Severo Catalina del Amo (Cuenca, 1832 – Madrid, 1871), diputado en la década de los años sesenta primero por Alcázar de San Juan y después por el partido de Cuenca, ocupó en 1868, muy poco antes de la “revolución gloriosa”, dos cátedras ministeriales, aunque ambas por muy poco tiempo; primero la de Marina, entre los meses de febrero y abril, y después la de Fomento, entre el 23 de abril y el 20 de septiembre, habiendo sido destituido de este último cargo precisamente a consecuencia del estallido revolucionario.

 

Cuenca, 1851. Grabado de Emile Rouargue

REVOLUCIONARIOS, CONSERVADORES Y CARLISTAS 

            Durante la segunda mitad de la década de los años sesenta, el régimen liberal decimonónico en España, tal y como se había estado viviendo desde las primeras décadas de la centuria, estaba ya completamente agotado. Y es que el régimen monárquico de Isabel II hacía ya aguas por todas partes, hundido en la descomposición que estaba causando la corrupción de la corte y el cansancio político de un moderantismo regido por los intereses económicos de la nueva oligarquía altoburguesa, en algunas ocasiones recientemente ennoblecida; un moderantismo que estaba a medio camino entre los progresistas, que ya llevaban casi diez años lejos del poder, y los carlistas, que después de haber sido derrotados hasta dos veces en los campos de batalla, esperaban todavía su momento político. En 1866 había caído el régimen de la Unión Liberal de Leopoldo O’Donell, castigado por la reina por haberse mostrado, según ella, demasiado blando con los sargentos del cuartel de San Gil, otorgando así de nuevo el poder a Narváez, el líder del partido moderado. Sin embargo, la crisis económica que asoló a todo el país en los tres años siguientes vino a agravar la difícil situación política en la que ya entonces estaba sumida España.

´          La situación era ya insostenible, por lo que en 1868 también la Unión Liberal se unió al pacto de Ostende, una iniciativa del general Juan Prim que dos años antes había firmado en la ciudad belga progresistas y demócratas, con el fin de hacer caer del trono a la reina Isabel. Así, a principios de septiembre se inició la revolución, tras la sublevación de la flota española de Cádiz, que estaba al mando del almirante Juan Bautista Topete, quien pertenecía a la Unión Liberal, a lo que siguió la llegada a España de algunos militares, Prim y Serrano, y políticos, Sagasta y Manuel Ruiz Zorrilla que estaban exiliados en Inglaterra, llegada que fue posible gracias al apoyo económico del propio cuñado de la reina, Antonio María de Orleans, duque de Montpensier, quien se postulaba ante los revolucionarios como candidato al trono de España. A finales de ese mes, la batalla de Alcolea (Córdoba), y la posterior victoria final del levantamiento en Madrid, provocaron la huida de Isabel II a Francia, estableciéndose primero un Gobierno Provisional presidido por varias Juntas Revolucionarias, que se habían formado en varias ciudades y estaban dirigidas por progresistas y demócratas.

            Algunos de los miembros de ese Gobierno Provisional  no estaban todavía preparados para convertir España en una república, y la constitución de 1898 vino a añadirse al problema, al establecer la monarquía como forma de gobierno del país. Así, mientras se buscaba un nuevo rey para España, preferiblemente uno que no fuera de la casa de Borbón, se elegía al general Francisco Serrano, antiguo amante de la reina y miembro así mismo de la Unión Liberal, como regente del reino. El duque de Montpensier seguía ofreciéndose como monarca, al tiempo que se buscaban otras opciones fuera del país. El favorito del general Prim era un joven miembro de la casa italiana de Saboya que fue coronado con el nombre de Amadeo I. Pero el asesinato de su valedor en la corte pocos días antes de que éste llegara a Madrid, unido al escaso reconocimiento que llegó a disfrutar en algunos sectores de la sociedad española, le obligaron a dimitir en febrero de 1873, poco más de dos años después de su ascenso al trono español. Dimisión que traería consigo la proclamación de la Primera República, que en apenas dos meses contó con cuatro presidentes diferentes: Figueras, Pi y Margall, Salmerón y Castelar.

