viernes, 25 de septiembre de 2020

La Ley de Memoria Democrática, una ley poco democrática

 

               En uno de sus libros, “Un millón de gotas”, el escritor de novela policiaca Víctor del Árbol entremezcla un argumento actual, el de la trata de blancas y la prostitución infantil, con el pasado de algunos de sus protagonistas, un pasado duro, trágico, en las estepas de la Rusia soviética. La tragedia de Nazino, en la que esos personajes lograron salvar sus vidas a costa de perder su propia integridad como personas, existió realmente, a pesar de que no son muchos los que la conocen; probablemente, si los verdugos hubieran sido nazis y no los comunistas de la URSS, esa losa en la historia de la humanidad sería mucho más conocida por el conjunto de la sociedad. Se trata de una tragedia real, una deportación en masa en la que llegaron a perder la vida alrededor de cuatro mil personas, las dos terceras partes de los prisioneros que fueron enviados allí por el Politburó soviético, muchos de ellos, la mayoría, acusados sólo de delitos políticos. Los hechos ocurrieron en 1933, y tuvieron lugar en la isla de Nazino, en la Siberia occidental, a unos ochocientos kilómetros de la ciudad de Tomsk, en la confluencia de los ríos Ob y Nazina. Actualmente es conocida como la isla de la muerte, o la isla de los caníbales, sobrenombres ambos que por sí mismo son suficientemente reveladores de lo que sucedió allí en los años previos a la Segunda Guerra Mundial, durante la dictadura stalinista. Quien desee profundizar más en este doloroso asunto, del que prefieren olvidarse los defensores de la actual Ley de Memoria Histórica, sólo tienen que hacer una rápida búsqueda en internet, pulsando en el buscador la palabra “Nazino”. En pocos segundos, tendrá ante sus ojos la realidad histórica de todos esos crímenes.  Un resumen de poco más de seis minutos de dirección se puede ver en el siguiente video de YouTube: https://www.youtube.com/watch?v=3ab4b8dIM88&feature=youtu.be.

               

           La tragedia de Nazino puede ser comparable con otros crímenes comunistas, como los  del bosque de Katyn, en Polonia, del que ya hemos hablado suficientemente en otra de las entradas de este mismo blog. Y la quiero poner en relación con la nueva Ley de Memoria Democrática, una vuelta de tuerca más del actual gobierno socialista filocomunista a la ya de por sí ideologizada Ley de Memoria Histórica de José Luis Rodríguez Zapatero. Es cierto que todos los españoles tenemos derecho a recuperar la memoria de nuestros abuelos, y también sus cuerpos, en el caso de que aún se encuentren abandonados en las cunetas o en fosas comunes, pero no es necesario para ello redactar una nueva ley que, sin solucionar en realidad el problema de los cadáveres abandonados, ha seguido polarizando a la sociedad española; una sociedad que, por otra parte, tiene hoy en día problemas mucho más acuciantes a los que acudir. Una ley que divide a los españoles en buenos y malos. Una ley que pretende recuperar la memoria republicana, pero olvida que esa república no fue, ni mucho menos, ese reino de Utopía del que hablaban los filósofos ilustrados.

               Por el contrario, la Segunda República española fue un régimen revolucionario y, en muchos momentos, un régimen cercano incluso al totalitarismo, como se demostró cuando los partidos de derecha lograron alcanzar el poder. En 1934, las izquierdas revolucionarias, que eran prácticamente todas las izquierdas del espectro político, incluido también el partido socialista, ese mismo partido que ahora nos pretende dar a todos los españoles sus lecciones de democracia, se pusieron a la cabeza de la llamada “Revolución de Octubre” con el fin de acabar con el régimen legalmente constituido en las urnas. Y una vez aprendida la lección, dos años más tarde, en 1936, no tuvieron problemas en agitar las nuevas elecciones que habían sido convocadas con el fin de recuperar el poder. Sólo hay que leer algunas de las manifestaciones públicas de sus dirigentes para darse uno cuenta de hasta qué punto ello fue así.

               Afirmar que en España también hubo un Nazino sería, desde luego, una exageración; y sin embargo, sí es cierto que en nuestro país también existieron los campos de concentración, o los campos de trabajo, como entonces lo llamaban eufemísticamente. Como el de Albatera, en la provincia de Alicante, que no había sido inaugurado por los vencedores de Franco una vez terminada la guerra, como algunos creen, sino que fue inaugurado algún tiempo antes, en octubre de 1937, por el ministro de justicia del gobierno republicano, el nacionalista vasco Manuel de Irujo. Sobre este lugar, y sobre el resto de los campos de concentración que los republicanos estaban creando entonces en distintos puntos de España, el que en ese momento era director de prisiones, el socialista Vicente Sol, manifestó lo siguiente: “Por decreto de 26 de diciembre de 1936, se crearon los campos de trabajo, que significaron una noble innovación en el régimen penitenciario español, haciendo que el recluso se gane con su esfuerzo lo que cuesta sostener al Estado, y se reivindique por el único sistema que puede tener un hombre para hacerlo, es decir, por medio del trabajo… Dentro de diez o quince días, habrá allí dos o tres mil hombres trabajando.”

               ¿Qué pensaría el lector si alguien pretendiera defender los campos de concentración de la Alemania nazi con estas mismas palabras? Y sin embargo, también de esta forma algunos partidarios del régimen de Hitler hicieron alguna vez algo parecido. Porque estos campos de concentración como el de Albatera estaban pensados para albergar en su interior a los presos que eran condenados por los Tribunales Especiales Populares, que estaban caracterizados por la escasa o nula garantía que presentaban para los procesados, y habían sido creados para juzgar delitos de rebelión, sedición y desafección al régimen, delitos en sí mismos puramente ideológicos, y por lo tanto, escasamente democráticos, en una ya poco democrática Segunda República. Una ley, la de la creación de estos centros, por otra parte, que fue firmada por el propio Manuel Azaña, presidente de la República, y por el socialista Francisco Largo Caballero, como presidente del Consejo de Ministros. Y si bien es cierto que en ese momento ya había estallado la Guerra Civil, y que por ello podía ponerse como escusa la situación bélica en la que en ese momento se encontraba el país, lo cierto es que la persecución contra los partidarios de las derechas y contra los supuestos “enemigos del régimen”, una categoría en la que podía entrar, y de hecho entraba, cualquier persona que no fuera un abierto defensor de los partidos de izquierda, había empezado ya desde mucho tiempo antes.

