martes, 25 de enero de 2022

Los Enríquez: el ascenso social de una familia hidalga de Cuenca hasta alcanzar la nobleza titulada

 

Desde que en 1976 el historiador italiano Carlo Ginzburg publicara su obra más conocida, “El queso y los gusanos”, la historia de Doménico Scantella, hasta entonces un desconocido molinero de Friul, en el Véneto, que fuera sometido a un proceso inquisitorial por su personal concepción del mundo, nada convencional y contraria a los postulados oficiales de la Iglesia en aquellos momentos del siglo XVI, es mucho lo que ha cambiado en la forma de investigar la historia. Y es que, desde entonces, se ha venido a desarrollar lo que se ha venido a llamar la “microhistoria”, que en parte no es más que una vuelta de tuerca más de ese fenómeno que es la “nueva historia”, la “nouvelle historie”, que a lo largo de toda la segunda mitad del siglo pasado puso de moda la francesa Escuela de los anales, de Jacques Le Goff y Pierre Nora. Y lo que importa realmente de esa microhistoria, es la transformación que esa nueva forma de hacer historia ha tenido sobre nuestro conocimiento del pasado en determinados aspectos, como es el de la movilidad social de las familias a lo largo del Antiguo Régimen.

        En este campo de la microhistoria es donde se mueve el libro que en esta nueva entrada vamos a comentar, un libro de la historiadora Yolanda Fernández Valverde, doctora en Historia Moderna por la Universidad de Castilla-La Mancha -precisamente el texto es la adaptación de su tesis doctoral, sobre la historia de la familia Enríquez, desde su primera vinculación comercial y social con la provincia de Cuenca, hasta su incorporación, por razones de diferentes casamientos de conveniencia, a la grandeza titulada de España-, que además de sus dotes como investigadora, es también profesora tutora de la Universidad Nacional de Educación a Distancia, en su centro asociado de Cuenca,  y profesora asociada de la Universidad de Castilla-la Mancha, también en su campus conquense. El libro en cuestión tiene el título siguiente: “De mercaderes a la grandeza de España”;  y como subtítulo, mucho más aclaratorio de lo que contiene en sus páginas: “De los Enríquez de Cuenca a los Queipo de Llano, condes de Toreno, ss. XVI-XIX”. Y ha sido publicado por la editorial madrileña Dykinson, con la colaboración del Seminario de Historia Social de la Población, de la propia universidad manchega, del que la autora es miembro activo.

            En realidad, el linaje de los Enríquez hunde sus raíces en la más alta nobleza de Castilla, vinculado al infante Fadrique de Castilla, hijo ilegítimo del rey Alfonso XI y de su amante, Leonor de Guzmán, y hermano gemelo de Enrique de Trastámara, el futuro monarca Enrique II a partir de 1366, el primero de su dinastía, después de salir victorioso en la guerra civil que mantuvo contra su medio hermano, Pedro I. Fue este Fadrique Enríquez, adelantado mayor de la frontera de Andalucía y maestre de la orden de Santiago entre 1342 y 1358, fecha en la que falleció, asesinado por orden del propio Pedro I, porque había sido uno de los principales defensores de su hermano gemelo en aquella guerra civil, que a todo el reino de Castilla había llevado el enfrentamiento entre los dos hijos de Alfonso XI. Fue a partir de la victoria del nuevo rey, Enrique II, cuando el linaje de los Enríquez se convirtió en uno de los más importantes de Castilla, asentado con el título hereditario de almirantes de Castilla y, con el tiempo, a partir del reinado de Carlos I, con el ducado de Medina de Rioseco. Y entre sus descendientes más próximos figura incluso la propia madre del rey Fernando el Católico, Juana Enríquez, quien era hija de otro Fadrique Enríquez, posterior en el tiempo, segundo señor de Medina de Rioseco, que también fue almirante de Castilla, como el resto de los miembros de esta familia.