Fueron más de seis años convulsos, en los que la revolución tuvo que hacer frente además a tres conflictos bélicos: la guerra de Cuba, la revolución cantonal (la revolución dentro de la revolución), y una nueva guerra carlista, la segunda según algunos historiadores, o la tercera, según la denominación que más seguidores ha tenido tradicionalmente a pesar de las nuevas corrientes actuales. Los que defienden la primera denominación aducen que en realidad el conflicto que se desarrolló entre septiembre de 1849 y  mayo de 1849 apenas afectó a una parte concreta de la geografía nacional. Por supuesto, sobre la guerra contra Cuba de 1868-1878, también llamada Guerra de los Diez Años, poco es lo que podemos decir aquí, más allá de la participación en el conflicto de un grupo más o menos numeroso de conquenses, obligados a ir allí como soldados por la fuerza del reclutamiento de quintas, y también de algunos militares profesionales. En este sentido hay que destacar la figura del entonces comandante José Lasso Pérez (Valverde de Júcar, 1837 – Madrid, 1913), que también había participado en la campaña de Santo Domingo seis años antes; convertido en teniente general, llegaría a ser nombrado a finales de la centuria capitán general de Puerto Rico y de Filipinas.

Y por lo que se refiere a la revolución cantonal, también hay que destacar la figura de un conquense aún más ignorado, uno de los primeros republicanos conquenses, Froilán Carvajal y Rueda (Tébar, 1830 – Ibi, Alicante, 1869). Poeta y periodista romántico, hombre de acción, revolucionario republicano que participó con Prim en su fracasado pronunciamiento de 1866, en Villarejo de Salvanés (Madrid), que pagó con el exilio, y después también en el fracasado levantamiento revolucionario de 1867. A mediados de octubre de 1868 se presentó en Yecla al frente de una partida de trescientos hombres armados, proclamando la república en esta ciudad murciana, pero la junta revolucionaria de Cartagena le obligó a disolver sus tropas para evitar mayor derramamiento de sangre. Participó en el levantamiento de 1869 para implantar la república federal en todo el país, pero fue apresado por las tropas del general José Arrando, y fusilado el 8 de octubre de ese año en la cárcel de Ibi. Ramón J. Sender lo convirtió en uno de los defensores del cantón de Cartagena en su novela Míster Witt en el cantón.

Mucho más importante para la historia de nuestra ciudad, y también de nuestra provincia, fue la Tercera, o Segunda, Guerra Carlista. Una guerra carlista que supuso como suceso más trágico, la invasión de la capital hasta en tres ocasiones por los a sí mismos llamados legitimistas. La primera de ellas fue la que protagonizó en octubre de 1873 las tropas que estaban al mando del brigadier José Santés, que en muy poco tiempo, y merced a su abismal superioridad militar y numérica, se pudieron hacer con ella sin necesidad del menor derramamiento de sangre, al haberse rendido las autoridades conquenses nada más haber comenzado los carlistas el intento de asalto. En la defensa de la ciudad participaría el comandante Eusebio Santa Coloma (Cuenca, 1823 – Cuenca, 1883), quien después de haber realizado toda su carrera militar en Filipinas, donde había llegado a ocupar algunos cargos de gobierno, había regresado a la península poco tiempo antes para terminar aquí su carrera militar. El comandante, habiéndose refugiado en la parte alta de la capital para hacer frente a los carlistas al mando de un pequeño grupo de guardias civiles y de voluntarios de la libertad, y sabiendo que Cuenca ya se había rendido, logró escapar con ellos por la puerta del Castillo, salvando de esta forma el armamento y las municiones, tal y como figura en su hoja de servicios.

