En 1992, después
de la caída del Muro de Berlín y de que en la vieja Unión
Soviética se hubiera producido ya el movimiento de disolución de su antiguo
imperio, conocido como la Perestroika, el historiador norteamericano Francis
Fukuyama publicó su famoso libro “El fin de la historia y el último hombre”, un
texto que enseguida fue traducido a veinte idiomas diferentes, y tuvo en todo
el mundo una gran cantidad de seguidores. La tesis que se defiende en el libro,
bastante controvertida por lo demás, a pesar de que es uno de los textos más
citados de los últimos años, puede resumirse en lo siguiente: la lucha entre
las ideologías es el motor que mueve la historia, y ese motor se ha paralizado
completamente con la disolución del bloque comunista; por lo tanto, la historia
ha llegado a su final con la victoria de la democracia liberal, la única
ideología viable en el mundo moderno, tanto en lo político y en lo social como
en lo económico.
Sin embargo, la
propia historia no tardó mucho tiempo en demostrar lo inexacta que era aquella
afirmación, que la historia no había llegado a su final. Primero fueron las
sucesivas guerras de independencia que protagonizaron los estados de la antigua
Yugoslavia, que en el momento de la publicación del libro ya se habían
iniciado, pero que se alargarían todavía durante una década más, tiñendo de
muerte y desolación este viejo continente que, para entonces, creíamos que
estaba exento de este tipo de tragedias. Después fueron los múltiples ataques
terroristas de carácter fundamentalista musulmán, las de Estados Unidos contra
las Torres Gemelas y las de Madrid contra los trenes de Atocha, pero también
los múltiples atentados que se han venido produciendo en todo el orbe: en Casablanca,
en Melbourne, en Bangkok, en Mogadiscio, en Barcelona, en Londres, en París, en
Berlín,… o en las embajadas norteamericanas de Nairobi y Dar es Salaam- Ahora,
el nuevo enfrentamiento entre los dos seculares enemigos de la Guerra Fría,
Estados Unidos y Rusia, a la que todos creímos derrotada, que ha vuelto a hacer
sonar en pleno siglo XXI los tambores de una guerra quizá muy cercana en las
fronteras de Europa oriental.
Echando la vista
hacia atrás, es cierto la relación histórica que existe entre los dos países en
conflicto, Rusia y Ucrania, como el escritor Martín Miguel Rubio Esteban ha
afirmado recientemente en la Tercera de ABC. Es cierto también, como ha escrito
Juan Manuel de Prada, que Ucrania es, en parte, la cuna histórica de Rusia, y que
la primera capital de Rusia, antes que Moscú o San Petersburgo, fue Kiev. Sin embargo, yerra el genial escritor, con el
que por otra parte me identifico en muchos aspectos diferentes a éste, cuando
asegura que “la amputación de Ucrania es para Rusia tan dolorosa como lo sería
la amputación de Cataluña para España”.
Comparar el caso de Cataluña, que nunca fue un Estado como tal, con el
de Ucrania, resulta tan erróneo y anacrónico como comparar el caso del País Vasco
con el de Irlanda, que tanto se pretenderá desde el punto de vista de los
independentistas en los tiempos más duros del cruento terrorismo etarra. Las
realidades, geográficas y también históricas, son muy diferentes en los tres
territorios citados.
Es cierto que,
históricamente, Ucrania y Rusia caminaron muchas veces de la mano, pero también
es verdad que hubo otros momentos, terriblemente dolorosos, en el que ambos
países estuvieron enfrentados. Basta citar, para demostrar que ello fue
así, el Holodomor, aquel terrible
genocidio del pueblo ucraniano que, entre 1932 y 1933 llevó a la muerte, por
hambre, a una cantidad indeterminada de ucranianos, entre un millón y medio y
doce millones de personas, según las diversas fuentes; un hecho que, más allá
de supuestas causas impersonales imputables a una serie consecutiva de malas
cosechas y a la secular improductividad de los campos de cultivo de Ucrania,
agravadas por la especulación y el sabotaje de algunos campesinos ricos, debe
atribuirse a un acto intencionado de exterminio desatado por el poderío estatal
soviético dirigido por Stalin.
España nunca
ejerció el genocidio contra Cataluña. Y España, además, se convirtió, después
de la muerte de Franco, en un país democrático, dando cobijo a Cataluña dentro
de su democracia con las mismas condiciones, incluso superiores en algunos
aspectos, que las demás regiones del país. El entramado político Rusia-Unión
Soviética-Rusia, por el contrario, ha estado muchos años, incluso algún siglo, sometiendo
al yugo del totalitarismo al conjunto de sus habitantes, a los propios rusos
primero y después a los ciudadanos de las otras repúblicas soviéticas, primero
con el zarismo y más tarde con el comunismo, salvo ese breve periodo de tiempo
que supuso la Perestroika de Mijaíl Gorbachov. Porque la Perestroika supuso un
gran avance para los rusos en pos de la democracia, a pesar de que en los
últimos años, desde que Vladimir Putin llegara a la presidencia del país,
primero con carácter interino, en 1999, y más tarde ya de manera oficial, a
partir del año siguiente.