               En la sociedad actual está permitido criticar al régimen nazi, y eso es lógico y bueno; pero no está permitido criticar al régimen comunista, causante a lo largo de la historia de tantos crímenes como el nazismo, y eso no está tan bien. No se trata, en realidad, de poner más muertos en la balanza, pues los dos son regímenes totalitarios, y cuentan con millones de muertos a sus espaldas. Stalin no fue un verso suelto, un apéndice trágico y cruel, pero único, del comunismo, y sólo hace falta hacer un repaso rápido por la historia del siglo XX para comprobarlo. Sólo durante los primeros meses de la revolución soviética fueron ejecutadas más personas en el país de los zares que durante los dos o tres siglos anteriores. En China, la revolución cultural de Mao Zedong, no tan cultural como oficialmente se pretendió, llevó al presidio o la muerte a varios millones de personas, llevando a cabo también algunas masacres tan dolorosas y cruentas como las de Katyn y Nazino (masacre de Guangxi, incidente de Mongolia interior,…) En Camboya, los Jemeres Rojos de Pol Pot protagonizaron uno de los más cruentos genocidios en el continente asiático, con una cifra de muertos que oscila, según las fuentes, entre un millón y medio y tres millones de personas. Y en el continente americano, en países como Cuba o Nicaragua, los regímenes comunistas de Castro o de Ortega también han protagonizado en los últimos cincuenta o sesenta años la muerte o la huida del país de millones de opositores al régimen.

               También en España, en los años previos al estallido de la Guerra Civil y durante todo el conflicto bélico, también fueron muchos los ejecutados, directamente por el gobierno republicano en muchos casos, o por los mili8cianos anarquistas, comunistas y socialistas en otras ocasiones. Y todo aquello se hizo en connivencia con el gobierno soviético, porque en España, Alexander Orlov, ya incluso desde antes de la Guerra Civil se había convertido en los ojos y los oídos del propio Stalin, y gracias a él, no se movía una hoja de un árbol en el gobierno de la república sin que el partido de Moscú no lo supiera.

Todos estos sucesos son, es verdad, producto del pasado, aunque de un pasado muy cercano, tan cercano como los que se pretende juzgar con la nueva Ley de Memoria Democrática; algunos de ellos incluso más que los que sucedieron en España, y que se pretenden todavía juzgar por la nueva ley. Pero incluso en pleno siglo XXI, el propio Nicolás Maduro, heredero de Hugo Chávez en el régimen comunista venezolano, tan admirado por los dirigentes neocomunistas españoles como Pablo Iglesias, Pablo Echenique o Íñigo Errejón, ha sido acusado por la Organización de Naciones Unidad de crímen de lesa humanidad. La acusación es muy reciente, tan reciente como que está fechada en este mismo mes de septiembre. Entre otros asuntos, el informe correspondiente, realizado por un equipo que estaba dirigido por la abogada portuguesa Marta Valiñas, presidente de la Misión Internacional Independiente de Investigación sobre la República Bolivariana de Venezuela, informó de más de cuatrocientas ejecuciones extrajudiciales constatadas, así como de multitud de desapariciones forzadas, detenciones arbitrarias, con empleo de tortura, y tratos crueles ,realizados a los “enemigos del régimen” desde el año 2014 hasta la actualidad.

Y mientras tanto, ¿qué pasa con la gran cantidad de crímenes de la banda terrorista ETA que hoy en día siguen sin resolver? Para solucionar el problema se creó una fiscalía especial, que sin embargo  todavía no ha resuelto ni siquiera un solo caso ¿Inoperancia de dicha fiscalía, u órdenes desde el propio gobierno socialista? Pero lo peor de la nueva ley que se pretende aprobar no es eso; no es el dividir a la sociedad en buenos y malos dependiendo del polo, positivo o negativo, o del lado del espectro de la sociedad a la que cada uno pertenezca. Lo peor es que se crea, además, un nuevo espacio para la censura, al querer dar al gobierno las prerrogativas de poder decidir en todo momento lo que puede o no puede ser publicado, al poder vincularse ello con un posible delito de apología del fascismo. De esta manera, se coarta la labor de los periodistas y de los historiadores, que ya no podrán recuperar esa parte del pasado que pudiera ser crítica con el pensamiento único comunista. Muchos expertos en derecho constitucional han manifestado su oposición a la nueva ley, que consideran anticonstitucional. Po ello, hay que afirmar con Roberto Blanco, catedrático de la materia en la Universidad de Santiago de Compostela, que “el gobierno no está para reescribir libros de historia; eso corresponde a los historiadores.”

Finalmente, hay que destacar que la ley, además, es una crítica abierta a nuestra transición democrática, una transición que, por otra parte, ha sido puesta como ejemplo para otros procesos políticos similares en muchas partes del mundo. Hace sólo unos días, Juan Eslava Galán, en un artículo publicado en ABC, es muy clarificador de lo que la ley pretende, y respecto a su papel como crítica de la transición, dice lo siguiente: ”La Ley de la Memoria Democrática con la que ahora nos obsequian pretende ampliar el objetivo para que la Ley de Memoria Histórica zapateril no se limite a la Guerra Civil y la dictadura, sino que «ponga en valor la historia democrática del país». Bajo la nueva ocurrencia se intenta anular la concordia a la que fuerzas de izquierda y derecha llegaron en 1978 y refundar nuestra democracia sobre nuevas bases, a saber: que aquello no está olvidado y que la derecha actual sigue arrastrando, como Caín, el estigma de su fratricidio esa mancha indeleble heredada del franquismo.”[1]



[1] El artículo fue publicado el 23 de septiembre de2020 en la Tercera de ABC. Para acceder a su lectura completa, puede pinchar en el siguiente enlace: https://www.abc.es/opinion/abci-juan-eslava-galan-conejos-y-conejas-iriarte-202009222254_noticia.html.

 

viernes, 18 de septiembre de 2020

Contrebia Cárbica: una ciudad celtíbera bajo la tierra manchega

 

               Junto a la autovía entre Madrid y Valencia, en sentido hacia esta ciudad mediterránea, en su salida hacia la localidad de El Hito, se encuentra Villas Viejas, un despoblado que, a pesar de la distancia existente entre un punto y otro, pertenece aún al ayuntamiento de Huete. Junto al viejo despoblado, apenas un grupo de casas semiderruidas y una pequeña iglesia recientemente restaurada, se halla un extenso campo de cultivo que todavía en la actualidad mantiene oculto bajo la superficie los secretos de su trágica historia, una historia de batallas y de sangre derramada. A menudo, cuando la reja de los arados modernos surca sus tierras aterronadas, abriendo la superficie, decenas de fragmentos de barro cocido o de metal, terra sigillata, fusayolas de piedra, incluso monedas de plata y de bronce y en ocasiones, pocas, también de oro, salen a su superficie, reclamando el interés de los arqueólogos; interés que pocas veces ellos le muestran, más allá de algún que otro ensayo en las publicaciones especializadas. Hay quien ha pretendido identificar este conjunto de ruinas aún no excavadas con la ciudad de Althea, la capital de los olcades, que fuera destruida por Aníbal en el siglo III a.C., en los años previos a su aventura por Italia. Sin embargo, la mayor parte de los expertos, con Enrique Gozalbes a la cabeza, y probablemente con un mayor acierto, la identifican con la vieja Contrebia Cárbica, una ciudad importante del centro de la meseta, entre las tierras que habían sido de los propios olcades y las de los carpetanos, que llegó incluso a acuñar moneda en los años anteriores a la dominación romana.

