¿Quién es, en realidad, Paco Álvarez, el autor de este nuevo libro, “Romanos de aquí”, que vamos a comentar en la entrada del blog correspondiente a esta semana? Puede que no se trate de uno de los más importantes romanistas de la actualidad, puede que no sea uno de esos sesudos historiadores, profesores universitarios de reconocido prestigio investigador entre los especialistas en el tema, pero lo que nadie puede poner en duda es de que se trata de uno de los mejores divulgadores españoles de un periodo de nuestra historia, el de la romanización de la península ibérica, y sobre todo, de la influencia que esa cultura, la romana, ha tenido siempre en la conformación de nuestro país, y del conjunto de Europa, hasta los tiempos actuales; un periodo que sigue siendo de gran interés para el público en general, tal y como demuestra el éxito que siguen teniendo las películas de ese género, el peplum, o las películas llamadas “de romanos”. Su teoría, que yo también suscribo, es bastante sencilla: de las tres grandes civilizaciones que han venido a conformar a lo largo de los siglos, hasta los momentos actuales, ya bien adentrado el siglo XXI, el mundo desarrollado -la romana, la musulmana y la indochina, entendiendo a esta última como la que reúne a todos aquellos pueblos, en realidad muy diferentes entre sí, que surgieron, también hace ya mucho tiempos, en los valles de los grandes ríos del sudeste asiático-, es precisamente la primera, la romana, más que ninguna otra, la que ha conformado nuestra forma de ser como europeos y occidentales. Y lo hace, por otra parte, dotando a sus textos con un estilo conciso y claro, con grandes dosis de humor incluso, que facilitan enormemente su lectura. El libro, en fin, está en la honda de otros textos suyos publicados con anterioridad, como “Somos romanos. Descubre al romano que hay en ti” y “Estamos locos estos romanos”.
Muchas veces se ha hablado de la
influencia que el mundo árabe ha tenido sobre nuestra propia configuración como
españoles y como europeos, y sin embargo, tal y como afirma Paco Álvarez, esa
influencia musulmana, aun cuando es desde luego importante, no lo es tanto como
la que ha tenido el conjunto la romanización. Tal y como asegura el autor, los
musulmanes, que no propiamente los árabes -árabes, en realidad, vinieron muy
pocos; la mayoría de los que llegaron a la península eran bereberes, pasados
por el tamiz de la religión de Alá-, permanecieron en nuestro país algo menos
de ochocientos años, y todo ese tiempo sólo en el reino nazarí de Granada, que
el resto de la península había pasado ya a ser nuevamente cristiana dos siglos
antes de ello. Mientras tanto, la influencia del mundo romano sobre la
totalidad de la península se extendió durante más de seis siglos, pero ese tiempo
puede ser alargado todavía mucho más, casi hasta nuestros tiempos, si tenemos
en cuenta la pervivencia e Europa de la cultura, una cultura que en gran parte no
es más la antigua cultura judía pasada, a su vez, por la pátina de esa romanización;
a nadie se nos escapa que la Roma cristiana es la heredera directa de la Roma
del antiguo imperio de los césares.
Es cierto, por otra parte, que nuestro idioma, el
español o castellano, cuenta con una gran cantidad de términos y palabras
procedentes del árabe. Pero frente a ello, no debemos tampoco perder de vista
que ese idioma, el español, es una de las lenguas romances o latinas, nacidas
directamente del latín, aquel hermoso idioma que hablaban los romanos, los de
aquí y los de allí, durante todos esos siglos de romanización sobre gran parte
de Europa. Después, el cristianismo adoptó ese mismo latín como lengua oficial
en todos sus ritos, al tiempo que los europeos, cristianos a pesar delas
múltiples divisiones y separaciones que la Iglesia fue sufriendo a través de
los siglos, extendió aquella cultura cristiana por los nuevos continentes y las
nuevas tierras que se iban descubriendo, y los nuevos países que se iban fundando
en América desde el último cuarto del siglo XVIII, primero Estados Unidos y más
tarde en las antiguas colonias hispanas, siguieron siendo romanas en el mismo
sentido en que también lo eran sus antiguas metrópolis. Y el idioma de los antiguos
romanos, el latín, siguió siendo un lenguaje de unidad en el seno de la Iglesia
hasta bien entrado el siglo XX, hasta que el concilio Vaticano II lo desterró de
sus ritos más comunes.
