viernes, 4 de marzo de 2022

Luis Valle de la Cerda, un espía conquense al servicio del imperio Habsburgo

 

De un tiempo a esta parte, muchas ha sido las nuevas publicaciones que han salido a la luz sobre la España imperial, sobre aquellos años en los que, según se ha repetido hasta la saciedad, en España no se ponía el sol, y en los que el solar de nuestro país se extendía por todos los continentes del globo terráqueo, desde los campos de Flandes y de Alemania hasta los puertos del norte de África, y desde gran parte del continente americano hasta las Filipinas o Guam. Libros que tratan sobre el papel jugado en el mantenimiento de ese inmenso imperio por los tercios, repetidamente reivindicados últimamente, o sobre diferentes aspectos, hasta ahora ignorados, de la economía o de la sociedad de los españoles, de un extremo y otro del gran océano; o, sobre todo, ensayos bien documentados, dedicados a desmontar una leyenda negra que se inventaron los ingleses y los holandeses, es cierto, pero a la que muchos españoles de los siglos XVIII y XIX, y también de este siglo XXI, dieron también pábulo, españoles que fueron engañados en su ingenuidad por esos historiadores extranjeros, o españoles, ellos también, engañadores a su vez en beneficio de ocultos intereses ideológicos.

Hay, sin embargo, un aspecto de aquel pasado lejano y turbulento, tan turbulento, en realidad, como lo han sido casi todas las épocas a lo largo de la historia, que ha pasado desapercibido, si no ya para los historiadores profesionales, sí para la mayoría de los aficionados al conocimiento de nuestro pasado común, más allá de algunos datos aislados e inconexos: el mundo del espionaje, que no es sólo producto de la Guerra Fría, sino que es consustancial con todo tipo de relaciones internacionales. Los espías han sido necesarios por los reyes y por los gobiernos desde que, con el ismo inicio de la historia, fueron necesarias las relaciones entre los diferentes estados, amigos o enemigos entre sí. Su existencia permitía a los reyes conocer, con el único límite que el propio de las propias vías de comunicación, qué es lo que estaba pasando en cada momento en el resto de los reinos vecinos, o también en el reino propio, más allá de los límites del palacio o, incluso, algunas veces, en las propias habitaciones del propio palacio.

Sin embargo, las propias condiciones en las que ese servicio al Estado debía realizarse, unas condiciones en las que siempre debía prevalecer el más absoluto secreto, en las que muchas veces faltaba un documento que avalara cualquier actuación, son las que, quizá, han motivado una falta de estudios historiográficos serios, sobre la historia del espionaje español hasta tiempos muy recientes, más allá, como ya hemos dicho, del conocimiento, casi exótico, de algunos nombres que, por su vinculación profesional con otros campos muy diversos, como el arte o la literatura, se vincularon de alguna manera con ese mundo extraño del espionaje. Porque las relaciones entre el espionaje y la literatura, por ejemplo, no fueron inventadas por John Le Carre o Frederick Forsyth, por Graham Greene o Ian Flemming, el inventor del espía más famoso de todos los tiempos, James Bond. Y si la Inglaterra de los siglos XVI y XVII tuvo un Christopher Marlowe o William Shakespeare -es curioso el hecho de que ambos dramaturgos, que fueron de la misma generación, no llegaron a tener una existencia coetánea entre ellos, que el segundo sólo apareció como escritor en el momento en el que el primero había desaparecido, lo que ha hecho que algunos estudiosos, defensores de la llamada teoría Marlowe, piensan que se trataba realmente de una misma persona- o un Daniel Defoe, España también tuvo un Quevedo y un Cervantes.

El último libro del periodista Fernando Martínez Laínez, experto en política internacional y autor de diferentes libros de divulgación histórica, ha venido a solventar este problema, poniendo en las manos del lector aficionado a temas históricos su último libro: “Espías del imperio. Historia de los servicios secretos españoles en la época de los Austrias”. El autor, doctor en Ciencias de la Información por la Universidad Complutense de Madrid, y presidente y cofundador del Club Le Carre, creado para fomentar la cultura y el conocimiento en el campo de eso que se ha llamado la inteligencia internacional, ha querido acercar a los lectores, en un libro sencillo de leer, ajena a la terminología propia de los sesudos ensayos historiográficos, una España diferente, oculta entre los secretos oscuros de la alta política internacional, esa que se hacía en las habitaciones más apartadas de los diferentes palacios europeos. Martínez Laínez no es historiador, es cierto, o al menos no es un historiador profesional, pero escribe como si lo fuera, con ese rigor y ese conocimiento de lo que escribe que se le exige a todo el historiador profesional, y con una prosa cuidada y sencilla a la vez, cómoda de leer y muy fácil de entender para todo tipo de lectores, independientemente de los conocimientos que pudiera tener sobre la materia. Porque una parte del estudio historiográfico, más allá de la pura investigación de archivo, es, también, la divulgación de sus conocimientos al conjunto de la sociedad.



