jueves, 11 de septiembre de 2025

De Felipe V a Felipe VI: tres siglos de historia del ejército español

 

La historia de España, como la de cualquier otro país moderno, no puede entenderse sin la historia de sus ejércitos. Esa es la premisa de la obra ”De Felipe V a Felipe VI. Trescientos años del ejército español”,  que firman Carlos Canales, Miguel del Rey y Augusto Ferrer-Dalmau. Este libro traza un recorrido de algo más de trescientos años, que arranca con la llegada de los Borbones al trono español, a comienzos del siglo XVIII, y culmina en la actualidad, en pleno siglo XXI, bajo el reinado de Felipe VI; un presente en el que nuestro país cuenta, como no podía ser de otra forma, con unas fuerzas armadas profesionales, modernizadas, y plenamente integradas en la OTAN y en la Unión Europea.

No se trata aquí de reivindicar una sociedad belicista, sino de ser conscientes del papel que en cualquier sociedad, también en la actual, tienen los ejércitos, aunque sólo sea con el fin de garantizar una paz justa en el país correspondiente. En alguna entrada anterior ya he explicado mi posición en este sentido (ver  “Reflexiones para una paz consensuada”, 22 de mayo de 2025). Dicho esto, creo interesante recoger aquí algunas frases del prólogo del libro, del  que es autor el abogado y periodista, antiguo corresponsal de guerra, Javier Nart:

“Vivimos tiempos en los que la miseria moral, el analfabetismo o manipulación de la Historia (la histeria de la historia) se ha puesto al servicio de la ideología, y donde es lamentable tener que defender lo obvio. Así con anacronismo digno de mejor causa se descalifican y condenan conductas que en su tiempo eran la praxis no solo habitual sino admitida. Desde la toma de Granada a la conquista de las Indias. En nuestros días las guerras de conquista, de agresión, por tanto, se condenan (y es justo) como crímenes de guerra. Hoy a nadie se le pasa por la imaginación que sea legítimo el saqueo de una ciudad conquistada, ponerla a saco, como en Cuzco, en Roma... o en Badajoz, los enemigos franceses y los «amigos» ingleses. Si ahora en la Península Ibérica, Francia, Bélgica, Suiza o Rumanía, se hablan lenguas derivadas del Latín, lugares en los que la impronta romana es indeleble, es porque siglos atrás sus ancestros fueron conquistados, ocupados o colonizados, y los vencidos ibéricos vendidos como esclavos en los mercados del Imperio.”

Y más adelante continúa: “Así la derrota de Felipe V en Italia fue el fin del proyecto del dominio hispano/borbónico en aquella península. Como la victoria sobre Napoleón en 1814 (la guerrilla y el ejército español y británico coaligados) mantuvo la nación española al sur de los Pirineos (ya que sin aquellas tropas, Barcelona, Tarragona, Lérida y Gerona serían hoy tan franceses como el Rosellón, la Cerdeña y el Capcir, para horror del separatismo catalán). Este es un libro donde la gloria y la miseria cabalgan juntas. No es una hagiografía de las hazañas de nuestras banderas. Es sencillamente una crónica de la historia de España a través de la historia de nuestros ejércitos. Una reflexión sobre nuestro pasado sin el que es imposible entender y defender el presente. Una historia de dolor, honor, y también horror De nuestras fratricidas guerras in-civiles. Y también del respeto y veneración con que fuimos reconocidos por nuestros enemigos. Porque ningún, NINGÚN, país colonial (Francia tras Dien Bien Phu, Gran Bretaña en sus guerras afganas, Holanda en Indonesia, Bélgica en el Congo) ha tenido un reconocimiento como el que se dedicó por sus enemigos a los derrotados héroes de Baler.”

No se trata solo de un repaso a las batallas y a las campañas protagonizadas por nuestras tropas. Los autores muestran cómo la evolución del ejército corre en paralelo a la transformación del propio Estado, desde la Guerra de Sucesión y las reformas borbónicas, que el  Estado se vio obligado a efectuar para modernizar el ejército, algunas de ellas con el fin de poder sustituir a los Tercios, que, si bien habían demostrado su excelencia las dos centurias anteriores, se habían quedado ya obsoletas, como había demostrado cincuenta años antes la derrota en Rocroy. También, la pérdida de las colonias en América, la Guerra de la Independencia contra Napoleón, o la tragedia de la Guerra Civil.