Mientras todo esto ocurría, su hijo, Federico Santa Coloma (Manila, 1850 – Madrid,1929), participó del lado de los liberales en todos los frentes de la guerra, primero en el frente norte, en la provincia de Bilbao, y después de combatir en las tierras serranas y alcarreñas de Cuenca y Guadalajara, y seguir por el frente levantino del Maestrazgo, donde participó de manera destacada en la toma de la localidad turolense de Cantavieja (1875), uno de los principales reductos carlistas, y en Cataluña, también en la conquista de Seo de Urgel (Lérida) pocos meses después, finalizando con la toma definitiva de Estella (Navarra), que supuso el final de la guerra y la derrota definitiva de los legitimistas. Federico Santa Coloma inició la guerra carlista de alférez y la terminó de comandante graduado, habiendo conseguido todos sus ascensos hasta ese momento por acciones de guerra, pero estaba destinado, ya en la centuria siguiente, al generalato y a los gobiernos militares de Málaga y Gerona.

Y es que, tal y como había sucedido también durante la Primera Guerra Carlista, la orografía de la provincia de Cuenca colaboraba a que muchas de sus comarcas pudieran convertirse en escenario habitual de enfrentamientos armados entre los seguidores de ambos bandos, enfrentamientos que si bien en algunas ocasiones eran simples escaramuzas, otras veces eran verdaderas batallas entre dos ejércitos numerosos. Los castillos de Cañete y Beteta se habían convertido para entonces en fuertes carlistas, y por ello en sus alrededores los encuentros entre estos y los liberales fueron habituales. Los liberales lograron algunas victorias importantes, como las de Campillo de Altobuey y Huélamo, batallas ambas en las que destacó precisamente Federico Santa Coloma, principalmente en ésta última, en la que formó parte de la columna que persiguió a los carlistas huidos hasta Valdemeca. Pero también hubo victorias de las tropas carlistas, y en este sentido especialmente trágica fue la nueva conquista de la propia capital conquense por las tropas del propio infante Alfonso Carlos, hermano del proclamado Carlos VII, y de su esposa Doña Blanca (María de las Nieves de Braganza, el 15 de julio de 1874, mucho más sanguinaria y destructiva que la que había acometido Santés algunos meses antes. La diferencia entre una conquista y otra estribaba en que, si bien la diferencia numérica entre invasores y defensores era abrumadora, en esta ocasión las autoridades conquenses habían decidido acometer la defensa de la ciudad, lo que provocó la muerte de un número importante de conquenses, algunos de los cuales fueron asesinados vilmente después de que la ciudad hubiera sido ya conquistada por los carlistas.

Con el fin de conmemorar y recordar este hecho, la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo organizó en el mes de julio de 2014 uno de sus cursos, en el que varios investigadores analizamos algunos aspectos sobre cuál era la situación de Cuenca en el momento de producirse la invasión carlista, situación que en muchos aspectos era y sigue siendo bastante desconocida. A pesar de que Miguel Romero ya había investigado en diversas monografías los asuntos relacionados con la guerra carlista, tanto por lo que se refiere a la propia ciudad, El Saco de Cuenca, como también a la provincia, Las guerras carlistas en Tierra de Cuenca, 1833-1876, y a pesar también de que el tema de cómo estaban entonces las fortificaciones de la ciudad ya había sido convenientemente analizado por los arqueólogos Michel Muñoz y Santiago David Domínguez en el libro Tras las murallas de Cuenca, estos especialistas profundizaron más en ambos aspectos, al tiempo que otros asuntos relacionados con el problema, político y militar, mucho más desconocidos, eran analizados también por otros investigadores. Por mí parte, yo me centré en la participación en el conflicto de la intervención en el mismo de una familia de militares de origen conquense: los Santa Coloma.

