sábado, 9 de febrero de 2019

UN VENTANUCO ABIERTO A UNA ETAPA TRISTE DE NUESTRO PASADO


Este nuevo libro de Ángel Luis López Villaverde, decano de la Facultad de Periodismo de la Universidad de Castilla-La Mancha, y profesor de historia contemporánea de la misma universidad, por más que en apariencia sólo sea la biografía de su propio abuelo, Gervasio Alberto López Crespo, un maestro republicano asentado en Almagro (Ciudad Real), en realidad es mucho más que eso. Porque El ventanuco, Tras las huellas de un maestro republicano es también, para los conquenses, la biografía de un conquense más, que había nacido en el pueblo alcarreño de Villaconejos de Trabaque, aunque terminara sus días en un no tan lejano pueblo manchego, o ciudad, como el autor se encarga de repetir a lo largo de sus páginas, a la que le llevó su profesión. Y para todos los lectores, en general, se trata de una investigación más profunda, sobre cómo se vivió la república y la guerra civil en esa ciudad encajera.
              Porque en realidad, las investigaciones del profesor López Villaverde van mucho más allá de los datos personales que suponen una biografía, la biografía de sus propios íorígenes familiares. El autor, a lo largo de las páginas de este nuevo libro, amplia el foco de sus intereses para ofrecer al lector algunos datos interesantes que van mucho más allá de ese recorrido personal del maestro republicano. Así, el biógrafo se convierte en historiador, en toda la extensión de la palabra, aproximándonos una vez más, pero desde otro punto de vista, a lo que en realidad ha sido siempre sus verdaderos intereses historiográficos: la segunda república, la guerra civil, la primera posguerra,… Hace ya casi cincuenta años que el historiador italiano Carlo Ginzburg demostró, con su libro El queso y los gusanos, que la microhistoria puede ser también una buena forma de hacer historia “con mayúsculas”.
              Quiero hacer sobre todo hincapié en una de las aseveraciones de López Villaverde: la guerra civil puede y debe ser contada, debe ser conocida por las generaciones actuales, porque sólo el conocimiento del pasado puede evitar que el dolor de la historia vuelva a repetirse. La transición, en mi opinión, no buscó en realidad un pacto de silencio sobre ese pasado que supone la guerra civil, y la prueba es que, a partir de ese momento, el número de libros publicados sobre esta etapa de nuestro pasado ha seguido aumentando paulatinamente. La transición, lo que buscó en realidad, fue un pacto de perdón, de reconocimiento mutuo de culpabilidad y de victimismo. Culpabilidad y victimismo que no debe entenderse nunca de un cincuenta por ciento, pero tampoco, como ese cien por cien para unos y cero por ciento para otros; en realidad, no se trata de números y de porcentajes, sino de una realidad que está ahí.
              Ángel Luis López Villaverde también recoge en las páginas de su libro esa parte de culpabilidad que tuvieron unos y otros en el conflicto, en un enfrentamiento sangriento que nunca debió producirse, por más que, como él dice, todo fue producto del levantamiento militar del 18 de julio. Los tres primeros capítulos de la tercera parte del texto (bajo el título de “Violencia roja y azul”) son bastante clarificadores en este sentido. En efecto, hubo una violencia roja y otra violencia azul en los primeros meses de la guerra, que el autor trata de explicar desde el punto de vista antropológico en el capítulo siguiente de esa misma parte, titulado “A sangre y fuego”; como el libro de relatos ambientados en la guerra que escribió Manuel Chaves Nogales. La cita es amplia, pero clarificadora de lo que pasó en España en 1936:
              “La pregunta es, ¿cómo explicar tales atrocidades en un contexto bélico o posbélico? La filósofa de origen judío Hannah Arendt, explicó el terror y el horror nazi, el comportamiento de sus dirigentes, mediante el principio de la <>, según el cual no era necesario tener una personalidad diabólica para convertirse en un asesino de masas si las circunstancias eran propicias para la irracionalidad política. Es perfectamente extrapolable al caso español, en ambas retaguardias. Durante la Guerra Civil, señalar al enemigo fue el primer paso para aceptar la violencia como algo irreversible y necesario… Durante la Guerra Civil, el enemigo era colectivo. Los revolucionarios señalaban al enemigo de clase, al propietario o, genéricamente, al poderoso, en cuyas manos descansaba el control de la vida material o espiritual. Ahí se incluía también al religioso, una presa fácil para el verdugo si era fraile o monje, al concentrarse en un espacio físico, el convento o el monasterio, aislado del entorno. En la otra retaguardia, los contrarrevolucionarios marcaban como tal al obrero, en particular al huelguista, y a quien competía con el clérigo en su cruzada religiosa con un apostolado de valores cívicos y republicanos, el maestro y el masón. Naturalmente, aunque colectivo, ese enemigo tenía rostro. El azar -de estar en una u otra retaguardia-determinó el orden de muchas víctimas y verdugos. Tras ver la sangre derramada durante el verano de 1936 por milicianos frentepopulistas en la republicana o por milicias falangistas o requetés en la sublevada, puede deducirse que muchos de quienes dispararon o fueron asesinados, hubieran podido intercambiar los papeles de ser otra la autoridad militar a su frente. Sin la sublevación del 18 de julio nada hubiera ocurrido como lo hizo. No estaba nada escrito ni predeterminado. No sirve para rebajar responsabilidades, pero sí para contextualizar lo ocurrido.”
              Si estoy plenamente de acuerdo en casi todo lo que escribe el profesor López Villaverde, no puedo dejar de manifestar mi desacuerdo con alguna de las frases que aparecen en el prólogo de Luis Arroyo Zapatero, profesor de derecho penal en la misma Universidad de Castilla-La Mancha, de la que fue durante muchos años rector y ahora sigue siendo rector honorario: “Cuando por razones severas se apaga la luz de la civilización y sus controles, los criminales campan por sus respetos, como lo vemos cuando en las grandes metrópolis cae el alumbrado durante horas… Como penalista lo tengo claro: el responsable principal, el mayor, es el que apaga la luz.” Cuando se comete un crimen -él, como penalista, lo sabe-, el verdadero culpable es el que ha cometido el crimen, no el que ha apagado la luz para facilitar su impunidad. Pero siguiendo con su metáfora, quizá se podría decir que incluso antes de que nadie apagara la luz de la civilización en 1936, habían saltado ya los plomos, a partir del mismo 1931, por su exceso de intensidad en la corriente eléctrica. Más allá del hecho de que las primeras quemas de iglesias, en algunas ciudades, se habían realizado ya durante el primer año de la república, se pueden citar incluso las palabras de alguien tan poco sospechoso contra la república, al menos en un primer momento, como fue José Ortega y Gasset. “No es eso, no es eso”, gritaba el ensayista español, uno de los intelectuales que firmaron en 1931 el manifiesto a favor de la república, cuando empezaba a darse cuenta de hacia dónde caminaba el nuevo régimen.
              López Villaverde, en fin, deja bastante clara su postura ideológica en todo este asunto de la guerra civil, y lo hace, desde luego, desde la honestidad intelectual, algo que se le debe pedir a todos los historiadores, aunque no siempre se cumple, desde un lado y otro del espectro ideológico. Y sin necesidad de buscar culpables, más allá de los propios hechos estudiados. Los historiadores debemos ser notarios de la historia, no fiscales ni abogados, porque al final, como escribió el propio Ortega y Gasset, cada uno es, además de sí mismo, las circunstancias en las que le ha tocado vivir.   

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