martes, 21 de octubre de 2025

ENTRE LA FUERZA, LA DIPLOMACIA Y LA VERDAD

 

En un tiempo en el que la información se confunde con la propaganda y la emoción suplanta a la razón, leer un libro como El hijo de Hamás, de Mosab Hassan Yousef, supone una bocanada de aire limpio. Su autor, hijo de uno de los fundadores del grupo terrorista palestino, Sheikh Hassan Yousef, decidió colaborar con los servicios de inteligencia israelíes, después de haber descubierto, desde dentro, la perversión del sistema que lo había educado en el odio. Y es que el autor del texto no es solo el hijo de uno de los fundadores del grupo terrorista, sino que llego a ser uno de ellos, destinado a ser, incluso, uno de sus más destacados dirigentes, y que era llamado por los miembros del grupo como el "príncipe verde"; y precisamente el verde no es solo un color sagrado para el Islam, con el que tradicionalmente se pintan las cúpulas de las mezquitas, sino, también, el color de la bandera de Hamas.

Esta reflexión resulta más necesaria que nunca en estos momentos,  cuando se acaba de producir la reciente firma del tratado de paz entre Israel y Hamás, que  ha sido recibido con entusiasmo por la mayor parte de la comunidad internacional, incluidos muchos países árabes, y con un cierto escepticismo por otra. Es cierto que cualquier acuerdo que ponga fin, aunque sea temporalmente, a la violencia, merece ser celebrado. Pero también, que conviene hacerlo sin ingenuidad. No es la primera vez que Oriente Próximo se asoma a una tregua que acaba devorada por el rencor o por el cálculo político, Esta vez, el acuerdo llega después de meses de una guerra devastadora, iniciada con el ataque terrorista del 7 de octubre, hace ya dos años, y continuada con una respuesta militar israelí que ha dejado miles de muertos, y una herida moral difícil de cerrar. La paz, si quiere ser algo más que un paréntesis, exige una verdad incómoda: reconocer que hay responsabilidades compartidas, pero que no son equivalentes. Porque, debemos recordarlo, esta última guerra fue Hamás quien la inició, al colarse por debajo de la frontera con Israel para sembrar el caos entre la población civil, provocando miles de asesinatos y varios centenares de secuestros.

Hamás desencadenó la tragedia, y lo hizo sabiendo que el sufrimiento de su propio pueblo sería el combustible de su causa. No hay mayor crueldad que la de quien entrega a sus civiles a la muerte para ganar un relato. El pueblo palestino lleva años secuestrado por su propio poder, manipulado por un liderazgo que se esconde en túneles, mientras predica la muerte desde los minaretes. Pero tampoco Israel puede mirar hacia otro lado. Su respuesta, en ocasiones desproporcionada, ha multiplicado el dolor civil hasta límites que rebasan la legítima defensa. Los bombardeos indiscriminados, la destrucción de infraestructuras básicas, la privación de agua o electricidad a poblaciones enteras, constituyen, según el derecho internacional humanitario, violaciones graves que pueden calificarse como crímenes de guerra.

No debe confundirse, sin embargo, este concepto con el de genocidio, que es algo mucho más preciso y grave. El genocidio no es un calificativo moral ni político, sino una definición jurídica, que sólo un tribunal competente puede establecer. Para que exista genocidio, deben cumplirse ciertos requisitos: la intención expresa de destruir, total o parcialmente, a un grupo nacional, étnico, racial o religioso como tal; la planificación sistemática de esa destrucción; la existencia de actos materiales que la ejecuten —asesinatos, torturas, traslado forzoso de niños, imposición de condiciones de vida que conduzcan a la eliminación del grupo—; y la implicación de un mando o estructura estatal que impulse esa política. Israel podrá ser acusado de abusar de la fuerza, y eso merece un reproche, e incluso podría quejarse que ha cumplido algunos, solo algunos, de esos requisitos. Pero el  genocidio requiere que se cumplan todos ellos, no solo algunos, y porque hasta hoy, ningún tribunal internacional ha dictado sentencia en ese sentido. El abuso de la fuerza no equivale a la voluntad de exterminar un pueblo entero, más aún cuando, como es el caso, también hay palestinos fuera de Gaza, en Cisjordania y en el resto de Israel, incluso en las propias instituciones del país, y contra esos palestinos, el ejército israelí no ha mostrado la misma actitud que con Gaza.

En este contexto, resulta llamativo el modo con el que ciertos gobiernos europeos, y en particular el español, se han atribuido un protagonismo desmesurado en el proceso de paz. Escuché con perplejidad al ministro de Asuntos Exteriores, José Manuel Albares, afirmar que España ha sido “uno de los países que más han hecho por la firma del tratado”. La frase, más que orgullo diplomático, destila vanidad política. Es cierto que España ha mantenido un papel activo en el reconocimiento del Estado palestino y que ha participado en diversas gestiones internacionales, pero afirmar que nuestro país ha sido decisivo es confundir las palabras con los hechos. La diplomacia no se mide por el número de titulares, sino por la influencia real en las mesas de negociación, y España, con toda honestidad, no ha tenido ese peso. En todo caso, con sus últimas decisiones políticas, se puede decir que lo único que ha hecho ha sido, más bien, poner palos en las ruedas del proceso.

A ello se une la incoherencia de ciertas decisiones políticas, que parecen dictadas más por la necesidad de contentar a determinadas sensibilidades ideológicas, que por una estrategia de Estado. El llamado “embargo de armas” a Israel, o auto embargo, podríamos decir, anunciado con tono solemne, no es más que un gesto simbólico, una suspensión de ventas que apenas tiene efectos prácticos, porque España importa de Israel mucho más material tecnológico y de defensa del que exporta. La medida carece de sentido, especialmente en un momento en el que se estaban produciendo ya avances diplomáticos, incluso con la participación de algunos países árabes moderados. No puede construirse la paz sobre la base de gestos teatrales, ni alinearse uno moralmente con quienes utilizan el pacifismo como arma arrojadiza, mientras callan ante la opresión de sus propios pueblos.

Algo similar ocurre con episodios como el de la flotilla Global Sumud, que partió hacia Gaza hace unos días, presentada como misión humanitaria, y en parte integrada por activistas con vínculos con organizaciones extremistas; incluso, en algunos casos, como ha demostrado la prensa, con ETA y con el terrorismo fundamentalista. Este embarque no ha sido una operación inocente, sino una provocación calculada, que buscaba más el impacto mediático que una ayuda real al pueblo palestino. La defensa de la causa palestina, tan legítima en sus fundamentos como necesaria en su horizonte, se desvirtúa cuando se convierte en altavoz de grupos que instrumentalizan el sufrimiento, y confunden la solidaridad con la complicidad más partidista.

Cuando en algún barco de la flotilla, o en las calles de cualquier país occidental, se grita el famoso lema de Hamas, "Palestina, del río al mar", ¿se dan cuenta aquellos que lo gritan cual es el verdadero sentido de la frase?: una Palestina ubicada geográficamente entre el río Jordán y el mar Mediterráneo supone, irremediablemente, la negación total de cualquier otra entidad política en dicho espacio, y por ende, la desaparición del estado de Israel. ¿No es eso, en esencia, otro genocidio, aunque en fase desiderativa?

El testimonio de “El hijo de Hamás” resulta, en este sentido, una advertencia moral. Mosab Hassan Yousef describe con precisión el modo con el que Hamás ha sabido explotar la culpa del mundo occidental, presentar su causa como una epopeya de liberación, y convertir cada víctima en un argumento en beneficio de su propia propaganda. Pero detrás de esa épica hay una maquinaria que oprime, censura y castiga a los propios palestinos que se atreven a disentir. La tragedia del pueblo palestino no es sólo la ocupación ni el bloqueo: es también el miedo a sus propios dirigentes, la imposibilidad de una crítica interna, el peso del fanatismo, disfrazado de identidad.

Por eso el nuevo tratado de paz sólo podrá tener sentido si sirve para liberar también a los palestinos de ese cautiverio interno; no sólo de las bombas, sino de los dogmas. La paz no se construye con declaraciones de ministros ni con sanciones simbólicas, sino con justicia y con verdad. Y la verdad exige llamar a las cosas por su nombre: Hamás es un grupo terrorista; Israel, un Estado democrático que debe rendir cuentas cuando se excede; y Europa, un continente que no puede seguir refugiándose en su ambigüedad moral. Si este acuerdo logra abrir un espacio de diálogo verdadero, será mérito de todos y de nadie, fruto de la fatiga del dolor más que del talento diplomático. Pero si fracasa, como tantos otros a lo largo de la historia, no podremos culpar sólo a los extremistas: también pesará la frivolidad de quienes, desde la comodidad de sus despachos, confundieron el protagonismo con la paz.

Así, Mosab Hassan Yousef, se ha visto obligado a cabalgar sus propias contradicciones, en una expresión que está muy de moda, y que en pocas ocasiones resulta más acertada. Porque “cabalgar contradicciones” significa tener que asumir y vivir con las tensiones internas profundas de su pasado y de su presente, sin negarlas, pero avanzando pese a ellas. En el caso de este palestino, hijo de uno de los fundadores de Hamás, la expresión refleja su tránsito vital desde la fidelidad a una causa heredada hasta el descubrimiento de que el verdadero enemigo de su pueblo no es Israel, sino el fanatismo de su propia organización. Al colaborar con los servicios secretos israelíes, su vida se convierte en una lucha interior entre la violencia necesaria para sobrevivir y el mensaje de amor y perdón de Jesucristo que comienza a guiarlo. Cabalga así entre la lealtad y la traición, la fe y la guerra, la justicia y la misericordia: un jinete sobre el filo de sus propias contradicciones.

