En la literatura española, muchos son los casos de soldados que compartieron la profesión de las armas con la afición a escribir. Desde el caso de Miguel de Cervantes, del que es sabido que antes de ponerse a escribir el Quijote había combatido en Lepanto, donde incluso llegó a perder una mano, hasta Garcilaso de la Vega o Jorge Manrique, Francisco de Aldana o Lope de Vega, Francisco de Quevedo o Calderón de la Barca, muchos de los grandes maestros de la pluma durante nuestro Siglo de Oro compartieron también la tinta negra sobre el papel con el ejercicio de las armas. El hecho no es tampoco una excepción de nuestra literatura; por el contrario, en otras culturas, la combinación de la pluma con la espada, o del uso en el ordenador de un procesador de textos con las armas de fuego, que todavía sigue siendo usual el ejercicio de ambas profesiones a la vez, se repite a través de las diferentes lenguas y de las diferentes etapas de la historia, y hasta algunos de los más grandes historiadores de la antigüedad clásica, como el griego Jenofonte, antes que historiadores fueron cronistas de sus propias batallas. También Cayo Plinio Secundo, más conocido como Plinio el Viejo, el autor de la “Historia natural”, la primera gran enciclopedia conocida, era un destacado militar romano. No obstante, nuestro Siglo de Oro abunda en ese tipo de militares ilustrados, que también son poetas o narradores, aunque lo más común es que los soldados se dediquen en sus trabajos a otras materias literarias mucho menos creativas, como la historia o la teoría de la guerra; o lo que se ha venido a llamar la literatura de arbitrios, como el es caso del conquense Alonso González de Nájera.
Hasta las últimas investigaciones del profesor Miguel Donoso Rodríguez, de la chilena Universidad de Los Andes, en el marco de sus trabajos realizados para llevar a cabo la publicación crítica de la única obra conocida de este militar conquense, poco es lo que se sabía acerca de su nacimiento y de sus circunstancias familiares, más allá de ese origen conquense, del que hablaba, ya lo veremos, alguno de sus compañeros de armas. Sin embargo, ya podemos decir que nuestro protagonista nació en la ciudad del Júcar en 1556, y que fue bautizado el 15 de noviembre de ese año en la iglesia parroquial de la Santa Cruz. En efecto, el profesor chileno ha podido encontrar su partida de bautismo en uno de los libros de la parroquia, conservado en el Archivo Diocesano de Cuenca, así como la de algunos de sus hermanos, Marco González de Nájara (o Nájera) y Francisco de Nájera. Y aunque existe una cierta dicotomía entre el apellido que aparece literalmente citado en esas partidas de nacimiento, que unas veces aparece como González de Nájera y otras sólo como Nájera, hay que tener en cuenta que en pleno siglo XVI, todavía, y por diversos motivos, existía una cierta indeterminación en este sentido, tal y como el propio Miguel Donoso también afirma: “Sabemos que los apellidos podían variar mucho en aquella época. No era rara por esos años la diferencia de apellidos en una misma familia: unos por gusto o por gratitud, otros por necesidades de mayorazgos, capellanías, patronazgos, etc., tomaban determinado apellido que continuaba generalmente la consanguinidad con el fundador del vínculo. En el caso que nos ocupa, la anteposición del apellido González al de Nájera, debía tener que ver con un reconocimiento a algún pariente o amigo muy cercano de la familia.” Gracias
a la aparición de esta partida de bautismo, y de algunas otras relacionadas
también con la familia Nájera, sabemos que los padres de nuestro protagonista
fueron Juan de Nájera e Inés de Brihuega, y que era el menor de una familia que
estaba compuesta, por al menos, otros dos hermanos, si bien existe la posibilidad
de que pudiera tener algún hermano más; en efecto, el libro previo de bautismos
de la parroquia, el correspondiente al periodo comprendido entre 1517 y 1551, en
el que pudieron haber nacido otros hijos del matrimonio, no se ha conservado.
