jueves, 17 de diciembre de 2020

“El infinito en un junco”, un éxito de ventas poco convencional

 

               Hace ya casi treinta años, yo escribía mi primera novela, “El papiro de Éfeso”. En ella, un joven cualquiera, Andrés (el nombre es puramente representativo, pues es sabido que proviene del término griego aner-andros, que significa “hombre”), estudiante de una universidad cualquiera que podría ser Cuenca, viaja hasta el extremo oriental del mar Mediterráneo, hasta una de las cunas de la civilización universal, Éfeso, con el fin de intentar encontrar uno de los manuscritos más buscados y deseados por los investigadores: el que en su momento contenía la obra completa del filósofo Heráclito, y que éste entregó en ofrenda a la diosa protectora de la ciudad, Artemisa. Se trata de una de esas historias que nacieron a la sombra de aquellos relatos de aventuras pseudoarqueológicas, escritas o cinematográficas, al estilo de las de Indiana Jones, una de cuyas muestras más destacadas desde el punto de vista literario podría ser, desde luego, “La Biblia de Barro”, la genial novela de Julia Navarro, nacida algunos años después que mi relato; una de esas búsquedas iniciáticas de un tesoro de la antigüedad, sea éste el Santo Grial o el Arca de la Alianza, los muros de El Dorado o la Fuente de la Eterna Juventud, la Piedra Filosofal o un libro perdido de Aristóteles, o cualquier otro texto antiguo cuya lectura pueda tener propiedades gnósticas o sanadoras. Se trata, desde luego, de un relato imposible. Pero, ¿no es ésta la función de la novela? ¿Soñar relatos imposibles o posibles, reales o fantásticos, vivir vidas paralelas a la que vivimos en nuestra propia realidad por un tiempo infinito, renovable cada vez que cerramos la última página de un libro cualquiera e iniciamos, con una nueva lectura, otra vida diferente.

              


En efecto, era aquella primera novela de mi juventud una novela imposible, y eso es algo que en mí se ha vuelto a poner de manifiesto después de leer el genial libro de Irene Vallejo, “El infinito en un junco”, una historia del libro, de todos los libros, tal y como hoy los conocemos, con sus páginas de papel, cosidas o grapadas en el lomo, y también de los libros anteriores, escritos en tablillas de barro o en papiros arrancados a las riberas del Nilo. Pero “El infinito en un junco” es también mucho más que ello: es, además, la historia de la literatura clásica, griega y romana, la primera literatura concebida como tal, como un canon completo que engloba a todos los géneros y a todas las formas de cultura, la de Homero y de Hesíodo, la de Heráclito y Platón, la de Sófocles y Epicuro, la de Safo y Heródoto,… y también la de Horacio, la de Virgilio, la de Tito Livio, y la de nuestros primeros escritores, los que habían nacido en Hispania antes de que ésta fuera España, la de Marcial y Quintiliano, y la de los dos Seneca. Y es, sobre todo, una historia global de toda la cultura clásica, a través de sus libros y de su literatura.

               Pero cuando hablamos de la cultura clásica, en realidad nos estamos refiriendo también a toda la historia de la civilización occidental. No descubrimos nada nuevo al afirmar que el mundo griego helenístico, a través también de los romanos, vencedores en la política de los griegos pero derrotados por ellos en lo cultural, ha logrado pervivir a través de los siglos, de tal manera que todavía en la actualidad, en pleno siglo XXI, sus huellas pueden ser rastreadas en todas las capas de la sociedad: en la política, en el derecho, en la literatura, en el deporte,… Para que ello pudiera llegar a ocurrir fue necesario primero una revolución cultural total, en el sentido estricto de la palabra, una revolución que se inició con Alejandro Magno y la cultura que ha venido a llamase helenista, y que llegaría a alcanzar sus últimas consecuencias en los siglos siguientes, a través de Roma y su ambivalente política imperial. Así lo ha relatado en su libro Irene Vallejo:

               “Esa primitiva globalización se llamó helenismo. Costumbres, creencias y formas de vida comunes arraigaron en los territorios conquistados por Alejandro desde Anatolia hasta el Punjab. La arquitectura griega era imitada en lugares tan remotos como Libia o la isla de Java. El idioma griego servía para comunicarse a asiáticos y africanos. Plutarco asegura que en Babilonia leían a Homero, y que los niños de Persia, de Susa y de Gedrosia -región hoy repartida entre Pakistán, Afganistán e Irán- cantaban las tragedias de Sófocles y de Eurípides. Por los caminos del comercio, la educación y el mestizaje, una gran parte del mundo empezó a experimentar una llamativa asimilación cultural. El paisaje desde Europa a la India estaba salpicado de ciudades con rasgos reconocibles (calles amplias que se cruzaban en ángulo recto según el trazado hipodámico, ágoras, teatros, gimnasios, inscripciones en friego y templos con frontones decorados). Eran los signos distintivos de aquel imperialismo, como hoy lo son la Coca-Cola, los McDonald’s, los anuncios luminosos, los centros comerciales, el cine de Hollywood y los productos de Apple, que uniformizan el mundo.”

               Es curioso el fenómeno editorial que ha significado “El infinito en un junco”, y que ha llevado a su autora a ser reconocida este año que está a punto de terminar con el Premio Nacional de Ensayo. Ella, Irene Vallejo, es una filóloga joven, que cuenta con un doctorado europeo por las universidades de Zaragoza y Florencia, y una carrera literaria que está formada por varias novelas y algún libro de literatura infantil, y que, con una escritura primorosa y bella, y un rigor científico muy notable, ha escrito un libro tan sencillo y agradable de leer para el iniciado como para el experto en el mundo clásico. Un libro que en muy poco tiempo se ha convertido en un rotundo éxito de ventas, a pesar de que no tiene nada que ver con ese tipo de libros que se han venido a llamar los superventas al uso. Ni siquiera es una novela, a pesar de que ya durante el año pasado, al poco tiempo de su salida a las librerías, hubiera sido premiado con diversos galardones, entre ellos el premio Ojo Crítico de narrativa; una sucesión de recompensas que culminaron hace pocas semanas, tal y como se ha dicho, con el Premio Nacional de Ensayo correspondiente a este año 2010.

               Y es que el libro abunda en interrelaciones entre el mundo clásico y el mundo actual, y en él tienen cabida desde Eurípides y Esquilo hasta Borges o Umberto Eco, desde Marcial hasta Bob Dylan, desde Homero hasta los héroes actuales de la música o el deporte, porque la música y el deporte de este siglo XXI también forman parte de nuestra cultura helénico-romana. Para la autora, la escritura nació en gran parte a partir de una serie de listas, grabadas con buril en pequeñas tablillas de barro, o escritas, más tarde, en frágiles hojas de papiro: “El catálogo de Calímaco fue el primer atlas completo de los libros conocidos. El continente cartografiado resultó ser enorme, y los griegos se sintieron, por lo menos tan sobrepasados como nosotros. Ninguna persona leería jamás la totalidad de los rollos guardados en la Biblioteca de Alejandría. Nadie lo sabría todo. Cada vez más, el conocimiento de cada uno sería un archipiélago mínimo en el inconmensurable océano de su ignorancia. Nació entonces la ansiedad de seleccionar: ¿qué leer, ver, hacer antes de que sea demasiado tarde? Por el mismo motivo, hoy seguimos obsesionados con las listas. Hace sólo unos años, Peter Boxall publicó el enésimo listado de los libros -en este caso, 1.001, como las noches de Sherezade- que hay que leer antes de morir. En la actualidad, proliferan las selecciones de los discos que merece la pena escuchar, de las películas que conviene no perderse, de los lugares a los que deberíamos viajar. Internet es la gran lista de nuestros días, fragmentaria e infinitamente ramificada. Cualquier manual de autoayuda que se precie, encaminado a hacerte millonario, ayudarte a conquistar el éxito o redimirte de la obesidad, incorpora el consejo básico de hacer listas. Perseverarás en los propósitos inventariados, y tu vida mejorará. Las enumeraciones tienen que ver con el orden como ansiolítico, es decir, con nuestro sistema defensivo para neutralizar la expansión del caos. También tienen que ver con la angustia, con el miedo, con el doloroso convencimiento de que tenemos los días contados. De ahí que tratemos de reducir las cosas que nos desbordan a diez, cincuenta, cien epígrafes.”

