En estos días en los que
finaliza la Semana Santa, quiero poner fin a esta serie de entradas, en las que
he intentado tocar algunos puntos relacionados con el cristianismo de los
primeros tiempos, y lo quiero hacer dedicando unas reflexiones sobre el
Concilio de Nicea, primer gran encuentro ecuménico de la nueva religión
cristiana, y su gran legado histórico: la promulgación del llamado credo
niceno, que, convenientemente corregido sesenta años más tarde, durante el
concilio de Constantinopla, sería el germen del actual Credo, profesión de fe
de toda la comunidad católica, que todavía rezan millones de personas, en la
liturgia comunal y también en su vida privada.
En el año 325 d.C., en la
Antigua ciudad de Nicea, en la antigua Bitinia, una Antigua ciudad griega que
actualmente se encuentra en el noroeste de la peninsula turca, junto al lago
Iznik, se celebró uno de los acontecimientos más determinantes de la historia
del cristianismo y, por extensión, de la civilización occidental: el primer
concilio ecuménico del cristianismo. Convocado por el emperador Constantino el
Grande, el mismo que había permitido el culto en la nueva religion a partir de
su victoria en el Puente Milvio, al norte de Roma, no solo fue una asamblea
religiosa, sino también una apuesta política por la unidad del imperio romano,
a través de la armonía doctrinal de la religion que todavía no era la official del
Estado, pero que muy pronto pasaría a serlo. La importancia de este encuentro
fue vital para el devenir futuro de la Iglesia Católica, porque a partir de
este momento se rechazaba el arrianismo, se proclamaba el llamado credo niceno,
origen del actual Credo, y se iniciaba una larga batalla teológica que se
extendería durante muchos siglos.
Para comprender major las
circunstancias en las que se realizó este encuentro, que convocó a los
principales obispos, hay que tener en cuenta la situación política y religiosa
del momento. El 28 de octubre del año 312, los
ejércitos de Constantino I el Grande y de Magencio se enfrentaron junto al Puente
Milvio, uno de los puentes que cruzan el río Tiber, al norte de Roma, en el contexto
de las guerras civiles que pusieron fin a la etapa conocida como la Tetrarquía.
Contra todo pronóstico, y después de que, según cuenta la leyenda, se le
hubiera aparecido a Constantino en el cielo una cruz luminosa con las letras
griegas ☧ -el crismón, que
representa a Cristo: ji (Χ) y rho (Ρ), acompañada de
una frase que se ha convertido en lema en varios países cristianos: “In
hoc signo vinces”, “Con este signo vencerás”-, éste pudo obtener la victoria. Por su
parte, el otro aspirante a emperador, Majencio murió ahogado en el Tíber. La
batalla fue decisiva para el ascenso de Constantino y marcó un punto de
inflexión en la historia del cristianismo, que sería legalizado al año siguiente,
mediante la promulgación del Edicto de Milán.
A partir de este momento,
la nueva religion significaría la rápida extensión del cristianismo por todo el
imperio, pero también la creación de importantes e intensas disputas internas.
Una de las más graves fue la provocada por Arrio, un presbítero de Alejandría, en
el actual Egipto, quien negaba la divinidad plena del Hijo de Dios. Su
doctrina, conocida como arrianismo, sostenía que Cristo, el Hijo, había sido
creado por el Padre, y que, por lo tanto no era eterno ni consustancial con Él.
En otras palabras: para Arrio, Jesús no era verdaderamente Dios.
Ante la amenaza de un
cisma que fracturara a la Iglesia y debilitara la cohesión del imperio,
Constantino decidió intervenir. Reunió a más de trescientos obispos, la mayoría
provenientes de Oriente, en la ciudad de Nicea, con el fin de resolver esta
controversia a partir de un debate entre los participantes en el encuentro. El
concilio fue presidido por el obispo Osio de Córdoba, de origen hispano, quien,
por otra parte, se había convertido en una de las figuras clave de la política
eclesiástica de la época. También destacaron en el concilio figuras como
Alejandro de Alejandría, y su joven discípulo, Atanasio, quien más tarde se
convertiría en el gran campeón de la ortodoxia nicena.