Acabada la Guerra Civil, el siglo XX y lo que va de este mismo siglo, se presentan como una etapa de redefinición: la neutralidad en las dos guerras mundiales, al aislamiento internacional durante el franquismo, la modernización impulsada a partir de la Transición, con lo que supuso la llegada de la democracia, también para el ejército, y finalmente, la proyección internacional desde los últimos años del siglo pasado, con la participación de nuestras tropas en  las principales misiones de paz que, desde entonces, se han ido repitiendo por todo el mundo. El trabajo combina el rigor de la investigación con un planteamiento narrativo, pensado para el gran público, pero sin que por ello deje  de resultar interesante también para el historiador especializado en historia militar, que caracteriza a los autores de los textos. Además, estos se encuentran acompañados por un despliegue visual, que hace más cercano el relato para el lector.

Y es que el libro cuenta como autores, con varios nombres de referencia en la historia militar. Por un lado, debemos citar a Carlos Canales y Miguel del Rey. El primero es historiador y escritor, especializado en historia militar y en la España imperial. En este sentido, cuenta con un amplio catálogo de publicaciones, y se ha destacado por acercar al lector los principales episodios bélicos de nuestro pasado, con un estilo claro y divulgativo. Por su parte, Miguel del Rey es, también, un historiador experto en historia de la guerra. Y juntos los dos, Carlos y Miguel, Miguel y Carlos, ha firmado una prolífica bibliografía, que explora la historia bélica de nuestro país, desde la Edad Media hasta los conflictos contemporáneos. Así, esta pareja intelectual se ha consolidado como una de las más influyentes en la divulgación militar en lengua española desde hace ya muchos años.

Como decimos, una parte importante del libro la conforman las ilustraciones, hasta el punto de que el autor de los mismos, el propio Augusto Ferrer-Dalmau, el conocido en el mundo del arte como el “pintor de batallas”, aparece en la portada del libro también como autor del mismo. Sus lienzos, al igual que sus dibujos, de un realismo minucioso, recrean con fuerza plástica los episodios clave de la historia bélica española, desde los tercios de Flandes hasta las misiones actuales desarrolladas en escenarios internacionales. Y también, por supuesto, la evolución del armamento, desde los antiguos mosquetes y picas de los propios Tercios, hasta el armamento de última generación con el que, hoy en día, son equipados nuestros soldados ahora, en pleno siglo XXI.

“De Felipe V a Felipe VI” es, en definitiva, un ejercicio de memoria histórica y cultural, que reivindica el papel de los ejércitos en la configuración de España. Un trabajo que conjuga análisis, relato y arte, destinado tanto a los aficionados a la historia militar, como a quienes desean comprender mejor el lugar que hoy ocupa el ejército en una sociedad moderna, como es España. Y es que, en un momento como éste, en el  que Europa debate su futuro en materia de defensa común, y en que los conflictos internacionales vuelven a poner a prueba la estabilidad del continente, obras como la que ahora nos ocupa, nos recuerdan que la historia militar no es solo una imagen de nuestro pasado: es también una clave para entender los desafíos del presente en el mundo en el que nos ha tocado vivir.

Para finalizar, quiero volver a recoger unas frases más del prólogo de Javier Nart, porque resumen, de manera bastante clara, el papel que el conocimiento de la historia debe jugar para el conocimiento de nosotros mismos. Y es que la historia debería ser ajena a esos planteamientos hipócritas que muchas veces nos llegan desde uno de los extremos del espectro político, cargados de ese “buenismo” simplista al que nos tienen acostumbrados. Unas palabras que, en cierto sentido, parecen haber sido escritas con el fin de responder a esos planteamientos obscenos que, demasiadas veces, se nos hace por parte de algunos políticos americanos, como López Obrador o  su destacada alumna, Claudia Sheinbaum, quien le sustituyó como presidenta de México. Y también, por desgracia, desde algunos sectores de nuestro propio país, porque muchas veces, demasiadas, somos nosotros, los propios españoles, nuestros principales enemigos:

“¿Debemos exigir reparaciones morales o materiales a la República italiana por Numancia? ¿Y a la francesa por la traición, invasión, masacre y expolio en la España de 1808? ¿Y nosotros a los países americanos, aunque nunca los entendiéramos como colonia? ¿O a Italia por la conquista del reino de Nápoles... donde nuestro enemigo resultó no italiano sino francés? En verdad todas las naciones del mundo son consecuencia tanto de actos de afirmación defensiva interna (de súbditos a ciudadanos) como de agresión/defensa respecto al externo. Cataluña, como Castilla, Aragón, Navarra, León o Portugal son la consecuencia de la reconquista/reflujo del al-Ándalus hispano. De campañas militares, de espada, de sangre y dolor, que no de metafísica. Se expulsó a moriscos y judíos en la España de los Reyes Católicos, como los nobles catalanes y aragoneses desde el Pirineo a Murcia, como Tarik y Muza hicieron antes con visigodos e hispanorromanos. ¿Condenamos por xenófobos a Isabel y Fernando y no a Jaime I el Conquistador? ¿Y a Abderramán o a Almanzor?”

Porque, decimos nosotros, ni los hechos históricos, ni los personajes que los protagonizaron, puede ser juzgados con el rigor ni la vara de medir propias del siglo XXI, sino con los que eran propios del momento en el que sucedieron.

Bernardo de Gálvez, con los hombres del Regimiento Fijo de Luisiana, del regimiento de Navarra y del 2.º de Voluntarios de Cataluña, durante uno de los ataques británicos a las posiciones españolas que cercaban Pensacola.  
Uno de los cuadros más famosos de Augusto Ferrer-Dalmau y, al mismo tiempo, una de las ilustraciones del libro.



lunes, 1 de septiembre de 2025

EL CAMINO Y LA ORDEN DE SANTIAGO. DOS REALIDADES PARALELAS

 

El Camino de Santiago. El origen de una vía de espiritualidad

Según la tradición cristiana, el apóstol Santiago el Mayor, hijo de Zebedeo y hermano de Juan, predicó el Evangelio en la península ibérica, después de que Jesucristo, una vez resucitado, lo enviara, como al resto de los Apóstoles, a anunciar su mensaje entre los gentiles. Aunque ni los propios Evangelios ni los Hechos de los Apóstoles, el libro de las Sagradas Escrituras que narra la vida de los doce en los años siguientes a la Pasión de su Maestro, recogen esta misión evangelizadora de Santiago, y por lo tanto la historicidad de su presencia en el extremo occidental del mundo conocido, algunos de los textos apócrifos y, sobre todo, crónicas posteriores, sostienen que el Apóstol viajó hasta Hispania, posiblemente a través de la vía marítima fenicio-romana, cruzando todo el mar Mediterráneo, evangelizando diversas regiones del noroeste peninsular. Después, tras regresar a Jerusalén, fue martirizado allí por orden de Herodes Agripa, hacia el año 44 d.C. Sus discípulos, según la tradición sagrada, trasladaron su cuerpo por mar hasta las costas de Galicia, donde sería enterrado en un lugar oculto, cuyo recuerdo se perdió durante muchos siglos.

Pasado el tiempo, a comienzos del siglo IX, en torno al año 820, un eremita llamado Pelayo observó, durante varias noches, unas luces misteriosas, como “estrellas danzantes”, sobre un bosque cercano al monte Libredón. Informó del hecho al obispo de Iria Flavia, la antigua sede episcopal que actualmente se encuentra en el municipio de Padrón. Teodomiro, que así se llamaba el obispo, investigó el fenómeno, y descubrió la existencia en el lugar de donde procedían las luces, de una tumba, que identificó con la del apóstol Santiago. Así, esta aparición fue considerada milagrosa, y rápidamente legitimada por el rey asturiano Alfonso II el Casto, quien acudió en peregrinación al lugar. Allí ordenó construir una primera iglesia sobre el sepulcro, lo que marca el nacimiento de Compostela (Campus Stellae, “campo de la estrella”) como santuario. Con este acto, Alfonso II no sólo legitimó la autenticidad del hallazgo, sino que vinculó la figura del apóstol a la construcción del reino cristiano, en resistencia contra el Islam.