En su prefacio, el propio Yousef resume así sus propios sentimientos, en este caso referidos a su padre, pero que no dejan de ser, también, su propia peripecia vital: “Durante el periodo de diez años que siguió a mi encarcelamiento, le veía luchar con un conflicto interno e irracional. Por un lado, él no creía que estuviera mal lo que hacían aquellos musulmanes que asesinaban colonos, soldados, mujeres y niños inocentes. Creía que Alá les había dado autoridad para llevar a cabo tales actos. Pero, por otro lado, él personalmente no podía hacer lo que ellos hacían. Algo muy dentro del alma lo rechazaba. Aquello que no podía aceptar como correcto para sí mismo era capaz de justificarlo para los demás. Sin embargo, como niño yo sólo veía sus virtudes, y suponía que eran fruto de sus creencias. Como yo quería ser como él, creía en los que él creía sin hacerme preguntas. Lo que no sabía en aquellos tiempos era que no importaba lo que pesáramos en la balanza de Alá, porque toda nuestra justicia y nuestras buenas obras eran como trapos de inmundicia para Dios.” Y continúa un poco más adelante: “Por primera vez empecé a cuestionarme aquello en lo que siempre había creído.”

Quizá la mayor lección de “El hijo de Hamás” sea que la verdad siempre tiene un precio. Mosab Hassan Yousef pagó el suyo con el exilio y con la traición a los suyos. Ojalá los líderes de hoy estuvieran dispuestos a pagar, al menos, el precio de la honestidad. Su testimonio no es sólo una confesión personal; es una denuncia de cómo el fanatismo religioso y la manipulación política han secuestrado durante décadas al pueblo palestino, convertido por sus propios dirigentes en un pueblo rehén. A través de sus páginas, uno comprende que Hamás no es la expresión de un pueblo oprimido, sino de un poder que ha aprendido a convertir el sufrimiento de su gente en un arma de propaganda.






El Podcast de Clio: FUERZA, DIPLOMCIA Y VERDAD

miércoles, 8 de octubre de 2025

EL HOSPITAL DE SANTIAGO DE CUENCA EN LA EDAD MEDIA

 

La tradición marca que fue el 21 de septiembre de 1177, cuando el rey Alfonso VIII de Castilla conquistó para el cristianismo, de manera definitiva, la ciudad de Cuenca. Mucho es lo que se ha escrito sobre esta conquista, la primera de las que después el todavía joven monarca lograría, en el curso de un proceso reconquistador que culminaría, ya al final de su vida, en 1214, con la importante batalla de Las Navas de Tolosa. Si bien gran algunas cosas que se han dicho se ha demostrado haber sido una fabulación, escrita algún tiempo después de los hechos narrados, lo que en ningún caso se puede poner en duda es el gran apoyo que tuvo el rey castellano, por parte de las órdenes militares, especialmente por la orden de Santiago, apoyo que después, una vez conquistada la ciudad, se vería recompensado con una gran cantidad de donaciones, tal y como recogen algunas de las crónicas. En este sentido, el escritor conquense Jesús de las Heras, en su monografía sobre la orden de Santiago, escribe lo siguiente: “Los caballeros santiaguistas estuvieron presentes en casi todas las campañas guerreras de la Reconquista, y entre sus primeras acciones militares, quizá la más notable fue la llevada a cabo por su protector, el rey Alfonso VIII de Castilla, en la toma de la ciudad de Cuenca. Su contribución en dicha conquista fue tan importante que -como antes se señaló- el rey hizo algunas donaciones a la Orden de Santiago en el territorio recién conquistado, entre ellas dos casas cerca de las de Abén Mazloca, en el mismo alcázar de Cuenca, dos solares, un molino en el río Moscas y un huerto próximo.”

Tenemos que recordar que Alfonso VIII fue el monarca que permitió el traspaso de la orden de Santiago, desde el reino vecino de León, donde había nacido, al de Castilla, en un momento en el que los caballeros santiaguistas se habían alejado del monarca leonés, Fernando II, en parte porque éste les había abandonado en la defensa de Cáceres, ciudad extremeña donde había nacido la orden, y que el rey prefirió sacrifica en beneficio de Ciudad Rodrigo. Por otra parte, además de las donaciones ya citadas, realizadas a la orden como institución, algunos de los caballeros más destacados en la batalla recibieron también donaciones a título particular.  Y en los años siguientes, la propia orden fue recibiendo nuevas donaciones, algunas de ellas de gran importancia, como otro molino en el río Júcar, muy cerca del puente del Canto, que ahora se llama de San Antón, o la dehesa que, rodeando la ciudad por uno de sus lados, es conocida, precisamente, como de Santiago. Era una de la doce dehesas que, según Pedro Andrés Porras, formaban la parte más importante de los bienes del hospital, y estaban distribuidos por todo el alfoz de Cuenca.

La fundación del hospital de Santiago, en 1182, significaría, apenas cinco años después de la conquista de Cuenca, la implantación definitiva de la orden en la ciudad, ahora cristiana. La fundación se llevó a cabo a partir de las donaciones que dos de esos caballeros santiaguistas que se destacaron en la conquista, Tello Pérez y Pedro Gutiérrez, hicieron al primer maestre de Santiago, Pedro Fernández de Fuentencalada, de sendas casas con las que ellos mismos habían sido recompensados por el monarca. Y con ellas, se decidió la creación de un hospital bajo el patrocinio de la propia orden. En este sentido, Rodrigo de Luz confirma lo siguiente: “… uniendo a estas posesiones, en 1182,  las que habían recibido del rey D. Tello Pérez y D. Pedro Gutiérrez, grandes del reino, quienes con sus esposas, Guntrodo García y María Buiso, las dieron al primer Maestre de Santiago, Pedro Fernández de Fuentencalada, para que se fundara un hospital para la redención de cautivos, lo que se hizo el día 13 de marzo de ese mismo año. Todas estas incidencias se reflejan en el Bulario de la orden, documento de 1182, del que Menéndez Pidal dice que es uno de los más antiguos escritos en lengua castellana.”

Ya desde un primer momento, la fundación santiaguista se destinó al rescate y recuperación de cristianos cautivos, a albergue de peregrinos, y a la atención de pobres y enfermos. Y es que tanto la regla como la praxis de la Orden de Santiago, desde su propia fundación, combinaban la dimensión militar, relacionada con la reconquista y la lucha contra el musulmán, con la dotación de hospitales y obras pías; junto al de Cuenca, en la actual provincia se crearon también los hospitales de Alarcón y Moya. De esta forma, hacia mediado el siglo XIII la institución ya aparece configurada explícitamente como un hospital para enfermos y peregrinos. Además, el hospital era receptor de limosnas, mandas testamentarias y donaciones diversas, tanto procedentes de los monarcas como, también, de otros nobles, concejos, o la propia ciudad, instituciones que aparecen en la documentación, favoreciendo su mantenimiento.

El hospital conquense formó parte de las propiedades y dependencias que la orden de Santiago tenía en la provincia de Castilla. Su administración recaía en la figura del comendador, que era designado por la orden. Este gestionaba las rentas, y el cumplimiento de las finalidades asistenciales. Como otras encomiendas santiaguistas, el hospital disponía de ingresos procedentes de rentas, alquerías o aldeas vinculadas;  rentas que se fueron ampliando a partir del siglo XIII, a partir de diversas donaciones o testamentarías, consistentes, según afirma el profesor Pedro Andrés Porras Arboledas,  en “algunos diezmos de cereal, monopolios y mercedes de almudes, pero la más importante era la derivada del arrendamiento de numerosas heredades despobladas, diseminadas por todo el alfoz conquense (Arcos, Tondillos, Castellar, La Moraleja, Torrebuceit, Berrechina, Albengamar, Torre de don Alfonso, Mijares, Torre Renera, Villar del Hierro y Palmero). De ahí lo importante de sus rentas, que en 1525 alcanzaron el cuarto de millón de maravedíes.”

 

En la documentación medieval aparecen referencias a concesiones de fueros y poblaciones relacionadas con la encomienda del comendador del hospital. Y es que, ya, desde un primer momento, el hospital se había constituido en una de las encomiendas de la orden, con lo que ello significaba, especialmente si tenemos en cuenta que el comendador del hospital de Santiago era al mismo tiempo, en muchas ocasiones, uno de los Trece de la orden, La orden de Santiago tenía un total de sesenta y seis encomiendas en la provincia de Castilla, repartidas por las provincias actuales de Cuenca, Madrid, Guadalajara, Toledo, Jaén, Murcia, y en el Campo de Montiel. En concreto, en la provincia de Cuenca contaba con quince encomiendas: dos de ellas en Uclés, una para el propio monasterio, sede principal de la orden, cuyo titular fue, en un primer momento, comendador mayor de Castilla, hasta su traslado a Segura de la Sierra (Jaén), y la llamada encomienda de Uclés que incluía las aldeas de su territorio (Tarancón, Saelices, Rozalén, Moraleja, Villarrubio, Tribaldos, Almendros, El Acebrón, Fuente de Pedro Naharro, Torrubia y Cabeza Mesada), además de una subencomienda en el propio término de Uclés; y además de éstas, las encomiendas de Bastimentos de la Mancha y Ribera del Tajo, Pozorrubio, Enfermería, Belinchón, Hospital de Alarcón, Hospital de Cuenca, Hinojoso, Horcajo, Huélamo, Villaescusa de Haro, Villoria y Zarza de Tajo.

Pero, ¿qué eran en realidad las encomiendas y los Trece de la orden. En esencia, una encomienda era la unidad básica de organización económica y territorial de la orden de Santiago, y su origen se produce a partir de ciertas donaciones de importancia, especialmente de tierras, castillos, iglesias o de aldeas, realizadas por los reyes o por nobles. Tenían, sobre todo, tres funciones: generar las rentas necesarias para el sostenimiento de la propia orden; servir como base militar y defensiva para la propia orden y para el desarrollo de la reconquista contra los moros, a partir de los castillos y las fortalezas, que les eran recomendadas; y atender a las funciones espirituales y asistenciales, en este caso a partir de las parroquias, conventos, e incluso, como en este caso, de los hospitales de la orden. Finalmente, la tipología abarcaba tres clases diferentes de encomiendas, cada una de ellas con funciones diferentes: encomiendas rurales, centradas en tierras, rentas agrícolas y aldeas; encomiendas urbanas, constituidas en casas que estaban establecidas en la ciudad, con rentas comerciales sobre todo; y encomiendas conventuales o especiales, como hospitales, casas de religiosos o casas de estudio. El hospital conquense de Santiago era, como es lógico suponer, de estas últimas. Cada encomienda estaba al frente de un comendador, que como es lógico suponer, debía ser un caballero de la orden que, por razones de su cargo, tenía funciones de gobierno, administración de rentas, justicia menor y reclutamiento de tropas. Éste, además, estaba obligado a residir en la encomienda, y garantizar tanto su explotación económica como la observancia religiosa de los miembros que allí estaban destinados.

