En los últimos años, y
más desde que la epidemia del Covid ha venido a modificar todas nuestras
costumbres, se ha venido a desarrollar un turismo cultural de tipo diferente,
más cercano, en el que, al contrario de lo que antes era más usual, cuando se
buscaban, sobre todo, destinos lejanos, espectaculares, casi diríamos exóticos,
los destinos más cercanos han venido a ocupar los lugares preferidos. Desde
luego, ambos tipos de turismo no son excluyentes por sí mismos, se pueden
combinar, pero esta clase de viajes, más cercanos, tienen la ventaja, entre
otras cosas, de que no es necesario tomar muchos días para disfrutarlo como es
debido; un solo fin de semana basta para que podamos disfrutar de lugares
interesantes, desde el punto de vista de la historia, del arte, o sólo de la
naturaleza; lugares que nos ayudan a encontrarnos con nuestro pasado, porque
son lugares que tienen que ver con nuestra propia historia, y también con
nuestro patrimonio, tal y como he venido a mostrar en algunas entradas
anteriores de este blog (ver “Un lugar, o dos, del que Cervantes no quiso
acordarse,… y algunas cosas más” 6 de mayo de 2022; y “Un viaje al sur del
marquesado de Villena”, 19 y 30 de octubre de 2022). En esta ocasión,
viajaremos al norte de la provincia de Toledo, a ese polígono irregular que
conforman las localidades de Ocaña, Yepes, Puebla de Montalbán y Torrijos, pero
sin dejar de lado, tampoco, otros destinos cercanos que se encuentran, también,
en esta provincia vecina.
Ocaña es, muy
probablemente, uno los pueblos más hermosos de la provincia de Toledo, una
provincia, por cierto, que por sí misma es una de las que cuentan con mayor
patrimonio artístico, más allá de su propia capital. Capital de la comarca
homónima, que conforma los territorios que lindan con la provincia de Madrid,
allí donde ambas se unen a través de ese extraño apéndice que, por motivos
históricos más que otra cosa, supone la bella ciudad de Aranjuez. En efecto, la
distribución provincial del territorio sólo se entiende si tenemos en cuenta la
relación histórica que Aranjuez ha tenido siempre con la “Villa y Corte”, como
Real Sitio que fue y que sigue siendo, a través de su hermoso palacio
neoclásico, que empezó a construir ya el rey Felipe II, aunque serían realmente
Felipe V y Fernando VI, ya en el siglo XVI, quienes le dieran su característico
estilo neoclásico que ahora presenta. Pero Ocaña tiene, por sí misma,
importantes focos de atracción turística, hermosos lugares para aquel que desee
acercarse a la localidad para descubrir todo el patrimonio monumental que tiene
nuestra región castellano-manchega. Uno de esos lugares es el convento de Santo
Domingo, de estilo renacentista, en el que, durante mucho tiempo, se formaron
algunos de nuestros misioneros, que desde aquí partieron para llevar el mensaje
de Cristo a las tierras de Asia y al archipiélago filipino; o, también, la
picota, o rollo, que de las dos formas es llamada por sus habitantes, recuerdo
de cómo se administraba la justicia en los tiempos del Antiguo Régimen, de
estilo tardogótico, con columnas lobuladas adosadas el cuerpo principal del
monumento, decoradas con collarines de perlas, tal y como era usual en la
arquitectura isabelina.
Y es que la historia de
Ocaña siempre estará unida, por muchos motivos, a la figura de Isabel la
Católica, a través de dos de los ocañeros -u ocañenenses, que de las dos formas
puede encontrarse en internet- más conocidos por la historia: Gonzalo Chacón y Gutierre de Cárdenas. El
primero, contador real de la reina Isabel desde los tiempos en los que todavía
era princesa -y autor, según el hispanista inglés Alan Deyermond, de la
“Crónica de don Álvaro de Luna”-, fue después maestrescuela, guardia mayor y
mayordomo de la ya reina Católica, aunque apenas dejó huella monumental en el
pueblo que le había visto nacer. No, al menos, si lo comparamos con las huellas
que en Ocaña ha dejado el otro protagonista de estas líneas: Gutierre de
Cárdenas, quien mandó construir uno de los palacios más hermosos de la comarca,
un palacio que hace algunos años se convirtió en el juzgado; lo cual, por otra
parte, complica sobremanera la visita de los turistas, y de los propios
ocañenses, al monumento en cuestión. Se trata, el palacio de los Cárdenas, de
una de las más bellas muestras del gótico civil que se conservan en toda la provincia
de Toledo, incluso en el conjunto de la región.