En las décadas siguientes, Compostela se convirtió en un importante centro de devoción y de poder eclesiástico. Echemos un vistazo rápido a lo más destacado de la cronología de lo que, ya entonces, empezaba a ser conocido como un importante lugar de peregrinación. Entre los años 834 y 843, la sede episcopal fue trasladada desde Iria Flavia a lo que ya entonces era llamado Santiago de Compostela. En 997, el caudillo musulmán Almanzor saqueó la ciudad, pero no dudó en respetar la tumba del apóstol, lo que reforzó su carácter sagrado que tenía el lugar. En 1095, el papa Urbano II reconoció oficialmente el culto a Santiago. En 1139, Inocencio II otorgó a la diócesis la dignidad arzobispal. En 1164, Compostela fue reconocida como uno de los tres grandes centros de peregrinación cristiana, junto con Roma y Jerusalén.

Con el crecimiento del culto al apóstol, se fue estructurando el Camino de Santiago, como una red de rutas que desde el norte de Europa, especialmente Francia, pero también otros países, como Inglaterra o Portugal,  llegaban hasta Galicia. A lo largo de estos caminos fueron surgiendo con el paso del tiempo decenas de hospitales y de albergues para acoger a peregrinos, y monasterios y templos para asegurar el culto y la asistencia espiritual. Y también, cono no podía ser de otra forma en aquellos años medievales, en los que la caballería tenía una especial importancia, órdenes militares y religiosas, especialmente la de Santiago (1170), encargadas primeros de la protección de los caminantes, pero que poco tiempo después, y a imitación de otras órdenes que fueron naciendo en toda Europa,  pasaron también a combatir contra los musulmanes, llegando a ser uno de los elementos principales de la Reconquista.

En aquellos tiempos, igual que ahora, el Camino no solo tenía un sentido devocional, sino que también articulaba la repoblación de los territorios conquistados, repoblación en la que la orden también terminó siendo protagonista, al menos en una parte de los territorios conquistados. Además, servía de eje de comunicación, intercambio cultural, y construcción de la identidad cristiana peninsular. El románico, ese nuevo orden arquitectónico que estaba llegando de Francia en aquel lejano siglo XI, y durante toda la primera mitad de la centuria siguiente, también lo hizo, sobre todo en su primera época, a través del Camino.

En tiempos del reinado de Alfonso VII (1109-1157), el apóstol Santiago fue presentado como símbolo de la unidad política de Hispania. Y entre los siglos XI y XIII, el Camino vivió su época dorada. Millones de peregrinos europeos lo recorrieron en aquella época. A su paso se desarrollaron núcleos urbanos, como Jaca, Estella, Burgos, León o Astorga. En 1075 comenzó a  construirse la catedral románica de Santiago, culminando, en muy pocos años, un impresionante santuario de peregrinación. Sin embargo, a partir del siglo XIV, diversos factores, como el estallido en el continente europeo, de importantes conflictos armados, la extensión de la peste, y a partir del siglo XVI, la reforma protestante, provocó en toda Europa un cambio en las rutas de peregrinación, lo que llevó a un declive del Camino, que ya no resurgiría con fuerza hasta tiempos recientes. Ya en el siglo X, el Camino de Santiago volvió a resurgir con gran fuerza.

Con la expansión del Imperio español, el culto a Santiago se exportó a América, donde fue adoptado como santo patrono de numerosas ciudades. En muchas regiones, se sincretizó con deidades indígenas, o fue reinterpretado como símbolo de justicia, protección y autoridad. La figura del apóstol, ya sea como peregrino, como santo o como guerrero, continúa hoy siendo un referente de identidad, espiritualidad y encuentro entre pueblos, tanto en Europa como en América. Así, la aparición del apóstol Santiago en Compostela no es sólo un episodio religioso, sino un acontecimiento con profundas consecuencias políticas, culturales y sociales. El Camino de Santiago se transformó en un eje de comunicación espiritual, territorial y simbólica que articuló gran parte de la cristiandad medieval. Y aunque de una manera muy diferente, más propia de este siglo XXI, lo sigue articulando también en la actualidad.