“Romanos de aquí”, la tercer entrega
de esta trilogía del divulgador español, es un acercamiento a las biografías de
todos aquellos romanos que, nacidos en los cuatro primeros siglos de nuestra
era en alguna de las muchas ciudades que conformaron la provincia romana de
Hispania, lograron pasar a la historia por un motivo u otro. Algunos de ellos
son conocidos por casi todos nosotros, como Trajano o como Adriano, los
primeros emperadores romanos que habían nacido fuera de la península itálica, o
sea, en lo que entonces eran las provincias, o Teodosio, el último gran
emperador, aquel que convirtió el cristianismo en la religión oficial del
Estado, y que dividió el conjunto del imperio entre sus dos hijos -la parte
oriental para Arcadio, destinada a convertirse en un nuevo imperio, heredero
directo del romano, alrededor de Bizancio; la occidental para Honorio,
destinada a desaparecer poco tiempo más tarde, aunque su herencia se mantendría,
a través del cristianismo, generación tras generación, hasta más alá de la edad
media-; o como los grandes filósofos cordobeses, los Séneca, padre e hijo; o
como esos grandes escritores, de diferentes épocas y estilos, -Lucano, miembro
de la misma familia que los dos filósofos, Columela, Marcial, Quintiliano,…-; o
como los grandes maestros de la cristiandad en sus primeros siglos, San Dámaso,
papa, o el obispo Osio de Córdoba, quien presidió el concilio de Nicea y que
muy probablemente se convirtió, en aquel concilio, en el autor de una de las
oraciones más importantes todavía entre los cristianos, el Credo, que todavía
sigue rezándose, al menos, durante la celebración de la misa católica.
Podríamos citar también a muchos otros, menos
conocidos entre la generalidad de los lectores porque los planes de estudio de
las generaciones más recientes, realizados desde hace ya mucho tiempo a
espaldas de todo ese legado romano, nos han hecho olvidarlos. Tal y como dice
el autor, la “leyenda negra” no es tampoco ajena a ese olvido, con la aquiescencia
de una parte importante de los españoles. En este sentido, el propio Paco
Álvarez afirma lo siguiente: “Hacia el año 1600 España había creado 40
universidades, de las cuales siete ya estaban en América, abiertas a toda la
población. En ese mismo año, en Inglaterra había tres universidades y en la
civilizada Suecia, una. Los españoles que fueron a las Indias, además de
hambre, llevaban en la mochila el derecho romano. En unos sitios donde a la
gente se le abría el pecho en la plaza para arrancarles el corazón palpitante
como si tal cosa, nosotros llevamos la presunción de inocencia e igualdad ante
la ley. Incluso desarrollamos los derechos de Indias: nuestras leyes
consideraban como personas iguales y con los mismos derechos a los habitantes
de México y a los de Segovia.” Y los españoles que llevaron a América su
hambre y su cultura cristiana, también eran todavía romanos, tanto como los que
se quedaban en Castilla.
En efecto, son muchos los romanos que, nacidos en Hispania, esa provincia romana que ocupaba entonces los países actuales de España y Portugal -los portugueses, desde el punto de vista romano, son tan hispanos como nosotros-, y también Andorra, destacaron sobre el conjunto de sus coetáneos romanos. Basta decir que toda una dinastía de emperadores, los Antoninos, que en realidad deberían ser llamados Flavios porque ésta era la familia hispana que en realidad la había iniciado, a finales del primer siglo, era originaria de la Bética, la actual Andalucía. A esta dinastía perteneció el más importante, probablemente, de todos los emperadores romanos: Marco Aurelio, cuyo abuelo, Annio Vero, era originario de la ciudad hispana de Ucubi, la actual Espejo (Córdoba). Y en Hispania nacieron también otros muchos hispanos de pro: políticos y emperadores, de los de verdad y los autoproclamados, en aquellos tiempos en los que el imperio apenas valía la paga de un puñado de soldados de los que formaban una cohorte o una guardia personal; guerreros y militares, varios de los cuales vieron recompensadas sus carreras por alguna de aquellas coronas, equivalentes a las medallas actuales, que estaban destinadas sólo a los héroes de guerra; escritores y oradores, cuyo magisterio sobre algunos de los grandes vates de la lengua latina, como Horacio, Virgilio o el propio Cicerón, también debe ser destacado; santos, papas y obispos de los primeros tiempos del cristianismo, cuando ser cristiano se pagaba incluso con la vida,… Podríamos hablar de todos ellos, pero hacerlo aquí sería poco más que establecer una lista impersonal de nombres que así, a primera vista, apenas diría nada a los lectores menos avezados en la romanización de nuestro territorio. Mejor, querido lector, que cada uno acuda al libro de Paco Álvarez, que los vaya descubriendo por sí mismo, al tiempo que disfruta en la lectura amena y sencilla de este libro.
