domingo, 22 de diciembre de 2019

“Yo, Julia”, de Santiago Posteguillo, o cómo acercarnos a la historia a través de la novela


A nadie se nos escapa que la novela histórica está teniendo  en los últimos años un éxito arrollador; cada año, saltan a los escaparates de las librerías nuevas novelas del género, historias noveladas en las que se da una visión diferente del pasado que, en todo caso, se nos hace más atractiva, más divertida, que cuando nos acercamos a ese mismo pasado a través de “pesadas” monografías y ensayos que resultan difíciles de comprender para las personas que no están iniciadas en el estudio de la historia. Sería interesante, en otras entradas de este blog, hacer una reflexión sobre el escaso éxito, entre los jóvenes, que tiene el estudio académico de la historia, en comparación con este éxito de la novela o del cine históricos en el conjunto de la población. Eso sí, ambas cosas, la novela y el cine, requieren sin embargo de ciertos conocimientos históricos previos, de cierta experiencia historiográfica, para saber diferenciar la historia real, la de los estudiosos en la materia, con aquellos detalles inventados por el autor con el fin de poder mantener la obligatoria tensión dramática que siempre necesita una película o una novela, sean éstas del género que sean.
             
       El motivo de esta nueva entrada del blog no es otro que acercar al lector una de esas novelas históricas: “Yo, Julia”, el flamante premio Planeta del pasado año 2018, de la que es autor Santiago Posteguillo. Se trata éste, por otra parte, junto al arqueólogo italiano Valerio Massimo Manfredi (algún día hablaremos aquí también de este genial escritor de Módena, director en diversas excavaciones, profesor además en diversas universidades europeas, entre ellas la de La Sorbona, y autor no sólo de novelas históricas, sino también de importantes ensayos y artículos científicos), uno de los máximos exponentes de ese subgénero al que podemos llamar peplum, por transliteración de ese otro subgénero cinematográfico hollywoodiense, entre cuyas principales muestras destacan películas como “Ben-Hur” o “Quo vadis”, por más que ambas, en mayor o en menor medida, participan también del género que ha venido a llamarse cine religioso, o, más recientemente, el “Gladiator” de Ridley Scott, que comparte con la obra de Posteguillo a uno de sus personajes secundarios más marcados, el sanguinario emperador Cómodo. Por otra parte, y antes de adentrarnos en la obra en sí misma, hay que hacer una pequeña referencia al título de la obra, un título que nos recuerda demasiado a una de las obras clásicas de este género, el “Yo, Claudio”, la novela más conocida del escritor inglés Robert Graves. Tanto una como la otra, la de Graves y la de Posteguillo, nos hablan de la ambición, de un imperio importante que sin embargo, no logra esconder entre la púrpura y la punta de las espadas de los legionarios, los fantasmas del miedo y de la crisis de poder.
              De la Julia Domna histórica, la protagonista de la novela de Santiago Posteguillo, se conocen realmente pocas cosas, y algunas de ellas fueron narradas por otro de los personajes que aparecen en la novela, el político (fue uno de los miembros del Senado romano) e historiador Dion Casio, autor de una “Historia romana” que abarca desde la fundación de la ciudad, en el año 753 a.C, hasta el año 229 d. C., año en el que él mismo fue honrado con un segundo consulado, y momento también en el que la propia Julia Domna hacía ya doce años que había fallecido. Es, por lo tanto, además de historiador, cronista, por cuanto él mismo vivió los acontecimientos que narra a lo largo de su obra.
              Julian Domna fue, desde luego, una mujer diferente a todas esas matronas romanas, esposas de emperadores que se limitaban a ver pasar la historia delante de ellas, sin hacer nada para modificarla, y que por ello nunca hubieran pasado por sí mismas a formar parte de esa historia de Roma. Por el contrario Julia, hija de Julio Basiano, descendiente de reyes y miembro de una familia de sacerdotes dedicados al culto del dios solar El-Gabal, la esposa de Septimio Severo, destinado a fundar una nueva dinastía imperial, ya antes de su matrimonio con el futuro emperador, estaba destinada desde su nacimiento a formar parte de esa nueva historia que se abría a sus pies. Nacida en Emesa, la