            De este ilustre linaje, aunque de una rama secundaria del mismo, procedía el primer protagonista de nuestra historia, Juan Enríquez, un adinerado financiero que había nacido en las primeras décadas del siglo XVI en Becerril de Campos, en la provincia de Palencia. Era hijo de Alonso Enríquez, quien a su vez era hijo ilegítimo de Rodrigo Enríquez, deán de la catedral palentina, y hermano de la propia Juana Enríquez, la madre del rey Católico, y de María de Arce. Dedicado durante toda su vida al comercio con Italia, tanto de lana castellana como de otros artículos de lujo, vivió durante algún tiempo en las ciudades de Roma, Génova y Savona, ciudades estas dos últimas situadas en la región septentrional de Liguria, al final de su vida decidió afincarse definitivamente en esta última, después de haber conseguido una importante fortuna. Y a caballo entre los dos países vivieron también algunos de sus familiares, dedicados como él al comercio entre ambos países, y también a actividades bancarias. Así, uno de sus sobrinos, Juan Enríquez Herrera, quien era hijo de su hermana Inés Enríquez y de Pedro Herrera, llegó a fundar, con un socio italiano, Octavio Costa, un importante banco en Roma, Herrera & Costa, que ofrecía liquidez estable a algunas familias de la élite nobiliaria de la ciudad papal, y también a pintores y escultores tan afamados, y tan importantes para la historia del arte, como Guido Reni, Annibale Carraci, o el propio Michelangelo Caravaggio. Y cuando falleció, en la propia ciudad del Tíber, fue enterrado en la misma capilla que él había fundado, en la iglesia de Santiago de los Españoles de la Plaza Navona, embellecida a su costa con pinturas realizadas al fresco por el propio Carraci, pinturas que en la actualidad se encuentran repartidas entre el Museo del Prado y el Museo Nacional de Arte de Cataluña.

            No trataremos, en esta breve entrada, de desentrañar todo el entramado genealógico que de la familia Enríquez nos presenta la autora del libro, bastante complicado de por sí debido a los diferentes entronques matrimoniales del linaje, entronques que en ocasiones son de carácter endogámico y otras veces exogámico, pero siempre buscando, de manera premeditada, el mantenimiento de la fortuna familiar y ciertos beneficios sociales, en la medida en la que el Antiguo Régimen permitía cierta movilidad social. Sí hemos querido aquí destacar, por el contrario, la influencia que, sin duda, esta familia tuvo en la economía conquense durante aquellos siglos, y sobre todo las relaciones económicas que, a partir de su establecimiento en nuestra provincia, primero en la ciudad de Huete y después en la propia capital, se pudieron dar entre la capital conquense y las ciudades italianas. De esta forma, se creó un canal comercial entre ambos países, basado, como había sido en el caso del propio patriarca del clan, Juan Enríquez, en el comercio de la lana y de ciertos productos de lujo, pero ahora, también, con la tramitación de documentos diplomáticos y burocráticos, tan necesarios en aquella sociedad eminentemente eclesial, como era la extensión de bulas y de otros documentos papales.

            Baste decir, en este sentido, que el propio Juan Enríquez Herrera, futuro banquero en la ciudad del Tíber, había pasado una parte de su juventud en la ciudad de Cuenca, dedicado, en la compañía de algunos de sus primos, al mismo negocio familiar. En este sentido, cuando falleció el Savona el padre del linaje, Juan Enríquez, sin descendencia, fueron llamados a la ciudad italiana varios de sus sobrinos con el fin de hacerse cargo de la fortuna familiar, entre ellos Alonso Enríquez, hijo del homónimo mercader que se había asentado en Huete en 1540, ciudad en cuya nobleza se había asentado como caballero hijosdalgo. Allí, en Huete, se casaría por dos veces, primero con la hija del comendador de la Merced de la propia ciudad optense, de cuyo matrimonio nacería el hijo mayor, Alonso, y más tarde con Francisca Beltrán Valdelomar, quien era a su vez hija del entallador Pedro Valdelomar. Este Alonso Enríquez falleció en 1579 en la capital italiana, después de haberse dedicado a las mismas actividades comerciales entre los dos países, pero con su fallecimiento no finalizaron dichas actividades: en sentido contrario, uno de sus hermanos, en Savona habían nacido Francisca y Beatriz Enríquez, hijas de Jerónimo Enríquez Valdelomar, quien había acompañado a la ciudad italiana a su hermano Alonso Enríquez, y que en esa ciudad había contraído matrimonio con Lucrecia Ferrara, quienes, huérfanas de padre y madre, fueron llamadas a Cuenca por sus tíos. Aquí, en la capital conquense, la primera de ellas contraería matrimonio morganático en 1597 con uno de sus primos, el regidor de la ciudad Pedro Enríquez Valdelomar; la otra, Beatriz, se casaría en 1602 con Juan Buedo Gomedio, natural de Vara del Rey, y sus descendientes terminarían emparentando después con otra de las familias más poderosas de la ciudad, los Chirino.

            Durante los años siguientes, la riqueza familiar se fue asentando, incorporando otros tipos de actividades, como las relacionadas con el préstamo, de lo que da fe diferentes protocolos notariales conservados en el Archivo Histórico Provincial, relativos a diferentes contratos relacionados con censos y otros productos similares, actividad que, por otra parte, provocó en algunos de los miembros de la familia concretas situaciones de dificultad. Préstamos que, en ocasiones, llegaron a tener como prestatario al propio ayuntamiento de la capital, como los más de cien mil reales que Gaspar Dávila Enríquez reclamaba todavía en 1732, correspondientes a unos censos que sus antepasados habían otorgado a finales del siglo XVI, con autorización real, sobre los bienes propios del ayuntamiento y las rentas municipales. El hecho demuestra, una vez más, que los problemas financieros que tiene el ayuntamiento de Cuenca, no son un hecho aislado del siglo XX.

