“Hay en Cuenca
misteriosas iglesias cerradas, en las que nunca se dice misa, y que sólo pueden
visitarse gracias a la amabilidad de quienes están encargados de su custodia.
La más interesante es la iglesia de San Antonio, consagrada a la Virgen de la
Luz, patrona de la ciudad. En ella he visto Cristos más terribles, por su
realismo desesperado, que aquel célebre Ecce Homo de la catedral de Burgos,
cuyo cuerpo según dicen, está recubierto de auténtica piel humana. En ella he
visto Vírgenes erguidas en pedestales de cabezas cortadas. Cuadros formados por
combinaciones de papeles de colores, reconstituyendo escenas de la Pasión. Y
sobre todo una Cena fabulosa, con personajes de tamaño real, tallada en una
sola pieza en el tronco de una encina gigantesca. Sobre la mesa, ante Cristo.
Iscariote y los Apóstoles, el autor de la escultura ha colocado mendrugos de
pan, cincelados en madera negra, que el visitante puede desplazar a voluntad…
¡Hasta dónde llega el superrealismo de las iglesias españolas!”.
Quien esto escribe es el escritor cubano Alejo Carpentier, que visitó Cuenca en los años treinta, poco tiempo después de que Luis Marco Pérez tallara el antiguo paso procesional de la Última Cena de Jesús con los Apóstoles, que recibía culto, al menos en sus primeros años, en la iglesia de San Antón -no confundir con la advocación de San Antonio, a la que se refiere el escritor-, y que publicó en la revista “Carteles”. Dejando aparte las exageraciones, producto quizá de su propia fantasía, descritas por Carpentier -en este sentido, la alusión a las “vírgenes erguidas en pedestales de cabezas cortadas” nos recuerda demasiado a esa imagen prebélica del Paso del Huerto y sus desfiles procesionales sobre unas andas en las que estaban incorporadas, de manera un tanto tétricas, las cabezas de los tres Apóstoles durmientes-, se trata de una de las escasas descripciones del conjunto escultórico que todavía se conservan. Más fiable, sin embargo, es el texto del escritor madrileño Luis Martínez Kleiser, que publicó en el diario ABC en su edición del 23 de marzo de 1930, en un artículo que tituló “Imágenes convertidas en pasos. Los pasos de Marco Pérez”:
“Es de dimensiones más reducidas que la Cena de Salzillo, y de concepción totalmente distinta. El gran escultor murciano reconcentra toda su poderosa inspiración en los rostros de los Apóstoles, para reflejar las emociones que combaten sus espíritus, en tanto que el escultor conquense nos presenta al grupo en el momento en que experimenta una fuerte sacudida, producida por las palabras solemnes del Maestro. Salzillo concibe la sacra reunión como esclavizada por la compostura que pudiera reclamar un acto de etiqueta. Marco no cree posible ese realismo uniforme y sedente, y desata las ligaduras de respeto, permitiendo que algunas figuras se muevan en plena explosión individual de su temperamento impulsivo. Por eso, en la obra de Marco Pérez, unos Apóstoles permanecen quietos y otros se levantan, dominados por la agitación de su espíritu; pero dentro de una composición tan acertada, que cada actitud individual se corresponde con las demás, hasta componer un todo armónico… Las dos figuras principales de la obra son Jesús y Judas Iscariote: el primero, en pie ante su puesto, se nos ofrece con todo el reposo augusto, la dignidad solemne, la resignada dulzura y la grandeza sublime de la divinidad humana. El segundo, en pie también ante el extremo opuesto de la mesa, y volviendo la espalda a sus condiscípulos, como en actitud de oír, es tal vez el mayor acierto del paso. Su ruindad física parece el reflejo de su ruindad moral. Su pecho se hunde vacío, como si no albergase un corazón. Su cuerpo se encoje, como si tratase de reducirse a la nada. Su cabeza se inclina, agobiada por los remordimientos, buscando la tierra para esconderse en sus entrañas recónditas. Su pelo se revuelve enmarañado, como las sendas tortuosas de su conciencia. Sus facciones escondidas hablan de codicia; sus ojos desorbitados, de espanto. Sus músculos tensos vibran…”
Y al hablar del resto de
los Apóstoles, continúa: “Las tallas son soberbias. San Pedro, sentado a
la izquierda del Jesús, levanta hacia Él la vista en éxtasis. San Juan dulce,
aunque no afeminado, en la plenitud de su hermosura viril, parece tener los
ojos arrasados por la emoción. Santo Tomás se recoge en sí mismo, como para
escuchar con los oídos del alma. San Bartolomé se levanta, se eleva poseído de
unción. Santiago de Alfeo se adormece, acariciado por la promesa incomparable
de la Eucaristía. Simón el Cananeo, el Zelotas, yergue gallardo el rostro y
mira al degenerado que ha de vender al Rabí en actitud amenazante. Andrés, el
hijo de Jonás y hermano de Simón de Kefás; Santiago, el hermano de Juan e hijo
de Zebedeo; Judas Tadeo, el hermano de Santiago el Menor; Mateo; Felipe. Todos
viven el momento cumbre de la historia del mundo en un asombroso realismo.”