Mientras tanto, si deseo acercarme un poco a ese
otro grupo de romanos que, nacidos en los estrechos límites de la romanización
que marca la actual provincia de Cuenca, tan romana entonces como resto de
Hispania, como todo el sur del continente europeo, como el norte de África o el
próximo oriente, lograron de alguna manera pasar a la historia, aunque sea a
través de esa parte de la historia que ha podido ser recuperada gracias a la
arqueología y el estudio de las inscripciones antiguas, sea cual sea la
superficie en la que se hayan realizado esas inscripciones. La epigrafía y las
excavaciones de los yacimientos romanos, especialmente de las tres ciudades
romanas asentadas en nuestros límites provinciales, futuras sedes episcopales -Segóbriga,
Valeria y Ercávica-, han recuperado para la historia algunos de esos nombres de
romanos de entonces. Pero antes de acercarme a todos esos nombres, y para ser
justos y exactos con la historia, quiero hablar primero de uno que no nació en
nuestro territorio actual conquense, por más que muchos cronistas locales, e
incluso algunos investigadores serios, lo hayan convertido en uno de los hijos
oriundos de la ciudad romana de Valeria: el papa Bonifacio IV (c.550-615). Había
nacido en Valeria, sí, pero en otra ciudad del mismo nombre que la conquense, cerca
de la actual cuidad de L’Aquila, en la región italiana de los Abruzos.
Si había nacido en la Valeria conquense, la antigua
ciudad que había sido fundada, o refundada, por Valerio Flaco, a tenor de una
inscripción que fue hallada hace ya algún tiempo en una de las zonas de las
excavaciones, el que podríamos considerar como el primero de los grandes
deportistas conquenses, el auriga Aelio Hermeroto, quien falleció, según se
desprende de la inscripción, en el curso de una carrera, en la ciudad de Ilici
(Elche) o en Astigi (Écija, Jaén). A él ya le dedicamos en este blog una
entrada completa -ver “Aelio Hermeroto, un Ben-Hur de origen conquense”, 26 de
julio de 2019-, por lo que no quiero insistir más en el tema. Y de Valeria era
también cierto G. Grattio Nigrino, miembro de una de las más conocidas tribus
oriundas de Hispania, los Gratti, que estaban establecidos, ya en las primeras
décadas del imperio, en todas las ciudades romanas de la meseta, y también en
Edeta, la actual Liria (Valencia); algunos de ellos, más tarde, se verían
reflejados también en las listas de los obispos de Segóbriga, que acudieron a
los sínodos provinciales de Toledo en tiempos visigodos.
Por lo que respecta a este Grattio Nigrino, se sabe
que fue cuadrunviro de la ciudad de Valeria; es decir, uno de los cuatro
miembros, dos dunviros propiamente dichos y los otros dos ediles, que eran los
encargados de dirigir el gobierno de la ciudad, con poderes judiciales sobre el
conjunto de su territorio. Se trataba, principalmente los dos dunviros -los
ediles eran en realidad magistrados de menor categoría-, de los más altos miembros
de la gobernación de la ciudad, encargados de presidir el senado local de los ciudadanos.
Además, tal y como demuestra también la epigrafía, fue flamen Augusti,
es decir, sacerdote del culto imperial, cuyo principal templo en Hispania había
sido fundado en Tarraco (Tarragona), durante el mandato del emperador Tiberio. Ser
sacerdote del culto imperial en Tarraco era elemento de prestigio, y hace ya
muchos años aparecieron diversas inscripciones que atestiguan la presencia de algunos
personajes oriundos de Segóbriga entre ellos: Lucio Grattio Glauco (de nuevo
sale a relucir otro miembro de esta tribu propiamente hispana), Cayo Julio Pila
y Lucio Caecilio Porciano. Y Valeria Fida, la esposa del último de los tres flamen
Augusti que eran oriundos de Segóbriga, también fue sacerdotisa de este
mismo culto imperial, que también estaba permitido, como podemos ver, a las
mujeres. La relación de estos personajes con la ciudad de Segóbriga, Lucio
Grattio y Caecilio Porciano, ya de por sí incuestionable a partir de los textos
encontrados en Tarraco, se manifiesta también en otros textos epigráficos que
fueron hallados así mismo en las ruinas de la ciudad conquense.
