A lo
largo de la historia se han sucedido en la provincia de Cuenca verdaderas
genealogías de hombres ilustres, que se destacaron del resto de la población
por su dedicación a una actividad profesional concreta. En este sentido, es
paradigmática la familia Ramírez, oriunda del pueblo manchego de Villaescusa de
Haro, que desde finales de la Edad Media, y sobre todo a lo largo de los siglos
XVI y XVII, dio a la Iglesia española una infinidad de sus hijos ilustres,
entre los que se incluye un número de obispos cercano a la veintena, que regentaron
en su tiempo diferentes sedes episcopales a un lado y otro del Océano
Atlántico. Entre todos ellos, se pueden destacar dos prelados que regentaron la
cátedra conquense en plena centuria renacentista, Diego Ramírez de Fuenleal
(llamado también de Villaescusa, quien regentó también las sedes de Astorga y
de Málaga) y Sebastián Ramírez de Fuenleal (obispo además de Tuy y León, así
como la de La Española, en el continente americano). Junto a ellos, y a otros
muchos, en los que sería demasiado prolijo mencionar aquí, no menos importante
es el protagonista de esta entrada, aunque sí, quizá, menos conocido por el
público en general: Antonio Ramírez de Haro y Fernández de Alarcón.
Muy
escasos son los datos que María Luisa Vallejo nos ofrece de este conquense
insigne en sus Glorias Conquenses.
Nacido también en Villaescusa de Haro a mediados del siglo XV, realizó sus
primeros estudios en su pueblo natal, probablemente en el seno de su propia
familia, que tantos hombres ilustres había dado, y seguiría dando, tanto a la
Iglesia como a la corte castellana. Más tarde, después de haber pasado por las
aulas del colegio de San Ildefonso, que pertenecía a la recién creada
universidad de Alcalá de Henares, y también por el colegio de Santiago, o de
Cuenca, llamado así en virtud de su fundador, su pariente, ya citado más
arriba, Diego Ramírez de Fuenleal. Fue después nombrado Arcediano de Huete,
título que era una de las dignidades del cabildo conquense desde poco tiempo
después de haber sido creado el obispado. Y consejero del emperador Carlos I,
éste le encargó la visita de los moriscos del reino de Valencia, servicio que
el emperador sabría recompensar en 1537 con el obispado de Orense, desde el que
sería trasladado apenas dos años después a la más rica sede de Ciudad Rodrigo,
y después de un periodo también breve, a la de Calahorra. Desde allí, en 1543
sería nombrado obispo de Segovia, donde permaneció ya hasta su fallecimiento,
ocurrido el 16 de septiembre de 1549, mientras visitaba el Hospital Real de las
monjas calatravas, anexo al monasterio burgalés de Las Huelgas, fundación real
de Alfonso VIII, como ya sabemos. Fue enterrado en dicho hospital
Por otras
fuentes, sabemos algunas cosas más de la vida de este ilustre conquense. Era hijo de Lorenzo Ramírez de Arellano, quien
pertenecía a una de las ramas de esta insigne familia, y de María Fernández de
Alarcón, quien descendía por su parte de otra ilustre familia manchega. Y entre
otros cargos que disfrutó también durante la primera parte de su brillante
carrera eclesiástica, fue abad de la colegiata de Santa María de Arbas, en la
provincia de León, al pie del puerto de Pajares. Por otra parte, fue así mismo nombrado
capellán mayor de la princesa Leonor, la hermana mayor del emperador, antes de
ser sucesivamente reina consorte de Portugal, entre 1519 y 1521, por su boda
con el rey Manuel I, y de Francia, entre 1530 y 1547, por su segundo
matrimonio, con el muy poderoso monarca Francisco I. Nombrado inquisidor por el
emperador Carlos, fue también comisario apostólico, primero en el reino de
Valencia y después en el principado de Cataluña.
Su
principal actividad como inquisidor fue el estudio y revisión del caso morisco,
que el llevaría durante un tiempo a la ciudad de Valencia, y por el que tuvo
que enfrentarse a la opinión de Ginés Pérez de Sepúlveda. Sobre este asunto redactó
su único libro conocido, De bello
barbarico. Para entonces, el problema morisco se había convertido en uno de
los asuntos más importantes en las tierras levantinas, y se había radicalizado
todavía más debido a la situación en la que se encontraba el reino, y
particularmente la diócesis de Valencia, regentada durante mucho tiempo por
obispos no residentes, que sólo buscaban en el nombramiento las rentas que les
proporcionaba el cargo. La situación cambió con la llegada a la diócesis de
Santo Tomás de Villanueva en 1544, quien, consciente de la importancia que
tenía la obligación de residencia, no tardaría en trasladarse a la ciudad del
Turia, para tomar posesión de la sede.
Recientemente
se ha publicado un trabajo sobre el futuro Santo Tomás de Villanueva y la labor
realizada en este sentido por el nuevo obispo de Valencia, trabajo que ha sido incorporado
a aun libro de conjunto dedicado a la figura del santo agustino, y en general,
a toda la Iglesia española durante la
primera mitad del siglo XVI[1].