            Con el tiempo, algunos de los miembros de la familia fueron ampliando sus relaciones familiares con otros linajes importantes, de Cuenca y de algunas ciudades limítrofes, como las de Madrid, Toledo y Albacete, ciudades en las que los Enríquez siguieron ostentando puestos de gran relevancia social y económica.  Y algunas vicisitudes familiares, relacionados con la descendencia femenina del linaje y sus lazos matrimoniales, motivaron el nacimiento de nuevas variantes del apellido: Dávila Enríquez y Ruiz de Saravia Dávila Enríquez. Fue precisamente la última descendiente del linaje, Dominga Ruiz de Saravia y Dávila Enríquez, quien a su vez era hija de María Joaquina Dávila Enríquez y del regidor toledano Domingo Ruiz de Saravia y Neira de Montenegro -hijo, a su vez, de Juan Ruiz de Saravia, caballero de Calatrava y tesorero del reino de Aragón-, quien condujo al linaje familiar, de nuevo, a formar parte de la más alta nobleza titulada, y a la propia grandeza de España, al contraer matrimonio el 14 de septiembre de 1778, con el sexto conde de Toreno y vizconde de Matarrosa, José Marcelino  Queipo de Llano Bernaldo de Quirós. De este matrimonio nacería el famoso político del liberalismo, José María Queipo de Llano, quien llegaría a ser futuro presidente del Consejo de Ministros. Sobre esta parte de la historia familiar, y sobre los motivos por los que la vieja casa familiar de los Enríquez, en la calle de San Pedro, haciendo esquina ya con la plaza del Trabuco, y frente a la homónima iglesia -en la que la familia tenía su capilla particular, la de san Marcos, que todavía contiene su hermoso artesonado mudéjar, y en cuyo interior recibe culto actualmente el también homónimo paso de Semana Santa-, pasó a recibir popularmente los nombres de Palacio de Mayorga y Palacio de Toreno, ya he hablado en alguna otra entrada anterior de este blog. Ver, en este sentido, “El palacio de los condes de Toreno, en la calle de San Pedro de Cuenca”, 28 de noviembre de 2019.



martes, 18 de enero de 2022

Los orígenes familiares conquenses del dramaturgo Juan Ruiz de Alarcón

No descubrimos nada nuevo si decimos que los siglos XVI y XVII fueron, por lo que a la literatura española se refiere, los de mayor apogeo creativo de todos los tiempos; no por casualidad, a este periodo se le ha llamado el Siglo de Oro de la literatura española, y mucho de ello tuvo también que ver con la situación política que ese momento vivía nuestro país, sumido en un imperio gigantesco en extensión, por encima de sus posibilidades reales de mantenimiento, lo que abundó en sus frecuentes crisis económicas y financieras. Poetas como Garcilaso de la Vega o Juan Boscán, o nuestro querido fray Luis de León, o los grandes místicos de nuestra literatura, Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz; o novelistas como el anónimo, ya no tan anónimo, autor del “Lazarillo de Tormes” -a este respecto, quiero remitirme a otras entradas anteriores de este blog: “El origen de la Semana Santa de Cuenca y el autor del Lazarillo”, 17 de febrero de 2018; “El convento de Nuestra Señora de la Contemplación y la familia Valdés”, 18 de junio de 2020- o el inmortal Miguel de Cervantes, el creador del gran mito de la literatura universal, Don Quijote de la Mancha, se concatenan a lo largo de todo el siglo XVI para hacer que ello sea así. Y el siglo XVII, más allá del inclasificable Francisco de Quevedo, fue el siglo de los grandes dramaturgos españoles: Lope de Vega, Calderón de la Barca, Tirso de Molina -conocido entre sus compañeros de claustro como fray Gabriel Téllez, quien, como tal fraile mercedario, ocupó durante varios años las celdas del convento que su orden tenía en la capital conquense-,… Y entre todos esos nombres gloriosos de nuestra literatura, no desmerece tampoco la figura de Juan Ruiz de Alarcón.