Se sabe también que el padre era escribano de profesión, como algunos otros
miembros de la familia, y entre ellos, un tal Diego González de Nájera, quien quizá
podría haber sido hermano o tío de nuestro protagonista, probablemente de
origen converso. Y por otra parte, también se sabe que la familia tenía también
vínculos familiares con algunos plateros que estaban asentados en Cuenca: en la
documentación se menciona a un Juan de Nájera, de esta profesión, y por María
Luz Rokiski sabemos que durante toda la centuria, tres generaciones diferentes
de esta familia mantuvieron un importante taller de platería, desde que los
hermanos Pedro y Sebastián de Nájera, oriundos del pueblo homónimo de La Rioja,
se hubieran establecido en la ciudad a principios del siglo XVI; éste Juan de
Nájera, nacido ya en Cuenca, sería, así pues, el mismo que cita Rokiski como el
hijo de Juan de Hojeda y de Isabel de Nájera, hermana a su vez de los dos
plateros de la primera generación.
Y también,
parece ser que tenían ciertos vínculos con algunos extranjeros procedentes de
la ciudad italiana de Génova, que, como el resto de los miembros del círculo
familiar, se habían podido establecer poco tiempo antes en una ciudad, la
Cuenca del siglo XVI, que se encontraba todavía en pleno apogeo económico, lo
que la convertía en un polo de atracción de comerciantes y banqueros. Así lo indica, una vez más, el profesor
chileno: “Los Nájara debían ser una familia de escribanos de renombre en
Cuenca, lo que podría indicar un posible origen converso. En el siglo XV la
mayoría de los escribanos urbanos de Castilla eran judeoconversos, aunque a la
altura de 1550 ya se había depurado bastante el oficio. Además. La familia
tenía vínculos probados con plateros y genoveses. Escribanos y genoveses eran,
por cierto, un matrimonio de conveniencia en la Cuenca del siglo XVI, donde se
traficaba con paños de lana que salían rumbo a Italia y el Mediterráneo
central, y casi todos estos tratos mercantiles eran escriturados por notarios
urbanos.”
El caso es que
ninguna de estas dos profesiones familiares, ni la de escribano ni la de
platero, fue la que seguir nuestro protagonista, quien ingresaría en el
ejército a finales de los años setenta de la centuria, cuando él debía tener
poco más de veinte años, aunque a una edad un poco avanzada para lo que en
aquella época era usual. Tampoco se conocen demasiadas cosas sobre sus primeros
años en el ejército, ni del conjunto de su etapa europea, más allá de su
participación en las guerras de Francia y de Flandes. Y estos datos escasos los
conocemos gracias a algún párrafo que sobre él escribió uno de sus compañeros
de armas en el norte de Europa, Alonso Vázquez, quien llegó a alcanzar el grado
de sargento mayor de la milicia de Jaén, y que en el curso de una crónica o
relación que en 1614 hizo de aquellas guerras. En esta relación aparece una
breve referencia del soldado conquense: “El maestre de campo Nájara, natural
de la ciudad de Cuenca, hoy castellano de Puerto Hércules, en Italia, fue
soldado bizarro y animoso en las guerras de Flandes y Alejandro [se está
refiriendo a Alejandro Farnesio, duque de Parma, sobrino de Felipe II, ya que
su madre, Margarita de Parma, era hija ilegítima de Carlos I, gobernador de los
Países Bajos, y capitán general del ejército de Flandes] le honró y aventajó
por sus muchas partes y servicios; fue proveído por sargento mayor de la
milicia de Ciudad Real y su partido.”
Ya muy próximo el cambio de siglo, sucedieron en Chile algunos hechos dramáticos que motivaron el embarque del conquense hacia tierras americanas, enviado allí al frente de una compañía con el fin de reforzar las posiciones españolas al sur del río Biobío. En efecto, corría el 23 de diciembre de 1598 cuando se produjo lo que se ha venido a llamar el desastre de Curalaba, un levantamiento de los indios mapuche, liderados por los caudillos Pelantaro y Anganamón, lo que provocó la muerte del gobernador de Chile, Martín García Oñez de Loyola, y de todo su ejército; y el subsiguiente levantamiento general que se produjo en los días siguientes tuvo como consecuencia la destrucción de todos los asentamientos españoles establecidos al sur de dicho río, así como la toma como prisioneros casi todas las mujeres y los niños españoles que se encontraban en esos asentamientos. Este hecho obligó a que las autoridades españolas enviaran al continente a uno de sus mejores generales, Alonso de Ribera, con el fin de intentar responder a esta acción de los indígenas, y con la promesa en enviar más tarde un pequeño ejército, formado por hasta mil doscientos soldados profesionales. Sin embargo, este ejército no pudo reclutarse en su totalidad, pues sólo se pudo reunir un contingente de quinientos hombres, el equivalente a un tercio de infantería, al mando del sargento mayor Luis de Mosquera. En ese contingente de soldados que fueron enviados a Chile figuraba, como uno de sus tres capitanes, el conquense Alonso González de Nájera.