Por su parte, los Trece eran un grupo de freires caballeros -siempre eran trece, y de ahí el nombre que recibían- de probada experiencia y linaje. Constituidos en una de las instancias más elevadas de la orden, formaban una especie de colegio o capítulo restringido de caballeros de la orden de Santiago, a los cuales, entre otros asuntos, se les encomendaba la elección de nuevo maestre, cuando el cargo quedara vacante por razón de fallecimiento o deposición del maestre anterior. Y junto a esta función principal de colegio elector, tenían también la función de asesorar al maestre en los capítulos generales y en asuntos graves, y ejercer cierto contrapeso frente al poder del rey, pues representaban la autonomía de la Orden, pero al mismo tiempo, también de contrapeso al propio maestre. Los Trece solían ser designados entre los comendadores más influyentes, es decir, los que controlaban las encomiendas más ricas y estratégicas. Con el paso del tiempo, y sobre todo desde los Reyes Católicos, la institución de los Trece perdió peso, y después de la incorporación de los maestrazgos a la Corona, estos quedaron eclipsados, como un simple cuerpo honorífico, sin capacidad real de elección.

La documentación conservada nos ha dado los nombres de algunos de esos comendadores que estaban al cargo de la encomienda del Hospital de Cuenca a lo largo de toda la Edad Media, y cuyos nombres han llegado hasta nosotros: Alvar Pérez Comendador (1204-1206), Alvar Núñez Trincado (1206-1210), Ordón Garcés de Aza (1210-1212), Alvar Gil, (1222-1224), Pedro Pérez (1229-1235), Gonzalo Díaz (1238), Diego de Ribera (1238-1242), Juan Muñiz (1242), Rodrigo Bueso (1246), Íñigo Pérez (1249), García (1251), García Pérez (1268), Alfonso Bardallo (1270), Ruy Fernández de Pancorbo, (1270-1275), Lorenzo Pérez (algunos años antes de 1309, cuando es mencionado en un documento, según el cual cierto Mateo Pérez, vecino de Uclés, le vende a Pelayo Rodríguez, prior del convento, unas casas y viñas situadas en dicho pueblo), Martín Ruiz de Deza (1293-1310), Fernán Rodríguez (1310), Artal de Huerta (1315), Fernán Lorenzo (1329), Juan López de Baeza (en torno a la época que se produjo el cerco de Algeciras, en 1342 y las primeras semanas del año siguiente), Fernán Fernández de Tovar (1371-1383), Diego Fernández Navarro (en 1383, cuando el maestre Pedro Fernández Cabeza de Vaca, le daba permiso para pinchar la localidad de Cañete, bajo las leyes del Duero de Cuenca), Juan de la Panda 1468-1470), y Martín Ruíz de Alarcón (1414-1416). 

De alguno de esos nombres podemos hablar más detenidamente. Así, por lo que respecta a uno de los primeros comendadores, Ordón Garcés de Aza, era quizá, era hermano de García García de Aza, quien había sido durante un tiempo tutor del propio rey Alfonso VIII, durante su minoría de edad; en todo caso, era miembro de  la casa de los Aza, la misma que terminaría por convertirse, ya en sus nuevos dominios conquenses, en la ilustre familia de los Albornoz. Este comendador donó a la orden el termino redondo de Adrada, situado cerca de la propia villa de Aza, que era propiedad de la familia. A mediados del siglo XIII, Rodrigo, o Ruy Bueso, en 1242, cuatro años antes de haber sido documentado como comendador del hospital, y según los datos recogidos por  Pedro Andrés Porras en su tesis doctoral sobre “La orden de Santiago en el siglo XV”, aparece citado como comendador de la Torre de Don Morant, nombre que en aquel tiempo recibía lo que después pasó a llamarse Torrebuceit, en el término de Villar del Águila;  quizá sería más bien  una especie de encargado o tenente de dicha fortaleza, que en aquellos momentos también era conocida, además, como La Torre del Aceite; el lugar, una simple torre en la actualidad, fue en el siglo XIII una población de relativa importancia, a cuyos habitantes se les concedió en aquella centuria el cuerpo de Toledo, y que en 1229 recibo el derecho de celebrar mercado semanal. Y de Artal de Huerta, que lo era a principios del siglo XIV, se sabe que era, también, o lo había sido, comendador mayor de Montalbán (Teruel), sede de la encomienda mayor de la provincia de Aragón, aunque dependiente al mismo tiempo de la casa de Uclés. Por si parte, Juan de la Panda pertenecía a un linaje muy vinculado tradicionalmente con la orden de Santiago, y el mismo llegaría a ser nombrado en 1440 miembro del consejo de la orden.

Finalmente, el último de los comendadores citados, Martín Ruiz de Alarcón, fue nombrado durante la guerra civil que se mantuvo en el seno de la orden, entre los partidarios de Alonso de Cárdenas, que había sido nombrado maestre en la provincia de León, y Rodrigo Manrique, conde de Paredes y padre del famoso poeta Jorge Manrique, que lo había sido en la de Castilla. Éste era hijo de Álvaro Ruiz de Alarcón y Juana de Gamarra, y tuvo varios hijos, entre ellos Álvaro Ruiz de Alarcón, que continuó con la línea familiar; Iñigo López de Alarcón, quien contrajo matrimonio con una hija de Juan Pacheco, señor de Minaya, y Lope de Alarcón, quien también desempeñó roles relevantes en la nobleza castellana. Además de su labor en Cuenca, Martín Ruiz de Alarcón fue comendador de las villas de Uclés y de Mérida. En 1454 había adquirido del propio Rodrigo Manrique, quien era en ese momento condestable de Castilla, el castillo y la aldea de Almodóvar del Pinar, comprando su señorío, por una cantidad de setecientos mil maravedíes.

También han llegado hasta nosotros los nombres de algunos subcomendadores, como Martín Pérez, en 1231, y Pedro Gómez, en 1270, en tiempos del comendador Alfonso Bardallo. Ya durante la Edad Moderna, la administración del hospital se le entregó a uno de los canónigos de la comunidad santiaguista de Uclés, por turno. Así, en 1511 estaba al cargo del hospital conquense Juan Díaz de Estremera, como freire administrador; quizá fuera el primero que lo hacía con este título. Y en ese mismo año, por otra parte, Bernardino de la Torre, criado del rey según la documentación conservada, figura también como tenente del castillo o fortaleza de Torrebuceit.

 

No fueron los comendadores los únicos caballeros de Santiago que residían en la ciudad de Cuenca, y que, quizá, tuvieron alguna vinculación con el hospital conquense. En este sentido, cabe destacar la figura de Diego del Castillo Caclin, uno de los primeros fundadores del linaje, quien había nacido en Cuenca en la segunda mitad del siglo XVI, y era descendiente por línea materna, según afirma Juan Pablo Mártir Rizo del famoso caudillo bretón Bertrand du Guesclin, condestable de Francia y héroe de la guerra de los Cien Años, que había combatido en Castilla a las órdenes de Enrique II, durante la guerra civil que mantuvo con su hermanastro, Pedro I. Y es que, aunque no consta que el caudillo francés hubiera tenido descendencia legítima durante el tiempo que vivió en Castilla, si existen diversas tradiciones genealógicas que reivindican una descendencia de origen natural e ilegítima a partir de él, que en ningún caso está documentada, y una de esas tradiciones es la que hace partir del caballero francés el linaje conquense de los Castillo, por parte materna. Lo que sí está documentado que este Diego del Castillo, caballero santiaguista, fue enviado a finales del siglo XV como embajador a Alemania, donde entró en contacto con el maestre de la orden teutónica, el cual le otorgó para su hijo, llamado también Diego del Castillo, la encomienda de Mota, que era la más importante que la rama española de la orden teutónica tenía en Castilla. Fallecido el comendador Diego del Castillo en 1514, le sucedió su nieto Constantino del Castillo, el fundador de la capital de Santa Elena de la catedral conquense, del que ya hemos hablado en alguna entrada anterior (ver “El canónigo Constantino del Castillo, maestre de la orden de la rama española de los caballeros teutónicos, y sus dos capillas en Cuenca y en Roma”, 16 de febrero de 2024).

Más conocidas son las figuras de Ginés Pérez Chirino y Zeit-Abu-Zeit,  protagonistas históricos del famoso milagro de la Cruz de Caravaca. Ginés Pérez Chirino era hijo de Alonso Pérez Chirino, uno de los caballeros que habían participado, a las órdenes de Alfonso VIII, en la conquista de Cuenca, y había sido uno de los discípulos de San Julián, segundo obispo de Cuenca. Por su parte, Zayd Abu Zayd, era hijo de Abú Ya'qūb Yūsuf al-Mansūr, Yusuf II, el califa almohade que había conseguido derrotar al monarca castellano en la batalla de Alarcos, y hermano del nuevo califa, Muhámmad an-Násir, Abu-Zayd era gobernador de Valencia y Murcia cuando sucedieron los hechos que provocaron el milagro de la aparición de la Cruz y la conversión del gobernador moro. Y es que, según cuenta la tradición, estando aquél como prisionero del gobernador moro en la ciudad de Caravaca, en el reino de Murcia, quiso el moro contemplar cómo era la celebración de una misa cristiana; sin embargo, habiéndose dado cuenta el sacerdote de que la Eucaristía sería imposible de celebrar, al faltar la cruz, Dios envió a dos ángeles, que se colaron por la ventana del palacio con una cruz entre sus manos, la misma cruz que Santa Elena, la madre del emperador Constantino, había entregado a los patriarcas de Jerusalén, y que en ese momento portaba el patriarca Roberto. A la vista del milagro, tanto el gobernador almohade como toda su familia, y muchos de sus súbditos, se convirtieron al cristianismo.