Sin embargo, en realidad no existe un Camino de Santiago, sino varios caminos. Los más conocidos son los que atraviesan el norte de la provincia de Cuenca, pero un camino de peregrinación como era éste, transitado por peregrinos de todo el continente europeo, era, en realidad, una red de vías que  tienen un destino común, Santiago de Compostela, y muchos puntos de origen diferentes; todos los caminos llevan a Roma, dice el refrán, y casi todos los caminos llegan a Santiago. Hay que recordar aquí el camino inglés, que, procedente de las Islas Británicas, y a través del Canal de la Mancha y el Mar Cantábrico, recorría, en muy pocas jornadas, el trayecto entre La Coruña y Compostela; o el portugués, que comunicaba Lisboa y Santiago a través de Oporto o Tui.  En este sentido, no se puede dejar de lado el llamado Camino de la Lana, que desde la costa mediterránea, principalmente desde Alicante, pasando por las provincias de Cuenca, Guadalajara y Soria, llegaba hasta Burgos, donde enlazaba directamente con el camino francés.

 

Santiago Matamoros y la dimensión guerrera del apóstol

La aparición del apóstol Santiago a lomos de un brioso corcel blanco en la batalla de Clavijo (844), según las crónicas, consolidó su imagen de apóstol-guerrero. Montado sobre un caballo blanco y blandiendo una espada, habría intervenido milagrosamente para dar la victoria a los cristianos frente a los musulmanes. Esta poderosa imagen nace, tal y como se ha dicho, de la legendaria Batalla de Clavijo donde, según las crónicas medievales, cuando las tropas cristianas estaban a punto de ser derrotadas por los temibles musulmanes, el apóstol se apareció sobre un caballo blanco, blandiendo una espada, y provocando el terror entre las tropas musulmanas. Como resultado de esta visión, los cristianos recobraron unas fuerzas que ya estaban demasiado mermadas, logrando de esta forma, al día siguiente, la victoria sobre sus enemigos. Este es el origen de la iconografía del apóstol a caballo, con uno o varios guerreros moros a sus pies, a punto de ser pateados por el corcel.

 Este relato no está documentado históricamente, como tampoco la propia batalla, pero su poder simbólico fue enorme durante toda la Edad Media. Con el tiempo, Santiago se convirtió en patrón de una España unificada, protector de los cristianos, y figura central del ideario de cruzada contra el enemigo musulmán. Su culto se asoció a la lucha religiosa, a la reconquista de la tierra y, como consecuencia de todo ello, al deber del caballero cristiano.


Este episodio, aunque legendario, fue crucial para convertir a Santiago en patrón de España, reforzar la idea de una Reconquista sagrada, y vincular el Camino a la lucha religiosa y a la política peninsular. La figura de Santiago Matamoros se convirtió en un icono visual y simbólico de la cristiandad peninsular, y su imagen ecuestre se difundió ampliamente en esculturas, relieves, códices y retablos. Y junto a la imagen de San Jorge, el otro santo caballero, derrotando al dragón -un antiguo soldado de la guardia pretoriana, que también se encuentra en la difusa frontera entre la historia y la leyenda-, puede ser considerado como una transliteración de los antiguos mitos grecolatinos, y también de las tradiciones celtíberas. En efecto, Santiago Matamoros comparte rasgos con San Jorge, venerado tanto en Europa como en Oriente Próximo, especialmente en lugares tan distantes entre sí como Georgia, Inglaterra y, en lo que respecta a la península ibérica, en Aragón y en Cataluña. Ambos aparecen como guerreros montados, salvadores frente al enemigo infiel o monstruoso -el dragón o el enemigo musulmán-, lo que sugiere una transposición cristiana de antiguos arquetipos guerreros indo-europeos.

En cuanto a la mitología clásica, la imagen del caballero celeste tiene paralelos claros con los héroes montados de la mitología griega, como el centauro, ese ser híbrido que unifica, en un mismo cuerpo, al caballo y al jinete; el dios guerrero Ares, o los gemelos Cástor y Pólux, los Dioscuros, hijos de Leda; o incluso Belerofonte, montando a Pegaso para derrotar a la Quimera. Y en cuanto a las tradiciones celtíberas celtiberas, debemos recordar que, para estos pueblos del centro de la meseta, el caballo era un animal sagrado, asociado con la guerra, la nobleza, la muerte y el tránsito al más allá. En algunos yacimientos como Numancia, se han hallado jarros rituales con hombres-caballo y domadores, símbolo posiblemente chamánico o funerario.