Lamentablemente el
conjunto, tallado en madera sin policromar, desapareció en los primeros días de
la Guerra Civil, como el resto de los pasos, con muy pocas excepciones, de la
Semana Santa de Cuenca, y de ella apenas quedan algunas fotografías, casi todas
de escasa calidad, que sin embargo son todavía testigos de la enorme belleza
escultórica de este paso procesional, que en los primeros años treinta formaba
parte de la procesión del Jueves Santo, sin haberse fundado una hermandad que
cuidara de su devoción, y que más tarde se incorporó a la procesión del
Miércoles Santo. Terminada la guerra, el resto de los pasos procesionales se
fueron recuperando, hasta llegar a conformar la nueva Semana Santa de Cuenca,
dejando que la imagen de la Santa Cena,
por las enormes dimensiones que representaba, se convirtiera en el gran anhelo
de la familia nazarena conquense. Así hasta el año 1985, cuando el nuevo paso
de Octavio Vicent se incorporó por fin a nuestra Semana Santa.
Durante todo ese tiempo,
entre 1940 y 1985, los intentos de recuperar el misterio de la instauración de
la Eucaristía fueron diversos. Quizá, el más importante de aquellos intentos
está fechado en el mes de marzo de 1953, cuando quedó inscrita en el Gobierno
Civil de Cuenca la nueva “Real e Ilustre Cofradía de la Sagrada Cena”. Curioso
el título de real, para una institución que se había creado durante la
dictadura del Caudillo, pero el caso es que, al año siguiente, la Junta de
Cofradías sacaba a concurso la realización de la talla procesional, concurso
que fue ganado por el escultor conquense Fausto Culebras, quien firmaría el
contrato definitivo con la institución nazarena el 26 de enero de 1955.
No es necesario repetir aquí
las circunstancias que imposibilitaron la incorporación definitiva de la
hermandad y del paso procesional a la Semana Santa de Cuenca, suficientemente
conocido, por otra parte, de muchos nazarenos. El caso es que cuatro años más
tarde, en 1959, el imaginero fallecía por culpa de un estúpido accidente
sufrido en la ciudad hermana de Ecuador, a donde había acudido para instalar el
monumento a Andrés Hurtado de Mendoza, que él mismo había realizado. Del
renovado sueño nazareno, apenas quedó unas pocas fotografías, algún boceto en
yeso, y unos pocos Apóstoles realizados en tamaño natural, también en yeso,
conservadas todas ellas entre los fondos del Museo de Cuenca.
Y si los nazarenos
conquenses mantuvieron, durante más de cuatro décadas, el sueño de poder recuperar
el paso del Cenáculo, también el propio Marco Pérez, mientras a golpe de gubia
iba recuperando otras escenas de la Pasión, mantenía el sueño de que, algún
día, podría hacer una nueva Cena, quizá más hermosa, más espectacular, que la
que había tallado en los años anteriores a la guerra. Y fruto de ese sueño ha
quedado, conservado en una colección particular de nuestra ciudad, un dibujo, a
modo de boceto, en el que también se representa el momento de la instauración
de la Eucaristía.
La escena dibujada por el
escultor conquense está formada, como no podía ser de otra forma, por trece
figuras, Cristo y los doce Apóstoles, dispuestos alrededor de una mesa
rectangular, conformada a lo ancho, de manera que, al menos a primera vista,
resultaría bastante complicado de procesionar el paso por las estrechas calles
por las que discurre la Semana Santa de Cuenca. En efecto, la imagen nos
recuerda ligeramente el modelo que el pintor italiano Leonardo Da Vinci realizó
para el monasterio dominico de Santa
Maria delle Grazie, en Milán, y que le encargó el duque Ludovico Sforza; y digo
ligeramente porque, en realidad, en el dibujo del conquense los Apóstoles se
agrupan de manera mucho más compacta, hasta el punto de que cuatro de ellos se
agrupan a cada uno de los lados de la mesa, contrariamente al modelo italiano,
en el que todos los discípulos se muestran de manera horizontal, como una
especie de fila india. No obstante, y tal y como sucede en el modelo italiano,
entre todos ellos se puede observar una interrelación, de la que carecen otras
representaciones similares.