Más allá de la leyenda, hay algunos aspectos históricos en esta tradición, como la existencia real de ambos protagonistas. Y también, desde luego, el hecho de que el gobernador almohade se convirtió al cristianismo, con el nombre de Vicente Belvis, y que se trasladó después a Cuenca, donde residió, siempre en la compañía de su ya amigo Perez Chirino, tanto en el hospital de Santiago como en la fortaleza de don Morant, a la cual terminaría por dar su nombre: Torrebuceit. Recogemos las palabras de Rodrigo de Luz respecto a ello: “Este hijo del vencedor de Alarcos, este excalifa de Marruecos y rey después de Murcia y Valencia, se retiró al hospital de Santiago de esta ciudad, y en él asistió a los enfermos, dando muestras de gran caridad, conversando con su amigo, el sacerdote Chirino, o pasando largas temporadas en su torre, cuya posesión legó finalmente al hospital, donde se dedicó a profundizar en sus estudios zoológicos, materia de la que llegó a escribir algún texto, pues se dice que entre las obras de Avicena, la Historia de los Animales, está compuesta por él mismo. Murió en Cuenca, diez años antes que su amigo Chirino, y fue enterrado en su torre, para finalmente set trasladado su cuerpo a San Jaime de Uclés, en Valencia, donde se descubrieron más tarde sus restos en el claustro de dicha iglesia. En la provincia de Cuenca fundó el pueblo de San Lorenzo de la Parrilla, a cuarenta kilómetros de la ciudad y próximo a su torre, en el que todavía se conservan muchos recuerdos suyos, como una casa en la que parece que habitó, con importantes muestras de la arquitectura de su época, la Virgen de Belvis, patrona del lugar, que se dice se le apareció milagrosamente, y el convento de San Francisco, posible alcázar, residencia del fundador.”

 

Para entonces, el edificio en el que se asentaba el hospital era más bien sencillo, sobre todo si lo comparamos con el edificio actual, que domina la colina que se alza frente al río Huécar a los pies de la ciudad antigua, al otro lado de la calle Calderón de la Barca. Un edificio que, además, había sido destruido parcialmente en el marco de las guerras que habían asolado la ciudad a mediados del siglo XV, según nos informa el ya citado profesor Porras Arboledas: “A fines del siglo XV poseía la encomienda una casa de morada, con su granero y bodega; en las afueras una iglesia dedicada al apóstol Santiago en buen estado, y un amago de edificio, que los conquenses, bajo las órdenes de Juan González de Alcalá y Fernando Alonso, habían reducido a pavesas durante los disturbios de mitad de siglo; tal era su estado, que en 1494, los soberanos mandaron al concejo erigir otro nuevo, a lo que se negaron.”

Durante los siglos XVI y XVII se realizaron importantes obras de mejora y ampliación,  ampliación que ya se inició en tiempos de los Reyes Católicos, y que se coronaron con su imponente fachada principal, obra del arquitecto conquense Francisco de Mora, quien había participado también en la construcción del Hospital de Santiago, y es el autor principal del convento de Uclés, llamado “el Escorial de la Mancha”. También, con la escalinata de acceso a esa fachada desde la calle Calderón de la Barca, antecedente de la actual, que fue realizada en los primeros años del siglo pasado; en efecto, se sabe que la orden de Santiago había comprado al cabildo de tejedores de la ciudad dos casas frente a la bajada del Puente de Palo, con el fin de dar acceso al hospital, mediante unas escaleras monumentales, desde la calle Juego de la Pelota, actual calle Calderón de la Barca. Y nuevas obras volverán a realizarse, sobre todo en la iglesia, que está vez correrían a cargo del arquitecto José Martín de Aldehuela, maestro mayor de obras del obispado. Pero eso es, ya, otra historia.






El Podcast de Clio: EL HOSPITAL DE SANTIAGO DE CUENCA

martes, 23 de septiembre de 2025

EL OLVIDADO ORIGEN CONQUENSE DEL PUEBLO JIENNENSE DE SANTIAGO DE LA ESPADA


 Entre las sierras agrestes de Segura, en el actual término de Santiago-Pontones (Jaén), se alza el pueblo de Santiago de la Espada. Se encuentra en el sureste de la comarca de la Sierra de Segura, muy cerca de los límites con las provincias de Albacete (al norte) y Granada (al sur). Con una altitud aproximada de 1.340 metros sobre el nivel del mar, está situada en un terreno: montañoso, enmarcado en el parque natural de las Sierras de Cazorla, Segura y las Villas. El paisaje combina vaguadas, ríos (como el Zumeta), y unas huertas fértiles en los valles. En 2023, Santiago de la Espada contaba con 1.063 habitantes según los datos del padrón aunque se observa en los últimos años una tendencia decreciente de población; por ejemplo, en 2020 la población era de alrededor de 1.161 habitantes, más que en 2023. El pueblo tiene un estilo arquitectónico rural montañés: casas blancas, balcones de madera, arquitectura tradicional, limpieza en los espacios públicos, y cierto orden en su distribución urbana.

Pocos saben que su origen, bajo el nombre de El Hornillo, está íntimamente vinculado a un grupo de pastores conquenses, de Cañete, según información aportada por Miguel Romero, que a su vez se hace eco de historiadores locales, que, en busca de pastos de verano, acabaron dejando allí huella permanente. La historia de este núcleo serrano es un ejemplo de cómo la trashumancia no solo articuló economías, sino también poblamientos y formas de vida. Su primera denominación, El Hornillo, no es casual. La tradición sitúa a un grupo de pastores reunidos en torno a un horno rústico, tal vez de pan o de cal, que servía de referencia en la montaña. Aquel hornillo dio nombre al paraje y, con el tiempo, a la pequeña aldea, que se fue configurando en el siglo XVI. Estos colonos, en su mayoría pastores procedentes de Cuenca, habían encontrado en la sierra de Segura un espacio idóneo para el pastoreo estival, lo que acabó transformando un punto de paso en un asentamiento estable. Con el tiempo, el Hornillo pasó a conocerse como Puebla de Santiago y, finalmente, Santiago de la Espada, denominación con la que ha llegado hasta nuestros días.

Como hemos dicho, la clave del nacimiento de este pueblo reside en la trashumancia, una práctica que, ligada estrechamente a la ganadería, durante siglos articuló la vida rural de la meseta. Así, los pastores conquenses, siguiendo cañadas y veredas, trasladaban sus rebaños desde Castilla hacia los pastos altos de las sierras jienenses en los meses de más calor, cuando el ganado ya no podía encontrar allí la alimentación adecuada. Este movimiento no era meramente económico: implicaba movilidad social, contacto cultural y, en ocasiones, la decisión de asentarse, al menos temporalmente, en lugares lejanos. Así sucedió en El Hornillo, donde algunos de aquellos trashumantes conquenses decidieron permanecer de forma constante, transformando su tránsito en raíz.

Durante la Edad Moderna, El Hornillo desarrolló una economía mixta. A la ganadería ovina y caprina se sumaba el empleo de una agricultura de subsistencia, así como el aprovechamiento de los recursos forestales que proporcionaba la sierra. La documentación del siglo XVI revela un lento crecimiento poblacional, así como cierta desigualdad en la distribución de tierras y rebaños, reflejo de la polarización social que también se observa en otros núcleos serranos. El legado conquense se percibe en la organización pastoril, en las rutas de trashumancia y en el mismo carácter montañés de la comunidad. De esta forma, de un horno y unos pastores surgió un pueblo, capaz de perdurar en el tiempo, integrado en el mosaico de aldeas serranas de Andalucía oriental.

Posteriormente, el núcleo adquirió la categoría de puebla, lo que supuso un reconocimiento administrativo y eclesiástico. En ese proceso, pasó primero a llamarse Puebla de Santiago, nombre que vinculaba la aldea a la devoción jacobea y al patronazgo de Santiago Apóstol, muy arraigado en la Sierra de Segura. El cambio definitivo a su nombre actual, Santiago de la Espada se produjo en el siglo XVII, coincidiendo con la consolidación de la parroquia, y con la tendencia a añadir el apelativo de la Espada, alusivo al atributo iconográfico de Santiago como guerrero, (l Santiago Matamoros. El título subrayaba la identidad cristiana y militante de la comunidad serrana, en una época de fuerte simbolismo religioso, y de reafirmación tras la Reconquista y la repoblación.

En este sentido, hay que recordar que la zona formaba parte de la antigua santiaguista Encomienda Mayor de Segura de la Sierra, que había nacido en el siglo XIII con el objetivo de defender la frontera frente al reino nazarí de Granada y asegurar la repoblación de un territorio abrupto, poco poblado y de difícil control. Poco tiempo después, esta encomienda santiaguista se había convertido ya en una de las más poderosas de la orden de Santiago en Castilla, y que no solo defendió una frontera crucial en la lucha contra los moros, sino que impulsó el poblamiento de aldeas serranas, como la propia de Puebla de Santiago, y que hoy, y no sólo con el nombre, sigue recordando esa herencia en su propio nombre y en su identidad cultural.