Esa imagen del caballo como símbolo totémico también aparece en el folklore español y americano. En efecto, el caballo no sólo está presente en la tradición guerrera, sino también en las festividades populares, muchas de ellas con orígenes medievales o incluso paganos, aunque en muchas ocasiones el origen mítico está parcialmente oculto en una tradición histórica realmente existente. Así se puede apreciar en algunas fiestas de enorme interés, como en la Caballada de Atienza (Guadalajara) que conmemora el rescate del rey Alfonso VIII, siendo todavía niño, en el marco de la guerra civil que asoló Castilla a mediados del siglo XII; o los Caballos del Vino, en Caravaca de la Cruz (Murcia), donde se mezcla la simbología cristiana y pagana con las tradiciones agrícolas, y en la que el caballo es símbolo de fuerza protectora.

También es este caso, y después del descubrimiento y conquista de América, todas esas tradiciones fueron exportadas al Nuevo Mundo, donde se fusionaron con algunas cosmovisiones indígenas. En Peteu (Guatemala), por ejemplo, existe el "Baile del Caballito", una danza ritual en la que el caballo, en esta ocasión a través de hombres disfrazados de tales, sigue siendo símbolo sagrado, asociado a la lucha entre el bien y el mal, lo divino y lo terrenal. Este sincretismo se refleja en cómo los pueblos indígenas adoptaron la figura de Santiago como “santo guerrero”, defensor del orden, muchas veces reinterpretándolo dentro de sus propias creencias.

En resumen, la figura de Santiago Matamoros y su asociación con el caballo blanco no puede entenderse sólo desde el punto de vista del cristianismo medieval. Es, en realidad, un arquetipo de héroe montado, heredero de múltiples tradiciones: celtas, grecolatinas, visigodas, islámicas y cristianas. Sin embargo, sí es cierto que, más allá de todo ello, su figura articula la identidad nacional española en la Edad Media, como símbolo de la lucha sagrada contra el invasor musulmán. Y al mismo tiempo, y una vez producida la unificación de todos los reinos bajo una misma corona, y prolongada esa unicidad hasta más allá del Océano Atlántico, permite la evangelización y legitimación del dominio en las nuevas tierras descubiertas, usando símbolos ya presentes en las culturas autóctonas.

 

La orden militar de Santiago, entre la cruzada y la frontera

En el panorama espiritual, político y militar de la Europa medieval, pocas instituciones alcanzaron tanta relevancia y proyección como las órdenes militares. Nacidas en el contexto de las cruzadas orientales, especialmente después de la conquista de Jerusalén en 1099, estas fraternidades de caballeros profesaban votos religiosos y, al mismo tiempo, empuñaban las armas. Su misión consistía en: defender la cristiandad frente a sus enemigos, ya fuesen los musulmanes, los paganos o, más tarde, los herejes.

Las tres grandes órdenes internacionales los templarios, los hospitalarios de San Juan (futuros caballeros de Malta, después de que el emperador Carlos V les otorgara el señorío sobre la isla homónima), y la orden teutónica (nacida en Alemania, pero que contaba también con una rama española desde el matrimonio del rey Fernando III con Beatriz de Suabia, nieta del emperador Federico Barbarroja), marcaron el modelo organizativo, simbólico y espiritual para las nuevas milicias religiosas que surgirían también en Europa occidental y, de modo muy especial, en la península ibérica; hay que recordar, en este sentido, que también la Reconquista tuvo un cierto cariz de cruzada contra el enemigo musulmán. Por ello, aunque el foco inicial de estas órdenes se centró en Tierra Santa, sus ramas y prioratos se extendieron también por Occidente, encontrando en España un campo fértil de acción.