               Yo también, de niño, me acostumbré s hacer mis propias listas: listas de ríos de todo el mundo, lista de lagos o de cascadas, listas de todos los emperadores romanos o de equipos de fútbol europeos. Cualquier cosa que se me pudiera ocurrir, tenía su lista correspondiente, y de esta manera, ahora lo contemplo en la distancia que me dan los años, me fui acostumbrando para dar después el siguiente paso, camino de mis escrituras incipientes, prematuras, como una sencilla historia de Roma que sólo era un resumen apresurado de mis propias lecturas sobre aquellos emperadores romanos que conformaban mis listas, o una novela de aventuras ambientada en el oeste americano, nunca concluida, inventada a partir de las novelas de Marcial Lafuente Estefanía que mi abuelo leía en el interior de su taxi, durante sus largas esperas entre cliente y cliente. No guardo nada de aquellos escritos primerizos, pero estoy seguro de que fueron posibles gracias a aquellas listas, mentales o escritas, que siguen formando parte de mi universo personal.

               Después di un paso más en mi escritura y escribí, por fin, “El papiro de Éfeso”. Sí, una novela imposible porque, como afirma en su libro Irene Vallejo, hoy en día es prácticamente imposible encontrar entre las ruinas de la antigua Éfeso, en la actual costa turca del Egeo, el perdido manuscrito de Heráclito. Los arqueólogos lo han buscado inútilmente en la Biblioteca de Celso o en el templo de Diana, o Artemisa, y entre los restos de la vieja ciudad griega y romana. En realidad, encontrar hoy en día, en pleno siglo XXI, un manuscrito de veinticinco siglos de antigüedad es tarea imposible, porque el papiro es un material leve y perecedero, más que el pergamino y más incluso que el papel. La historia de Heráclito y de su obra nos la cuenta Irene Vallejo: “En realidad, de Heráclito ha llegado hasta nosotros sólo un conjunto de breves máximas, extrañas y poderosas. No, lo que tienen en común es su actitud hacia la palabra: si el mundo es críptico, el lenguaje adecuado para representarlo será denso, misterioso y difícil de descifrar. Heráclito pensaba que la realidad se explica como tensión permanente. Él lo llamaba “guerra” o lucha entre contrarios. Día y noche; vigilia y sueño; vida y muerte se transformaban uno en otro, y sólo existen en su oposición; son en el fondo las dos caras de la misma moneda (“La enfermedad hizo buena y amable la salud; el hambre, la saciedad; el esfuerzo, el descanso… inmortales mortales, mortales inmortales, viviendo la muerte de otros y la vida de otros muriendo”). A Heráclito le correspondía por herencia el rango de rey de su ciudad. Cedió a su hermano menor el cargo, que, desde la llegada de la democracia, era en realidad un sacerdocio. Al parecer, consideraba meros “traficantes de misterios” a los magos, predicadores y adivinos. Cuentan que se negó a hacer leyes para los efesios, prefiriendo jugar con los niños en el templo. Dicen también que llegó a hacerse muy altanero y desdeñoso. No le importaban los honores ni el poder, estaba obsesionado por encontrar el logos del universo que significaba “palabra” y también “sentido”. En la primera frase del cuarto evangelio –“en el principio era el logos”-, habla Heráclito”.


Templo de Artemisa, en Efeso. Reconstrucción. En este lugar sería depositada la obra de Heráclito.