Siguiendo a su autor, Rafael Benítez Sánchez-Blanco, profesor de la universidad
de Valencia, podemos decir que la postura de Ramírez de Haro en el tema morisco,
en el que trabajó conjuntamente con el santo agustino, fue, desde un primer
momento, la de una moderación en la evangelización, basada en la falta de
instrucción cristiana entre los miembros de ese pueblo; un problema, por otra
parte, al que la falta de residencia de los obispos que precedieron a
Villanueva, y la situación general de caos que vivía entonces la diócesis por
culpa de la falta de atención de la curia local, no era del todo ajeno. Por
otra parte, esta moderación defendida por el conquense tuvo sus consecuencias
en la inhibición que la Inquisición hizo, en un primer momento, en del problema
morisco.
Y es que
el nombramiento de Ramírez de Haro para la diócesis de Orense no había puesto
fin a su labor mediadora en el problema morisco. Por el contrario, la llegada a
la diócesis del propio Santo Tomás de Villanueva, amigo de nuestro
protagonista, supuso un nuevo encuentro de éste con los moriscos levantinos, al
reclamarle el prelado, en 1544 como comisario regio para un asunto tan
importante. La relación entre Villanueva y Ramírez de Haro fue siempre bastante
cordial, trabajando juntos para solucionar el problema, y en 1545, cuando
estaba a punto de iniciarse el Concilio de Trento, y ante la inminente marcha
del conquense a la península italiana para participar en las reuniones, el
obispo fue designado para sustituirle como nuevo comisario regio. No obstante,
la enfermedad contraída por Ramírez, que impidió su marcha a Italia, dejó de
momento las cosas como estaban. Sin embargo, la posterior marcha del conquense
a su sede segoviana volvió a poner de manifiesto el problema, nunca cerrado del
todo, y las solicitudes del prelado valenciano al príncipe Felipe para que éste
mandara un nuevo comisario que entendiera del asunto morisco, volvieron a
repetirse en los meses siguientes.
Por todo
ello, y ante una nueva solicitud de Villanueva fechada en septiembre de 1547,
el príncipe creó una junta, formada por un total de dieciocho personas expertas
en el tema, para estudiar y dar una solución definitiva al problema morisco. La
junta, que estaba presidida por Juan Vázquez de Molina, secretario de Carlos I,
se reunió en el verano del año siguiente en el colegio de San Pablo, de
Valladolid, y en ella se integraban también, además del propio Antonio Ramírez
de Haro, otras personas de probado valor intelectual: el obispo de Cuenca,
Miguel Muñoz; Fernando Niño, presidente del Consejo de Castilla; y Fernando de
Valdés, inquisidor general,... Se trataron diferentes asuntos, como la
necesidad de que la Inquisición volviera a retomar los asuntos relativos a los
moriscos, de los que se había inhibido a instancias del propio Ramírez, y la
obligación de que estos fueran desarmados por la justicia.
Uno de
los problemas más peliagudos a tratar era el de los moriscos convertidos, más o
menos de manera obligada, al cristianismo, y que en ocasiones eran apoyados por
los señores de las villas en las que vivían, en detrimento de la actuación
evangelizadora de la Iglesia. A este respecto, Rafael Benítez resume el resultado
de la reunión de Valladolid de la manera siguiente: “Sobre la reformación de los nuevos convertidos se dan sólo directrices
genéricas, Como punto de partida se piden cartas reales, con las direcciones en
blanco, para enviarlas a las villas reales y a los señores, ordenándoles que
apoyen el trabajo evangelizador. Contra la protección que estos últimos daban a
sus vasallos, impidiendo incluso que párrocos y alguaciles realizaran su
trabajo, debía actuarse con el apoyo real. Se insiste en la necesidad de que se
obligue a los convertidos a comportarse cristianamente al menos en lo exterior,
porque viven muy suelta y
profanamente sin temor, públicamente guardando los ritos y ceremonias moriscas.
Los rectores y predicadores deberán
instruirles como paso previo para el castigo, porque de aquí adelante, si erraren, no pretendan ignorancia y puedan ser
castigados.
El
conflicto morisco se agravaría todavía más en los años siguientes al
fallecimiento de nuestro protagonista, fallecimiento que se produciría, tal y
como se ha dicho, al año siguiente, durante una visita a la ciudad de Burgos, y
a su hospital de las calatravas. De esta forma, en la década de los años
cincuenta serían muchos los moriscos que fueron apresados por la Inquisición
valenciana: sólo en el auto de fe celebrado en la ciudad del Turia el 14 de
marzo de 1557, fueron sentenciados un total de cuarenta y nueve personas por
este motivo.
[1] Benítez Sánchez-Blanco,
Rafael, “El pontificado de fray Tomás de Villanueva: un decenio fundamental
para la definición de la política morisca en Valencia”, en Campos, Francisco
Javier (coordinador), La Iglesia y el
Mundo Hispánico en tiempos de Santo Tomás de Villanueva (1486-1555), Instituto
Escurialense de Investigaciones Históricas y artísticas, San Lorenzo del
Escorial, 2018, pp. 145-168.
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