            No queremos aquí glosar los méritos de este escritor, quizá menos conocido que los citados anteriormente, pero de la misma forma que ellos, miembro de ese Parnaso literario que es nuestro Siglo de Oro. Ruiz de Alarcón nació en el continente americano, en la colonia de Nueva España, hacia los años 1580 o 1581, aunque sus biógrafos no se ponen de acuerdo si fue en la capital de la colonia o en la cercana ciudad de Taxco, en el actual estado de Guerrero. Y es que el escritor mantuvo en vida un casi absoluto silencio sobre los primeros años de su vida, así como sobre sus orígenes familiares, algo que los historiadores y los biógrafos han tenido que reconstruir, y de los que hablaremos más tarde, pues es éste el verdadero interés que me ha movido a escribir esta entrada. Si sabemos mejor que sus primeros estudios universitarios los realizó entre 1596 y 1598, en la Real y Pontificia Universidad de México, y que pasó posteriormente a la península, con el fin de continuar sus estudios de Derecho en la Universidad de Salamanca, periodo de su vida que abarcó los seis primeros años del siglo XVII. Allí, en la ciudad del Tormes, fue donde escribió sus primeras obras dramáticas, y también algunos ensayos.

            Especialista ya en derecho civil y en derecho eclesiástico,  en 1606 se trasladó a Sevilla, donde empezó a ejercer como abogado, y donde llegó a conocer a Miguel de Cervantes, quien influiría en su carrera literaria posterior. Y de regreso en Nueva España, donde obtuvo finalmente el título de licenciado, a la vera del propio virrey, Luis de Velasco, pudo ascender en la burocracia del virreinato, hasta llegar a ocupar el cargo de teniente de virrey. Con él regresó a España en 1611, y establecido en Madrid, empezó a desarrollar en la nueva capital de España la etapa más floreciente de su carrera literaria. A este periodo de su vida corresponde su enfrentamiento y enemistad con otros grandes autores de nuestra literatura, como Lope de Vega o el propio Quevedo, pero también su amistad con Ramiro Núñez de Guzmán, quien era yerno del propio Gaspar de Guzmán y Pimentel, conde-duque de Olivares, valido del rey Felipe IV, una amistad que le serviría de gran ayuda para su promoción literaria, en un periodo en el que el teatro había alcanzado una elevada importancia social entre todos habitantes de la villa, pero también en la propia corte real.

A partir de 1625 sirvió diversos cargos en el Consejo de Indias, llegando a renunciar, dos años después, a una prebenda eclesiástica en el continente americano, al que ya no volvería nunca más. Fue en esta época cuando reconoció su paternidad sobre una hija, Lorenza de Alarcón, que había tenido ocho años antes, en 1620, con Ana de Cervantes. Y falleció en Madrid el 4 de agosto de 1639, fruto de su mal estado de salud, que se había agravado desde los primeros meses de ese año, y que le había impedido asistir a las reuniones del Consejo de             Indias.

Juan Ruiz de Alarcón es autor de un largo e importante catálogo de obras teatrales, si bien no tan extenso, aunque sí igual de importante, que el de otros dramaturgos de su generación, como Calderón de la Barca o el propio Lope de Vega. Entre esas obras destacan, de su primera época, “Las paredes oyen” y “La cueva de Salamanca”, y de su etapa más fructífera, las tituladas “La amistad castigada”, “Como amigos”, y “El tejedor de Segovia”. Y por encima de todas, obras tan reconocidas por la crítica literaria como “Quien mal anda mal acaba”, “No hay mal que por bien no venga” y “La verdad sospechosa”. Sobre el conjunto de esa obra universal, podemos leer en la Wikipedia, la enciclopedia libre de internet, esta largo resumen:

“Su producción literaria se adscribe al género de la comedia de carácter. Forjó un estilo construido a partir de personajes con identidades muy bien definidas, profundas y difíciles de entender en una primera lectura.​ Dominó el juego de palabras y las asociaciones ingeniosas entre estas y las ideas dieron como resultado un lenguaje lleno de refranes, capaz de expresar una gran riqueza de significados. El pensamiento de Alarcón es moralizante, como corresponde al período barroco.​ El mundo es un espacio hostil y engañoso donde prevalecen las apariencias frente a la virtud y la verdad. Ataca a las costumbres y vicios sociales de la época, aspecto que lo distinguió notablemente del teatro de Lope de Vega, con el que no llegó a simpatizar. Es el más psicólogo y cortés de los dramaturgos barrocos y sus obras se mueven siempre en ámbitos urbanos, como en “Las paredes oyen” y “Los pechos privilegiados”. Su producción, escasa en cantidad si se compara con la de otros dramaturgos contemporáneos, posee una gran calidad y unidad de conjunto y fue muy influyente e imitada en el teatro extranjero, particularmente en el francés. Todo ello le ha valido a Alarcón ser considerado un influyente dramaturgo del barroco español. No fue bien valorado por sus contemporáneos y su obra permaneció en el olvido hasta bien entrado el siglo XIX, cuando fue rescatada por Juan Eugenio Hartzenbusch.”