Entre los dos, Chacón y Cárdenas, Cárdenas y Chacón, mano a mano casi, forjaron los destinos futuros de España, al haber sido ellos quienes tuvieron la osadía de falsificar, por el bien de los dos reinos, la bula pontificia que bendecía el matrimonio de la todavía princesa con su primo Fernando, el príncipe de Aragón, logrando de esta forma, y a pesar de las muchas vicisitudes que se dieron en los años posteriores, y que estuvieron a punto de malograr la brillante empresa de la unificación de ambos reinos, lo que, con el tiempo, sería el germen de una de las naciones más antiguas de Europa, España, y más allá de ello, gracias a su nieto, Carlos, y también a su bisnieto, Felipe, el imperio más poderoso de la tierra, un imperio en el que, según se dice, nunca se ponía el sol. En un rincón de la villa, junto a una de sus iglesias más modestas, aún existe la capilla en la que, según marca la tradición, vivió durante un tiempo la reina Isabel, y en el que, por cierto, se falsificó aquella bula tan decisiva.
Pero
Ocaña, además de contar con ese enorme patrimonio histórico y monumental,
cuenta también con un enorme patrimonio literario que no podemos, tampoco,
dejar de lado. Porque, ¿quién no conoce el conjunto de la obra de Lope de Vega,
uno de nuestros mejores escritores de comedia en los tiempos del Siglo de Oro, ese
Fénix de los Ingenios, tal y como ya lo había definido en su tiempo el propio
Miguel de Cervantes, ¿el mejor de nuestros novelistas? Y entre el resto de sus
comedias, tan universales como él mismo, ¿quién no ha oído hablar de una que se
titula, precisamente, “Peribáñez y el comendador de Ocaña”, aunque son muchos
los que desconocen realmente el argumento de la obra? Una comedia, como tantas
otras de las que escribió el genial autor madrileño, sobre la importancia del
honor en los tiempos del Siglo de Oro, pero también, y, sobre todo, sobre una
sociedad, la propia de la Edad Media española, la que estaba desapareciendo ya
en los tiempos de Lope de Vega, pero que aún tenía la fuerza suficiente de verse
reflejada en las tablas de un patio de comedias. Una sociedad en la que todos,
patricios y plebeyos, señores y aldeanos, valían lo que valían las personas,
sin importar el apellido o los dineros que tenían; o al menos, sin que los
dineros o el mismo apellido fuera tan determinante como para evitar la
actuación de la justicia; la sociedad que empezó a perderse después de
Villalar, allá por 1521.
Pero
Ocaña cuenta también con otros monumentos de interés patrimonial: el propio
teatro que lleva el apellido del autor de Peribáñez, instalado sobre lo que
había sido el colegio y la iglesia de la Compañía de Jesús; el museo
arqueológico, creado a partir de la colección que se había ido haciendo uno de
los padres dominicos del convento misional, el padre Santos; la Fuente Grande,
de tamaño monumental y estilo renacentista, herreriano, en la que trabajaron el
propio Herrera y el arquitecto conquense Francisco de Mora, y en la que, según
la leyenda, todavía se aparece, en las noches sin luna, nuestra hermosa princesa
Zaida; las iglesias de San Juan Bautista y de Santa María; el palacio del
marqués de Gusano;…
La
siguiente parada en el camino es Yepes, tierra de buen vino y de teatro
clásico. Hay una frase que resume ambas cosas, y que se atribuye al otro de nuestros
grandes comediógrafos del Siglo de Oro, Pedro Calderón de la Barca: “Quien a
Yepes vino y no bebió vino, ¿a qué coño vino?” Poco importa que la frase se
haya extendido también a otras regiones españolas, como a Jumilla, en Murcia, o
a Gumiel, en Burgos. Para los habitantes de Yepes, el origen del refrán se
encuentra en este pueblo toledano, y lo atribuyen al genial autor de “La vida
es sueño”, y por ello no dudan en celebrarlo todos los años, en el mes de
junio, con las jornadas calderonianas en las que se celebran algunas
representaciones teatralizadas alrededor de la festividad del Corpus Christi. Y
es que el autor madrileño, cuenta la historia, estuvo en este pueblo toledano
en 1637 para estrenar uno de sus más famosos autos sacramentales, “El mágico
prodigioso”, una comedia ambientada en la Roma de las primeras comunidades
cristianas, pero que, de igual manera, podría habar estado ambientada en
cualquier pueblo de Castilla en los años del Siglo de Oro.
