Una de las
etapas más desconocidas de la historia de España, pero sobre todo de la historia
de la provincia de Cuenca -que en los últimos años se han logrado importantes progresos
en lo que al conocimiento de la historia patria se refiere-, es ese periodo que
está comprendido entre los últimos siglos del imperio romano, cuando la crisis
de éste termina de provocar el consabido colapso de la civilización hasta
entonces existente, convirtiéndose el imperio en un conjunto de reinos “bárbaros”,
y la llegada a la península Ibérica de esos nuevos bárbaros, los musulmanes.
Porque bárbaro en el latín antiguo era sinónimo de extranjero, y si los
visigodos eran eso, extranjeros para los hispanorromanos, los musulmanes que
llegaron desde el otro lado del Estrecho de Gibraltar, muy pocos desde Arabia y
algunos más desde el norte de África, con el fin de echar de sus tierras a los
propios visigodos, ya para entonces plenamente hispanizados, pero también a los
hispanorromanos que aún quedaban en la península en las primeras décadas del
siglo VIII. Porque unos y otros eran ya españoles, como demuestran figuras tan
interesantes para nuestra historia común como San Isidoro de Sevilla y el rey
Leovigildo, el héroe de la primera unificación española.
Y es que las
fuentes documentales de la época son escasas, más allá de los escritos del
propio Isidoro o de Juan Biclaro; fuentes que, por otra parte, poco o nada nos
hablan del territorio conquense en este periodo de la historia. Fuente fue
considerada en su tiempo la “Hitación de Wamba”, en la que se basaron más
tarde, conforme fue avanzando la reconquista, los nuevos obispados que fueron
naciendo en las tierras que se iban reincorporando a los reinos cristianos.
Esos nuevos obispados se basaban en las antiguas diócesis visigodas para
establecer sus límites, lo que frecuentemente fue foco de conflictos entre
ellos, porque además, hoy se sabe, la “Hitación de Wamba” fue en realidad una
falsificación muy posterior a la época en la que se suponía que había sido
escrita, de manera que lo que hoy se conoce de esos obispados visigodos es
escaso, más allá de una sucesión de nombres de prelados, nombres que
proporcionan las actas de los diferentes concilios toledanos. Ese es el caso
también de los tres obispados conquenses, Valeria, Ercávica y Segóbriga, en
cuyos episcopologios, como sucede también con el resto de los obispados de la
época, se combinan los nombres germánicos con los de otros obispos que debieron
pertenecer al grupo de hispanorromanos.
Y donde faltan las
fuentes documentales deben aparecen las fuentes arqueológicas. En efecto, quizá
la arqueología sea hoy en día la principal fuente de conocimiento para la
historia antigua, aunque durante mucho tiempo ésta, la arqueología, demasiado impactada
quizá por los más espectaculares yacimientos de época romana, con sus grandes
teatros y anfiteatros, con sus hermosos templos clásicos y la monumentalidad de
sus circos -el ninfeo de Valeria o el conjunto monumental de Segóbriga es un
claro ejemplo-, olvidó durante demasiado tiempo lo que también podían ofrecer
los más humildes yacimientos de época visigoda. No obstante, desde hace algunos
años las cosas han empezado a cambiar, y la arqueología también ha empezado a
mirar hacia esos humildes -y o tan humildes; sólo hay que recordar los
importantes tesoros visigodos que han ido apareciendo en algunas necrópolis, o,
en Cuenca, la hermosa villa de Noheda- restos tardorromanos y godos. En efecto,
la arqueología nos viene a demostrar que de alguna manera existe una cierta
continuidad entre el florecimiento del imperio y esa etapa de crisis, tal y
como se demuestra en los restos sacados a la luz en Segóbriga o en Ercávica.
Los espectaculares mosaicos de la villa de Noheda son una prueba de ello, como
lo son también los restos de Segóbriga, desde el teatro o el anfiteatro a la
basílica visigoda, o el monasterio Servitano, en las cercanías de Ercávica. O,
por supuesto, también lo son las hermosas lápidas y capiteles que en las
últimas décadas siguen siendo desenterradas por las piquetas de los
arqueólogos, o las que siempre estuvieron a la vista del ojo especializado en
arte antiguo, formando parte de otros edificios posteriores.
Es este periodo de nuestra historia, conocido sólo hasta ahora de manera fragmentaria, a través de las memorias de algunas excavaciones y de alguna que otra inmersión en las actas toledanas, del que trata este libro que ahora venimos a comentar aquí: “La época tardorromana y visigoda en la provincia de Cuenca”. Un libro interesante, de lectura necesaria, por más que abunde en algunos errores de redacción que en parte la dificultan, y por más que, lamentablemente, no sea sencillo de encontrar en las librerías. Un libro que, por otra parte, esta basado en la tesis doctoral de su autora, Carmen María Dimas Benedicto, una tesis que en su momento fue dirigida por el llorado profesor Enrique Gozalbes Cravioto, quien llegó a convertirse en uno de los especialistas que más hicieron por el conocimiento de la provincia de Cuenca en la edad antigua a pesar del escaso tiempo que pudo permanecer con nosotros antes de su fallecimiento.
El libro se
estructura en tres niveles, de acuerdo con el poblamiento del territorio que
ocupa la actual provincia de Cuenca: la ciudad, la villa y el mundo rural.