actual ciudad siria de Homs (de moda otra vez en la actualidad por una guerra que, desde hace ya algunos años, está destruyendo todo el país), el matrimonio entre Septimio Severo, el primer emperador procedente de África, y Julia, convirtió a la ciudad en una de las más importantes de la región, una prosperidad que se había iniciado, sin embargo, ya en tiempos del emperador Antonino Pío, y que después llegaría a alcanzar cotas más altas, durante los reinados de Caracalla (en realidad Marco Aurelio Basiano, el hijo primogénito de Septimio y de Julia) y de Heliogábalo (éste, que debe su nombre al dios local, se llamaba en realidad Mario Avito Basiano; nacido en la propia Emesa, era nieto de Julia Mesa, la hermana de nuestra protagonista, Julia Domna).
              No quiero insistir más en la figura histórica de Julia Domna, para no provocar un spoiler (esa palabra moderna, tan de moda en los últimos años) en aquellos posibles lectores que todavía no hayan leído la novela; aquél que pueda estar interesado en profundizar más en su figura puede hacer su propia investigación en internet. Tampoco quiero profundizar demasiado en el resto de los personajes históricos, muchos de ellos, como el propio Septimio, suficientemente conocidos por el historiador y también, incluso, por el simple aficionado a la historia de Roma. Sí creo conveniente, sin embargo, hablar un poco más de esa realidad histórica que transciende a los personajes, una realidad que se remonta al año 193 d.C., el llamado año de los cinco emperadores, y que marca uno de los periodos culminantes de la crisis del imperio romano, una época de transición entre dos dinastías diferentes. Una época que estuvo marcada por una cruenta guerra civil, y que sucedió a un no menos cruento gobierno de un emperador sanguinario: Lucio Aurelio Cómodo.
              En efecto, la muerte del emperador Cómodo, el último de los emperadores Antoninos, el hijo del gran Marco Aurelio, tan diferente de éste sobre todo en los últimos años de su reinado, cuando la locura le llevó a creerse un nuevo Hércules renacido y a combatir en el anfiteatro, como si de un vulgar gladiador se tratara, con viejos legionarios, tullidos a consecuencia de su participación en numerosas batallas en defensa del imperio (“así se las ponían a Fernando VII”, que empezó a decirse en España a partir del siglo XIX, cuando los aristócratas españoles que jugaban al billar con el monarca se dejaban ganar por éste), provocó la sucesión de cuatro emperadores diferentes, proclamados por la guardia pretoriana y por los legionarios, y asesinados después por ellos. Dos de esos senadores habían pertenecido al Senado, Pertinax y Didio Juliano, y éste último pudo convertirse en emperador después de haber sido el mejor postor, literalmente, en la subasta en la que los pretorianos habían convertido el imperio, la persona que más dinero había ofrecido para poder vestir la toga imperial. Los otros eran militares, buenos estrategas, gobernadores de Siria y de Britania, Pescenio Niger y Clodio Albino respectivamente, que se habían rebelado contra el propio Juliano, haciéndose proclamar emperadores por sus propios soldados (también Septimio Severo, gobernador de Panonia, en el limes Danubio, se había adelantado a todos ellos, a instancias de la propia Julia). Contaban a su favor con una parte del ejército, pues cada uno de ellos disponía por sí mismo de tres legiones completas, más las que pudieran entregarles los gobernadores de otros territorios, miembros de sus mismos clanes de poder. Ninguno de los cuatro pudo sin embargo sobrevivir demasiado tiempo a ese conflicto de intereses (sólo Níger pudo mantenerse en el cargo hasta mayo del año 194), y sólo la victoria definitiva de Septimio permitiría un nuevo periodo de paz para el conjunto del imperio, una paz que se extendería hasta el año 235, cuando la muerte del último emperador de la dinastía, Alejandro Severo, daría paso a ese periodo de la historia que se ha venido a llamar, por algo será, el de la anarquía militar.
              Una novela, en resumen, que resulta fácil de leer, y una manera divertida, como ya se ha dicho, de acercarnos a una etapa crucial de la historia de Roma, y de la historia de la humanidad, sea cual sea el nivel de conocimientos históricos que cada uno de nosotros podamos tener. 

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