Sea
verdad o no el refrán, o la autoría del mismo, a Yepes se puede ir también para
muchas otras cosas, más allá de que el vino que se produce en el pueblo sea,
desde luego, de excelente calidad. Se puede ir, sobre todo, para disfrutar de
su patrimonio monumental: sus murallas medievales, que en el siglo XIV, por la
decidida actuación de sus autoridades, impidió que la epidemia de peste, que
estaba diezmando a media Europa, no tuviera en este pequeño pueblo demasiada
incidencia; las puertas y las torres que
todavía perviven de esas murallas; el rollo de la justicia, otra vez, también
de estilo isabelino, como el de Ocaña; la Plaza Mayor, flanqueada en sus tres
caras por la colegiata, el ayuntamiento y el palacio de los arzobispos, de
estilo neoclásico;… Y, sobre todo, la propia iglesia colegiata de San Benito,
la “catedral de la Mancha”, tal y como es llamada en algunos mentideros,
construida por Alonso de Covarrubias en la primera mitad del siglo XVI, y en
cuyo altar mayor se conservan todavía las pinturas de Luis Tristán, el más
genial de los discípulos que en la capital de la provincia tuvo el gran
Domenikos Theotokópoulos, el Greco.
Y
ya que estamos en Yepes, no podemos dejar de lado la figura de una mujer,
porque mujer lo era a pesar del engaño en el que, durante mucho tiempo, mantuvo
a cuantos le conocían; una mujer adelantada a su tiempo: Elena de Céspedes.
Había nacido en 1545, el Alhama de Granada, hija de un hidalgo castellano,
Benito de Medina, y de una esclava negra. Y fue manumitida cuando apenas tenía
ocho años, recibiendo en ese momento el nombre con el que sería conocida, en
homenaje a la difunta mujer de su padre. Ni el hecho de ser mujer, ni siquiera
el color de su piel, como mulata que era, pudieran impedir que ejerciera la
medicina, como cirujana, abocada a tener que disfrazarse de hombre para escapar
de los familiares de un hombre al que había herido en el pueblo gaditano de
Sanlúcar de Barrameda. Así, vestida de hombre, llegó incluso a participar, como
soldado de fortuna, en la guerra de las Alpujarras; para entonces, ya se había
hecho llamar con el nuevo nombre, que le haría famosa: Eleno de Céspedes. Fue,
quizá, el primer transexual conocido por la historia, pues según la tradición,
llegó incluso a auto-operarse, colocándose un aparato genital masculino, tal y
como pudo comprobar visualmente Francisco Díaz de Alcalá, médico y cirujano del
propio rey Felipe II, instado a ello por el vicario de Madrid cuando, en 1586,
debía decidir si debía, o no debía, darle la licencia para poder contraer
matrimonio con una vecina de Yepes, María del Caño. Así, aceptado el dictamen
por las autoridades religiosas, ambos vivieron en el pueblo manchego, en santo
matrimonio, unos pocos meses, hasta que fueron denunciados a la Inquisición en
el mes de junio del año siguiente. Acusada de lesbianismo, sodomía y bigamia
-se dictaminó que no era varón ni hermafrodita, sino mujer, y que sólo había
obtenido la apariencia de un hombre a causa de una manipulación quirúrgica,
pero fue condenada sólo -a pesar de haber sido juzgada también, a consecuencia
de todo ello, de hechicería, a la pena de cien azotes, y a la reclusión durante
diez años en un hospital, en el que se le obligó a trabajar en su enfermería,
aprovechando de esta forma los conocimientos de medicina que ella -o él, porque
él siempre negó los cargos por los que había sido condenado- había ido
adquiriendo, de manera autodidacta, durante toda su vida.