Las tropas se
embarcaron en noviembre de 1600 en el puerto de Lisboa, que en ese momento
formaba parte, como el resto de Portugal, de la corona española. Desembarcaron
en el puerto de Buenos Aires, después de haber realizado una pequeña escala en
Río de Janeiro, y desde allí continuaron su viaje por tierra hasta Chile, a
través de la cordillera de los Andes. Así, después de haber pasado por Tucumán
y por Mendoza, el mal tiempo y la nieve que caía les impidieron cruzar las
montañas, por lo que las tropas quedaron paralizadas en esta última ciudad
entre mayo y octubre de 1601. Y llegados por fin a Chile, estos fueron enviados
con sus tropas inmediatamente a la zona de conflicto, donde se encargó de la
construcción de un fuerte en las orillas del río Biobío. En Chile, nuestro
protagonista fue herido de gravedad, en el marco de la Guerra de Arauco. Fue
en este momento de su vida, cuando vino a cruzarse por su vida la figura de
otro soldado conquense, Alonso García Remón, que en ese momento era gobernador
de Chile, a cuyo cargo permaneció el territorio en dos periodos diferentes,
entre julio de 1600 y febrero de 1601, y entre marzo de 1605 y agosto de 1611.
Y es que fue García Remón quien ascendió a Nájera a sargento mayor, nada más llegar aquél a Chile, y quien le envío de regreso a España, después de que el soldado se hubiera visto obligado a trasladar a Santiago, con el fin de reponerse de las graves heridas que había sufrido durante el conflicto con los mapuche. El objetivo de los dos conquenses era que Nájera pudiera informar en la corte de la difícil situación en la que se encontraba la guerra de Chile. Así, era marzo de 1607 cuando nuestro protagonista emprendía el viaje de regreso, otra vez a través de Mendoza y Buenos Aires, ciudad en cuyo puerto volvió a embarcarse, logrando llegar por fin a Madrid a finales del año siguiente. “Ha servido con mucho lustre, celo y cuidado, y lo mismo ha hecho en los Estados de Italia y Flandes, de donde trajo algunas peligrosas heridas en una pierna, y por su edad y ser esta tierra tan pajiza y la aspereza della no le dan lugar a que continúe el real servicio de V.M. en la guerra, como lo ha deseado y hecho hasta aquí, siempre en los puestos y cargos más prominentes…”.
Sin embargo, en la corte el conquense se encontró con la hostilidad
de algunos de sus miembros, incluyendo al poderoso sector de los jesuitas, que
defendían respecto de la colonia la postura del padre Luis de Valdivia, para el
que la mejor forma de defenderse de los mapuche era la aplicación de la llamada
“guerra defensiva”. Ésta consistía en el repliegue de las tropas al norte del
río Biobío, dejando los territorios del sur sólo para la actividad de los
misioneros, una estrategia que fue la que decidió aceptar la corona en los años
siguientes, entre 1610 y 1626, pesar de
que había provocado también algunos fracasos de importancia, como el asesinato
de tres de esos misioneros en Elicura, en diciembre de 1612.
Fue precisamente
el rechazo mostrado por la corte de Felipe III a sus pretensiones, y las del
gobernador de Chile, de seguir la guerra contra los mapuche en el sur, lo que
motivó al conquense para escribir su libro que, bajo el título de “Desengaño y
reparo de la guerra del Reino de Chile”, debió iniciar en 1609, cuanto todavía
se encontraba en España. Sin embargo, su estancia en la península no fue
demasiado larga, pues poco tempo después el monarca agradeció los servicios que
el conquense había prestado a la corona nombrándole gobernador de la pequeña
población italiana de Puerto Hércules, en la provincia toscana de Grosseto, al tiempo que era ascendido también a maestre de campo. Fue
allí donde terminó de escribir el texto, dedicándoselo una vez concluido a
Pedro Fernández de Castro, séptimo conde de Lemos y virrey de Nápoles. No es
éste el lugar más adecuado para comentar pormenorizadamente el libro, más allá
de dar al lector una aproximación a la visión militar que el conquense tenía
sobre el conflicto chileno, que le llevaba a defender el uso de la guerra y de
la esclavitud de los indígenas también al sur del río Biobío, como única manera
posible de pacificar el territorio. Ni tampoco sobre las vicisitudes que motivaron
la publicación tardía del texto, que sólo fue posible en España a partir de
1866, en el marco de la Colección de Documentos Inéditos para la Historia de
España, y de 1889 en Chile, en el de la Colección de Documentos Relativos a la
Historia Nacional. En efecto, sólo una pequeña parte del libro, formada por una
primera redacción de dos de sus capítulos, llegó a ver la luz de la imprenta,
como un pequeño folleto de dieciséis folios, cuyo único ejemplar conocido se
encuentra en la Biblioteca del Museo Británico.