Hoy, Santiago de la Espada conserva en su memoria colectiva el origen pastoril y conquense de su fundación. La toponimia, las tradiciones ligadas al ciclo ganadero, y la propia identidad serrana remiten a aquel pasado. La cultura pastoril ha dejado huellas tangibles —corrales, cañadas, senderos— y también intangibles: fiestas, relatos orales y una forma de entender la montaña como espacio de vida y no solo de paso. La historia del Hornillo muestra cómo la trashumancia conquense fue más que un movimiento estacional: fue también un factor de repoblación y creación de comunidades. Allí donde los rebaños encontraban pastos, los hombres hallaron hogar. En torno a un horno, símbolo humilde de subsistencia, nació un pueblo que aún hoy recuerda, en su propio nombre y en su identidad, la huella de aquellos pastores que, desde Cuenca, llegaron hasta estas tierras de la alta Andalucía, para quedarse definitivamente, y fundar nuevas poblaciones. Sin olvidar tampoco, por supuesto, esa relación con la orden santiaguista, como la tuvo siempre también, no debemos tampoco dejarlo de lado, con la propia Cuenca, ciudad a cuya conquista contribuyeron, y no poco , los propios caballeros de Santiago.

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Ubicación del pueblo de Santiago de la España, en la provincia de Jaén, 
entre las de Albacete y Granada, según la Wikipedia.
En la foto superior, vista aérea de la localidad.








El podcast de Clio: EL ORIGEN CONQUENSE DE SANTIAGO DE LA ESPADA


jueves, 11 de septiembre de 2025

DE FELIPE V A FELIPE VI: TRES SIGLOS DE HISTORIA DEL EJÉRCITO ESPAÑOL

 

La historia de España, como la de cualquier otro país moderno, no puede entenderse sin la historia de sus ejércitos. Esa es la premisa de la obra ”De Felipe V a Felipe VI. Trescientos años del ejército español”,  que firman Carlos Canales, Miguel del Rey y Augusto Ferrer-Dalmau. Este libro traza un recorrido de algo más de trescientos años, que arranca con la llegada de los Borbones al trono español, a comienzos del siglo XVIII, y culmina en la actualidad, en pleno siglo XXI, bajo el reinado de Felipe VI; un presente en el que nuestro país cuenta, como no podía ser de otra forma, con unas fuerzas armadas profesionales, modernizadas, y plenamente integradas en la OTAN y en la Unión Europea.

No se trata aquí de reivindicar una sociedad belicista, sino de ser conscientes del papel que en cualquier sociedad, también en la actual, tienen los ejércitos, aunque sólo sea con el fin de garantizar una paz justa en el país correspondiente. En alguna entrada anterior ya he explicado mi posición en este sentido (ver  “Reflexiones para una paz consensuada”, 22 de mayo de 2025). Dicho esto, creo interesante recoger aquí algunas frases del prólogo del libro, del  que es autor el abogado y periodista, antiguo corresponsal de guerra, Javier Nart:

“Vivimos tiempos en los que la miseria moral, el analfabetismo o manipulación de la Historia (la histeria de la historia) se ha puesto al servicio de la ideología, y donde es lamentable tener que defender lo obvio. Así con anacronismo digno de mejor causa se descalifican y condenan conductas que en su tiempo eran la praxis no solo habitual sino admitida. Desde la toma de Granada a la conquista de las Indias. En nuestros días las guerras de conquista, de agresión, por tanto, se condenan (y es justo) como crímenes de guerra. Hoy a nadie se le pasa por la imaginación que sea legítimo el saqueo de una ciudad conquistada, ponerla a saco, como en Cuzco, en Roma... o en Badajoz, los enemigos franceses y los «amigos» ingleses. Si ahora en la Península Ibérica, Francia, Bélgica, Suiza o Rumanía, se hablan lenguas derivadas del Latín, lugares en los que la impronta romana es indeleble, es porque siglos atrás sus ancestros fueron conquistados, ocupados o colonizados, y los vencidos ibéricos vendidos como esclavos en los mercados del Imperio.”

Y más adelante continúa: “Así la derrota de Felipe V en Italia fue el fin del proyecto del dominio hispano/borbónico en aquella península. Como la victoria sobre Napoleón en 1814 (la guerrilla y el ejército español y británico coaligados) mantuvo la nación española al sur de los Pirineos (ya que sin aquellas tropas, Barcelona, Tarragona, Lérida y Gerona serían hoy tan franceses como el Rosellón, la Cerdeña y el Capcir, para horror del separatismo catalán). Este es un libro donde la gloria y la miseria cabalgan juntas. No es una hagiografía de las hazañas de nuestras banderas. Es sencillamente una crónica de la historia de España a través de la historia de nuestros ejércitos. Una reflexión sobre nuestro pasado sin el que es imposible entender y defender el presente. Una historia de dolor, honor, y también horror De nuestras fratricidas guerras in-civiles. Y también del respeto y veneración con que fuimos reconocidos por nuestros enemigos. Porque ningún, NINGÚN, país colonial (Francia tras Dien Bien Phu, Gran Bretaña en sus guerras afganas, Holanda en Indonesia, Bélgica en el Congo) ha tenido un reconocimiento como el que se dedicó por sus enemigos a los derrotados héroes de Baler.”

No se trata solo de un repaso a las batallas y a las campañas protagonizadas por nuestras tropas. Los autores muestran cómo la evolución del ejército corre en paralelo a la transformación del propio Estado, desde la Guerra de Sucesión y las reformas borbónicas, que el  Estado se vio obligado a efectuar para modernizar el ejército, algunas de ellas con el fin de poder sustituir a los Tercios, que, si bien habían demostrado su excelencia las dos centurias anteriores, se habían quedado ya obsoletas, como había demostrado cincuenta años antes la derrota en Rocroy. También, la pérdida de las colonias en América, la Guerra de la Independencia contra Napoleón, o la tragedia de la Guerra Civil.

Acabada la Guerra Civil, el siglo XX y lo que va de este mismo siglo, se presentan como una etapa de redefinición: la neutralidad en las dos guerras mundiales, al aislamiento internacional durante el franquismo, la modernización impulsada a partir de la Transición, con lo que supuso la llegada de la democracia, también para el ejército, y finalmente, la proyección internacional desde los últimos años del siglo pasado, con la participación de nuestras tropas en  las principales misiones de paz que, desde entonces, se han ido repitiendo por todo el mundo. El trabajo combina el rigor de la investigación con un planteamiento narrativo, pensado para el gran público, pero sin que por ello deje  de resultar interesante también para el historiador especializado en historia militar, que caracteriza a los autores de los textos. Además, estos se encuentran acompañados por un despliegue visual, que hace más cercano el relato para el lector.

Y es que el libro cuenta como autores, con varios nombres de referencia en la historia militar. Por un lado, debemos citar a Carlos Canales y Miguel del Rey. El primero es historiador y escritor, especializado en historia militar y en la España imperial. En este sentido, cuenta con un amplio catálogo de publicaciones, y se ha destacado por acercar al lector los principales episodios bélicos de nuestro pasado, con un estilo claro y divulgativo. Por su parte, Miguel del Rey es, también, un historiador experto en historia de la guerra. Y juntos los dos, Carlos y Miguel, Miguel y Carlos, ha firmado una prolífica bibliografía, que explora la historia bélica de nuestro país, desde la Edad Media hasta los conflictos contemporáneos. Así, esta pareja intelectual se ha consolidado como una de las más influyentes en la divulgación militar en lengua española desde hace ya muchos años.

Como decimos, una parte importante del libro la conforman las ilustraciones, hasta el punto de que el autor de los mismos, el propio Augusto Ferrer-Dalmau, el conocido en el mundo del arte como el “pintor de batallas”, aparece en la portada del libro también como autor del mismo. Sus lienzos, al igual que sus dibujos, de un realismo minucioso, recrean con fuerza plástica los episodios clave de la historia bélica española, desde los tercios de Flandes hasta las misiones actuales desarrolladas en escenarios internacionales. Y también, por supuesto, la evolución del armamento, desde los antiguos mosquetes y picas de los propios Tercios, hasta el armamento de última generación con el que, hoy en día, son equipados nuestros soldados ahora, en pleno siglo XXI.

“De Felipe V a Felipe VI” es, en definitiva, un ejercicio de memoria histórica y cultural, que reivindica el papel de los ejércitos en la configuración de España. Un trabajo que conjuga análisis, relato y arte, destinado tanto a los aficionados a la historia militar, como a quienes desean comprender mejor el lugar que hoy ocupa el ejército en una sociedad moderna, como es España. Y es que, en un momento como éste, en el  que Europa debate su futuro en materia de defensa común, y en que los conflictos internacionales vuelven a poner a prueba la estabilidad del continente, obras como la que ahora nos ocupa, nos recuerdan que la historia militar no es solo una imagen de nuestro pasado: es también una clave para entender los desafíos del presente en el mundo en el que nos ha tocado vivir.

Para finalizar, quiero volver a recoger unas frases más del prólogo de Javier Nart, porque resumen, de manera bastante clara, el papel que el conocimiento de la historia debe jugar para el conocimiento de nosotros mismos. Y es que la historia debería ser ajena a esos planteamientos hipócritas que muchas veces nos llegan desde uno de los extremos del espectro político, cargados de ese “buenismo” simplista al que nos tienen acostumbrados. Unas palabras que, en cierto sentido, parecen haber sido escritas con el fin de responder a esos planteamientos obscenos que, demasiadas veces, se nos hace por parte de algunos políticos americanos, como López Obrador o  su destacada alumna, Claudia Sheinbaum, quien le sustituyó como presidenta de México. Y también, por desgracia, desde algunos sectores de nuestro propio país, porque muchas veces, demasiadas, somos nosotros, los propios españoles, nuestros principales enemigos:

“¿Debemos exigir reparaciones morales o materiales a la República italiana por Numancia? ¿Y a la francesa por la traición, invasión, masacre y expolio en la España de 1808? ¿Y nosotros a los países americanos, aunque nunca los entendiéramos como colonia? ¿O a Italia por la conquista del reino de Nápoles... donde nuestro enemigo resultó no italiano sino francés? En verdad todas las naciones del mundo son consecuencia tanto de actos de afirmación defensiva interna (de súbditos a ciudadanos) como de agresión/defensa respecto al externo. Cataluña, como Castilla, Aragón, Navarra, León o Portugal son la consecuencia de la reconquista/reflujo del al-Ándalus hispano. De campañas militares, de espada, de sangre y dolor, que no de metafísica. Se expulsó a moriscos y judíos en la España de los Reyes Católicos, como los nobles catalanes y aragoneses desde el Pirineo a Murcia, como Tarik y Muza hicieron antes con visigodos e hispanorromanos. ¿Condenamos por xenófobos a Isabel y Fernando y no a Jaime I el Conquistador? ¿Y a Abderramán o a Almanzor?”