            



   Tres fueron las ciudades romanas que compartieron este nombre: Contrebia Leucade, la “ciudad blanca”, en tierras de los pelendones o de los arévacos, que hoy vuelve a brillar en el término municipal de Aguilar del Río Alhama, en La Rioja; Contrebia Belaisca, en tierras de los titos, que ocuparon parte de las actuales provincias de Zaragoza y Teruel, y que actualmente está localizada  muy cerca de Bortorrita, en la primera de las dos provincias citadas; y esta Contrebia Cárbica, de los carpetanos. Las tres fueron citadas por los autores clásicos de manera indistinta, muchas veces sin clarificar a cuál de esas tres ciudades se están refiriendo, de manera que algunas veces, los historiadores tienen verdaderas dificultades en atribuir la información proporcionada por ellos a una o a otra. Así Tito Livio, que al escribir sobre la conquista del territorio por las legiones romanas, dice lo siguiente:

               “Después de trasladar los heridos a Ebura, atravesó la Carpetania y condujo las legiones a Contrebia. Asoló esta ciudad, que pidió socorro a los celtíberos; pero no lo recibió a tiempo, no porque los celtíberos se demoraran sino porque al ponerse en marcha encontraron los caminos impracticables y los ríos crecidos por las constantes lluvias. Perdida la esperanza, la ciudad se rindió. Obligado por el mal tiempo también Flacco alojó sus tropas en el interior de la ciudad. En el momento en el que pararon las lluvias y pudieron vadear los ríos, los celtíberos, que ignoraban la rendición, llegaron a Contrebia. No observando ningún ejército frente a las murallas, creyeron que los romanos se habían establecido al lado opuesto o habían levantado el asedio, por lo que se acercaron de forma dispersa y desordenada a la ciudad.

               Los romanos aprovecharon el descuido y realizaron de forma brusca una salida por dos puertas, atacándolos y derrotándolos. No obstante, la misma confusión que evitó a los celtíberos el defenderse y luchar, también facilitó su huida. Al encontrarse diseminados pudieron expandirse por toda la llanura, y los romanos no pudieron encontrarlos en masa compacta. Sin embargo, murieron hasta doce mil, y cinco mil fueron hechos prisioneros, además de haberse apoderado de cuatrocientos caballos y de sesenta y dos enseñas militares. Los que de forma dispersa huían hacia sus casas encontraron un segundo ejército de celtíberos, a los que informaron de la rendición de Contrebia y de su propia derrota. Inmediatamente todos se diseminaron por los caseríos y los castillos. Flacco salió de Contrebia y condujo las legiones a través de Celtiberia, talando a su paso los sembrados, y se apoderó de muchos castillos, hasta que la mayor parte de los celtíberos se rindieron.”

               ¿A cuál de las tres ciudades de este nombre se está refiriendo el historiador romano? La cita ha sido origen de una cierta polémica entre los especialistas, y sin embargo, parece claro que se está refiriendo a la Contrebia de los carpetanos, Contrebia Cárbica. Así lo defiende Enrique Gozalbes, tal y como podemos recoger en la cita siguiente, extraída de su libro “Caput Celtiberiae: las tierras de Cuenca en las fuentes clásicas”, que fue publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha: “Acto seguido Fluvio Flaco atravesó la Carpetania y marchó contra la ciudad de Contrebia. Debemos destacar en este análisis que la ciudad de Contrebia aparece claramente en el texto como carpetana. En la descripción de los acontecimientos no se indica que las tropas romanas llegaran a una nueva región, la Celtiberia. Por el contrario, en el texto se afirma que las tropas romanas atravesaron la Carpetania para marchar contra Contrebia, como parece claro en las propias palabras de Livio; per Carpetaniam al Contrebiam. Este dato parece precioso; se deduce que Contrebia se hallaba en el límite de la Carpetania pero dentro de la misma. Y en el sentido romano, atravesar la Carpetania parece indicar que se remontó las riberas del Tajo, aguas arriba en dirección a las tierras de Cuenca.”

               Los hechos narrados acaecieron en el año 181 a. C., en el seno de las campañas romanas contra las diversas tribus celtíberas con el fin de conquistar la península Ibérica, campaña que estaba dirigida por el pretor Fulvio Flaco. Un siglo más tarde, en el año 77 a.C., en el marco de la guerra civil entre Sertorio y Metelo, epítome en tierras hispanas de las luchas intestinas que en todo el imperio, y sobre todo en la capital, Roma, mantuvo el tío de éste, Cayo Mario, con Lucio Cornelio Sila, las piedras de Contrebia volverían a ser escenario de otra batalla importante. Es otra vez Tito Livio quien nos cuenta los detalles:

               “Pero a la noche siguiente, bajo la dirección de él mismo, se levantó otra torre en el mismo lugar, lo cual fue un espanto para los enemigos, cuando la divisaron a la luz del alba. Al mismo tiempo la torre de la ciudad, que era su principal defensa, rotos sus fundamentos, se derrumbó en grandes hendiduras y empezó a arder por efecto de haces de leña encendida que se le echaron; aterrorizados los contrebienses por el estrépito del derrumbamiento y el incendio, huyeron de la muralla y la multitud entera empezó a pedir a grandes voces que se entregara la ciudad.

               El mismo valor que había contestado a la provocación hizo más benévolo al vendedor. Recibidos los rehenes, exigió una suma módica de dinero y les tomó todas las armas; ordenó que les entregasen vivos a los tránsfugas íberos, y a los fugitivos cuyo número era mucho mayor, y mandó que ellos mismos les matasen; los degollaron y los echaron muralla abajo. Tomada así Contrebia con gran pérdida de hombres, a los cuarenta y cuatro días de asedio, dejó allí con una fuerte guarnición a Lucio Insteyo, y por su parte llevó a sus tropas hasta el Ebro.”