Así, dos jóvenes investigadores, Jesús Higueras y Sinesio Barquín, hablaron respectivamente de la situación política que se vivía en la ciudad en el momento previo a la invasión carlista, y de la configuración social y humana de un grupo armado de carácter miliciano que se había creado en todas las ciudades, también en Cuenca, con el fin de defender el poder revolucionario. Ambas contribuciones constituyen dos de los escasos acercamientos que se han hecho a la situación política y militar de la ciudad en el último tercio del siglo XIX. Finalmente, Diego Gómez Sánchez habló en el citado curso del monumento funerario que se mandó levantar en recuerdo de aquella fecha fatídica, el 15 de julio de 1874, monumento en cuyo interior se instalaron las cenizas de algunos de los conquenses que perdieron la vida en el asalto y posterior saqueo, y que fue destruido por las tropas nacionales después de la Guerra Civil de 1936-1939. Este autor ya se había acercado antes a un asunto tan poco común como el de los cementerios, en su libro La muerte edificada. El impulso centrífugo de los cementerios de la ciudad de Cuenca (siglos XI-XX), tan importante para nuestro estudio si tenemos en cuenta que había sido precisamente a lo largo del siglo XIX cuando se legisló desde el gobierno central para que se prohibiera definitivamente el enterramiento dentro de las iglesias y se obligara a la creación de nuevos cementerios fuera del casco urbano de las poblaciones. Abundando en este asunto, hay que decir que Cuenca contó en este período con dos cementerios, el que se había creado en 1834 frente al paraje de La Fuensanta, a la entrada de la carretera de Madrid, y el actual, que se inauguraría en 1896, muy al final del período aquí estudiado.

En el mes de diciembre de 1874 fue coronado Alfonso XII, el hijo primogénito de la depuesta reina Isabel II. El proceso revolucionario era derrotado definitivamente después de seis años de diversos enfrentamientos en el exterior y en el interior. Cánovas, conocedor de que la situación en el país es delicada, crea un sistema de poder, el turnismo político, basado en el reparto de éste entre los dos partidos mayoritarios, el Partido Liberal de Sagasta y su propio Partido Conservador. Es la etapa que se ha venido a llamar la Restauración, que abarca principalmente el reinado del propio Alfonso XII (1874 - 1885) y la regencia de su esposa, María Cristina de Habsburgo (1885 - 1902), etapa a la que se le va a dedicar la segunda edición del citado curso de la Universidad Menéndez Pelayo. Una etapa, por otra parte, muy desconocida en lo que se refiere a la provincia de Cuenca, a pesar de su cercanía cronológica. Una etapa por otra parte en la que nuestras tierras se vieron sometidas a epidemias, como la de cólera de 1885, que unidas a la plaga de langosta que empezó a asolar las tierras conquenses ese mismo año y que tardarían varios años en ser erradicadas (en Villar de Cañas, por ejemplo, en 1887 se perdieron totalmente las cosechas) hizo que el crecimiento demográfico en gran parte de la provincia fuera en aquellos momentos negativo.

Cuenca al final del siglo es, como ha dicho Miguel Ángel Troitiño, una ciudad diferente a lo que había sido al inicio del período estudiado, una ciudad que se ha decidido ya definitivamente a bajar al llano, aunque hasta bien entrado ya el siglo XX lo haría de manera tímida, apenas unas pocas calles entrelazadas alrededor de una especie de tierras agrícolas y fácilmente inundables, las formadas por las huertas que abre el Huécar en las zonas del Puente de Palo y de lo que a principios de la centuria siguiente, ya totalmente urbanizado, sería el Parque de San Julián.


 Tercera Guerra Carlista. Toma de Cuenca. El brigadier Iglesias es sorprendido por una columna enemiga. Ilustración de L'Univers Ilustre, París, 1874.