Porque, decimos nosotros, ni los hechos históricos, ni los personajes que los protagonizaron, puede ser juzgados con el rigor ni la vara de medir propias del siglo XXI, sino con los que eran propios del momento en el que sucedieron.

Bernardo de Gálvez, con los hombres del Regimiento Fijo de Luisiana, del regimiento de Navarra y del 2.º de Voluntarios de Cataluña, durante uno de los ataques británicos a las posiciones españolas que cercaban Pensacola.  
Uno de los cuadros más famosos de Augusto Ferrer-Dalmau y, al mismo tiempo, una de las ilustraciones del libro.



lunes, 1 de septiembre de 2025

EL CAMINO Y LA ORDEN DE SANTIAGO. DOS REALIDADES PARALELAS

 

El Camino de Santiago. El origen de una vía de espiritualidad

Según la tradición cristiana, el apóstol Santiago el Mayor, hijo de Zebedeo y hermano de Juan, predicó el Evangelio en la península ibérica, después de que Jesucristo, una vez resucitado, lo enviara, como al resto de los Apóstoles, a anunciar su mensaje entre los gentiles. Aunque ni los propios Evangelios ni los Hechos de los Apóstoles, el libro de las Sagradas Escrituras que narra la vida de los doce en los años siguientes a la Pasión de su Maestro, recogen esta misión evangelizadora de Santiago, y por lo tanto la historicidad de su presencia en el extremo occidental del mundo conocido, algunos de los textos apócrifos y, sobre todo, crónicas posteriores, sostienen que el Apóstol viajó hasta Hispania, posiblemente a través de la vía marítima fenicio-romana, cruzando todo el mar Mediterráneo, evangelizando diversas regiones del noroeste peninsular. Después, tras regresar a Jerusalén, fue martirizado allí por orden de Herodes Agripa, hacia el año 44 d.C. Sus discípulos, según la tradición sagrada, trasladaron su cuerpo por mar hasta las costas de Galicia, donde sería enterrado en un lugar oculto, cuyo recuerdo se perdió durante muchos siglos.

Pasado el tiempo, a comienzos del siglo IX, en torno al año 820, un eremita llamado Pelayo observó, durante varias noches, unas luces misteriosas, como “estrellas danzantes”, sobre un bosque cercano al monte Libredón. Informó del hecho al obispo de Iria Flavia, la antigua sede episcopal que actualmente se encuentra en el municipio de Padrón. Teodomiro, que así se llamaba el obispo, investigó el fenómeno, y descubrió la existencia en el lugar de donde procedían las luces, de una tumba, que identificó con la del apóstol Santiago. Así, esta aparición fue considerada milagrosa, y rápidamente legitimada por el rey asturiano Alfonso II el Casto, quien acudió en peregrinación al lugar. Allí ordenó construir una primera iglesia sobre el sepulcro, lo que marca el nacimiento de Compostela (Campus Stellae, “campo de la estrella”) como santuario. Con este acto, Alfonso II no sólo legitimó la autenticidad del hallazgo, sino que vinculó la figura del apóstol a la construcción del reino cristiano, en resistencia contra el Islam.

En las décadas siguientes, Compostela se convirtió en un importante centro de devoción y de poder eclesiástico. Echemos un vistazo rápido a lo más destacado de la cronología de lo que, ya entonces, empezaba a ser conocido como un importante lugar de peregrinación. Entre los años 834 y 843, la sede episcopal fue trasladada desde Iria Flavia a lo que ya entonces era llamado Santiago de Compostela. En 997, el caudillo musulmán Almanzor saqueó la ciudad, pero no dudó en respetar la tumba del apóstol, lo que reforzó su carácter sagrado que tenía el lugar. En 1095, el papa Urbano II reconoció oficialmente el culto a Santiago. En 1139, Inocencio II otorgó a la diócesis la dignidad arzobispal. En 1164, Compostela fue reconocida como uno de los tres grandes centros de peregrinación cristiana, junto con Roma y Jerusalén.

Con el crecimiento del culto al apóstol, se fue estructurando el Camino de Santiago, como una red de rutas que desde el norte de Europa, especialmente Francia, pero también otros países, como Inglaterra o Portugal,  llegaban hasta Galicia. A lo largo de estos caminos fueron surgiendo con el paso del tiempo decenas de hospitales y de albergues para acoger a peregrinos, y monasterios y templos para asegurar el culto y la asistencia espiritual. Y también, cono no podía ser de otra forma en aquellos años medievales, en los que la caballería tenía una especial importancia, órdenes militares y religiosas, especialmente la de Santiago (1170), encargadas primeros de la protección de los caminantes, pero que poco tiempo después, y a imitación de otras órdenes que fueron naciendo en toda Europa,  pasaron también a combatir contra los musulmanes, llegando a ser uno de los elementos principales de la Reconquista.

En aquellos tiempos, igual que ahora, el Camino no solo tenía un sentido devocional, sino que también articulaba la repoblación de los territorios conquistados, repoblación en la que la orden también terminó siendo protagonista, al menos en una parte de los territorios conquistados. Además, servía de eje de comunicación, intercambio cultural, y construcción de la identidad cristiana peninsular. El románico, ese nuevo orden arquitectónico que estaba llegando de Francia en aquel lejano siglo XI, y durante toda la primera mitad de la centuria siguiente, también lo hizo, sobre todo en su primera época, a través del Camino.

En tiempos del reinado de Alfonso VII (1109-1157), el apóstol Santiago fue presentado como símbolo de la unidad política de Hispania. Y entre los siglos XI y XIII, el Camino vivió su época dorada. Millones de peregrinos europeos lo recorrieron en aquella época. A su paso se desarrollaron núcleos urbanos, como Jaca, Estella, Burgos, León o Astorga. En 1075 comenzó a  construirse la catedral románica de Santiago, culminando, en muy pocos años, un impresionante santuario de peregrinación. Sin embargo, a partir del siglo XIV, diversos factores, como el estallido en el continente europeo, de importantes conflictos armados, la extensión de la peste, y a partir del siglo XVI, la reforma protestante, provocó en toda Europa un cambio en las rutas de peregrinación, lo que llevó a un declive del Camino, que ya no resurgiría con fuerza hasta tiempos recientes. Ya en el siglo X, el Camino de Santiago volvió a resurgir con gran fuerza.

Con la expansión del Imperio español, el culto a Santiago se exportó a América, donde fue adoptado como santo patrono de numerosas ciudades. En muchas regiones, se sincretizó con deidades indígenas, o fue reinterpretado como símbolo de justicia, protección y autoridad. La figura del apóstol, ya sea como peregrino, como santo o como guerrero, continúa hoy siendo un referente de identidad, espiritualidad y encuentro entre pueblos, tanto en Europa como en América. Así, la aparición del apóstol Santiago en Compostela no es sólo un episodio religioso, sino un acontecimiento con profundas consecuencias políticas, culturales y sociales. El Camino de Santiago se transformó en un eje de comunicación espiritual, territorial y simbólica que articuló gran parte de la cristiandad medieval. Y aunque de una manera muy diferente, más propia de este siglo XXI, lo sigue articulando también en la actualidad.

Sin embargo, en realidad no existe un Camino de Santiago, sino varios caminos. Los más conocidos son los que atraviesan el norte de la provincia de Cuenca, pero un camino de peregrinación como era éste, transitado por peregrinos de todo el continente europeo, era, en realidad, una red de vías que  tienen un destino común, Santiago de Compostela, y muchos puntos de origen diferentes; todos los caminos llevan a Roma, dice el refrán, y casi todos los caminos llegan a Santiago. Hay que recordar aquí el camino inglés, que, procedente de las Islas Británicas, y a través del Canal de la Mancha y el Mar Cantábrico, recorría, en muy pocas jornadas, el trayecto entre La Coruña y Compostela; o el portugués, que comunicaba Lisboa y Santiago a través de Oporto o Tui.  En este sentido, no se puede dejar de lado el llamado Camino de la Lana, que desde la costa mediterránea, principalmente desde Alicante, pasando por las provincias de Cuenca, Guadalajara y Soria, llegaba hasta Burgos, donde enlazaba directamente con el camino francés.

 

Santiago Matamoros y la dimensión guerrera del apóstol

La aparición del apóstol Santiago a lomos de un brioso corcel blanco en la batalla de Clavijo (844), según las crónicas, consolidó su imagen de apóstol-guerrero. Montado sobre un caballo blanco y blandiendo una espada, habría intervenido milagrosamente para dar la victoria a los cristianos frente a los musulmanes. Esta poderosa imagen nace, tal y como se ha dicho, de la legendaria Batalla de Clavijo donde, según las crónicas medievales, cuando las tropas cristianas estaban a punto de ser derrotadas por los temibles musulmanes, el apóstol se apareció sobre un caballo blanco, blandiendo una espada, y provocando el terror entre las tropas musulmanas. Como resultado de esta visión, los cristianos recobraron unas fuerzas que ya estaban demasiado mermadas, logrando de esta forma, al día siguiente, la victoria sobre sus enemigos. Este es el origen de la iconografía del apóstol a caballo, con uno o varios guerreros moros a sus pies, a punto de ser pateados por el corcel.

 Este relato no está documentado históricamente, como tampoco la propia batalla, pero su poder simbólico fue enorme durante toda la Edad Media. Con el tiempo, Santiago se convirtió en patrón de una España unificada, protector de los cristianos, y figura central del ideario de cruzada contra el enemigo musulmán. Su culto se asoció a la lucha religiosa, a la reconquista de la tierra y, como consecuencia de todo ello, al deber del caballero cristiano.