En el dibujo de Marco
Pérez, y como sucede también en el del italiano, el Maestro se presenta
sentado, a la misma altura que el resto de los personajes. Y hasta aquí, los
elementos de comparación entre una y otra representación. A su derecha, desde
el punto de vista del espectador, San Juan, el único de los personajes que no
lleva barba, tal y como se le suele representar en la Historia del Arte,
adormilado, reclina la cabeza en el hombro derecho del Rabí. Y en el otro lado
de éste, San Pedro recibe el abrazo de otro de los Apóstoles, quizá Bartolomé,
quien apoya la mano en el hombro del que se convertirá en el primer Papa de
Roma. Casi todos los Apóstoles miran al rostro de Cristo. Todos menos San Juan,
tal y como hemos dicho, y Judas, quien, sentado en el extremo de la derecha,
rehúye la mirada de otro de los Apóstoles, el que está situado junto a su lado,
para dirigir la vista hacia el suelo, y hacia la bolsa con las treinta monedas,
que guarda en una de sus manos. En conjunto, al menos aparentemente, el escultor de Fuentelespino de Moya ha
intentado representar la escena en un momento previo al de la partición del
pan.
Por otra parte, la
escenografía del dibujo se completa con algunos elementos propios de una
naturaleza muerta, los mismos que aparecen en otras representaciones de este
momento cumbre de la Pasión de Cristo, el de la instauración de la Eucaristía,
con lo que ello representa. Así, en el suelo, delante de la mesa, se puede
contemplar, junto a una jarra y una especie de ánfora de cuello estrecho, una
gran cesta que contiene varios panes. Y sobre la mesa, por otra parte, apenas
puede verse, junto a un cáliz del que posteriormente hablaremos, un pan,
similar a los que se encuentran dentro de la cesta, y sobre una bandeja, un
animal, dispuesto a ser devorado en el ritual banquete, que si bien debería
tratarse de un cordero, tal y como se hacía en la celebración judía de la
Pascua, nos recuerda un poco al lechón que podemos contemplar en el retablo de
madera también sin policromar que, tallado por el escultor francés Esteban Jamete
en pleno siglo XVI, se halla en la capilla de Santa Elena de la catedral
conquense, fundada por el canónigo Constantino del Castillo. Es sólo una imagen
lejana de la obra de Jamete, porque en realidad, tal y como hemos dicho,
resulta difícil determinar con exactitud de qué animal se trata.
Y volviendo al cáliz, que
en la Última Cena contenía el vino pero que en realidad es una representación
de la propia Sangre de Cristo, se trata de una clara representación del Santo
Grial que se conserva en la catedral de Valencia: una copa de obsidiana, cuya
talla algunos arqueólogos han datado en el mismo siglo I en el que vivió Jesús,
al que posteriormente se le incorporó un pie con dos asas en forma de
serpiente, realizado en oro y diversas piedras preciosas, que fue incorporado
posteriormente, en plena Edad Media. En
efecto, la forma de la copa es la misma que la del sagrado cáliz que se venera
en el templo levantino, lo que nos acerca el dibujo de Marco a otro modelo,
quizá más cercano al citado anteriormente: la Última Cena que Juan de Juanes
pintó hacia el año 1560, y que actualmente puede contemplarse en el madrileño
Museo del Prado. Al contrario que el dibujo conquense, en el óleo del genial
pintor valenciano Jesús es representado en el preciso instante en el que
levanta el pan para ofrecérselo a los Apóstoles.
El dibujo está firmado
por Marco Pérez en su parte inferior, pero no está fechado, por lo que no
podemos saber en qué momento exacto el autor quiso incorporar este nuevo paso a
la Semana Santa de Cuenca, si es que en realidad se trata de un intento real de
hacerlo; parece, sin embargo, una obra de los años setenta, por las
circunstancias en las que el dibujo llegó a la colección. Lo que sí parece
claro es que no tiene nada que ver con el que sí llegó a terminar antes de la
guerra, y que formó parte de nuestra Semana Santa durante seis años, hasta su
destrucción, tal y como hemos dicho, en los primeros meses de la guerra.