El libro cuenta con un
total de doce capítulos, con sus consabidas salutaciones -del alcalde, del
presidente de la Diputación provincial y del director del Instituto de Historia
y Cultura Militar-, y unas consideraciones finales. Y a lo largo de sus doce
capítulos, se hacer un recorrido por toda la historia militar de Cuenca,
especialmente desde los tiempos medievales, en un momento como el actual, en el
que este tipo de estudios militares vuelve a estar de moda, liberado ya de los
males que hasta no hace demasiados años, le había causado una visión demasiado
política y positivista de los estudios históricos: acciones bélicas, unidades
militares que participaron en ellas, militares conquenses que se destacaron en diferentes
batallas y acciones de campaña,… Algunas de ellas son bien conocidas por el
público conquense en general, aunque en ellas, los autores de los respectivos
capítulos siempre destacan nuevas perspectivas mucho más novedosas, y otras
son, en líneas generales, completamente desconocidas para la gran mayoría de
los conquenses.
Desde el punto de vista
de esa novedad, me gustaría destacar aquí dos aspectos concretos, que están relacionados
con la historia medieval de nuestra provincia, un periodo amplio de tiempo en
el que la guerra era la forma de vida habitual de todos los miembros de la
sociedad, desde el rey hasta el más humilde villano, y especialmente de
aquellos que vivían en zona de frontera -guerras entre cristianos y musulmanes;
guerras civiles entre los propios cristianos o los propios musulmanes; guerras
entre dos grandes ejércitos, formados cada uno de ellos, en alegre camaradería,
tanto cristianos como musulmanes-, dos aspectos que creo que deben ser tenidos muy
en cuenta. Por una parte, el hecho de que, entre los propios conquenses, pocas
veces ha sido analizada la importancia que una familia conquense, los
Dhi-l-Nun, tuvo en la desaparición del califato omeya de Córdoba, y la creación
de los primeros reinos de taifas. En efecto, los hechos que provocaron la
implosión de califato omeya en Al Ándalus se iniciaron a partir de 1009 cuando,
asesinado el visir cordobés, Abderramán Sanchuelo -quien era hijo de Almanzor y
de Urraca Sánchez, la hija del propio rey de Navarra, Sancho Garcés II-. El
asesinato posterior del nuevo califa, Hisham II, cuatro años más tarde, se
desencadenó en la ciudad del Guadalquivir una importante guerra civil, que
tendría como consecuencia final el colapso total del califato.
Y en ese río revuelto,
uno de los que más ventajas pudo sacar fue, precisamente, Ismail Dhi-l-Nun, o
Ben Zennun, descendiente de una poderosa familia de origen bereber, que desde
los primeros años de la conquista se había asentado en las tierras que en los
tiempos prerromanos habían formado la Celtiberia, y que en ese momento era
conocida con el nombre de Santaveriyya. La capital del territorio estaba
situada en la Alcarria conquense, en Santaver, junto a la antigua Ercávica
romana, pero sus territorios se extendían por buena parte de la provincia de
Cuenca y el sur de la de Guadalajara, con castillos principales en Masatrigo,
Uclés, Huete y Cuenca, la joven ciudad que, a pesar de que hacía muy pocos años
que había sido fundada sobre un promontorio del Júcar, junto a la desembocadura
del Huécar, estaba destinada a convertirse, en muy poco tiempo, en la ciudad
más importante de toda la región. A partir de este momento, y aprovechándose de
las circunstancias, Dhi-l-Nun y sus descendientes, Al-Mamun y Al-Qadir, hijo y
nieto de Ismail respectivamente, fueron incorporando nuevos territorios a sus
posesiones, hasta hacerse con el reino de Toledo, convirtiéndose así en el
dueño de toda la Marca media andalusí, y llegando a apoderarse, durante algunos
momentos importantes, de la antigua capital del califato, Córdoba. Para conseguirlo,
el conquense se apoyó en algunos momentos, en los reyes cristianos de León y de
Castilla, algo habitual en aquellos momentos, aunque es un hecho que a menudo
es olvidado también cuando se habla de la Reconquista.