Porque, a pesar de lo que siempre se ha dicho, ni en la tardorromanidad ni
durante el reinado visigodo desaparecieron del todo las ciudades, bien es
verdad que éstas se redujeron en importancia y en número de habitantes. Pero nunca
llegaron a abandonarse del todo, al manos las más importantes, tal y como se
demuestra en los tres grandes yacimientos conquenses de época romana. Incluso a
lo largo de todo el siglo III, y aún en el IV, se llevaron a cabo en ellas
algunas obras concejiles de importancia, como el circo de Segóbriga, si bien
también es cierto que la crisis del imperio terminó por provocar el abandono de
las obras antes de que éstas llegaran a concluirse. También en el teatro y en
el anfiteatro se llevaron a cabo obras de embellecimiento en este periodo, si
bien muy pronto estos edificios terminaron por abandonarse, en parte debido a
las nuevas costumbres que aportaba el cristianismo, sirviendo al poco tiempo de
habitabilidad para nuevas construcciones más modestas. En Valeria, el centro de
la población se fue extendiendo hacia la zona que actualmente ocupa todavía la
población homónima, lo mismo que sucedió en Ercávica.
Tampoco en el
periodo visigodo se despoblaron del todo las tres grandes ciudades romanas que
había en la provincia, como lo demuestra el hecho de que las tres hubieran
llegado a convertirse, en un momento desconocido del proceso, en sendas sedes
episcopales. Incluso se crearon ciudades nuevas, como Recópolis, la ciudad que
el rey Leovigildo creó como nuevo centro de poder. Hubo un tiempo en el que creció
la polémica sobre la localización de Recópolis, cuya existencia se discutía
entre Almonacid de Zorita, en la provincia de Guadalajara pero muy cerca de los
límites de la actual provincia de Cuenca, a la cual en su momento pertenecían, y
Buendía, al norte de nuestra provincia. Hoy día la discusión ya no existe,
definitivamente olvidada conforme los edificios de la vieja Recópolis están
saliendo a la luz muy cerca de Zorita, si bien también tenemos que relacionar la
propia cercanía de ésta a los límites conquenses, y especialmente al yacimiento
de Ercávica y del ya citado monasterio Servitano, con nuestra propia historia
común.
Un segundo
plano en la investigación de Dimas Benedicto se corresponde con las antiguas villae
tardorromanas, y su continuidad, en algunos casos, en poblamientos
posteriores de similares características. Entre ellas destaca la villa de
Noheda, con los importantes mosaicos de decoración pagana que en los últimos
años han salido a la luz, mosaicos que, entre otras cosas, demuestran que el
dueño de esta villa era sin duda un personaje importante, vinculado quizá a la
cercana ciudad de Segóbriga, y por ello también a los yacimientos de lapis
speculari que a lo largo de los siglos anteriores habían permitido el
enriquecimiento de la ciudad romana. No conocemos todavía el nombre de ese
dueño, pero se ha podido constatar entre los restos descubiertos, la existencia
de mármoles procedentes de más de cien canteras diferentes, repartidos por todo
el sur de Europa, desde la propia península Ibérica hasta localidades próximas
al Egeo. Pero no es la de Noheda la única villa romana que existe en la
provincia de Cuenca; otras villae descubiertas en diferentes puntos de
nuestra provincia como el mausoleo de la ermita de Llanes, en Albendea, o la
del cerro de Alvar Fáñez, en Huete, esperan pacientemente un estudio más
detallado de los especialistas que permitan descubrir a todos los conquenses
nuevas etapas de nuestro pasado.
Por último, el
tercero de los niveles lo representa el mundo rural, el agro romano y visigodo.
En efecto, son decenas, centenares incluso, los yacimientos arqueológicos de
este periodo que existen en la provincia de Cuenca; algunos de los municipios
cuentan con tres o cuatro yacimientos, incluso más, repartidos por todo su términos.
Unos pocos de esos yacimientos han sido excavados por los arqueólogos con mayor
o menor regularidad, pero otros todavía no han sido estudiados, por lo que
deben permanecer aún en el secreto de las cartas arqueológicas con el fin de
evitar que puedan ser expoliados. Todos ellos aparecen relacionados en esta
parte del libro, aunque en aquellos que sólo aparecen en las cartas arqueológicas,
como no podía ser de otra forma, no se menciona el lugar exacto en el que se
encuentran, para evitar que puedan ser localizados por los saqueadores, que
tanto daño pueden hacer en una provincia con tanta riqueza arqueológica como la
nuestra. Y todos, unos y otros, los que ya han sido parcialmente estudiados y
los que se mantienen vírgenes todavía, esperan con paciencia aún a las piquetas
de los arqueólogos para destacar los curiosos e interesantes secretos que, con
toda seguridad, albergan todavía en cada uno de sus estratos.
Finalmente, un
ultimo apartado del estudio se dedica a analizar algunos materiales inéditos de
origen visigodo aparecidos en los yacimientos conquenses. Por un lado, un grupo
de lápidas, algunas de ellas desaparecidas, que aparecieron al hundir una casa.
Por otro lado, una colección de broches de cinturón, también visigodos como se
ha dicho, que junto a un anillo de plata de la misma época pertenecen a una
colección privada, y fueron descubiertos en su día en diferentes yacimientos
conquenses. Materiales que deberían pertenecer a los fondos del Museo
Provincial, pero los investigadores deben tener en cuenta también esas
colecciones privadas, por más que al arqueólogo profesional nunca le guste la
existencia de ciertos materiales propios de nuestro pasado en manos particulares.
En resumen, un
interesante libro, que nos permite conocer mejor nuestro pasado en una etapa,
la que va desde la tardorromanidad hasta el final del reino visigodo, de especial
relevancia para nuestra configuración como españoles y como conquenses.
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