En este sentido,
la nueva política de Rusia tiende a la recuperación de aquellas posiciones
políticas que fueron propias de los tiempos más dolorosos de la Guerra Fría,
principalmente en lo que la política exterior se refiere, pero también a la
propia política interna del país. El economista y filósofo francés Guy Sorman,
que tan bien conoce el territorio de la Europa oriental, muchas veces hermético
para los occidentales, debido a sus propios orígenes familiares, ha afirmado
recientemente que el ruso siempre avanza de frente, y que no deja de avanzar
hasta que alguien le detiene. Así lo ha demostrado la historia, también la más
reciente de este siglo XXI, como lo demuestra el caso de Ucrania, a la que hace
ya algunos años Rusia le arrebató ya la península de Crimea y la región de
Donetsk, pero también los de otras antiguas repúblicas soviéticas, como
Bielorrusia y Kazajistan, cuya independencia también ha llegado a amenazar la
“madre” Rusia en los últimos meses.
Y así lo demuestra
también la otra guerra que desde hace ya algún tiempo, una guerra sin
declaración previa que viene utilizando el gobierno de Putin contra la política
interna del resto del mundo, una guerra en la que no se emplean bombas ni armas
de artillería, sino internet y las redes sociales, una guerra en la que los
rusos han tratado incluso de influir en las elecciones democráticas de países
soberanos, tal y como han demostrado algunos observadores internacionales
independientes. Y también, intentando colocar en esos países gobernantes
prorrusos, como Yehven Murayev, quien, según los informes de la diplomacia
británica, es el político que ha sido elegido por el Kremlin para dirigir
Ucrania en los próximos años, como presidente de un gobierno títere, una
marioneta que pueda gobernar a un país derrotado, Ucrania, siempre en beneficio
de esta nueva Unión Soviética.
En todo caso,
nadie puede poner ninguna objeción al hecho de que, a fecha de hoy, Ucrania, en
el plano de la política internacional propia de este siglo XXI, es un país
libre y soberano, que tiene derecho a decidir libremente en cuál de los dos
lados del espectro político quiere estar, si en el de las democracias
occidentales o en del del neocomunismo de Rusia o de China, de Corea del Norte
o de las repúblicas ultraizquierdistas del continente americano. Y por
supuesto, como país soberano que es, también tiene todo el derecho a poder
incorporarse, para defender su independencia, a una alianza militar de carácter
defensivo como es la OTAN. Porque una cosa que también debe ser tenida en
cuenta en el debate, es que la OTAN, pese a su carácter militar, nunca ha sido,
y mucho menos lo es hoy en día, una alianza de carácter ofensivo, sino defensivo.
Y en el plano
interno de nuestro país, por otra parte, y a pesar del mucho ruido que en los
últimos días se está produciendo, España no tiene más remedio que cooperar con
sus aliados de la OTAN, y marchar en la misma dirección que lo hacen ellos.
Otra cosa es, por supuesto, que se cumplan las leyes vigentes, y que, al menos,
se informe adecuadamente en el Parlamento, y se pida también su autorización
legal, de las gestiones que se están haciendo en este sentido. Pero Sánchez,
más allá de ello, y por una vez, ha actuado conforme al derecho internacional,
por más que en la reunión que el presidente norteamericano Joe Biden celebró
con algunos presidentes europeos el pasado 24 de enero, se haya demostrado el
escaso peso político que nuestro país tiene hoy en día -no siempre fue así- en
el plano internacional. Lo otro, la postura de Podemos y del resto de los
aliados del Gobierno, es sólo una vuelta de tuerca más al secular silencio
cómplice que todos los partidos comunistas, también en los países occidentales,
mantuvieron durante todo el siglo pasado, respecto a la violenta política de
presión que la vieja Unión Soviética mantuvo siempre contra aquellas naciones
que formaron, después de la Segunda Guerra Mundial, el Pacto de Varsovia.
A fecha de hoy, 27
de enero de 2022, la situación de la frontera entre Rusia y la Unión Soviética,
es de cierto impasse, alerta siempre a las informaciones de los
políticos que dirigen uno y otro bando -los de Rusia, los de Estados Unidos y
los de la OTAN, que Ucrania, la principal protagonista de la situación, sin
embargo, es la más callada de todas, al menos desde el punto de vista
occidental-. Pero la historia, al contrario de lo que afirmaba Fukuyama, avanza
todavía demasiado rápida en lo que a la política internacional se refiere, y
nadie puede asegurar hoy en día, más allá de supuestos futuribles, cuál será la
situación real en la que el conflicto se encuentre en el momento en el que el
texto sea publicado. Esperemos, sin embargo, que esos tambores todavía lejanos
de guerra, que se oyen en la frontera oriental de Europa, no terminen por
convertirse en esa otra música que, para Napoleón, era la más hermosa de todas
las músicas, la que generan los cañones cuando son disparados sobre el enemigo,
o sobre poblaciones indefensas.
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