HISTORIA ECONÓMICA, HISTORIA DE LA IGLESIA, BIOGRAFÍA 

Reconozco que a lo largo de todas estas páginas han primado sobre todo aquellos aspectos relacionados con la historia política y militar, pero considero que el siglo XIX, más quizá que otros períodos de la historia de España, han sido condicionados tanto por la política que sin ésta no se pueden entender en toda su complejidad otros aspectos de la vida social. Es cierto que a lo largo de toda la centuria se produjeron importantes cambios económicos y sociales, desde luego, pero todos esos cambios fueron siempre de la mano de las abismales y profundas reformas que se produjeron en la vida política, transformaciones que sin duda explican esos cambios económicos y sociales. Transformaciones como la propia revolución liberal, los diversos pronunciamientos militares, y sobre todo las distintas guerras civiles que se produjeron durante toda la centuria de manera intermitente, porque eso era en realidad las dos o tres guerras carlitas, ya hemos dicho que los historiadores no nos ponemos de acuerdo, e incluso, antes que ellas, el continuo enfrentamiento entre liberales y absolutistas que se extendió desde la Guerra de la Independencia hasta la muerte de Fernando VII.

No obstante, en este último apartado vamos a analizar, siquiera someramente, algunas aportaciones que se han hecho a la historia de Cuenca desde el punto de vista social, económico, biográfico incluso, y que por diferentes aspectos no han tenido cabida en los tres apartados anteriores. También, desde luego, algunos trabajos que se escapan a la periodificación del siglo que aquí hemos, porque son trabajos que tratan el siglo XIX en su conjunto. O incluso, como es el caso de los estudios ya citados de Miguel Ángel Troitiño y de David Sven Reher, para tratar el siglo XIX dentro de un proceso cronológico de más larga duración. Así, Félix González Marzo ya trató aspectos sociales y económicos en sendas aportaciones realizadas por él a dos cursos que fueron organizados en 1996 y 1998 por la Asociación de Amigos del Archivo Histórico Provincial de Cuenca, que fueron dedicados respectivamente a estudiar las relaciones de poder y la economía en perspectiva histórica. Y relacionados con un aspecto muy concreto de la realidad, la educación, hay que celebrar aquí los trabajos de Clotilde Navarro García, Leer, escribir, contar en las escuelas de Cuenca. Evolución del sistema educativo durante el siglo XIX, y Magdalena Pérez Triguero, Influencias y aportaciones de la Segunda Enseñanza en la sociedad conquense del siglo XIX.

Son interesantes los trabajos sobre historia económica que se han venido publicando en revistas o se han presentado a diversos encuentros científicos. El asunto de la desamortización, además de los libros ya inolvidables de Félix González Marzo, han sido tratados en dos pequeños artículos por Pedro Joaquín García Moratalla y Manuel Gesteiro Araújo, trabajos que además son doblemente interesantes por tratar precisamente un proceso desamortizador que ha sido muy poco estudiado, el del Trienio Liberal. Por su parte, Miguel Jiménez Monteserín estudió en su momento un aspecto tan importante, sobre todo para el primer tercio de la centuria, como es la abolición del diezmo, que fue sustituido en esta época por otro tipo de impuestos más modernos. El tema del ferrocarril y su tardía llegada a Cuenca, y como elemento indicador de la marginación a la que ya entonces estaba sometida la provincia conquense, y de la propia incapacidad de sus élites para hacer frente a esa marginación y al inmovilismo, ha sido estudiado también  por el propio Miguel Ángel Troitiño en un interesante artículo que fue publicado por la revista Cuenca en 1978.

