Precisamente en estos días difíciles, cuando una brutal crisis económica y también espiritual parece que está a punto de acabar con una civilización como la nuestra, que tan sólo unos años atrás nos parecía eterna, es hora de acordarnos de ciudades como Pompeya y Herculano, que hace apenas veinte siglos desaparecieron totalmente bajo las cenizas y el lapilli manados del Vesubio. También los habitantes de estas dos ciudades pensaban sin duda que su propia civilización sería eterna, que sus días de gloria no se iban a terminar nunca. Pero un mal día del año 79 el Vesubio entró en erupción, y todo, absolutamente todo, desapareció bajo una gruesa capa de fuego y destrucción.
Hoy Pompeya es como una tumba gigantesca que puede ser visitada por los turistas, y cuando estos pasean por sus calles, habitadas solo por fantasmas, cuando cruzan el umbral de sus termas, otrora frecuentadas por patricios y plebeyos, de sus casas ahora solitarias, cuando penetran en ese lupanar del que apenas quedan todavía los pequeños lechos de piedra y las pinturas al fresco, en las que estaban representadas las diferentes especialidades de cada una de las mujeres que trabajaban allí, el recuerdo de otros tiempos sobrevuela el alma del viajero. Sí, es cierto que las calles de Pompeya siguen estando demasiado pobladas, ahora de turistas, y que entre tanta gente es difícil encontrar un momento para la reflexión y para el recuerdo. Pero cuando se logra introducirse en uno mismo y olvidarse de todo lo demás, el pasado vuelve a renacer entre las vías de piedra de una ciudad que vuelve a ser eterna.
Pompeya es una ciudad repleta de templos y de edificios importantes. Algunos de ellos se extienden alrededor del foro, como los templos de Isis o de Venus, la gran basílica, el lugar donde se administraba la justicia y que era el edificio más importante de toda la ciudad; una ciudad que llegó a contar con tres termas diferentes y con dos teatros, además de un gran anfiteatro. Y junto al anfiteatro se conserva todavía la palestra, edificio que estaba destinado a diversas actividades gimnásticas y lugar en el que los gladiadores entrenaban diariamente para preparar sus enfrentamientos en la arena, tan deseados por los propios pompeyanos. Pero es sin duda en las ruinas de las casas particulares, entre los frescos de sus paredes y entre los mosaicos de los patios, allí donde perviven con más claridad los fantasmas de sus antiguos habitantes.
Fantasmas que cobraron materialidad, corporeidad, cuando a mediados del siglo XIX Giuseppe Fiorelli, el arqueólogo que entonces dirigía las excavaciones, tuvo la idea de hacer vaciados de yeso allí donde se iban encontrando diferentes huecos en la lava, huecos que habían sido producidos por la descomposición total de los cuerpos de las víctimas. Vaciados que conforman todavía las imágenes de todo el horror provocado por la erupción del volcán y que reflejan, todavía, la situación límite a la que los habitantes de Pompeya se vieron sometidos durante aquellos días de destrucción y de olvido.
miércoles, 9 de mayo de 2012
Nueva novela de Raúl Torres
Raúl Torres acaba de publicar una nueva novela. En esta ocasión se trata de Río de la Carne, una novela negra de corte policiaco en la que el misterio cobra protagonismo y se enlaza con el realismo que es propio de otras obras del genial escritor conquense. Se trata de una aventura entre la más pura tradición local y el universalismo de un escritor de viajes como Raúl, con ciertas dosis gastronómicas a caballo entre la obra de Vázquez Montalbán y aquel añorado premio de periodismo, el Tormo de Oro, que durante tantos años él mismo estuvo dirigiendo.
Para comprender esto no hay más que leer el inicio del relato: "Rosita Ramírez degustaba un tuétano de hueso de ternera, abrazado con caviar y caldo de judías con chorizo, que hacía tremar su paladar de iniciada gastronómada. La receta se la había escuchado a algún vasco heredero de los tripasai a los que hacen referencia Luis Atonio de Vega y el Dr. Thebusem, los críticos más grandes de la coquinaria españoa, y estando segura de que sabía tanto a manteles se dispuso a todo. Un ser como ella, recién llegada del Caribe, hizo que su madre le cocinara un morteruelo al caviar que le pareció suculento, aunque ahora, todas estas cosas no tenían mayor importancia: Pedro Torres hacía extraordinarias croquetas del manjar conquense, y Claudio García, el cocinero del Rey, cuando su majestad salía de viaje a Brasil, México, y otras tierras del más allá, lograba unas ilustradas empanadillas, deliciosas,al moteruelo."
En resumen: un título más en el curriculum del escritor de Cañada del Hoyo, un currículum que, por otra parte, en repetidas ocasiones se ha visto ampliado con algunos de los más prestigiosos premios de novela, poesía y cuento. Antonio Hernández ha escrito sobre Raúl lo siguiente: "Creo sinceramente que la narrativa de Raúl Torres, en la estela de los narradores pensadores, es un ejercicio literario y conceptual a la vez. Placer de la palabra y goce intelectual, fascinación de lo profundo y éxtasis de la superficie, lucha al alba del ángel y participación dichosa de mediodía, geometría inédita del deseo y cercanía del amor, plenitud inmediata de la carne y tiniebla de una nada que nadea por sus relatos, y abrazo feliz de léxico y discurso, atrevida paradoja y grata afirmación, eco pánico de sentencia presocrática o conceptualismo moderno de Quevedo o Gracián, escritores también cerca de un pensamiento filosófico libre."
Para comprender esto no hay más que leer el inicio del relato: "Rosita Ramírez degustaba un tuétano de hueso de ternera, abrazado con caviar y caldo de judías con chorizo, que hacía tremar su paladar de iniciada gastronómada. La receta se la había escuchado a algún vasco heredero de los tripasai a los que hacen referencia Luis Atonio de Vega y el Dr. Thebusem, los críticos más grandes de la coquinaria españoa, y estando segura de que sabía tanto a manteles se dispuso a todo. Un ser como ella, recién llegada del Caribe, hizo que su madre le cocinara un morteruelo al caviar que le pareció suculento, aunque ahora, todas estas cosas no tenían mayor importancia: Pedro Torres hacía extraordinarias croquetas del manjar conquense, y Claudio García, el cocinero del Rey, cuando su majestad salía de viaje a Brasil, México, y otras tierras del más allá, lograba unas ilustradas empanadillas, deliciosas,al moteruelo."
En resumen: un título más en el curriculum del escritor de Cañada del Hoyo, un currículum que, por otra parte, en repetidas ocasiones se ha visto ampliado con algunos de los más prestigiosos premios de novela, poesía y cuento. Antonio Hernández ha escrito sobre Raúl lo siguiente: "Creo sinceramente que la narrativa de Raúl Torres, en la estela de los narradores pensadores, es un ejercicio literario y conceptual a la vez. Placer de la palabra y goce intelectual, fascinación de lo profundo y éxtasis de la superficie, lucha al alba del ángel y participación dichosa de mediodía, geometría inédita del deseo y cercanía del amor, plenitud inmediata de la carne y tiniebla de una nada que nadea por sus relatos, y abrazo feliz de léxico y discurso, atrevida paradoja y grata afirmación, eco pánico de sentencia presocrática o conceptualismo moderno de Quevedo o Gracián, escritores también cerca de un pensamiento filosófico libre."