Como ya hemos dicho, Miguel Donoso ha sido el primero en realizar una edición crítica del libro, edición que ha sido publicada en el año 2017 por Editorial Universitaria. Basta, para entender mejor el texto, conocer cómo define el libro el profesor chileno: “Como se ha dejado entrever, no resulta fácil encasillar el texto de González de Nájera en un género narrativo determinado, tal y como ocurre con un sinnúmero de textos coloniales. Por un lado, es indudable que posee elementos que lo acercan a la crónica o relación de sucesos; así el relato del desastre de Curalaba y sucesiva destrucción de ciudades españolas al sur del Biobío, o los relatos de martirios y cautiverio que padeció una numerosa población española , especialmente mujeres y niños, o diversos ataques que sufrieron los fuertes españoles. Por otra parte, se acerca a un tratado bélico, intentando indagar en las razones del fracaso militar, y proponiendo soluciones materiales y/o estratégicas para ganar la guerra, con una terminología marcada por lo bélico. También puede ser clasificado, por supuesto, como un discurso bélico-esclavista, como antes se comentó, ya que buena parte de la solución militar del conflicto pasa por la esclavización de los indios de guerra, la cual existía de hecho desde 1571, en plena gobernación de Melchor Brevo de Saravia. Pero en los últimos meses ha ido tomando fuerza en mi investigación la idea de que el texto de González de Nájera posee rasgos que lo aproximan a un arbitrio o memorial, esto es, una solución ingeniosa, fruto de un detenido estudio y reflexión, a un problema político-económico que se ha mostrado insoluble en el tiempo. En la España del siglo XVII proliferaron los arbitristas, que proponían en la Corte soluciones económicas y políticas a los más variados problemas. En este sentido podemos decir que el texto de Nájera es, en primer lugar, un interesante diagnóstico de las razones del fracaso bélico de los españoles en Chile, incluyendo agudas u minuciosas observaciones de las costumbres de los indios y explicando con largueza las causas a las cuales atribuye los malos resultados de las armas españolas en la guerra de Arauco. Lo interesante es que nuestro texto representaría, en cuanto arbitrio o memorial, justamente la contracara (la versión negativa, se podría decir) de otra suerte de arbitrio, el de la guerra defensiva propuesta por los jesuitas e implementada por la Corona con inicial éxito a comienzos del segundo decenio del siglo XVII”.
Y más adelante,
el profesor Donoso continúa afirmando que “con este diagnóstico en la mano
González de Nájera propone en el texto la otra dimensión, la de reparo o
remedio a/de los males de la guerra: todos esos obstáculos y desventajas deben
ser enfrentados con seriedad y profesionalismo (y por supuesto con muchos
recursos económicos): la desventaja geográfica con la construcción de una línea
fortificada de fuertes españoles conectados entre sí en el margen del Biobío (e
incluso de un fuerte abaluartado en Santiago); la visión idealizada del
combatiente mapuche debe dar paso a una visión real, porque éste no es más
fuerte ni diestro para la lucha que el español; asimismo, hay que prescindir de
los farautes y rechazar los acuerdos de paz con los indígenas, por no ser estos
confiables, y así sucesivamente. Esta visión de reparo se complementa con una
serie de ejecuciones para ponerla en práctica: mejorar el estilo de hacer la
guerra, prescindir de los esclavos indios y reemplazarlos por esclavos negros,
proteger en mejor forma a los indios encomendados, vitales en la paz, y a los
indios amigos esenciales en la guerra, etc.”
El libro fue
terminado de escribir por el conquense en Puerto Hércules, el 1 de marzo de
1614. No se conocen más detalles de la vida de nuestro protagonista, por lo que
es de presuponer que debió fallecer en esta pequeña ciudad italiana poco tiempo
más tarde.
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