sábado, 28 de enero de 2017

La ermita de San Julián en el siglo XIX


Cuenta la tradición que San Julián, segundo obispo de Cuenca, se acercaba al paraje conocido como el Tranquillo, en compañía de su fiel criado Lesmes, cada vez que la administración de la diócesis se lo permitía, para orar. Obligaciones que debían ser muchas en aquel momento, por otra parte, en una época en la que la frontera entre cristianos y musulmanes todavía no se había alejado mucho de la ciudad, y cuando ésta se hallaba además en pleno proceso de repoblación. Cuenta la tradición, también, que en aquel paraje, junto a la hoz del Júcar, ambos, prelado y criado, al amparo de la  cueva que existe junto a la ermita, trenzaban con sus manos los cestillos de mimbre que luego vendía para hacer más soportable la pobreza de algunos de sus feligreses. El lugar, todavía, es uno de los espacios que permanecen con más fuerza en el imaginario de muchos conquenses, incluso entre los jóvenes: San Julián el Tranquillo, que no Tranquilo, porque aquél y no éste es el nombre que el espacio ha recibido desde entonces.

Existe entre los fondos del Archivo Histórico Provincial de Cuenca un documento que demuestra la antigüedad de una tradición que todavía sigue reuniendo cada 28 de enero a multitud de conquenses en torno a la ermita del santo limosnero[1]. Se trata de una carta de obligación y arrendamiento que el 19 de enero de 1803, sólo unos días antes de la celebración de la festividad del santo patrón, firmaban ante el notario Diego Antonio Valdeolivas, un tal José Pérez Luján como parte interesada, y su hermano Juan Antonio Pérez Luján como fiador de aquél, de todos los terrenos que rodeaban a la ermita. En dicho documento se reconoce que la titularidad del lugar correspondía al deán y al cabildo diocesano en su conjunto, por lo que uno de los canónigos del cabildo, Juan Bautista Loperráez, en representación de todos los demás, arrendaba a dicho Pérez Luján, “el santuario y sitio titulado de San Julián el Tranquillo, sito en su cerro titulado de este nombre, extramuros de la ciudad, y para el que he sido nombrado de elección de dicho señor por santero de la misma hermita, en unión de José Villarejo, mozo soltero.” Son palabras del propio José Pérez Luján, de las que el citado notario da fe en el documento.

A continuación, el escrito cita las diversas obligaciones a las que el santero nombrado debía hacer frente: mantener abiertas y de manera adecuada las tierras que conforman el paraje; mantener limpios y en buen estado los árboles y las parras que habían sido plantadas (el lugar está ahora cubierto en su mayoría por unos pinos de repoblación que nada tienen que ver con el espacio natural que había a principios del siglo XIX), sin cortar ninguno de los árboles para su beneficio personal, y respondiendo personalmente de aquellos que hubieran sido cortados; mantener en buen estado el resto de los bienes del paraje, “reparando las paredes con la limpia del Escalón o subida a la hermita” (parece claro que el documento se está refiriendo a lo que hoy se conoce como el Escalerón, una de las dos subidas naturales a la ermita desde la ciudad); y tener limpio el propio edificio del templo, así como la casa anexa, que como puede verse, ya existía para entonces. Finalmente, mantener en perfecto estado el conjunto de todos los ornamentos sagrados, con el fin de que pueda celebrarse con normalidad el sacrificio de la Misa. Para ello se había realizado un inventario de todos esos ornamentos, que serían devueltos al canónigo Loperráez, tal y como éste se los había entregado antes al santero, la víspera del día de Todos los Santos, es decir, el día 1 de noviembre de ese año.


El arrendamiento, por otra parte, no tenía una fecha concreta de vencimiento, sino que éste sería a voluntad del protector del lugar, es decir, del canónigo Loperráez en representación de sus compañeros del cabildo. Por su parte, el santero se obligaba a pagar cada año, por el tiempo de la Navidad, la cantidad de cien reales de vellón, y como contrapartida, se aprovecharía del beneficio obtenido tanto por las limosnas de los creyentes que acudieran al lugar como los productos obtenidos por los árboles y las otras plantas que tenía a su cuidado. Y en el caso de no haber hecho frente en su tiempo al pago de los cien reales, José Pérez Luján se obligaba también por este documento al pago de cuatrocientos maravedíes de salario a aquellas personas que tuvieran que entender en la cobranza de la deuda por cada día empleado en dicho cobro. Por su parte, Juan Antonio Pérez Luján, como hermano y fiador del santero, se obligaba también en los mismos términos de pago que éste.

Y después de los términos jurídicos de rigor en un documento de estas características, firman ante el escribano los tres testigos que también son usuales en estas escrituras, que en este caso fueron Anselmo María Calvo, José Mateo y Pascual García del Peso.



[1] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P- 1540. Sin foliar.