               Y de nuevo el profesor Gozalbes Cravioto no duda en identificar a la ciudad atacada y destruida por Sertorio con la Contrebia conquense. Quinto Sertorio había sido un destacado político y militar romano que se había destacado en la guerra de Yugurta y el la guerra cimbria,  y en el año 97 había sido tribuno militar en Hispania, a las órdenes de Tito Didio. En ese periodo llegó incluso a ser condecorado con una corona gramínea, la más alta condecoración que podían obtener los militares romanos en los tiempos de la república. De regreso en la capital del imperio en los años siguientes, siguió ocupando en la ciudad del Tíber importantes magistraturas, pero caído en desgracia cuando Sila fue nombrado dictador, se decidió a regresar a Hispania, donde aún mantenía importantes apoyos, y hasta donde el propio Sila envío a Cayo Valerio Flaco, primero, y más tarde a Quinto Cecilio Metelo, con el fin de acabar con el levantamiento. Éste es el marco en el que se desarrolla el asedio y la toma de la ciudad de Contrebia por las tropas de Sertorio.

               Desde luego, el yacimiento de Villas Viejas, llamado también Fosos de Bayona, se corresponde con una ciudad de gran importancia y extensión, a pesar de que todavía no se ha realizado en ella ninguna excavación sistemática con el fin de sacar a la luz las estructuras que todavía se esconden debajo de la tierra. La abundancia de materiales que continuamente siguen saliendo a la luz de manera casual, y la amplitud del espacio, alrededor de unas cuarenta hectáreas, rodeadas por lo que a todas luces parece ser a simple vista una muralla de varios kilómetros de longitud, así nos lo demuestra. En algunas zonas, las murallas separan a la ciudad de un amplio foso, que da al yacimiento ese otro nombre con el que también se le conoce, y en algunas zonas se puede ver incluso una segunda línea de murallas. Son apreciables también los lugares en los que se encontraban quizá las puertas de entrada a la ciudad carpetana. Y por otra parte, la cercanía de este yacimiento con la ciudad romana de Segóbriga, apenas a cinco kilómetros de ella, también incide en esa posible, casi segura, localización de Contrebia en este punto. Recordamos, en este sentido, la cita de otro autor clásico, en este caso Estrabón: “Son también ciudades de los celtíberos Segóbriga y Bílbilis, cerca de las cuales combatieron Metelo y Sertorio.” Y es que fue probablemente la caída definitiva de Contrebia lo que permitió el crecimiento como ciudad de la cercana Segóbriga. Dice una vez más, en este sentido, el profesor Gozalbes:

               “A mi juicio el episodio en cuestión está referido a la urbe de Contrebia Cárbica, la que sirvió de precedente a Segóbriga. Por tanto, y con mucha verosimilitud, se trató de la conquista de la ciudad existente en Fosos de Bayona, que ya un siglo antes había sufrido el asedio romano. Fosos de Bayona, a unos escasos cinco kms. de Segóbriga, es la identificación más aceptable de la antigua Contrebia Cárbica, aunque hay autores que consideran no conocer su situación, e incluso ha habido quien ha propuesto algún otro lugar de la zona conquense. De hecho, los investigadores han tratado de insertar la ciudad de Segóbriga en las campañas del conflicto sertoriano, encontrando el silencio de las fuentes históricas. Este hecho se explicaría porque Segóbriga no aparece todavía reflejada como entidad urbana independiente, dado que su lugar (a escasos 5 kms. de ella) lo ocupaba Contrebia Cárbica.”

               En efecto, los excavadores de Segóbriga no han encontrado en la ciudad restos importantes de etapas prerromanas, no desde luego anteriores a ese siglo I en el que se desarrollan las guerras sertorianas, y hasta la numismática todavía pone en duda la identificación de la ceca que, con caracteres ibéricos, se nombra Sekobirices, con la posterior ceca romana de Segóbriga, que presenta, ésta sí, las efigies de los primeros emperadores. En efecto, los restos descubiertos en Cabeza de Griego, se corresponden ya de manera casi íntegra con esa etapa altoimperial. En este periodo se construyeron el teatro, el anfiteatro y algunas de las termas sacadas a la luz. Después ya en el siglo III, quizá en tiempos de Diocleciano, empezó la construcción del circo, aunque éste fue abandonado incluso antes de que hubiera acabado de ser construido. Eran ya tiempos de crisis, aunque los arqueólogos han podido constatar que todavía en esa época se seguían realizando algunas obras de mejora tanto en el teatro como en el anfiteatro. Sin embargo, ya en el siglo siguiente la nueva religión, el cristianismo, había llevado hasta el último rincón del imperio las nuevas costumbres entre los romanos, y entre ellas no estaban, desde luego, los juegos de gladiadores y las carreras de carros. Para entonces, tanto el teatro como el anfiteatro se fueron poblando de nuevas construcciones, casas humildes y cercas para el ganado.



               ¿Qué fue lo que posibilitó el crecimiento de la nueva ciudad a partir del siglo I a.C.? Desde luego, la existencia en sus cercanías de importantes y numerosas minas de yeso cristalizado, el famoso lapis specularis que desde el centro de la península era exportado a todas las regiones del imperio, donde era utilizado como lujoso material de construcción. En efecto, la ciudad fue creciendo alrededor de la riqueza que proporcionaban las minas cercanas, cuyo material era empleado en la confección de ventanas en las villas y otros edificios de todo el imperio: la cueva de Sanabrio, en Huete; de la Mora Encantada, en Torrejoncillo del Rey; el Pozolacueva, en Torralba; la Condenada y la Vidriosa, en Osa de la Vega,… Recientemente ha salido a la luz en el Cerro de la Muela, en el término municipal de Carrascosa del Campo, no lejos de la propia ciudad de Segóbriga y también de algunas de esas minas citadas, un curioso edificio de más de noventa metros de longitud, que estaba conformado por dos o tres plantas de altura, y en cuyas esquinas se alzaban torres de mayor elevación todavía; y a su alrededor, además, han aparecido también restos de un poblado de unas quince hectáreas de extensión. El edificio, que había sido excavado en parte hace ya cincuenta años por los arqueólogos de la universidad canadiense de Guelph, ha sido estudiado recientemente por los arqueólogos Dionisio Urbina y Catalina Urquijo, de la Universidad Complutense de Madrid, para quienes se trataba de un gigantesco almacén en el que se guardaba el lapis specularis, dispuesto ya para su exportación a todos los rincones del imperio. Y sin duda, el poblado, que todavía no ha sido excavado, sería el lugar en el que vivirían una parte de los trabajadores de esas minas, esclavos probablemente. Construido en tiempos del emperador Augusto, fue abandonado según los estudiosos a lo largo de la centuria siguiente, y en las excavaciones se han encontrado, incluso, las huellas dejadas por el paso de los carros cargados de material, desde las minas cercanas hasta el propio almacén.