Este episodio, aunque legendario, fue crucial para convertir a Santiago en patrón de España, reforzar la idea de una Reconquista sagrada, y vincular el Camino a la lucha religiosa y a la política peninsular. La figura de Santiago Matamoros se convirtió en un icono visual y simbólico de la cristiandad peninsular, y su imagen ecuestre se difundió ampliamente en esculturas, relieves, códices y retablos. Y junto a la imagen de San Jorge, el otro santo caballero, derrotando al dragón -un antiguo soldado de la guardia pretoriana, que también se encuentra en la difusa frontera entre la historia y la leyenda-, puede ser considerado como una transliteración de los antiguos mitos grecolatinos, y también de las tradiciones celtíberas. En efecto, Santiago Matamoros comparte rasgos con San Jorge, venerado tanto en Europa como en Oriente Próximo, especialmente en lugares tan distantes entre sí como Georgia, Inglaterra y, en lo que respecta a la península ibérica, en Aragón y en Cataluña. Ambos aparecen como guerreros montados, salvadores frente al enemigo infiel o monstruoso -el dragón o el enemigo musulmán-, lo que sugiere una transposición cristiana de antiguos arquetipos guerreros indo-europeos.

En cuanto a la mitología clásica, la imagen del caballero celeste tiene paralelos claros con los héroes montados de la mitología griega, como el centauro, ese ser híbrido que unifica, en un mismo cuerpo, al caballo y al jinete; el dios guerrero Ares, o los gemelos Cástor y Pólux, los Dioscuros, hijos de Leda; o incluso Belerofonte, montando a Pegaso para derrotar a la Quimera. Y en cuanto a las tradiciones celtíberas celtiberas, debemos recordar que, para estos pueblos del centro de la meseta, el caballo era un animal sagrado, asociado con la guerra, la nobleza, la muerte y el tránsito al más allá. En algunos yacimientos como Numancia, se han hallado jarros rituales con hombres-caballo y domadores, símbolo posiblemente chamánico o funerario.

Esa imagen del caballo como símbolo totémico también aparece en el folklore español y americano. En efecto, el caballo no sólo está presente en la tradición guerrera, sino también en las festividades populares, muchas de ellas con orígenes medievales o incluso paganos, aunque en muchas ocasiones el origen mítico está parcialmente oculto en una tradición histórica realmente existente. Así se puede apreciar en algunas fiestas de enorme interés, como en la Caballada de Atienza (Guadalajara) que conmemora el rescate del rey Alfonso VIII, siendo todavía niño, en el marco de la guerra civil que asoló Castilla a mediados del siglo XII; o los Caballos del Vino, en Caravaca de la Cruz (Murcia), donde se mezcla la simbología cristiana y pagana con las tradiciones agrícolas, y en la que el caballo es símbolo de fuerza protectora.

También es este caso, y después del descubrimiento y conquista de América, todas esas tradiciones fueron exportadas al Nuevo Mundo, donde se fusionaron con algunas cosmovisiones indígenas. En Peteu (Guatemala), por ejemplo, existe el "Baile del Caballito", una danza ritual en la que el caballo, en esta ocasión a través de hombres disfrazados de tales, sigue siendo símbolo sagrado, asociado a la lucha entre el bien y el mal, lo divino y lo terrenal. Este sincretismo se refleja en cómo los pueblos indígenas adoptaron la figura de Santiago como “santo guerrero”, defensor del orden, muchas veces reinterpretándolo dentro de sus propias creencias.

En resumen, la figura de Santiago Matamoros y su asociación con el caballo blanco no puede entenderse sólo desde el punto de vista del cristianismo medieval. Es, en realidad, un arquetipo de héroe montado, heredero de múltiples tradiciones: celtas, grecolatinas, visigodas, islámicas y cristianas. Sin embargo, sí es cierto que, más allá de todo ello, su figura articula la identidad nacional española en la Edad Media, como símbolo de la lucha sagrada contra el invasor musulmán. Y al mismo tiempo, y una vez producida la unificación de todos los reinos bajo una misma corona, y prolongada esa unicidad hasta más allá del Océano Atlántico, permite la evangelización y legitimación del dominio en las nuevas tierras descubiertas, usando símbolos ya presentes en las culturas autóctonas.

 

La orden militar de Santiago, entre la cruzada y la frontera

En el panorama espiritual, político y militar de la Europa medieval, pocas instituciones alcanzaron tanta relevancia y proyección como las órdenes militares. Nacidas en el contexto de las cruzadas orientales, especialmente después de la conquista de Jerusalén en 1099, estas fraternidades de caballeros profesaban votos religiosos y, al mismo tiempo, empuñaban las armas. Su misión consistía en: defender la cristiandad frente a sus enemigos, ya fuesen los musulmanes, los paganos o, más tarde, los herejes.

Las tres grandes órdenes internacionales los templarios, los hospitalarios de San Juan (futuros caballeros de Malta, después de que el emperador Carlos V les otorgara el señorío sobre la isla homónima), y la orden teutónica (nacida en Alemania, pero que contaba también con una rama española desde el matrimonio del rey Fernando III con Beatriz de Suabia, nieta del emperador Federico Barbarroja), marcaron el modelo organizativo, simbólico y espiritual para las nuevas milicias religiosas que surgirían también en Europa occidental y, de modo muy especial, en la península ibérica; hay que recordar, en este sentido, que también la Reconquista tuvo un cierto cariz de cruzada contra el enemigo musulmán. Por ello, aunque el foco inicial de estas órdenes se centró en Tierra Santa, sus ramas y prioratos se extendieron también por Occidente, encontrando en España un campo fértil de acción.

A diferencia de sus homólogas internacionales, las órdenes hispánicas nacieron directamente vinculadas a la lucha por la Reconquista y bajo el patrocinio de los reyes cristianos. Su función era eminentemente práctica: custodiar los territorios de frontera, repoblar las tierras conquistadas y servir de brazo armado a la monarquía. Las principales fueron: la Orden de Calatrava, fundada en 1158 con apoyo del Císter, y con sede en el castillo homónimo, en la actual provincia de Ciudad Real; la orden de Santiago, establecida en 1170, protagonista de esta entrada; la orden de Alcántara, surgida en 1166 en el reino de León, con fuerte implantación en Extremadura; la orden de Montesa, fundada en 1317 en el reino de Aragón, adoptando muchos de los beneficios que habían tenido los templarios después de la disolución de estos; y la orden de Avis. menos conocida en nuestro país porque, en esencia, se limitó al reino de Portugal. Estas órdenes compartían rasgos comunes: obediencia a una regla monástica, la de San Benito, el Císter o San Agustín; adopción  de votos religioso; disciplina militar; y una estructura feudal bien articulada. A diferencia de las órdenes supranacionales, las órdenes hispánicas estaban sujetas principalmente a la autoridad de los reyes, lo que reforzaba su papel como instrumento de la política regia.

La Orden de Santiago fue fundada en el reino de León hacia 1170, por un grupo de caballeros que se habían reunido en la ciudad de Cáceres. Su objetivo inicial era doble: proteger a los peregrinos que transitaban el Camino de Santiago, y combatir a los musulmanes en los territorios de la frontera sur. Su fundación fue avalada por el rey Fernando II de León, y poco después, en 1175, recibió el reconocimiento pontificio, mediante una bula del papa Alejandro III. En 1174, la orden se extendió también al reino de Castilla, donde el monarca Alfonso VIII les otorgó el castillo de Uclés, que de este modo, se convirtió en su casa madre y centro de operaciones. Allí se erigió el priorato de Uclés, un complejo que funcionaba como monasterio, fortaleza, centro administrativo, archivo y residencia del maestre. Desde ese núcleo estratégico, la orden dirigía sus campañas militares, organizaba la repoblación de nuevas tierras y gestionaba una extensa red de encomiendas.

La Orden de Santiago se regía por la regla de San Agustín, que permitía combinar la vida religiosa con la acción armada. Sus miembros eran frailes-caballeros, nobles que profesaban votos de obediencia, castidad y pobreza personal, pero no llevaban una vida estrictamente conventual. Su símbolo, una cruz roja en forma de espada, sintetizaba perfectamente su doble misión, espiritual y militar. La orden asumía funciones clave en el entramado de la Reconquista: la protección de peregrinos hacia Santiago de Compostela, la defensa de los territorios fronterizos frente al Islam, y la repoblación y colonización agrícola de las tierras conquistadas. Su influencia en la corte castellana, donde sus maestres llegaron a ejercer poder político significativo, fue muy importante.

Uno de los episodios más reveladores del protagonismo de la orden de Santiago tuvo lugar en 1177, cuando Alfonso VIII emprendió la conquista de Cuenca, que para entonces era un importante bastión musulmán en el centro-este de la península. Así, la orden participó de manera decisiva en la campaña, aportando tropas, logística y recursos. Su colaboración fue recompensada generosamente por el rey con bienes inmuebles, heredades rurales, molinos, dehesas y propiedades urbanas dentro de la ciudad. Estos donativos no fueron meramente honoríficos. Respondían a una estrategia política: consolidar la presencia cristiana, facilitar la repoblación con gentes de confianza y asegurar la fidelidad de la orden. Desde su sede en Uclés, la orden de Santiago proyectó su influencia sobre el territorio conquense, estableciendo una red de posesiones como el Hospital de Santiago, el Molino de Santiago, la Dehesa de Santiago, dentro de la ciudad, o la fortaleza de Torrebuceit, en el actual municipio de Villar del Águila.