Y en ese mundo del espionaje español en el siglo XVI tuvo un papel importante un personaje conquense, desconocido en la actualidad para la mayoría de sus conciudadanos actuales: Luis Valle de la Cerda. Aunque algunos historiadores lo han tenido durante mucho tiempo como natural de la capital madrileña, a pesar de su propia autoconfesión en una de sus obras, hoy se sabe que Valle de la Cerda había nacido en Cuenca, en algún momento alrededor del año 1560. Estudió en la Universidad de Salamanca, y desde allí pasó a Italia, y más tarde a Flandes, donde, muy joven todavía, permaneció al servicio del duque de Parma, Alejandro Farnesio, que en ese momento era ya gobernador de los Países Bajos. Y ya de regreso a la península, a la que fue llamado por el propio rey Felipe II, fue miembro del Consejo Real, y en 1592 fue nombrado contador mayor de la Santa Cruzada. Destacó en el campo de la economía, y fue el creador de un sistema de créditos a muy bajo interés, orientado sobre todo para las personas más humildes, que si bien no contó en un primer momento con el favor del monarca, sí atrajo la atención de algunos aristócratas de la época. El conquense proponía, además, liquidar las abundantes deudas que entonces tenía la corona, mediante la creación en todas las ciudades de España de montes de piedad.

Esta teoría es el germen de su obra más conocida, “Desempeño del patrimonio de Su Majestad y de los reinos, sin daño del rey y vasallos, y con descanso y alivio de todos, por medio de los erarios públicos y de los montes de piedad”. El título del libro es bastante farragoso, es cierto, pero lo es al estilo de lo que era usual en aquel momento, y bastante clarificador de todo lo que el economista conquense pretendía. El libro fue publicado en Madrid en el año 1600, y fue después reeditado en 1618, en una edición que tuvo una gran influencia sobre la obra de Juan López de Ugarte. Se conoce, también, otras dos obras suyas, más relacionadas con la experiencia política de nuestro protagonista en los campos de batalla del norte de Europa, en Flandes: “Avisos en materia de estado y guerra para reprimir rebeliones y hacer paces con enemigos armados o tratar con súbditos rebeldes”, y “Discurso de la rebelión y la guerra de Flandes.”

Pero junto a esta parte visible de la biografía de Valle de la Cerda, existe también una realidad menos conocida, relacionada de alguna manera con el mundo del espionaje. Ciertamente, no fue el conquense un agente de campo, llamándolo así en una terminología moderna, al estilo de lo que sí lo fueron otros personajes de la época, como Miguel de Cervantes o el propio Francisco Quevedo, pero su vinculación con los servicios secretos del imperio de los Habsburgo, como secretario de cifra que era de Felipe II, y más tarde de Felipe III, no debe ser puesta en duda. Recojo a continuación las palabras que, en este sentido, le ha dedicado el propio Martínez Laínez de nuestro protagonista: “El cifrado y el contracifrado de cartas y documentos influyeron de manera determinante en la política exterior española. Así, por ejemplo, Retortillo Atienza cita el caso de Luis Valle de la Cerda -de quien hablaremos más adelante, que consiguió descifrar en 1585 las cartas que Isabel I de Inglaterra, en plena guerra de Flandes, enviaba a los rebeldes holandeses, prometiéndoles apoyo militar y financiero a cambio de la cesión de varios puertos en los Países Bajos.” Y más adelante continúa: “El criptoanalista conquense podía desentrañar las cartas encriptadas más complejas, en pocas horas y sin contracifra.”

La labor de Luis Valle de la Cerda, a quien Fernando Martínez Laínez califica como “el genio del cifrado”, en el campo del espionaje, se había iniciado ya cuando apenas tenía dieciocho años de edad, y permanecía al servicio de Alejandro Farnesio, como perlustrador, término que en la actualidad se puede identificar al de criptoanalista, y su labor atrajo desde muy pronto la atención del propio monarca, Felipe II. Éste le llamó a la corte, donde, según el autor del texto, trabajó a las órdenes directas de Juan de Idiáquez, secretario de Estado y jefe de la inteligencia en la corte de los Austrias, es decir, de todos los espías que en aquel momento estaban trabajando a favor de España. Se encontraba todavía en los Países Bajos cuando se encontró perseguido por los ingleses, molestos porque el conquense, tal y como hemos dicho, había conseguido descifrar los mensajes que la propia reina Isabel había enviado a los rebeldes holandeses, y aunque Hilario Priego y José Antonio Silva llegan a afirmar que estuvo prisionero de ellos durante un largo tiempo, el hecho no es seguro: es más fácil suponer que , de haberse producido, el conquense hubiera sido ejecutado, pues para entonces los enemigos le habían puesto precio a su cabeza.