               Por otra parte, fue probablemente en aquel siglo IV, cuando se estaban abandonando ya los hermosos edificios de Segóbriga destinados a los diferentes espectáculos, el teatro y el anfiteatro, cuando probablemente surgió, no lejos de allí, junto a la aldea actual de Noheda, en el término de Villar del Domingo García, la espectacular villa que en los últimos años está siendo excavada por Miguel Ángel Valero. Una lujosa villa, sin duda, cuyos mosaicos son ya la admiración de los especialistas y de los aficionados a la arqueología. No conocemos nada del dueño de aquella villa, más allá de que debía ser alguien muy importante, a juzgar por los restos que están siendo rescatados por las piquetas de los arqueólogos; eso, y que sus creencias religiosas debían estar asentadas todavía en el antiguo paganismo, pues no ha sido aún recuperado ningún objeto que pudiera ser atribuido a una posible afección cristiana de los habitantes de la villa. Y es que a pesar de la rápida irrupción del cristianismo a lo largo y a lo ancho del imperio, sobre todo a partir del Edicto de Milán, decretado por Constantino en el año 313, por el que la nueva religión era tolerada al fin, todavía quedaba algún tiempo para que el emperador Teodosio, de origen español como sabemos, la decretara en el año 380 como religión oficial del imperio.

               ¿Sería quizá el dueño de la villa uno de aquellos patricios ennoblecidos de Segóbriga con el comercio del lapis? La situación de la villa, muy cerca de algunas de esas minas y también del propio almacén del Cerro de la Muela, y no demasiado lejos tampoco de la propia Segóbriga, quizá pueda indicarlo de este modo. Desde luego, en la villa se han encontrado mármoles procedentes de canteras situadas en muchos lugares diferentes, desde la propia Hispania hasta varias ciudades del Egeo, o incluso cerca del Mar Negro, lo que demuestra ciertas influencias exteriores que pudieran estar relacionadas con el comercio y la exportación. Por otra parte, se ha exagerado mucho por parte de los historiadores el abandono de las ciudades en el Bajo Imperio, que fueron sustituidas muchas veces por este tipo de villas semiurbanas. En el caso de Segóbriga, sin embargo, la ciudad no desapareció completamente hasta mucho tiempo después, durante la invasión de los musulmanes. Así lo demuestran algunos de los restos descubiertos, como varias necrópolis tardorromanas, e incluso visigodas, y la propia basílica cristiana, que fue recuperada por los arqueólogos hace ya mucho tiempo, a los pies del cerro en el que se asienta el yacimiento. Y así lo demuestra también la elevación a sede episcopal en tiempos de los visigodos, cuyos obispos, tal y como demuestran las actas correspondientes, asistieron a los diferentes sínodos diocesanos que se celebraron en Toledo durante el siglo VII.



viernes, 11 de septiembre de 2020

“Visigodos”, de José Javier Esparza; una historia de España antes de España

 

               ¿Eran los visigodos ya españoles, tan españoles como lo puede ser hoy en día cualquier otra persona que, en pleno siglo XXI, haya nacido en cualquier punto de la península Ibérica? La pregunta puede resultar capciosa, desde luego, pues intentar darle respuesta no deja de ser, al mismo tiempo, intervenir en una de las polémicas más sugerentes con las que se puede encontrar cualquier historiador actual, más allá de su posible adscripción al más puro nacionalismo. ¿Fue Carlomagno tan francés como lo sería más tarde Charles de Gaulle o Philipe Petain? ¿Fue Zenobia, la princesa de Palmira, una princesa siria, o fue tan griega como Cleopatra, la reina de Egipto, o Safo, la poetisa de Lesbos? ¿Dónde reside, a fin de cuentas, la verdad de una nacionalidad, más allá de un número en un carné de identidad, que en realidad no sirve de nada cuando hablamos de una verdad histórica? ¿Qué tiene que ver, en realidad, la historia con cualquier nacionalismo político?

               Intentar responder a todas estas preguntas sería como intentar dar solución a una de las polémicas más sugerentes de cualquier estudio histórico. No decimos nada nuevo cuando afirmamos que los estados modernos, al menos tal y como hoy los entendemos, nacieron a partir del siglo XVI, y sin embargo, también es verdad que, en cierto sentido, algunas de esas naciones tienen una historia, o una prehistoria, que se puede extender hasta los antiguos reinos medievales. Francia puede entenderse ya como nación cuando sus viejos territorios medievales terminaron de unificarse alrededor de la corte de París, allá por los años finales de la Edad Media, y sin embargo, nadie puede negarlo, también había empezado a ser Francia mucho tiempo antes, durante las dinastías merovingia y carolingia, antes de la crisis que supuso para el país vecino la partición del territorio en pequeños estados feudales. ¿Acaso duda alguien del pleno dominio de Carlomagno sobre todo el territorio francés? ¿Acaso duda alguien, nacionalista o no, de Carlomagno como verdadero héroe de Francia en un mundo en descomposición? Los visigodos, como los francos, forman parte también de la historia nacional de su país, en este caso España, en aquellos siglos de crisis y de luchas intestinas.

               Así lo afirma Esparza en su historia de los visigodos, que ahora comentamos. Los visogodos llegaron a la península Ibérica a principios del siglo XVI, y sin embargo, su historia como pueblo arranca desde mucho tiempo antes, desde el siglo I, cuando sus antepasados salieron desde otra península, la de Escandinavia, huyendo de una climatología que, aún siendo favorable para la habitabilidad del territorio, provocó una superpoblación que, finalmente, sería el germen de un nuevo proceso de hambrunas y de crisis; porque la superpoblación también provoca hambre, cuando el territorio no es capaz de producir alimento suficiente para todos. En efecto, los historiadores han podido probar que precisamente en aquellos momentos, todo el norte de Europa, y también las regiones que hoy constituyen los países de Suecia y de Noruega, de Dinamarca e incluso de Finlandia, llegaron a alcanzar temperaturas muy elevadas, similares a las que hoy se pueden encontrar normalmente en el sur del continente. Este hecho, tal y como se ha dicho, provocó un inusitado periodo de abundancia que provocó la superpoblación, y, como consecuencia de ello, y aunque parece un contrasentido, también el hambre. Lo cuenta Esparza:

               “Siglo I d. C. La península de Escandinavia se ha convertido en algo parecido a una centrifugadora de pueblos. La gente se va de allí. No por el frío o el hambre, sino más bien por todo lo contrario. Europa conoce un periodo excepcionalmente cálido. Tan cálido que, según nos cuentan las fuentes antiguas, el cultivo de la vid se había extendido por las tierras que hoy conocemos como Inglaterra y Alemania, y en la Britania romana producían vino en abundancia, tanto que no era preciso importarlo. En geografía, la línea de cultivo de la vid y del olivo separa convencionalmente las tierras cálidas de las frías. Podemos imaginar pues como sería de benigno el clima cuando estas líneas estaban tan al norte. Ahora bien, la bonanza significa también superpoblación, porque la gente tiene más posibilidades de supervivencia… El hambre, el frío y la enfermedad han sido siempre inclementes reguladores demográficos. Pero si el frío remite, si el hambre se reduce y, en consecuencia, la enfermedad mengua, entonces la población se multiplica. Para llenar tantas bocas falta mucha tierra y métodos de cultivo avanzados. Y si no hay ni una cosa ni otra, ¿qué opción queda? Es preciso que algunos marchen. Así muchos salieron de una Escandinavia que parecía vivir en perpetua primavera.”