Es ahora cuando queremos resaltar la relación familiar que el gran dramaturgo tuvo con la provincia de Cuenca, y que pocas veces ha sido tenida en cuenta entre sus biógrafos, y menos todavía entre los propios conquenses, especialmente los de las últimas generaciones. Y es que, ya durante la vida del propio Juan Ruiz de Alarcón, alguno de sus opositores, con el fin de desprestigiarle, llegaron a afirmar que el escritor tenía sangre judía, heredada de su abuela materno, lo cual quizá fuera posible, y que era hijo de un sacerdote que había nacido en la provincia conquense, en Buenache de Alarcón, quien se había visto obligado a huir al nuevo continente por algún motivo desconocido.  Pero ¿qué hay de cierto en todo ello? La verdad es que Juan Ruiz de Alarcón era miembro de una familia acomodada, y que su padre, Pedro Ruiz de Alarcón y Valencia, al igual que la familia de su madre, mantenía ciertos intereses económicos en los ingenios de minas establecidos en la ciudad de Taxco.

En efecto, hoy podemos afirmar que Juan Ruiz de Alarcón era hijo de Pedro Ruiz de Alarcón y Valencia, y de Leonor de Mendoza. El padre, quien había nacido en 1542 en el pueblo conquense de Albaladejo del Cuende, era hijo, a su vez, de Garci Ruiz de Alarcón y Carrillo, segundo señor de Albaladejo, fruto quizá de una relación extramatrimonial que mantuvo con la madre de nuestro protagonista, María de Valencia. Éste, que había nacido en ese mismo pueblo alrededor del año 1473, estaba oficialmente casado con Guiomar Girón de Valencia, quien era, a su vez, la tercera señora de Piqueras del Castillo.  Del seno del matrimonio nacieron otros ocho hijos de Garci Ruiz de Alarcón, y hermanos de padre, por lo tanto, de nuestro protagonista; y entre ellos el primogénito, Alfonso Ruiz Girón de Alarcón, quien heredaría a la muerte de sus progenitores los señoríos de Albaladejo del Cuende y de Piqueras del Castillo. Pertenecía por lo tanto nuestro protagonista, por línea paterna, a uno de los linajes más ilustres que estaban asentados en la importante nobleza manchega de la época, que a lo largo de toda la Edad Media había extendido sus redes familiares y clientelares por las tierras de Alarcón, algunos de los cuales, incluso, llegarían a formar parte de la alta nobleza titulada.

No se conocen todavía los motivos que llevaron a Pedro Ruiz de Alarcón a tomar un barco, atravesar el océano Atlántico y asentarse en Nueva España,  a donde debió llegar en algún momento del año 1570, aproximadamente, pero lo cierto es que, tal y como hemos podido ver, siguió manteniendo en la colonia una cierta posición económica de privilegio. Privilegio que se haría más patente a partir de su casamiento, en 1572, en la propia catedral de México, con Leonor de Mendoza, quien a su vez era hija de Hernando Hernández de Cazalla y de María de Mendoza; el matrimonio, muy probablemente, se había establecido ya en la capital de la colonia hacia la década de los años cuarenta de ese siglo. De lejano origen hidalgo andaluz, la familia había llegado a alcanzar una próspera situación económica en el nuevo continente, gracias precisamente a la explotación de las minas de plata de Taxco, en las que el propio Pedro Ruiz de Alarcón, ya lo hemos dicho, también tenía ciertos intereses. Establecidos en un primer momento en la propia ciudad minera, a ciento veinte kilómetros de la capital de la colonia, donde nacieron los dos primeros hijos del matrimonio, Pedro y Gaspar Ruiz de Alarcón, fue entre los años 1580 y 1581 cuando la familia se trasladó a la capital mexicana -precisamente en esos mismos años en los que nació su tercer hijo, nuestro protagonista, y es ahí donde reside el debate existente todavía respecto al lugar exacto de su nacimiento-, ciudad en la que nacieron, eso sí se sabe con seguridad, sus dos hermanos más pequeños, Hernando y Garci Ruiz de Alarcón y Mendoza.