Muy
cerca de la comarca de Ocaña, aunque fuera de ella, se encuentra la localidad
de Puebla de Montalbán, la patria que vio nacer, y de nuevo debemos trasladarnos
hasta otra de las grandes cumbres de nuestra literatura castellana, a Fernando
de Rojas, el autor de nuestra sin par “Celestina”. También en la Puebla hay
algunos monumentos interesantes que se deben visitar: el palacio de los condes,
de estilo purista, en el que falleció Diego Colón, el hijo más conocido del
descubridor de América, cuando se dirigía a Sevilla con el fin de asistir a la
boda del emperador Carlos V con Isabel de Portugal; la iglesia de Nuestra
Señora de la Paz, frente al palacio de los condes, el convento de San
Francisco, fundado a partir de 1570 por una de las hijas de Alfonso Téllez
Girón, segundo señor de la Puebla, quien a su vez era el menor de los tres
hijos varones que tuvo el belmonteño Juan Fernández Pacheco, el poderoso marqués
de Villena; las ermitas de Nuestra Señora de la Soledad y del Cristo de la
Caridad,…
Pero,
si la Puebla de Montalbán es conocida, en España y fuera de España, es por
haber sido la cuna de Fernando de Rojas, el autor de la inmortal Celestina, la
“Tragicomedia de Calixto y Melibea, y de la puta vieja Celestina”, tal y como
aparece, en realidad, en el frontispicio original de la obra. Una comedia que,
como tal, es imposible de ser representada en las tablas, por su extensión, y
que es el germen de todo un género literario, uno de los más característicos de
la mejor literatura española del Siglo de Oro: la novela picaresca. Porque sin
la Celestina no existiría, quizá, el Lazarillo, ni el Buscón, ni tantos y
tantos pícaros como pueblan nuestras novelas más importantes. Por ello, es
interesante visitar la villa en la tercera semana de agosto, cuando se celebra
en su Plaza Mayor el festival de la Celestina, en el que sus visitantes se
transforman en los protagonistas de la obra, y en todo caso, durante todo el
año, es interesante la visita a su museo Un museo en el que, junto a diferentes
objetos relacionados con la obra de Rojas, y a la cartelera y algunos
fotogramas de las diferentes versiones cinematográficas que de ella se han
realizado, se pueden contemplar algunas pinturas modernas -retratos de todos
sus protagonistas, junto a algunas de las mejores escenas- del pintor pueblano
Teo Puebla, y, más allá de ello, un hermoso verraco celta que fue encontrado en
su término municipal, y una hermosa colección etnográfica.
Finalizaremos
la ruta en otro pueblo de la provincia de Toledo, Torrijos. Y sobre todo, más
allá de algunos monumentos importantes, como el llamado palacio del rey don
Pedro, reconvertido desde hace algunos años en la sede de su ayuntamiento, o la
capilla del Cristo de la sangre, construida sobre los restos de la antigua
sinagoga judía, en su iglesia colegiata del Santísimo Sacramento, que fue mandada
construir, entre 1509 y 1518, por Teresa Enríquez, la esposa de Gutierre de
Cárdenas, el mismo que, nacido, como se ha dicho, en Ocaña, había sido uno de
los leales protectores de la reina Católica. Colaboró con la reina durante la
conquista del reino de Granada, en la que participaba activamente su
esposo, atendiendo y curando a los
heridos, y después, de regreso en Torrijos, a donde se había retirado después
del fallecimiento de aquél, fundó los hospitales de la Consolación y de la
Santísima Trinidad. Y, sobre todo, devota de la Eucaristía –era llamada por
algunos, aún en vida, “la loca del Santísimo -, fundó también en su villa
toledana una cofradía, que estaba dedicada, principalmente, a dar culto al Santísimo
Sacramento. Murió en 1529, a una edad bastante avanzada, y fue enterrada en el
monasterio franciscano de Santa María de Jesús, en Torrijos, en un monumento
funerario al que mandó trasladar también los restos de su esposo. Desaparecido
el convento por causa de la desamortización, y destruido después por el paso
del tiempo y la incuria de los hombres -en los últimos años se han realizado
algunos trabajos de recuperación de sus restos-, los cadáveres de ambos esposos
fueron después a la colegiata.
Desde
allí, desde estos lugares privilegiados del norte de la provincia toledana, se
pueden realizar también otros itinerarios, que nos llevarán a rincones
inolvidables, en los que se combinan naturaleza y patrimonio. Lugares como las
Barrancas de Calaña y Castrejón, en el término municipal de Burujón, en las que
el río Tajo traza unas curvas sinuosas, encajadas en un escarpe rocoso, entre
profundas gargantas y cárcavas, que han sido definidas por algunos como “el
cañón del Colorado” de la Mancha. Lugares como el parque natural de Cabañeros,
donde se puede disfrutar de la paz y de la tranquilidad que ofrece la
naturaleza; lugares como la ruta del Boquerón del Estena, en la que, además, se
puede contemplar las huellas que un gusano gigante pudo dejar en el lugar hace
ya mucho tiempo, cuando estas hermosas tierras estaban cubiertas todavía por
las inmensas aguas del Mar de Tetis.