Aunque situado al otro lado del mar Mediterráneo, en la orilla opuesta del norte de África, Túnez siempre ha formado parte también de la historia de Europa. Unas veces, es cierto, su lugar en la historia del continente viene dado precisamente por su enfrentamiento con éste, como en las tres guerras púnicas, cuando cartagineses y romanos se enfrentaron abiertamente para conseguir el dominio sobre el mar, o como cuando se convirtió en nido de los piratas berberiscos que asolaban los puertos cristianos del septentrión mediterráneo. Pero otras veces, sin embargo, formó parte también desde dentro de ese mundo civilizado que constituía el conjunto del continente europeo. Porque Túnez, es cierto, formó parte primero de ese fenómeno al que se le ha llamado romanización, y después el cristianismo sembró también aquí una semilla importante, hasta el punto de que algunos de los pensadores más destacados de la nueva religión, incluidos los llamados Padres de la Iglesia, nacieron precisamente aquí, y aquí desarrollaron además su labor catequética.
Aquí, en Túnez, instaló Aníbal su gran imperio, que llegaría a abarcar buena parte del contorno mediterráneo, hasta que los romanos lograran derrotarles definitivamente al final de la tercera guerra púnica. Los romanos se instalaron entonces en la capital del viejo reino, Cartago, y desde allí crearon nuevas ciudades en la costa africana. Espejo de este proceso son los fantásticos yacimientos de El-Djem y, sobre todo, los restos de este período que aún pueden contemplarse a muy pocos kilómetros de la capital actual del país. Nada queda ya en la antigua Cartago de los tiempos gloriosos de Aníbal, pero las termas de Antonino o el santuario de Tofet dan muestra todavía de aquellos tiempos ligeramente posteriores, no menos gloriosos que los otros.
Y el cristianismo también sentó sus bases en estas costas del norte de África. Aquí nació San Agustín, y fueron precisamente algunos de sus discípulos, con San Donato a la cabeza, los que, viéndose acosados por los bárbaros que acababan de llegar a estas tierras, cruzaron el Mediterráneo y fundaron en la península ibérica, quizá muy cerca de la ya declinante Ercávica según algunos especialistas, el afamado monasterio Servitano. De esta forma, el norte de Europa no sólo fue un espacio destacado para la nueva religión, sino que además posibilitó que pudiera asentarse en la vieja Europa la institución del monacato, que tan importante tendría que ser para el desarrollo general del cristianismo en aquellos primeros tiempos.
Luego el cristianismo sería sepultado de esta parte del mundo por los herederos de Mahoma, transformando por completo el país y la región. Por ello, la Túnez actual es un amalgama de culturas, un crisol de civilizaciones. El viajero que cruce el espacio, no demasiado extenso, que separa la costa del desierto, el que se traslade desde el zoco de la capital del país y desde Sidi-Bou-Said hasta El-Djem o hasta Cartago, podrá apreciar de qué manera la historia ha ido transformando esta hermosa parte del mundo a través de los tiempos.