martes, 11 de enero de 2022

“Arqueomanía”, de las pantallas de televisión al papel impreso

 En el año 2012, Televisión Española decidió hacer una apuesta arriesgada en beneficio del conocimiento histórico de todos los espectadores, dedicando en La 2, su cadena eminentemente cultural, una serie de programas dedicados a acercar al gran público una ciencia que, para muchos ellos, no dejaba de ser extraña: la arqueología. El programa, de carácter divulgativo y temporalidad semanal, acercaba a los telespectadores los yacimientos más importantes y desconocidos de España; los museos especializados que se extienden por todas las capitales de provincia, o por algunos de esos yacimientos; las entrevistas, a pie de excavación, con los arqueólogos que siguen cribando la tierra para extraer de ella las pistas que nos devuelvan nuestro pasado,… El programa ha sido dirigido desde el principio por Manuel Pimentel y por Roberto Cuadrado. El segundo es un conocido actor de doblaje y de videojuegos, que ha prestado su voz a diferentes personajes de una u otra arte, destacando su papel como doblador de Vito Scaletta, personaje principal de la serie “Mafia 2”. El primero, ingeniero agrónomo de formación y empresario, es también un conocido escritor y editor, apasionado de la arqueología y de la divulgación arqueológica con más de veinte libros publicados sobre el tema, que llegó incluso a ser ministro de Trabajo y de Asuntos Sociales entre 1999 y 2000, durante la presidencia del Gobierno de José María Aznar.

        Como decimos, ya en aquellos momentos la apuesta de Televisión Española había sido difícil, y más lo es, todavía, el hecho de que, desde entonces, se haya mantenido en la parrilla televisiva durante ocho temporadas. Durante todo este año, “Arqueomanía”, que así se halla el programa, ha acercado al público generalista diferentes yacimientos arqueológicos, en una muestra cronológica que va desde la más remota prehistoria hasta la Edad Media, sin dejar de atender, tampoco, a otros yacimientos arqueológicos más modernos, o a las diferentes campañas que los arqueólogos españoles continúan realizando en Egipto o en otras regiones del próximo oriente o de Europa. Un programa que, además, se va a ver continuado a partir del próximo día 12 de enero, a las ocho de la tarde. Y es que es en esa fecha cuando se va a emitir el primer capítulo de una nueva temporada, una temporada que va a contar con trece nuevos episodios en los que, tal y como se dice a partir de una cuña publicada en el propio blog del programa, va a jugar un papel destacado el estudio de la prehistoria, tal y como ha venido sucediendo, también, en las otras ocho temporadas del programa. Pero no va a ser ese el único tema desarrollado a lo largo de estos trece nuevos capítulos: los equipos españoles que continúan trabajando en Luxor o en Asuán, en Egipto; una interesante entrevista realizada a Zahi Hawass, el más internacional de los arqueólogos egipcios en la actualidad, con la meseta de Giza de fondo; la brillante exposición sobre la cultura etrusca celebrada en el Museo Arqueológico de Alicante; el descubrimiento de los plomos de Sacromonte; el mundo funerario o el comercio en la antigüedad, son otros temas que también se van a tratar en algunos de esas nuevas entregas de “Arqueomanía”. Resumiendo, un programa de gran interés para los enamorados de la arqueología y de la historia en general, y también para los simples curiosos, sin demasiado conocimiento de lo que significa esta ciencia, que podremos ver, como ya se ha dicho, en la segunda cadena de Televisión Española, todos los miércoles, a partir de las veinte horas.

http://arqueomania.es/home/el-miercoles-12-de-enero-regresa-arqueomania/

            Pero la programación de “Arqueomanía” no se queda sólo en la difusión televisiva de esas nueve temporadas. En 2019, la editorial cordobesa Almuzara publicó en su colección sobre arqueología el libro “Arqueomanía. Historias de la arqueología, que, escrito por el propio Manuel Pimentel Siles y por Manuel Navarro Espinosa, quien ha trabajado también en el programa de televisión como guionista, productor y realizador, repasa, ahora por escrito y sobre el papel impreso, algunos de los episodios tratados en las diferentes temporadas emitidas hasta ese año. Se trata, también, de un libro interesante, de fácil lectura, lejos de esos estudios farragosos que a veces abundan en este tipo de literatura, capaz de hacer llegar la pasión por la arqueología a personas que, antes de su lectura, sólo eran capaces de ver en los yacimientos “un montón de piedras derruidas y mal alineadas”, tal y como yo he podido escuchar en algunas ocasiones. Porque la arqueología es, además de una ciencia, una pasión y una aventura, más allá de esas películas sobre tesoros escondidos, y sobre arqueólogos tipo Indiana Jones o Lara Croft, que tanto abundan en una parte de nuestra bibliografía. En efecto, la arqueología también puede ser una aventura, y así los autores del libro en la contraportada del volumen, una contraportada que, de manera bastante gráfica, resume a la perfección lo que es el texto en su conjunto:

“La arqueología es una ciencia apasionante bajo la que se ocultan historias increíbles. Los arqueólogos rastrean nuestro pasado en sus excavaciones. A ellos les debemos tantos y tantos tesoros descubiertos y, sobre todo, lo más importante, el conocimiento de lo que aconteciera miles de años atrás. Hemos descendido a cuevas profundas, trepado pendientes y montañas, soportando el frío y el calor para conseguir llegar a yacimientos remotos. En estos lugares, algunos llenos de magia ancestral, hemos podido compartir muchas horas, en algunos casos de sol a sol, con los verdaderos protagonistas de esta obra, los arqueólogos. Pero, sobre todo, vamos a contar historias de la arqueología; comenzando por aquel pasado remoto en el que como humanos dábamos los primeros pasos en una sabana africana. Conoceremos como llegamos a Europa, ya habitada por los neandertales, y como creamos el arte rupestre. Tras conocer yacimientos e historias del Neolítico y de los primeros metales, nos adentramos en los misterios tartésicos e íberos para llegar hasta la gran Roma. La desconocida arqueología insular, canaria y balear, nos ocupará varios capítulos. Y como arqueología medieval, participaremos, entre otras, en la investigación arqueológica de un enigma templario, y trataremos de averiguar donde está enterrado el rey Boabdil el Desdichado. Y como queremos dar a conocer las misiones de los arqueólogos españoles en el extranjero, viajaremos hasta Egipto para conocer las excavaciones del templo de Millones de Años del faraón Tutmosis III. Esta obra también tiene la esencia de un libro de viajes, contiene la narración en primera persona de las impresiones que los paisajes, las personas y las ruinas, causaron en nuestra alma de viajeros curiosos y apasionados por la arqueología y la historia. No somos arqueólogos ni científicos, sino divulgadores, y tenemos muy clara nuestra misión: dar a conocer al gran público, de manera rigurosa y amena, la arqueología española y la tarea de los arqueólogos.”

            Un programa de televisión y un libro, que no podrían haberse realizado, ninguno de los dos, sin la colaboración de los arqueólogos, los verdaderos protagonistas de la aventura. Por ello, el libro se cierra con el agradecimiento a una larga lista de esos arqueólogos, de diferentes museos de arqueología, de centro de investigación arqueológica, o de los propios yacimientos arqueológicos, todos los que, de alguna forma, se han visto reflejados en aquellas primeras temporadas del programa. Una lista que va a continuar alargándose a partir de este mismo miércoles, 12 de enero, con nuevos arqueólogos y nuevos centros de arqueología. Y esperamos que pueda seguir ampliándose durante muchos años más, porque todos necesitamos de este tipo de programas, y también de este tipo de publicaciones, sobre todo en estos tiempos, en los que el estudio de la arqueología, y también de la historia en general, continúa eliminándose de nuestros planes de estudio.



miércoles, 5 de enero de 2022

“Svaniti”, una original novela de Ignacio Márquez

 

El libro que vamos a comentar esta semana, después de habernos mantenido unos días en silencio, aprovechando las vacaciones de Navidad, no es un ensayo historiográfico; ni siquiera se trata de una novela histórica, hablando con exactitud, más allá de ese acercamiento que el autor nos hace hacia el ocultismo, la cábala y la alquimia, temas que son propios de la Edad Media. No obstante, considero realmente propia la excepción que supone ese acercamiento a la literatura, y a una literatura sólo en parte ajena a la historia, más propia del contenido de este blog, puesto que el libro en cuestión se trata de una original novela de un escritor manchego, de Ciudad Real, que además es amigo: Ignacio Márquez Cañizares. Una novela que viene a complementar una bibliografía curiosa, formada por media docena de relatos, en los que el misterio, el arcano más oculto, casi siempre se encuentra presente: “Susurros de luz” (con el que el autor ganó el premio Ónuba de novela, , correspondiente al año 2014), “El alma sabe a cerezas”, “El Tetrasoma”, “El tercer ángel”, “El pecado de Atropos” y “El virus lunar”, y que se verá ampliada próximamente con la octava entrega de su original bibliografía, “La piel de las cosas”. Todos ellos, por cierto, han sido publicados por una pequeña editorial, también de Ciudad Real: Casa Ruiz Morote.

            Este nuevo libro de Márquez Cañizares no responde a ninguna clasificación temática clara, una clasificación temática tradicional que, muchas veces, es sólo una forma de hablar. ¿Novela histórica? ¿Novela negra? ¿Novela de misterio? Si y no. Cualquiera de las tres definiciones le podría venir bien al texto que estamos comentando, al menos en parte, aunque sería mejor hablar, quizá, de una novela diferente, imposible de clasificar en un tema concreto. Y es que el libro cuenta con tres partes claramente diferenciadas, como si se tratara realmente de tres novelas distintas, sin aparente conexión entre ellas -sólo aparente, como veremos-, que únicamente al final terminan por identificarse. Sin embargo, lejos de esa aparente falta de uniformidad en el texto, la historia que nos cuenta el narrador manchego mantiene la unidad desde la primera página hasta el final, desde el momento en el que el desconocido alquimista -el hecho de que tenga un nombre propio no resta un ápice para ese anonimato- hasta la final creación de un ángel en la persona del hijo del protagonista.