A diferencia de sus homólogas internacionales, las órdenes hispánicas nacieron directamente vinculadas a la lucha por la Reconquista y bajo el patrocinio de los reyes cristianos. Su función era eminentemente práctica: custodiar los territorios de frontera, repoblar las tierras conquistadas y servir de brazo armado a la monarquía. Las principales fueron: la Orden de Calatrava, fundada en 1158 con apoyo del Císter, y con sede en el castillo homónimo, en la actual provincia de Ciudad Real; la orden de Santiago, establecida en 1170, protagonista de esta entrada; la orden de Alcántara, surgida en 1166 en el reino de León, con fuerte implantación en Extremadura; la orden de Montesa, fundada en 1317 en el reino de Aragón, adoptando muchos de los beneficios que habían tenido los templarios después de la disolución de estos; y la orden de Avis. menos conocida en nuestro país porque, en esencia, se limitó al reino de Portugal. Estas órdenes compartían rasgos comunes: obediencia a una regla monástica, la de San Benito, el Císter o San Agustín; adopción  de votos religioso; disciplina militar; y una estructura feudal bien articulada. A diferencia de las órdenes supranacionales, las órdenes hispánicas estaban sujetas principalmente a la autoridad de los reyes, lo que reforzaba su papel como instrumento de la política regia.

La Orden de Santiago fue fundada en el reino de León hacia 1170, por un grupo de caballeros que se habían reunido en la ciudad de Cáceres. Su objetivo inicial era doble: proteger a los peregrinos que transitaban el Camino de Santiago, y combatir a los musulmanes en los territorios de la frontera sur. Su fundación fue avalada por el rey Fernando II de León, y poco después, en 1175, recibió el reconocimiento pontificio, mediante una bula del papa Alejandro III. En 1174, la orden se extendió también al reino de Castilla, donde el monarca Alfonso VIII les otorgó el castillo de Uclés, que de este modo, se convirtió en su casa madre y centro de operaciones. Allí se erigió el priorato de Uclés, un complejo que funcionaba como monasterio, fortaleza, centro administrativo, archivo y residencia del maestre. Desde ese núcleo estratégico, la orden dirigía sus campañas militares, organizaba la repoblación de nuevas tierras y gestionaba una extensa red de encomiendas.

La Orden de Santiago se regía por la regla de San Agustín, que permitía combinar la vida religiosa con la acción armada. Sus miembros eran frailes-caballeros, nobles que profesaban votos de obediencia, castidad y pobreza personal, pero no llevaban una vida estrictamente conventual. Su símbolo, una cruz roja en forma de espada, sintetizaba perfectamente su doble misión, espiritual y militar. La orden asumía funciones clave en el entramado de la Reconquista: la protección de peregrinos hacia Santiago de Compostela, la defensa de los territorios fronterizos frente al Islam, y la repoblación y colonización agrícola de las tierras conquistadas. Su influencia en la corte castellana, donde sus maestres llegaron a ejercer poder político significativo, fue muy importante.

Uno de los episodios más reveladores del protagonismo de la orden de Santiago tuvo lugar en 1177, cuando Alfonso VIII emprendió la conquista de Cuenca, que para entonces era un importante bastión musulmán en el centro-este de la península. Así, la orden participó de manera decisiva en la campaña, aportando tropas, logística y recursos. Su colaboración fue recompensada generosamente por el rey con bienes inmuebles, heredades rurales, molinos, dehesas y propiedades urbanas dentro de la ciudad. Estos donativos no fueron meramente honoríficos. Respondían a una estrategia política: consolidar la presencia cristiana, facilitar la repoblación con gentes de confianza y asegurar la fidelidad de la orden. Desde su sede en Uclés, la orden de Santiago proyectó su influencia sobre el territorio conquense, estableciendo una red de posesiones como el Hospital de Santiago, el Molino de Santiago, la Dehesa de Santiago, dentro de la ciudad, o la fortaleza de Torrebuceit, en el actual municipio de Villar del Águila.

A lo largo de los siglos, la Orden de Santiago se consolidó como una de las instituciones más poderosas de la Corona de Castilla. Su red de posesiones, su capacidad militar y su inserción en la estructura política, le permitieron mantener una posición destacada hasta bien entrado el periodo moderno. A partir de los Reyes Católicos, y especialmente bajo Carlos V y Felipe II, y como sucedió con el resto de las órdenes hispánicas, la corona asumió el control directo del maestrazgo, lo que marcó el comienzo de su progresiva integración en el aparato estatal. No obstante, y a pesar de los procesos desamortizadores del siglo XIX, su legado permanece hoy en día: iglesias, castillos, archivos, escudos, y topónimos recuerdan aún hoy la huella profunda de una institución que encarnó, como pocas, el cruce de caminos entre la religión, la guerra y la política  en la España medieval.