              


Desde entonces, el devenir del pueblo visigodo fue una especie de peregrinación, de norte a sur y de este a oeste, hasta su llegada definitiva a las tierras que hoy son España y Portugal, hasta su conversión, en tiempos quizá de Leovigildo y de Isidoro de Sevilla, en españoles. De Escandinavia a Polonia; de Polonia a las tierras que rodean el Mar Negro, entre las desembocaduras de los ríos Dnieper y Niester; y desde allí, atravesando el limes romano entre el Danubio y los Balcanes, hasta la vecina Francia, donde establecieron ya su primer reino importante, el de Tolosa. Fueron precisamente los francos los que los expulsaron de allí, después de su victoria en la batalla de Vouille, obligándoles a cruzar definitivamente los Pirineos y a establecer en Toledo la nueva capital de su reino; y algunas décadas más tarde terminarían por convertirse, por fin, en los primeros españoles, fundiéndose para ello con los hispanorromanos, que aún habitaban también el conjunto del territorio, una vez que, a partir de Leovigildo, se hubiera susumado, al albur de la unificación política y religiosa, la unificación social y cultural de la península. Recogemos de nuevo las palabras de José Javier Esparza:

               “Si Leovigildo hubiera vivido en la edad contemporánea, sus campañas habrías sido definidas probablemente en los libros como guerras de unificación. A eso dedicó su vida el rey godo, y prácticamente no descansó ni un minuto. Hay que recordar como estaba el mapa cuando Leovigildo llega al trono. Al ancho espacio sudoriental dominado por Bizancio, y que ya hemos visto como cayó, hay que sumar el Reino suevo en el noroeste, que abarcaba aproximadamente la Galicia actual, la mitad oriental de Asturias, las provincias de León y Zamora y lo que hoy es Portugal desde el Miño hasta el Tajo. Y además, existían en Hispania varios enclaves que vivían en un estatuto de semi-independencia: Sabaria, entre las actuales Zamora, Salamanca y Valladolid; Orospeda, entre las sierras del Segura y Cazorla; la ciudad de Amaya, en torno a la cual se había construido una región autónoma de etnia probablemente cántabra; los montes de los Araucones o Aregenses, en las montañas de Orense, con su caudillo Aspidius. ¿Qué eran todos esos enclaves? De alguna manera, mundos que habían permanecido al margen del mundo: tribus autóctonas protegidas por una orografía singular, restos del viejo orden señorial romano, comunidades que se habían organizado a su propio aire… Mundos, en todo caso, que no cabían ya en el mundo nuevo que soñaba Leovigildo.”

               Es cierto que no fue Leovigildo el que verdaderamente consiguió la unificación religiosa, sino su hijo, Recaredo; y es cierto, también, que fue precisamente esa unificación religiosa alrededor del catolicismo lo que permitió la definitiva conversión de los visigodos en verdaderos españoles. Para ello, las élites arrianas tuvieron que llevar a cabo una acción de generosidad, convirtiéndose en masa al catolicismo, la religión a la que pertenecía el grueso de la población, de origen hispanorromano. Hasta entonces, la rivalidad entre los propios visigodos que formaban la élite de la sociedad, de adscripción arriana, y los hispanorromanos, que todavía formaban parte importante de la población en el conjunto del reino, no había permitido un verdadero sentido nacional. Y fue Isidoro, el obispo de Sevilla, quien realmente llevó a cabo, en algunos de sus escritos, esa identificación definitiva entre el reino visigodo y el propio territorio. Lo dice, una vez más, Javier Esparza:

               “Isidoro es un perfecto ejemplo de hasta qué punto la monarquía visigoda había llegado a identificarse con España. Al contrario que cronistas anteriores, él no cuenta la historia de la España goda como subordinada de la historia imperial. Al revés, es el primero en identificar la monarquía visigoda con ese espacio físico concreto que es la totalidad de la península Ibérica. Isidoro fue uno de los primeros en darse cuenta de que esta España ya no era la Hispania romana, sino que había nacido algo distinto, una entidad política singular e independiente. Algo a lo que él se propuso contribuir reuniendo el gran legado cultural de Roma y dando forma doctrinal a la monarquía visigoda, con la Iglesia como poder moderador y los concilios como cortes que debían aprobar la legislación del reino, como acabamos de ver. En su Historia de los godos hay un fragmento que es un auténtico himno a España.”

               Ese himno a España, ese fragmento de la historia de Isidoro, es bastante conocido, y sin embargo, no nos resistimos a transcribirlo también, para que el lector de este blog pueda darse cuenta real de su significado: “De todas las tierras existentes desde el Occidente hasta la India tú eres, España, piadosa y madre siempre feliz de príncipes y de pueblos, la más hermosa. Con razón tú eres ahora la reina de todas las provincias. De ti no sólo el ocaso, sino también el Oriente, reciben su fulgor. Tú eres el honor y el ornamento del orbe, la más célebre porción de la tierra, en la que se regocija ampliamente y profusamente florece la gloriosa fecundidad de la estirpe goda. Con razón la naturaliza te enriqueció y te fue más benigna con la fecundidad de todas las cosas creadas… Produces todo lo fecundo que dan los campos, todo lo precioso que dan las minas, todo lo hermoso y útil que dan los seres vivientes, y no eres menos por los ríos, que ennoblece la esclarecida fama de tus vistosos rebaños… Y además, eres rica en hijos, en gemas y en púrpura, a la par que fértil en gobernantes y genios de imperios, y eres tan opulenta en realzar príncipes como dichosa en engendrarlos. Con razón por tanto la dorada Roma, cabeza de pueblos, te ambicionó tiempo atrás, y aunque el mismo poder romúleo te poseyó primero como vencedor, luego, sin embargo, el linaje floreciente de los godos, tras numerosas victorias en todo el orbe, te arrebató con afán, y te amó, y goza de ti hasta ahora entre regias ínfulas y enormes riquezas segura en la dicha del imperio.”