La cuestión central del
concilio giró en torno a la naturaleza de Jesucristo. ¿Era de la misma
sustancia que el Padre (homoousios), como sostenían los defensores de la
ortodoxia? ¿O era una criatura suprema, pero inferior y creada por el propio
Dios, como afirmaban los arrianos? La decisión fue clara: el Concilio de Nicea
condenó el arrianismo como herético, y proclamó que el Hijo era "Dios de
Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado, no creado,
consustancial al Padre". Esta afirmación quedó recogida en el llamado credo
niceno, verdadero cimiento doctrinal del cristianismo trinitario.
Pero además de la
cuestión cristológica, el concilio abordó también otros temas importantes, como
la fecha de la celebración de la Pascua, que se desvinculó del calendario judío,
y otras cuestiones de disciplina clerical. Fue en este concilio, en efecto,
cuando se aprobó que la celebración de la Pasión, Muerte y Resurrección de
Jesucristo se celebraría en la primera luna llena, después del equinoccio de la
primavera, es decir, siempre entre el
22 de marzo y el 25 de abril de cada año. Sin embargo, todas estas cuestiones
quedaron en un segundo plano, debido a la importancia vital del propio
enfrentamiento teológico. No obstante, aunque teológicamente el arrianismo
había sido derrotado en Nicea, éste no desapareció. Durante décadas,
especialmente en Oriente, numerosos obispos y emperadores, como Constancio II
(337-361), simpatizaron con las tesis arrianas. Así las cosas, la controversia
continuó hasta que el Concilio de Constantinopla, celebrado en el año 381,
reafirmó la doctrina nicena, y condenó definitivamente el arrianismo.
Sin embargo, en algunas
provincias del imperio, como en el norte de África, la huella del arrianismo se
mantuvo en ciertas creencias de carácter heterodoxo. Para el apolinarismo (Apolinar
el Joven, obispo de Laodicea, en Siria), Cristo tenía cuerpo y alma humana,
pero no mente humana (ésta era reemplazada por el Logos divino). Para el
monofisismo (Eutiques, monje de Constantinopla), Cristo tiene una sola
naturaleza, la divina, ya que la humana fue absorbida por ésta. Para el
nestorianismo (Nestorio, patriarca ecuménico de Constantinopla), hay que
diferenciar entre la naturaleza humana de Cristo y su naturaleza divina, de
manera que María ya no es la Madre de Dios (María Theotokos), sino la madre de
Cristo.
Todas estas corrientes,
como la donatista, fueron prohibidas en diversos concilios que se fueron
sucediendo a partir del concilio de Nicea. Esta nueva herejía, que se desarrolló en el norte de África desde
finales del siglo IV, a partir de las enseñanzas del obispo Donato de Cartago, aunque
en principio no tenía nada que ver con la sustancia de Cristo como segunda
persona de la Trinidad, estaba relacionada también de alguna manera con todas las
anteriores, porque afectaba a la legitimidad que podia tener el clero que había
apostatado durante las persecuciones contra arrianos, monofisitas y nestorianos,
para imparter los sacramentos.
Y más allá de este
tiempo, la huella de todas estas corrientes religiosas, principalmente la
arriana, perduró de manera sorprendente entre los pueblos germánicos. En
efecto, evangelizados estos por misioneros arrianos, los visigodos, al igual
que otros pueblos germánicos -ostrogodos, vándalos, suevos o lombardos-,
abrazaron el arrianismo como religión oficial. En Hispania, esta corriente
perduró hasta el año 589, enfrentando así al conjunto de la población de origen
hispana, que era mayoritariamente católica, con las élites nobiliarias, quienes
mantenían la fe arriana. En ese año, en el marco del III Concilio de Toledo, el
rey Recaredo abjuró del y se convirtió al catolicismo, junto con gran parte de
la nobleza visigoda. marcando así el final oficial del arrianismo como
confesión de las clases dominantes, y logrando la definitive union política y
religiosa de todo el reino.