Gracias siempre a otros restos epigráficos se han
podido recuperar también algunos nombres correspondientes a ediles y
magistrados de Segóbriga: Lucio Turelio Gémino, quien dedicó las estatuas
votivas dedicadas a Germánico y a Druso, los hijos adoptivos de Augusto,
recuperadas de las excavaciones; T. Sempronio Pullo, cudrunviro de la ciudad,
cuyo nombre apareció en una de las inscripciones aparecidas en la zona de la
basílica; y Lucio Sempronio Valentino, quien también corrió a cargo de algunas
obras públicas en la ciudad romana, aunque todavía no sabemos de cuáles se
trataba con exactitud. Otros personajes también destacaron entre la alta
sociedad de Segóbriga, como Próculo Spantamico, quien corrió a cargo de los
gastos provocados por el enlosado del suelo de foro. Aunque las letras, de
bronce dorado, encastradas sobre el mármol, no se han conservado, su huella es
todavía visible gracias a los huecos dejados por ellas sobre las propias losas.
No sabemos quién fue realmente este Próculo Spantamico, si realmente era originario
de Segóbriga, o si sólo permaneció en la ciudad romana una temporada, como
parte de un cursus honorum del que nada más sabemos. Algo similar ocurre
con otros nombres aparecidos en las excavaciones, muñidores y mecenas de las
obras llevadas a cabo en la ciudad en los dos primeros siglos de nuestra era.
Cayo Julio Italo, miembro del orden ecuestre, los equites, miembros de
la élite social tanto en Roma como en las provincias, también hizo financió
algunas obras públicas, a tenor de algunas otras inscripciones recuperadas.
Algo más sabemos respecto de Manio Octavio Novato,
miembro también de esa misma orden ecuestre, y por lo tanto de la élite
segobricense, al que se le erigió un pedestal que fue instalado delante de la
escena del teatro, y por lo tanto también una estatua; el pedestal, y quizá también
la estatua, probablemente una de las esculturas de togados que aparecieron en
la misma zona del teatro, se conserva actualmente en el Museo de Cuenca, aunque
el hecho de que no se haya recuperado la cabeza no nos permite conocer, ni
siquiera de forma aproximada, el aspecto que tendría aquel importante personaje.
La razón de aquella dedicatoria por parte de los segobricenses del siglo
primero es sencilla: como praefecto fabrum, una especie de ingeniero
militar encargado de las obras, fue quien llevó a cabo la construcción del
teatro en el siglo primero. Tampoco sabemos si era realmente segobricense de
nacimiento, pero Anthony Álvarez Melero ha resaltado su posible vinculación
familiar con algunos senadores de Roma de este apellido que eran de origen
hispano, y entre ellos Octavio Galo Novato, quien sería elevado a la orden
ecuestre por el emperador Vespasiano. En Córdoba, por otra parte, también había
nacido tres años antes de nuestra era, el senador Lucio Anneo Novato, quien era
hermano del filósofo Lucio Anneo Séneca, quien por otra parte fue procurador de
Acaya, en la costa norte del Peloponeso, en tiempos de San Pablo.