               La invasión de los musulmanes en el año 711 no supuso en realidad un punto y final en esa primera historia de España, sino sólo un punto y aparte. Así, la posterior historia de nuestro país como un puñado de reinos independientes entre sí, hasta la definitiva unificación de todos ellos en torno a la nueva dinastía Habsburgo, no puede entenderse sin ese pasado visigodo, como no puede entenderse tampoco la historia de Francia sin ese periodo anterior que se corresponde con el reinado de los francos. Así lo recoge, una vez más, el autor del libro que estamos comentando: “Y dice la historia, ya no sólo la tradición, que un bisnieto de Pelayo llamado Alfonso II llegó al trono de Asturias en 791, y restauró todo el orden gótico en palacio, tomándose a sí mismo por continuador de los reyes godos y a su reino por heredero directo del trono de Toledo. Y añade la historia, ya no la tradición, que Alfonso III de Asturias, casi dos siglos después de Guadalete, se puso a escribir la crónica de su Reino y lo emparentó directamente con la época de Wamba, que es el punto donde dejó el relato Isidoro de Sevilla. Y desde entonces los reinos cristianos de España (León, Navarra, Aragón, después Castilla) buscarán la herencia de la Hispania perdida en 711 y el linaje de la corona de Toledo. Y ahora, siglo XXI, entre automóviles y turistas, las estatuas imaginarias de los reyes visigodos adornan, junto a otros monarcas españoles, los jardines de la plaza de Oriente de Madrid. El Reino de Toledo desapareció para siempre, pero sus códigos, convertidos en Fuero Juzgo, sobrevivieron hasta el siglo XIX, el concepto estético visigodo es perceptible en los grandes monumentos del prerrománico asturiano, el modelo municipal de nuestro medievo fue más godo que romano, la religiosidad isidoriana se prolongó mal que bien en la liturgia y en el mundo monástico y, mucho más a ras de tierra, la huella germánica sobrevive en apellidos tan comunes como Rodríguez, Ramírez, Ruiz, Gutiérrez, Guzmán, Álvarez o Fernández.”


               Y a continuación, el autor termina afirmando lo siguiente: “Los visigodos no murieron como la energía, se transformaron. Se transformaron en lo que nosotros somos hoy. De algún modo, el fuego de la derrota terminó de fundir su silueta en el suelo común hispano, ese suelo donde ya había iberos y celtas y romanos, y por eso en nuestro zurrón histórico colectivo hay un poco de la ira de Chindasvinto, de la grandeza de Leovigildo, de la sabiduría de Sisebuto y, ay, también de la historia conspiradora de Witerico o del guerracivilismo de los oligarcas de la corte toledana. Ellos no eran nosotros, pero nosotros sí somos un poco de ellos”. Y termina diciendo: “Ahora lo que nos queda es pasear entre las ruinas de Recópolis, aspirar hondo y percibir la fuerza un tanto desesperada de aquel Alarico que abandonaba Roma buscando una patria para su pueblo. Resulta que al final los visigodos la encontraron. Esa patria es la nuestra.”

sábado, 5 de septiembre de 2020

La provincia de Cuenca entre la tardorromanidad y el reino visigodo

 

Una de las etapas más desconocidas de la historia de España, pero sobre todo de la historia de la provincia de Cuenca -que en los últimos años se han logrado importantes progresos en lo que al conocimiento de la historia patria se refiere-, es ese periodo que está comprendido entre los últimos siglos del imperio romano, cuando la crisis de éste termina de provocar el consabido colapso de la civilización hasta entonces existente, convirtiéndose el imperio en un conjunto de reinos “bárbaros”, y la llegada a la península Ibérica de esos nuevos bárbaros, los musulmanes. Porque bárbaro en el latín antiguo era sinónimo de extranjero, y si los visigodos eran eso, extranjeros para los hispanorromanos, los musulmanes que llegaron desde el otro lado del Estrecho de Gibraltar, muy pocos desde Arabia y algunos más desde el norte de África, con el fin de echar de sus tierras a los propios visigodos, ya para entonces plenamente hispanizados, pero también a los hispanorromanos que aún quedaban en la península en las primeras décadas del siglo VIII. Porque unos y otros eran ya españoles, como demuestran figuras tan interesantes para nuestra historia común como San Isidoro de Sevilla y el rey Leovigildo, el héroe de la primera unificación española.

Y es que las fuentes documentales de la época son escasas, más allá de los escritos del propio Isidoro o de Juan Biclaro; fuentes que, por otra parte, poco o nada nos hablan del territorio conquense en este periodo de la historia. Fuente fue considerada en su tiempo la “Hitación de Wamba”, en la que se basaron más tarde, conforme fue avanzando la reconquista, los nuevos obispados que fueron naciendo en las tierras que se iban reincorporando a los reinos cristianos. Esos nuevos obispados se basaban en las antiguas diócesis visigodas para establecer sus límites, lo que frecuentemente fue foco de conflictos entre ellos, porque además, hoy se sabe, la “Hitación de Wamba” fue en realidad una falsificación muy posterior a la época en la que se suponía que había sido escrita, de manera que lo que hoy se conoce de esos obispados visigodos es escaso, más allá de una sucesión de nombres de prelados, nombres que proporcionan las actas de los diferentes concilios toledanos. Ese es el caso también de los tres obispados conquenses, Valeria, Ercávica y Segóbriga, en cuyos episcopologios, como sucede también con el resto de los obispados de la época, se combinan los nombres germánicos con los de otros obispos que debieron pertenecer al grupo de hispanorromanos.

Y donde faltan las fuentes documentales deben aparecen las fuentes arqueológicas. En efecto, quizá la arqueología sea hoy en día la principal fuente de conocimiento para la historia antigua, aunque durante mucho tiempo ésta, la arqueología, demasiado impactada quizá por los más espectaculares yacimientos de época romana, con sus grandes teatros y anfiteatros, con sus hermosos templos clásicos y la monumentalidad de sus circos -el ninfeo de Valeria o el conjunto monumental de Segóbriga es un claro ejemplo-, olvidó durante demasiado tiempo lo que también podían ofrecer los más humildes yacimientos de época visigoda. No obstante, desde hace algunos años las cosas han empezado a cambiar, y la arqueología también ha empezado a mirar hacia esos humildes -y o tan humildes; sólo hay que recordar los importantes tesoros visigodos que han ido apareciendo en algunas necrópolis, o, en Cuenca, la hermosa villa de Noheda- restos tardorromanos y godos. En efecto, la arqueología nos viene a demostrar que de alguna manera existe una cierta continuidad entre el florecimiento del imperio y esa etapa de crisis, tal y como se demuestra en los restos sacados a la luz en Segóbriga o en Ercávica. Los espectaculares mosaicos de la villa de Noheda son una prueba de ello, como lo son también los restos de Segóbriga, desde el teatro o el anfiteatro a la basílica visigoda, o el monasterio Servitano, en las cercanías de Ercávica. O, por supuesto, también lo son las hermosas lápidas y capiteles que en las últimas décadas siguen siendo desenterradas por las piquetas de los arqueólogos, o las que siempre estuvieron a la vista del ojo especializado en arte antiguo, formando parte de otros edificios posteriores.