            ¿Es posible capturar el alma de una persona que acaba de morir? ¿Es posible crear un ángel humano, a partir de la conjunción de dos almas en un mismo cuerpo? Ésta es la pregunta que el autor se plantea en la primera parte de la novela, una primera parte a la que podríamos considerar como una novela histórica, porque el relato está ambientado a lo largo del siglo XI, esa Edad Media en la que la alquimia y la cábala siempre estuvieron presentes. La definición más usual de alquimia está vinculada con la transmutación de la materia, y por ello, con la creación de oro a partir de la conversión de cualquier otra materia, se trate de otro metal o de una simple piedra.  Pero, ¿que pasaría si al final alguien pudiera descubrir que el alma humana no es sólo espíritu, que es también materia? ¿Podría trasladarse esa materia a un cuerpo diferente, extraño, y por lo tanto, hacerla inmortal, trasladar la misma alma de un cuerpo a otro, hasta el final de los tiempos? Esa es, en esencia, la creencia del Cristianismo, y sin embargo, el autor va todavía más lejos: ¿Podría ser un alma inmortal sin tener que escapar de este mundo mortal en el que nos ha tocado vivir? Intentando responder a estas preguntas, el autor nos lleva a un hermoso viaje, desde la Bagdad de los abasidas hasta la Constantinopla bizantina, y desde allí, también al occidente cristiano. Pero la propuesta que nos hace es tan angustiosa, tan rompedora con todo el conocimiento de los hombres, y también con toda su fe, que debe ser escondida en lo más profundo y oscuro de una biblioteca ignota y hermética.

La novela histórica se convierte, en la segunda parte del texto, en una novela negra, policiaca, con todos los lugares comunes que muestran este tipo de novelas. Un buen policía, inteligente y sagaz, pero que no se encuentra en uno de sus mejores momentos por culpa de ciertos problemas familiares -el cáncer mortal de su única hija-, lo que le ha llevado a sumergirse en un mundo de alcohol y de drogas, se ve incurso en la investigación de unos extraños asesinatos, sin aparente relación entre las víctimas, más allá de que todas ellas mantuvieron, durante su vida profesional, una cierta relación con el servicio de salud. El hilo conductor de todos estos asesinatos es uno de los libros más herméticos y enigmáticos de la historia de la literatura: el Apocalipsis, escrito según la tradición por el apóstol y evangelista San Juan a finales de la primera centuria.

Sin embargo, la resolución de esos crímenes no es un destino en sí mismo, sino el medio que tanto el policía como su principal colaborador, un supuesto sacerdote católico de raza negra, tienen para poder llegar al verdadero objeto de su investigación. Y es que el asesino, que según todas las sospechas se va a inmolar a sí mismo en el momento en que cometa el último de sus crímenes, tiene una información de primera mano que afecta al verdadero interés de los investigadores: la desaparición de dos niños en Namibia, una desaparición que está enmarcada en un marco mucho más profundo, relacionado con extraños raptos de niños en el continente africano, y que parece afectar al propio Vaticano. Éste es el hecho que marca el nexo de unión de ambas historias, la historia medieval, hermética, relacionada con la captura de un alma y la creación de seres angélicos, y la historia actual, no menos hermética, de la desaparición de los niños.

Para terminar, y alejándome del peligro que supone para mí el hecho de poder castigar al lector de este blog, que no de la novela, con la comisión de un spoiler -palabra que no me gusta nada, pero que en algunas ocasiones, como ésta, no tengo más remedio que utilizar-, quisiera terminar esta entrada trasladándole el final de la novela, un final que, a mi modo de ver, sirve de brillante colofón de tan singular relato:

“Usó esta palabra [el autor se refiere a la palabra ángel] para referirse a ella sin pensar, pero de inmediato vino a él toda la historia, y que una vez existió la creencia de que aquellas criaturas quedaban convertidas en ángeles. Y vino a él, igualmente, la voz cálida de Luca y unas palabras en las que entonces no reparó: <<Piensa en lo que puedes despertar, más allá de la restauración de la carne, y lo más aterrador, en lo que ya no podrás volver a hacer dormir jamás>>. ¿Y si la vida a cualquier precio fuese cuestionable? ¿Estaba él preparado para corregir aquel error? La decisión por tomar se le antojó espeluznante. Vio la vida por venir con terror y se estremeció. Y una lágrima escapó de sus ojos atormentados.  Años de sufrimiento, del horror de ver apagarse la vida de su hija, y nunca había llorado, pero ahora lo removió un pensamiento corrosivo, el de creer que había envuelto a su niña con un sudario peor que la misma muerte, para la que había sido destinada.”