A lo largo de los siglos, la Orden de Santiago se consolidó como una de las instituciones más poderosas de la Corona de Castilla. Su red de posesiones, su capacidad militar y su inserción en la estructura política, le permitieron mantener una posición destacada hasta bien entrado el periodo moderno. A partir de los Reyes Católicos, y especialmente bajo Carlos V y Felipe II, y como sucedió con el resto de las órdenes hispánicas, la corona asumió el control directo del maestrazgo, lo que marcó el comienzo de su progresiva integración en el aparato estatal. No obstante, y a pesar de los procesos desamortizadores del siglo XIX, su legado permanece hoy en día: iglesias, castillos, archivos, escudos, y topónimos recuerdan aún hoy la huella profunda de una institución que encarnó, como pocas, el cruce de caminos entre la religión, la guerra y la política  en la España medieval.









martes, 19 de agosto de 2025

UNA NOVELA SOBRE LOS AÑOS DEL PLOMO EN LA HISTORIA DE ESPAÑA

 


En otras entradas anteriores hemos comentado, en este mismo blog, otros libros anteriores de la historiadora y novelista conquense Ana Belén Rodríguez Patiño (ver en este blog “Donde acaban los mapas primera novela de Ana Belén Rodríguez Patiño, 4 de enero de 2014; “Dos novelas históricas escritas desde Cuenca”, 14 de julio de 2016; “Un mensaje escrito en un libro diferente”, 11 de junio de 2019; “La estética de los nadadores, una nueva novela de la escritora conquense Ana Belén Rodríguez Patiño”, 9 de octubre de 2020, “Dos nuevos estudios sobre Cuenca y los conquenses durante la Guerra Civil y la Segunda Guerra Mundial”, 14 de junio de 2022). Ahora llega el momento de comentar aquí una novela que saltó a los escaparates de las librerías hace ahora casi un año, algo que debemos tener en cuenta si queremos juzgar adecuadamente la oportunidad de su lanzamiento.


En efecto, “La piel de los tártaros”, la última novela de esta escritora conquense, apareció en el mes de septiembre del año pasado, un mes antes del estreno, en febrero de 2025, de la película “La infiltrada”, de Arantxa Echevarría; ella firma también, con Amelia Mora, el guión de la misma. Esta película ganó el Goya a la mejor película  en los premios de este año, ex aequo con “El 47”, así como el premio a la mejor actriz protagonista,  en la figura de Carolina Yuste, quien  fue reconocida como Mejor Actriz. Y es que la casualidad ha hecho que ambas, película y novela, novela y película, trabajando de forma independiente sobre una historia real, la historia de la primera, y única, mujer policía española que se infiltró en ETA en los años noventa, en los años más duros de la banda armada, hayan salido a la luz prácticamente en el mismo momento.

En efecto, en "La piel de los tártaros" se narra la historia de una joven policía española que fue seleccionada en 1992 para infiltrarse en la organización terrorista ETA, convirtiéndose en la única mujer en lograrlo. La autora, historiadora y escritora, se sumerge en los años más intensos del conflicto, mostrando el entrenamiento, la doble vida y los riesgos extremos a los que se tuvo que enfrentar, hasta 1999 la protagonista, Esther Castells (nombre ficticio en la novela, Arantzazu Berradre en la película, Elena Tejada en la vida real, en un juego de nombres que nos lleva hacia un nombre desconocido y anónimo, oculto a la vida pública en la actualidad por las propias necesidades de protección de la verdadera policía que se oculta en todos esos nombres).

Aunque ambientada en los años noventa, y basada en hechos reales, la novela no pretende, en realidad, ser una novela histórica en sí misma, porque además, y como no podía ser de otra forma, la sucesión de los hechos reales, tal y como sucedieron, se encuentran todavía, por razones obvias, protegidas por la ley de los secretos oficiales. La protagonista no forma parte de una trama histórica documentada, sino de una operación secreta real con una fuerte implantación emocional y psicológica. Sin embargo, todo lo que se cuenta en ella forma parte, por desgracia, de la historia contemporánea de España. La ambientación traza un recorrido de varias décadas marcadas por el terrorismo, por la ley lógica de las bombas y las pistolas, reflejando la violencia y el dolor provocado en muchos miles de personas -políticos, jueces, militares, policías y guardias civiles sobre todo, incluso bastantes hombres y mujeres casi anónimos, gente de la calle-. Las cifras sí son históricas, aunque no formen parte ni de la película ni de la novela: 853 asesinatos, más de 3.500 atentados, más de 2.362 heridos, 86 secuestros documentados, además de una cantidad incontable de extorsiones a empresarios y la fractura de una sociedad, la vasca, una parte de la cual se vio obligada a emigrar para poder huir de aquel infierno.

La obra rinde homenaje explícito a hombres y mujeres de la Guardia Civil y la Policía Nacional, a todos aquellos ángeles de la guarda que vestían de uniforme, sea éste de color verde, azul o marrón, quienes arriesgaron sus vidas luchando contra ETA desde dentro; porque también en la Guardia Civil, en aquellos años oscuros, hubo infiltrados en el grupo armado, que tuvieron que abandonar su vida tranquila, en el seno de sus familias verdaderas, para cambiarla por una forma de vida que, en realidad, les era ajena. La protagonista es precisamente una policía infiltrada, y la novela enfatiza el papel crítico, oculto y sacrificado de las fuerzas de seguridad del Estado en los años de plomo.

Quiero hacer aquí una referencia al llamado Síndrome del Norte, una dolencia psicológica que afectaba a agentes  que estaban destinados en Euskadi durante los años en los que estuvo activa la violencia etarra: “Ha escuchado en otras ocasiones hablar del Síndrome del Norte. Ya en la academia de Ávila había tenido noticias de ello, como una enfermedad que aqueja irremediablemente a los agentes del orden desplazados en el País Vasco. Se trata  de un desequilibrio mental provocado por un estrés intenso y estimulado en el tiempo. La padecen policías, guardias civiles y funcionarios estatales ante las provocaciones sistemáticas. No sólo ellos, también sus familiares más cercanos. Es lo que buscan los terroristas y sus cómplices: la asfixia total de aquellos que colocan a la diana. Una experiencia que, en algunas ocasiones, aboca al suicidio (aunque se disfrace de muerte natural).  Una decisión desesperada para quienes la vida se convierte en un camino tortuoso. Tensión, presión y miedo. Desamparo y soledad. Mucha soledad.” La mención  sirve como reflejo de los efectos emocionales que dejó el enfrentamiento al terrorismo desde dentro.

Y ante todo esto, la necesidad de la protagonista de crear una rutina en la que pueda mantenerse ajena a toda esa violencia: “Esther anota todo en su cerebro como una máquina Y desde ese mismo cerebro sabe procesarlo de la forma más conveniente. M ira, escucha, memoriza.  No enjuicia nada públicamente si no es con intención. Mantiene la calma. No comprende muchas de las vicisitudes que vive, pero ha de hacer ver que las tiene asumidas, y que las marca a fuego en su piel. Una piel que ha de endurecer rápidamente, y asemejarla a la de los terroristas, encallecida e insensible ante el dolor ajeno, como los antiguos guerreros tártaros de las estepas.”

En todas sus novelas, Ana Belén Rodríguez siempre ha sabido elegir el título -muchas veces, en el título de un libro suele estar el principio de su éxito-, y en la última frase de la cita, los lectores podemos encontrar el significado y las motivaciones de la autora para titular así su última obra: Esther, como cualquier infiltrado en una banda terrorista, no tiene más remedio que despojarse de su propia piel, la de un ciudadano normal, la de una buena policía, para vestirse con la piel de una serpiente -no debemos olvidarnos de que el emblema de la banda terrorista es, precisamente, un hacha y una serpiente-, de uno de aquellos tártaros del siglo XIII que, montados siempre sobre sus ágiles caballos, con los que formaban un ente casi único, cruzaban las estepas, invadiendo ciudades y derrotando a pueblos enteros, sembrando la muerte y el dolor allá por donde iban. Así, la equiparación entre la banda terrorista y la Horda de Oro se hace bastante elocuente.

En la página 120 se aborda directamente el dolor provocado por las muertes de ETA: “A pesar de los buenos resultados, el número de muertos aumenta en los años posteriores. Lo hace en cuanto la banda se reorganiza. El periodo siguiente vuelve a ser terrorífico. Los atentados con bombas lapa y los asesinatos a sangre fría se convierten en trágicos protagonistas de la escena pública. Y con la misma triste regularidad que solían. El país entero se acostumbra a la violencia, y los sucesos luctuosos provocados por los terroristas se suceden sin parar. El 8 de junio de 1995 acabarán con la vida de un inspector jefe de la Policía Nacional. Un disparo en la nuca en un asalto en la avenida Sancho el Sabio, de San Sebastián. Llevaba tiempo amenazado por la ETA. Él y su familia, esposa y dos hijas. Le habían ofrecido por ello un cambio de destino, pero prefirió seguir en su puesto  en la Unidad Territorial Antiterrorista de Guipúzcoa. A la rueda de la muerte aún le quedan muchos muertos en la cartera (entre ellos, políticos destacados del PP y del PSOE). En las siguientes décadas, los terroristas asesinarán a tres comisarios en activo, cuatro subcomisarios, más de veinte inspectores, seis subinspectores, y sobrepasarán el centenar de agentes. La Guardia Civil aún sufrirá un número mayor de víctimas. Los heridos y las cicatrices emocionales, siguen siendo incontables.”

Esa reflexión sirve para conectar el legado del franquismo con el terrorismo contemporáneo en España, destacando cómo ambos han marcado la memoria colectiva y personal, contraponiéndolo de esta forma las políticas de memoria histórica y la Ley de Memoria Democrática. A lo largo de la novela van pasando los años, entre engaños y disimulos, mientras solo una verdad permanece: el terror de ETA. La protagonista vive bajo una identidad falsa durante siete años, en una realidad donde el silencio y la ocultación son constantes, pero la violencia real y sangrienta sigue siendo el eje que mueve todo.

Para finalizar, unas breves palabras sobre el estilo literario de la novela: éste es ágil, con frases cortas, directas e incisivas. La narrativa se construye sobre diálogos y descripciones contundentes, que mantienen la tensión sin saturar la página, facilitando que el lector avance sin freno en la lectura de la novela.












El podcast de Clio: LA PIEL DE LOS TÁRTAROS