No conocemos los nombres de muchos de aquellos
conquenses de época romana, pero sí la importancia que tuvieron dentro del
conjunto de la sociedad. Como el del médico cuya casa fue excavada hace ya más
de cincuenta años en la ciudad de Ercávica. O como el dueño, o los posibles dueños,
que no sabemos realmente si todas ellas eran de un mismo propietario, o incluso
si eran de gestión privada, de las importantes minas de lapis specularis,
que, cuentan las crónicas de los autores clásicos, rodeaban Segóbriga en una
extensión superior a los cien kilómetros; fueron sin duda los beneficios
económicos que proporcionaban aquellas minas, cuyo producto era exportado a
todos los rincones del imperio, los que permitieron su crecimiento como una de
las ciudades más importantes de la meseta hispana. O como el propietario de la
hermosa villa de Noheda, cuyos mosaicos, los más grandes y con más figuras de cuantos
se han encontrado en toda la península ibérica, han hecho pensar a los
arqueólogos que podría tratarse, incluso, de algún miembro de la familia del
propio emperador Teodosio. Uno de es de donde nace, dice el refrán, sino de
donde pace, y sin duda el propietario de la villa romana de Noheda “pació” muchas
veces allí, reclinado sobre los triclinia que se alzaban sobre aquellos
lujosos mosaicos, que en los últimos años han sido recuperados gracias a los
trabajos de los arqueólogos, y especialmente de su director, Miguel Ángel
Valero. Algunos siglos más tarde, ya en tiempos de los visigodos, la
pervivencia de las tres ciudades romanas como sedes episcopales cristianas, y
los listados de sus obispos, recuperados casi todos ellos de las listas de los obispos
que asistieron a los sínodos de Toledo -excepto algunos de los de Segóbriga,
los famosos Sefronio y Nigrino, que lo fueron de las inscripciones halladas en
el entorno de la basílica-, demuestran la pervivencia de algunas familias de
origen romano, junto a las nuevas familias de origen germano, entre las élites
ciudadanas aún después de la conquista de los visigodos.
Volvemos a Paco Álvarez y a su libro sobre los
romanos de Hispania. El autor no duda en resaltar la importancia que la
recuperación de todos esos yacimientos romanos, ciudades, villas, necrópolis,
podría tener para el desarrollo del turismo interior en muchos pueblos de
España; de ese turismo cultural que debe ser, y de hecho lo es cuando las cosas
se hacen bien, una fuente importante de ingresos. Sobre todo ahora, cuando
tanto se habla de recuperar la España vaciada, esa España rural que conforman
nuestros pueblos más pequeños y deshabitados. Tarragona y Cartagena son dos
casos de ese bien hacer cultural, que casi nunca se ha realizado de manera
acertada. A este respecto, dice lo siguiente el autor del libro, en una
entrevista realizada por Luis H. Goldáraz para el periódico Libertad Digital: “Hace
una semana publicaron en todos los medios una noticia de agencias que decía que
habían encontrado en Turquía un anfiteatro romano. Fue noticia en todos los
periódicos. Pues bien. Aquí, en Alcalá de Henares, hay otro teatro romano.
Sabemos dónde está, y está sin desenterrar. Aquí, al lado de Madrid. Y en
Sisapo, en la provincia de Ciudad Real, hay una ciudad entera sin desenterrar.
E incluso en los sitios que están desenterrados, como Baelo Claudia, sólo está
desenterrado el 25%. Ya está. Existen otros tantos pueblos de Castilla en los
que están localizadas varias villas romanas, pero no se desentierran. Y luego
mucho hablar de la España vaciada. ¡Pero si la tenemos ahí! Con esto yo siempre
pongo el ejemplo de Stonehenge. Stonehenge, con todos los respetos, son cuatro
piedras. El dolmen más pequeño de Antequera es más impresionante. Pero
Stonehenge es mundialmente conocido.
Está en todos lados. Y nosotros, que tenemos auténticas virguerías, las
tenemos ahí tapadas. Mira, yo tuve un desencuentro con unos irlandeses hace
tiempo por una cosa de estas. En Irlanda hay un faro del siglo XIV que es
anunciado como el faro en funcionamiento más antiguo del mundo. Yo les escribí
y les mandé documentación sobre el Faro de Hércules, en La Coruña. El que
hicieron los romanos en el siglo primero. Les dije eso, claro. Perdóneme usted,
pero cuando su faro empezó a lucir el de aquí ya llevaba 1.400 años luciendo.
¿Y tú crees que alguien desde alguna institución ha intervenido y les ha dicho
a los irlandeses que por lo menos no digan mentiras? Pueden decir que el suyo
es el faro medieval más antiguo que funciona, a lo mejor. Pero no de la
Historia. Ese es el de Hércules. Pues es así todo. Como siempre, a los
políticos sólo les importa la España vaciada cuando hay elecciones. Y les importa
la cultura… pues nunca. Porque entre otras cosas, si se sacase a la luz el
patrimonio que tenemos, se demostraría la cohesión que existe. Que entre Irún y
Cádiz, o entre Cartagena y Cataluña, no hay diferencias de origen. Todo viene
de lo mismo. No hay razas ni Rh distintos.”
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