Muchos siglos después del
Concilio de Nicea, en el año 610, nació en la peninsula arábiga una nueva
religión monoteísta, el Islam, que a partir de los años siguientes se extendió
rápidamente tanto hacia el este, hacia el Asia central, como hacia el oeste, el
norte de África, llegando incluso a ocupar el sur de Europa solo cien años más
tarde. Así, su implantación en el norte de África fue muy sencilla, y estaría
directamente relacionada con la anterior implantación, en esa misma zona, de
aquellas corientes heréticas. Aunque el Islam no desciende directamente del
arrianismo, comparte con él ciertas similitudes teológicas que han sido objeto
de estudio. Y es que ambas doctrinas rechazan la existencia de la Santísima Trinidad,
y afirman la unicidad absoluta de Dios (están en contra de las tres personas,
que propugna el Credo niceno). Tanto los arrianos como los musulmanes
consideran blasfemo afirmar que Dios tiene un Hijo. En este sentido, el Cristo
del arrianismo, ser creado, subordinado al Padre, sin divinidad plena, se
asemeja en ciertos aspectos al profeta Jesús del Islam, el más grande entre
todos los profetas anteriores a él, pero también nada más que un profeta. Y es
que Jesús es venerado entre los musulmanes como mensajero de Dios, pero no como
Dios mismo.
Las diferencias entre el
arrianismo y el Islam, sin embargo, son sustanciales. Para los arrianos, Cristo,
aunque en sí mismo no era Dios, tenía un carácter preexistente, y era una
criatura divina. En el Islam, en cambio, Jesús es estrictamente humano, nacido
de la Virgen María por voluntad de Alá, pero sin preexistencia ni naturaleza
divina. Además, el Islam se erige sobre una nueva revelación —el Corán— y una
nueva figura profética, Mahoma, que lo distancia profundamente del arrianismo.
No obstante, si la religion musulmana pudo extenderse tan rápidamente en muchos
territorios, fue, probablemente, porque para los habitantes de esos
territories, los postutlados que aquellos defendían podían confundirse
fácilmente con los que habían mantenido los defensores de todas esas corrientes
religiosas que habían convertido el Cristinismo de los primeros siglos en algo
parecido a una guerra civil, bastante cruenta por otra parte.
Pero volviendo al
Concilio de Nicea, su legado más duradero fue, sin duda, la formulación del
Credo, una profesión de fe que unificó doctrinalmente a la Iglesia, al menos en
teoría. Este texto no sólo fijó los límites de la ortodoxia, sino que también
inauguró un nuevo modelo de autoridad teológica: los concilios ecuménicos como
foros de decisión colegiada, bajo la tutela del poder imperial. Posteriormente,
el credo niceno fue ampliado en el concilio de Constantinopla (381), dando
lugar al llamado credo niceno-constantinopolitano, que hoy siguen rezando
millones de cristianos en todo el mundo, tanto en la Iglesia católica como, en
esencia, en las iglesias ortodoxas, y en muchas de las diferentes denominaciones
de las religiones protestantes.
Así, aunque el concilio
de Nicea no resolvió todas las tensiones del cristianismo naciente, sí sentó un
precedente importante: la unidad doctrinal como condición para la paz eclesial
y política. La lucha contra el arrianismo fue, en última instancia, una defensa
de la divinidad de Cristo como centro de la fe. Su eco resonó siglos después,
cuando nuevas formas de monoteísmo desafiaron de nuevo la concepción trinitaria
del Dios cristiano. En ese juego de tensiones entre la razón, la revelación y
el poder, el concilio de Nicea representa uno de los momentos más fascinantes y
decisivos de la historia religiosa de la humanidad.
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