Además de las obras ya citadas, relacionadas con los campos de la economía y de la guerra, el autor de “Espías del imperio” cita también otra obra suya, relacionada ésta con ese otro campo profesional en el que también había participado: el del espionaje. Su título, como todos los de sus libros, es también bastante clarificador: “Breve tratado de cómo serán de expeler y hallar a los espías que procuran secretamente mucho mal contra la fe de Dios Nuestro Señor”. En efecto, el conquense pretendía dar algunas claves para identificar a los espías que, tanto en la propia península como en algunos otros lugares que en ese momento formaban parte del imperio, principalmente en Italia, trabajaban a favor de los diferentes reinos enemigos.

El autor falleció en Valladolid, en 1606, aunque su cuerpo fue trasladado a la capital conquense, con el fin de ser enterrado en la iglesia de la Santa Cruz. A su fallecimiento fue sucedido en el cargo de contador mayor de la Santa Cruzada por su primogénito, Pedro Valle de la Cerda y Alvarado. Otro de sus hijos, José Valle de la Cerda y Alvarado, llegó a ser sucesivamente obispo de Almería, entre 1637 y 1639, y de Badajoz, sede en la que permaneció hasta la fecha de su fallacimiento, dos años más tarde. Éste, monje benedictino y catedrático de Teología, había nacido en 1601, según algunos autores en Cuenca, aunque también se disputan su patria las ciudades de Madrid y de Valladolid; hay que recordar que su padre, en el momento de su nacimiento, se encotraba en la corte, al servicio de Felipe III, y que fue en ese mismo año, cuando este monarca trasladó ésta desde la ciudad del Manzanares hasta la capital del Pisuerga, lugar en el que permanecería hasta el 4 de marzo de 1606. Y otra de las hijas, Teresa Valle de la Cerda, fue la que, con Jerónimo de Villanueva, protonotario de Aragón, fundó en Madrid en 1623 el monasterio de benedictinas de San Plácido, en la que profesaronh, además, otras dos hermanas del prelado.

 Recientemente he podido encontrar en internet el testamento de nuestro protagonista, en el que, además de demostrar, una vez más, cuál había sido el lugar de su nacimiento, Cuenca, da también algunos detalles referentes a sus relaciones familiares. Dice así el mencionado testamento: Valladolid, 14 de julio de 1606. En el nombre de la Santísima Trinidad [...] yo Luis Valle de la Cerda del consejo de su magestad y su contador mayor de la cruçada hijo lejitimo de los señores Luis Valle y doña Teresa Castillo de Castro su lejitima muger mis padres naturales de la ciudad de Cuenca residente en esta ciudad de Valladolid estando enfermo en la cama [...] [...] mi cuerpo sea sepultado o depositado en la iglesia o monesterio parte y lugar que pareciere a mis testamentarios dentro o fuera de la ciudad de Valladolid [...] yten mando y doy poder y facultad a la señora doña luisa de alvarado mi muy querida y amada muger para que pueda mexorar y mexore en el tercio y remanente del quinto de mis bienes a uno de nuestros tres hijos varones qual ella quisiere o escoxiere [...] yten digo que yo otorgue un poder antel presente escrivano a la dicha señora doña Luisa de Alvarado y al señor licenciado Pedro Valle de Castro mi hermano protonotario de su santidad para que pudiesen hacer el nonvramiento de contador de Su Magestad de la santa cruzada que yo tengo por merced de su magestad para la poder acer en uno de nuestros hijos o hijas o futuro yerno que con ella se casare o en otra qualquier persona aunque sea estraña en esta ciudad a doce deste presente mes y año a que me refiero el qual confirmo y apruebo de nuebo [...] yten nonbro por tutores y curadores de mis diez hijos y hijas que yo tengo al presente lixitimos y de lijitimo matrimonio nacidos de mi y de la dicha señora doña Luisa de Alvarado a la susodicha y al dicho licenciado Pedro Valle de Castro mi hermano para que sean sus tutores y curadores [...] [...] nombro por mis albaceas y testamentarios a los dichos señores doña Luisa de Alvarado mi muger y licenciado Pedro Valle de Castro mi hermano [...] herederos a don Pedro y don Josepe y don Luis Valle de la Cerda y a Clara y Juliana y Juana Isabel Teresa y Luisa y Ana Maria Valle de la Cerda mis hijos lejitimos [...] [...] en la ciudad de Valladolid a catorçe dias del mes de julio de mil y seiscientos y seis años siendo testigos Francisco de la Banda y Diego Hernández y Andrés de Estrada y Francisco Correas y Francisco Izquierdo estantes en esta corte [...]”.[1]






[1] https://investigadoresrb.patrimonionacional.es/node/8944

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