               Y además, sería imposible encontrar ese texto perdido porque, aún en el caso de que el libro hubiera podido permanecer en el tiempo, otro griego se había encargado, hace ya también mucho tiempo, de destruirlo, en el mismo tempo de la diosa en el que el filósofo lo había depositado, como un tributo de amor y de sabiduría. Eróstrato es el nombre de aquel criminal “libericida”. Recordamos de nuevo la palabra de la autora: “Quiere ser famoso a cualquier precio. Nunca ha destacado en nada pero se rebela contra la idea de ser uno más. Sueña en secreto que la gente lo reconoce por la calle, cuchichea y lo señala. Una voz interior le susurra que algún día se convertirá en una celebridad, como los campeones olímpicos o los actores que seducen al público boquiabierto. Ha decidido que hará algo grande; sólo le falta descubrir qué. Un día trama por fin un plan. Incapaz de realizar proezas, siempre puede pasar a la historia como destructor. En su ciudad se encuentra una de las siete maravillas del mundo, que vienen a visitar reyes y viajeros desde tierras muy lejanas. En un promontorio rocoso, encaramado entre nubes, el templo de Artemisa domina todos los barrios de Éfeso. Hicieron falta ciento veinte años para construirlo. La entrada es un espeso bosque de columnas. En su interior, forrado de oro y plata, descansa la imagen sagrada de la diosa que cayó del cielo, además de las valiosas esculturas de Policleto y Fidias, y fantásticas riquezas. La noche sin luna del 21 de julio del año 365 a.C., mientras en la remota Macedonia nacía el gran Alejandro, él se desliza entre las sombras y trepa por los escalones que llevan al Artemisio. Los guardianes nocturnos duermen. En el silencio roto por los ronquidos, se apodera de una lámpara, derrama aceite y prende fuego a las telas que adornan el interior. Las llamas lamen el tejido y suben hacia el techo. Al principio, el incendio repta lentamente pero cuando consigue herir las vigas de madera empieza la rápida danza del fuego, como si el edificio llevase año soñando con arder. Él mira hipnotizado las llamaradas que rugen y se enroscan. Luego sale tosiendo del edificio para ver cómo ilumina la noche. Allí, los guardias lo capturan sin problemas. Lo arrojan encadenado a un calabozo, donde es feliz durante unas horas solitarias, aspirando el olor a humo. Cuando lo torturan, confiesa la verdad: que había planeado incendiar el edificio más bello del mundo para ser conocido en el mundo entero. Cuentan los historiadores que todas las ciudades de Asia Menor prohibieron, bajo pena de muerte, revelar su nombre, pero no lograron borrarlo de la historia. Figura en todas las enciclopedias, incluidas las virtuales. El escritor Marcel Schwob fue su biógrafo en un capítulo de las Vidas imaginarias. También Sartre le dedicó un relato corto. Ha prestado su nombre al trastorno psicológico de quiénes, sólo por aparecer unos minutos en televisión o ascender a los más vistos en Youtube, son capaces de realizar cualquier barbaridad gratuita. El exhibicionismo a toda costa no es un fenómeno exclusivamente contemporáneo. Su nombre maldito era Eróstrato. En su memoria, el deseo patológico de popularidad ha venido a llamarse síndrome de Eróstrato. El incendio que provocó para catapultarse a la fama dejó reducido a cenizas aquel rollo de papiro que Heráclito había regalado a la diosa. Irónicamente, el filósofo creía que de manera cíclica el fuego aniquila el universo y en su obra profetizaba una conflagración cósmica final. No sé el universo, pero los libros -que en todas sus formas arden bien- tienen un triste historial de destrucción entre las llamas”.

               Leer “El infinito en un junco”, además de provocar en mi gen lector un placer como pocos libros lo han hecho, me ha traído estos recuerdos de mis primeros pasos en el mundo de la escritura, de aquellos años en los que escribí mis primeros cuentos, o ese libro primerizo sobre Heráclito y su obra. Siempre supe que el texto del “Oscuro” nunca sería encontrado, ni en Éfeso ni en ningún otro lugar, y sin embargo quise soñar aquel relato imposible, ofrecérselo a aquél que quisiera abrir las páginas de ese otro libro, el mío, y adentrarse en su lectura.


Entrevista a Irene Vallejo
Aula de Cultura. Diario de la Rioja- UNIR
Andrés Pascual


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