En cuanto a la historia eclesiástica, y por lo que a la alta jerarquía de la Iglesia se refiere, Domingo Muelas Alcocer continuó la obra realizada por Trifón Muñoz y Soliva hace ya cincuenta años con su libro Episcopologio conquense, 1858-1997, en el que analiza la personalidad de los diferentes prelados conquenses durante la segunda mitad del siglo XIX y toda la centuria siguiente. Para nuestro trabajo nos interesan las figuras de Miguel Payá y Rico (1858 - 1874), Sebastián Herrero y Espinosa de los Monteros (1875 - 1876), José Moreno Mazón (1877 - 1881), Juan María Valero y Nacarino (1882 - 1890) y Pelayo González Conde (1891 -1899) Especialmente el primero de ellos, que ha sido estudiado también monográficamente por Pilar Tormo, interesa también por haber participado de manera destacada en el Concilio Vaticano I (1870), donde defendió la infalibilidad papal. Representa además la deriva de la Iglesia conquense hacia posiciones conservadoras, que se había iniciado ya con sus antecesores: Jacinto Rodríguez Rico (1826 - 1847), quien había sido diputado en las Cortes de Cádiz por la provincia de Zamora, y se convirtió después en uno de los llamados “persas” que firmaron el manifiesto por el que reclamaban de Fernando VII la reinstauración del absolutismo; y, tras un breve paso por la diócesis de Juan Gualberto Ruiz (1847 - 1849), Fermín Sánchez Artesero (1849 - 1855), religioso capuchino que en 1833 se había convertido en el principal representante de los intereses y postulados carlistas ante la Santa Sede. El lado opuesto a estos obispos lo representa el primer prelado conquense del siglo XIX, Antonio Palafox y Croy (1800 - 1802), que sin embargo había realizado lo más importante de su labor, ilustrada aún como arcediano de Cuenca, durante el último tercio de la centuria anterior. Entre ambos quedaba la figura de Ramón Falcón y Salcedo (1803 - 1826), un prelado que sin duda hubiera pasado desapercibido por la diócesis si no hubiera sido porque durante su mandato en ella se produjeron hechos tan importantes como la Guerra de la Independencia y la primera revolución liberal.

Ya para acabar quiero citar algunas aportaciones que se han hecho desde el campo de la biografía, más allá de las ya citadas biografías de algunos personajes que fueron importantes en el período estudiado, como el propio prelado Payá y Rico o el marino y militar Fernando Castado Torres. A este respecto quien se lleva la palma es, desde luego, Fermín Caballero, del que han tratado autores como Mariano Sánchez Almonacid (Fermín Caballero, una circunstanciada historia viva, editado recientemente por Antonio Lázaro), Marino Poves Jiménez (Fermín Caballero y el fomento de la Educación Rural) o Antonio López Gómez (La obra geográfica de Fermín Caballero, publicada en la revista Arbor ya en 1878). A estos y otros trabajos sobre este escritor y político conquense hay que añadir las reediciones que en las últimas décadas se han hecho a algunos de sus libros, como el dedicado a la imprenta conquense o sendas biografías que él mismo dedicó al dominico taranconero Melchor Cano y a los hermanos Alfonso y Juan de Valdés, escritores conquenses del siglo XVI.

Ya para terminar, y para no alargar demasiado este trabajo que sólo intenta ser una aproximación a un tema tan complejo como es la historia de Cuenca en el siglo XIX, quisiera terminar con las biografías de dos figuras bastante representativas, y sin duda olvidadas, una desde el punto de vista de la cultura y la otra desde el punto de vista de la política, una que hunde sus raíces en el siglo XVIII y otra que extiende las ramas más altas de su peripecia vital hasta bien entrada la centuria siguiente. La historia no sabe en realidad de acotaciones cronológicas, que eso es cosa sólo de los historiadores, que acomodan su trabajo dividiendo el período en algo parecido a compartimentos estancos. Uno es José Antonio Conde (La Peraleja, 1766 – Madrid, 1820), arabista, helenista e historiador en general, que ha sido estudiado por Julio Calvo Pérez (Semblanza de José Antonio Conde). El otro es Manuel Polo y Peyrolón (Cañete, 1846 – Valencia, 1918), destacado escritor y político que llegó a convertirse en el líder del carlismo parlamentario, una vez que éste, tras la derrota en 1875, se dio cuenta de que debía abandonar las armas e intentar hacerse un hueco en la política española por medio de las urnas. Javier Urcelay Alonso editó en 1913 sus memorias política, que abarcan el período comprendido entre 1870 y 1913.

Cuenca. Puente de San Pablo y catedral. Grabado a la madera.
Pinturesque Europe. Nueva York. 1887.