Tampoco se ha hablado
demasiado, entre los apasionados de nuestra historia, del llamado Pacto de
Cuenca. Lo que el autor ha llamado el Pacto de Cuenca, tiene un antecedente histórico
que sí es bastante conocido por el público den general: las capitulaciones del reino taifa toledano, que
en ese momento todavía estaba regido por Dhi-l-Nun, después de su conquista por
parte del rey Alfonso VI de Castilla. Este acuerdo entre vencedor y vencido es
importante también para comprender mejor, desde el punto de vista histórico, la
legendaria historia de la mora Zaida, y la supuesta entrega al reino
castellano, como dote de un matrimonio que nunca se produjo -recordémoslo una
vez más, Zaida nunca fue la esposa del rey Alfonso VI, sino su amante, aunque
también madre de su heredero, el príncipe Sancho-, de las consabidas plazas
fuertes de Cuenca, Uclés y Huete. Esta leyenda, que aparece en algunos antiguos
cronicones, representa una realidad histórica diferente: la adquisición, por
parte de uno de los más importantes caudillos cristianos del momento, Alvar
Fáñez, sobrino del Cid, de un amplio territorio, que había sido parte de las
posesiones patrimoniales de los Dhi-l-Nun. De esta manera lo ha explicado el
autor del capítulo correspondiente a este periodo de la historia, Plácido
Ballesteros San José:
“Al no tener noticia
cierta de ganancia de ciudades antes o después de esta capitulación excepto las
entregadas por el pacto de Cuenca, parece lógico pensar que la firma de la
capitulación supuso, junto con la entrega de la capital, la del reino; del
mismo modo que las ciudades enumeradas por los cronistas cristianos como
conquistas de Alfonso VI se expresan sólo por su nombre, pero comprenden la
cabeza con su alfoz. Este hecho es incuestionable. Dado que ninguna fuente
coetánea a los hechos, ni narrativa ni documental, ni cristiana ni musulmana,
se ofrecen testimonio de otras luchas, resistencias o nuevos asedios, al hablar
de la entrega de las ciudades y plazas que fueron ocupadas por los cristianos
al mismo tiempo que Toledo capital, esto nos lleva a afirmar que los datos o
fechas de conquistas concretas, proporcionadas por algunas historias locales a
partir del siglo XVI, no tienen ninguna
apoyatura histórica, están inspirados por el orgullo y las tradiciones locales,
y no tienen ningún fundamento. La entrega de estas plazas principales del reino
sin luchas conocidas, insistimos, seguramente se hacía mediante órdenes y por
personas de confianza de al-Qadir, y las condiciones serían, obviamente, las
mismas de la capitulación de la capital.”
En este marco histórico
se produjo un nuevo acuerdo entre al-Qadir y Alfonso VI, con el fin de que el
antiguo rey de Toledo, al-Qadir, pudiera hacerse con el gobierno de la taifa de
Valencia, aprovechándose así de las guerras civiles que llevarían, poco tiempo
después, al colapso total de ese reino, debido al fallecimiento de Abd al-Aziz.
El pacto, por otra parte, convertía a las antiguas posesiones patrimoniales de
los Dhi-l-Nun, la kora de Santaveriyya, en una especie de protectorado tapón,
que facilitaría más tarde la entronización de al-Qadir como nuevo rey taifa de
Valencia, limitando de esta forma la expansión de cualquier otro monarca que
tuviera pretensiones en la zona, fuera éste cristiano, Sancho Ramírez de
Aragón, o musulmán, al- Musta’in de Zaragoza. Recogemos de nuevo las palabras
del profesor Ballesteros San José:
“Así las cosas,
para facilitar la operación era lógico que aquel sector más próximo a Valencia,
precisamente en el que la fidelidad a Al-Qadir no era discutida por nadie, ya
que allí se situaban las ciudades que formaban el solar patrimonial de los
Dhi-l-Nun (Santaver, Huete, Uclés, Cuenca y Alarcón) quedó reservado
inicialmente para el rey de la taifa toledana. Las fuentes nos informan de que,
tras su salida de Toledo, a finales de mayo de 1085, al-Qadir se estableció en
Cuenca, donde fue recibido por uno de sus privados, Ibn Alfaray. Con él preparó
la estrategia a desarrollar para la ocupación de Valencia con la ayuda de las
tropas cristianas puestas a su servicio por Alfonso VI, capitaneadas por uno de
los caudillos militares más destacados de la Corte Castellana, Alvar Fáñez. La
operación culminó durante la primavera del año siguiente, pues las
circunstancias políticas del reino valenciano pronto fueron propicias para
ejecutar el plan de Alfonso VI. Ese mismo año, murió el visir valenciano Abd
al-Aziz y la población de la ciudad se dividió en varios bandos, de manera que,
mientras algunos sectores apoyaban a dos de los hijos del visir, otras dos
facciones eran partidarias de entregar la ciudad a Al-Musta’in de Zaragoza y a
Al-Qadir respectivamente. Triunfó, finalmente, el partido favorable a al-Qadir
cuando éste se presentó ante la ciudad con sus fuerzas, apoyadas en las tropas
castellanas al mando de Alvar Fáñez. Tras la destitución de Otman, hijo de Abd
al-Aziz, durante el mes de marzo de 1086, el exrey de taifa toledano ocupó las
dependencias de gobierno en el interior de Valencia. Las tropas de Alvar Fáñez
se acantonaron en Ruzafa, a las afueras de la ciudad.”