Es este periodo de nuestra historia, conocido sólo hasta ahora de manera fragmentaria, a través de las memorias de algunas excavaciones y de alguna que otra inmersión en las actas toledanas, del que trata este libro que ahora venimos a comentar aquí: “La época tardorromana y visigoda en la provincia de Cuenca”. Un libro interesante, de lectura necesaria, por más que abunde en algunos errores de redacción que en parte la dificultan, y por más que, lamentablemente, no sea sencillo de encontrar en las librerías. Un libro que, por otra parte, esta basado en la tesis doctoral de su autora, Carmen María Dimas Benedicto, una tesis que en su momento fue dirigida por el llorado profesor Enrique Gozalbes Cravioto, quien llegó a convertirse en uno de los especialistas que más hicieron por el conocimiento de la provincia de Cuenca en la edad antigua a pesar del escaso tiempo que pudo permanecer con nosotros antes de su fallecimiento.

El libro se estructura en tres niveles, de acuerdo con el poblamiento del territorio que ocupa la actual provincia de Cuenca: la ciudad, la villa y el mundo rural. Porque, a pesar de lo que siempre se ha dicho, ni en la tardorromanidad ni durante el reinado visigodo desaparecieron del todo las ciudades, bien es verdad que éstas se redujeron en importancia y en número de habitantes. Pero nunca llegaron a abandonarse del todo, al manos las más importantes, tal y como se demuestra en los tres grandes yacimientos conquenses de época romana. Incluso a lo largo de todo el siglo III, y aún en el IV, se llevaron a cabo en ellas algunas obras concejiles de importancia, como el circo de Segóbriga, si bien también es cierto que la crisis del imperio terminó por provocar el abandono de las obras antes de que éstas llegaran a concluirse. También en el teatro y en el anfiteatro se llevaron a cabo obras de embellecimiento en este periodo, si bien muy pronto estos edificios terminaron por abandonarse, en parte debido a las nuevas costumbres que aportaba el cristianismo, sirviendo al poco tiempo de habitabilidad para nuevas construcciones más modestas. En Valeria, el centro de la población se fue extendiendo hacia la zona que actualmente ocupa todavía la población homónima, lo mismo que sucedió en Ercávica.

Tampoco en el periodo visigodo se despoblaron del todo las tres grandes ciudades romanas que había en la provincia, como lo demuestra el hecho de que las tres hubieran llegado a convertirse, en un momento desconocido del proceso, en sendas sedes episcopales. Incluso se crearon ciudades nuevas, como Recópolis, la ciudad que el rey Leovigildo creó como nuevo centro de poder. Hubo un tiempo en el que creció la polémica sobre la localización de Recópolis, cuya existencia se discutía entre Almonacid de Zorita, en la provincia de Guadalajara pero muy cerca de los límites de la actual provincia de Cuenca, a la cual en su momento pertenecían, y Buendía, al norte de nuestra provincia. Hoy día la discusión ya no existe, definitivamente olvidada conforme los edificios de la vieja Recópolis están saliendo a la luz muy cerca de Zorita, si bien también tenemos que relacionar la propia cercanía de ésta a los límites conquenses, y especialmente al yacimiento de Ercávica y del ya citado monasterio Servitano, con nuestra propia historia común.

Un segundo plano en la investigación de Dimas Benedicto se corresponde con las antiguas villae tardorromanas, y su continuidad, en algunos casos, en poblamientos posteriores de similares características. Entre ellas destaca la villa de Noheda, con los importantes mosaicos de decoración pagana que en los últimos años han salido a la luz, mosaicos que, entre otras cosas, demuestran que el dueño de esta villa era sin duda un personaje importante, vinculado quizá a la cercana ciudad de Segóbriga, y por ello también a los yacimientos de lapis speculari que a lo largo de los siglos anteriores habían permitido el enriquecimiento de la ciudad romana. No conocemos todavía el nombre de ese dueño, pero se ha podido constatar entre los restos descubiertos, la existencia de mármoles procedentes de más de cien canteras diferentes, repartidos por todo el sur de Europa, desde la propia península Ibérica hasta localidades próximas al Egeo. Pero no es la de Noheda la única villa romana que existe en la provincia de Cuenca; otras villae descubiertas en diferentes puntos de nuestra provincia como el mausoleo de la ermita de Llanes, en Albendea, o la del cerro de Alvar Fáñez, en Huete, esperan pacientemente un estudio más detallado de los especialistas que permitan descubrir a todos los conquenses nuevas etapas de nuestro pasado.

Por último, el tercero de los niveles lo representa el mundo rural, el agro romano y visigodo. En efecto, son decenas, centenares incluso, los yacimientos arqueológicos de este periodo que existen en la provincia de Cuenca; algunos de los municipios cuentan con tres o cuatro yacimientos, incluso más, repartidos por todo su términos. Unos pocos de esos yacimientos han sido excavados por los arqueólogos con mayor o menor regularidad, pero otros todavía no han sido estudiados, por lo que deben permanecer aún en el secreto de las cartas arqueológicas con el fin de evitar que puedan ser expoliados. Todos ellos aparecen relacionados en esta parte del libro, aunque en aquellos que sólo aparecen en las cartas arqueológicas, como no podía ser de otra forma, no se menciona el lugar exacto en el que se encuentran, para evitar que puedan ser localizados por los saqueadores, que tanto daño pueden hacer en una provincia con tanta riqueza arqueológica como la nuestra. Y todos, unos y otros, los que ya han sido parcialmente estudiados y los que se mantienen vírgenes todavía, esperan con paciencia aún a las piquetas de los arqueólogos para destacar los curiosos e interesantes secretos que, con toda seguridad, albergan todavía en cada uno de sus estratos.

Finalmente, un ultimo apartado del estudio se dedica a analizar algunos materiales inéditos de origen visigodo aparecidos en los yacimientos conquenses. Por un lado, un grupo de lápidas, algunas de ellas desaparecidas, que aparecieron al hundir una casa. Por otro lado, una colección de broches de cinturón, también visigodos como se ha dicho, que junto a un anillo de plata de la misma época pertenecen a una colección privada, y fueron descubiertos en su día en diferentes yacimientos conquenses. Materiales que deberían pertenecer a los fondos del Museo Provincial, pero los investigadores deben tener en cuenta también esas colecciones privadas, por más que al arqueólogo profesional nunca le guste la existencia de ciertos materiales propios de nuestro pasado en manos particulares.

En resumen, un interesante libro, que nos permite conocer mejor nuestro pasado en una etapa, la que va desde la tardorromanidad hasta el final del reino visigodo, de especial relevancia para nuestra configuración como españoles y como conquenses.