Resumiendo, la
destitución de al-Qadir del reino de Toledo, antigua capital de los visigodos,
significó un acuerdo de éste con el monarca castellano, para que éste pudiera
intercambiar sus antiguas posesiones junto al Tajo por un nuevo territorio en
la comarca del Turia, impidiendo además la expansión de otros monarcas hacia territorios
cercanos a las nuevas posiciones del reino cristiano de Toledo; para ello,
contaba el conquense con el apoyo de los cristianos, a cambio del
establecimiento en la comarca conquense, antiguas posesiones patrimoniales de
la familia, de un estado tapón, dirigido por Alvar Fáñez, uno de los hombres
más poderosos de Castilla. Estado tapón cuyas plazas más importantes, con
Cuenca, Huete y Uclés a la cabeza, pasaron por primera vez a manos de los
cristianos, por motivos meramente políticos, como vemos, y no amorosos, como
marca la leyenda. A partir de este momento, este territorio limítrofe entre las
actuales provincias de Cuenca y Guadalajara, pasará a llamarse la Tierra de
Alvar Fáñez. La presión ejercida por los almorávides, llegados desde África
para intentar convertirse en los nuevos amos de la península, y la derrota
cristiana en la batalla de Uclés, en 1108, en la que falleció el propio
príncipe Sancho, el hijo de Zaida y del rey Alfonso VI, acabaría con aquellos
sueños, y la tierra de Alvar Fáñez pasaba de nuevo a manos musulmanas. Algunos
años antes, en 1092, una revuelta popular instigada por el cadí ibn Yahhya,
había conseguido deponer también a al-Qadir del gobierno valenciano, entregando
la ciudad del Turia a los propios almorávides. El 28 de octubre de ese año,
al-Qadir fue ejecutado por orden de estos, poniendo fin de esta forma al primer
reino taifa de Valencia.
El libro cuenta, además,
con otros capítulos interesantes. En él se habla de los tercios, desde luego, y
de dos conquenses que se destacaron en las guerras europeas de los siglos XVI y
XVII, Julián Romero y Alonso de Céspedes. Por lo que se refiere a la Guerra de
Sucesión, se pueden destacar los párrafos que el autor del capítulo, el coronel
Juan Murillo Terrán, dedica al teniente general Juan de Cereceda y Carrascosa,
uno de aquellos militares conquenses, olvidado en muchas ocasiones por la
historia, y sobre todo por sus propios paisanos de los siglos XX y XXI, que fue
uno de los principales héroes de aquella batalla, muchas veces mal entendida,
sobre todo en los ambientes más nacionalistas. Y respecto a la Guerra de la
Independencia, tratada en dos capítulos consecutivos por el coronel Benito
Tauler Cid, quiero destacar el papel desempeñado por la Junta Suprema de
Cuenca, que no fue, como afirma el autor, la primera de las establecidas en el
ámbito provincial -anteriormente a ella había sido creada ya la Junta de
Requena, incorporada más tarde a la de Valencia-, y que ni siquiera llegó a
tener nunca autoridad sobre todo el territorio conquense -el viejo marquesado
de Moya había sido agregado primero a la propia Junta de Valencia, y más tarde
a la de Aragón, que de esta forma pasó a llamarse Junta Suprema de Aragón y
parte de Castilla-. También las diferentes unidades militares que, durante la
guerra contra el francés, operaban en el teatro de guerra de nuestra provincia,
y sobre todo, de aquellas que, combatientes en nuestras tierras o lejos de
ellas, llevaban el nombre de Cuenca en su denominación oficial, habiendo sido integradas,
además, por conquenses, de la capital y de la provincia, y armadas por el
presupuesto de nuestras ciudades y pueblos. Y también la Guerra Civil cuenta
con dos capítulos, en los que se estudian tanto el desarrollo del conflicto en
la provincia, territorio de retaguardia, como sabemos, y el diferente
armamento, ligero y pesado, que fue empleado por los combatientes.
En resumen, quiero destacar aquí que el libro es, en conjunto, una lectura obligada para todos aquellos que desean profundizar en la historia militar de nuestra provincia, o incluso en la historia de Cuenca en general. Se trata de un estudio novedoso en todos sus aspectos, también incluso en aquellos que son más conocidos por el conjunto de los conquenses, y una interesante contribución al conocimiento de nuestro pasado: Y también conocimiento de nosotros mismos, como conquenses, como miembros de una comunidad provincial que se fue forjando a lo largo de los tiempos, gracias a hermosos periodos de paz, pero también de luchas armadas, de guerras contra los que en algún momento intentaron invadirnos, o contra nosotros mismos. Y es que las guerras, a pesar de la gran tragedia que llevan consigo, nos han venido acompañando desde siempre, desde que el hombre es hombre, a los conquenses como al resto de los ciudadanos del mundo, conformando la manera de ser de nosotros como pueblo. Y la provincia de Cuenca no es una excepción, tampoco en este sentido.
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