Datos personales

CURRICULUM LITERARIO E INVESTIGADOR



Julián Recuenco Pérez (Cuenca, 1964) es licenciado en Humanidades por la Universidad de Castilla-La Mancha, y doctor en Historia Contemporánea por la Universidad Nacional de Educación a Distancia, con una tesis sobre "El tribunal de Curia Diocesana de Cuenca durante el reinado de Fernando VII (1808-1836)", publicado por la Universidad de Castilla-La Mancha.
Fruto del ciclo de conferencias que dirigió en la sede conquense de la Universidad Internacional Menéndez Pelayo durante los años 2014 y 2015, sobre historia contemporánea de Cuenca, ha coordinado el libro colectivo titulado "Entre la guerra carlista y la Restauración. Cuenca en el último tercio del siglo XIX", publicado en el año 2016 por la Diputación Provincial de Cuenca. Su último libro publicado es "El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo", una biografía de este desconocido militar conquense que vivió a caballo entre la Tercera Guerra Carlista y la Guerra de África, también por la Diputación Provincial. Su trabajo más reciente, en el que está sumido actualmente, forma parte del proyecto de la Biblioteca de Autores Cristianos "Historia de las diócesis españolas", para el que está realizando el capítulo correspondiente a la historia de la diócesis de Cuenca en el período contemporáneo; y en este mismo campo, ha participado también, en el proyecto titulado "Diccionario de los obispos españoles bajo el régimen del Real Patronato,", dirigido por Maximiliano Barrio Gozalo, y cuyo primer volumen ha sido publicado recientemente por la Biblioteca de Autores Cristianos. En este momento tiene en prensa el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII (1886-1931)", escrito en colaboración con Pedro Luis Pérez Frías.

Ha realizado también diversos estudios sobre religiosidad popular y cofradías de Semana Santa, entre las que destaca el libro "Ilustración y Cofradías, la Semana Santa de Cuenca en la segunda mitad del siglo XVIII", que fue publicado por la Junta de Cofradías de la ciudad del Júcar en el año 2001, y "Cruz de guía", un acercamiento a la Semana Santa de Cuenca desde el punto de vista de la antropología y de las religiones comparadas. Así mismo, es autor de diversas monografías que tratan de la historia de algunas de las hermandades de la Semana Santa de Cuenca: Santa Cena, Nuestro Padre Jesús Orando en el Huerto (de San Antón), Nuestro Señor Jesucristo Resucitado y María Santísima del Amparo, Nuestra Señora de la Soledad (del Puente), Nuestra Señora de la Amargura con San Juan Apóstol y Nuestro Padre Jesús Amarrado a la Columna.


En el campo de la creación literaria, ha ganado diversos premios de relatos, poesía y novela. Es autor de las novelas "El papiro de Efeso" (1998), "La mirada del cisne" (2007, Premio Ciudad de Valeria de novela histórica), "El rehén de Cartago" (2009), "Segunda oportunidad" (2011), y "El hombre que vino de Praga" (2016), de los poemarios "El hombre solo" (2007), Premio Villa de Arcas Eduardo de la Rica), "La ciudad vertical (2009), "El salón de baile" (2013, finalista del IV Certamen Poeta Juan Calderón Matador), y "Luna llena de Parasceve" (2013), publicado por la Junta de Cofradías dentro del programa oficial de Semana Santa), así como también de un libro de viajes "Crines de espuma" (2007) y de una colección de relatos, "Tratado de los espejos" (2008).


viernes, 20 de junio de 2025

NOTAS SOBRE UN ESPÍA ESPAÑOL DEL SIGLO DE ORO: MIGUEL DE MOLINA

 

Atraídos por las novelas de John Le Carre o de Frederick Forsyth, o esas primeras novelas de Ken Follett, antes de que el enorme éxito obtenido por “Los pilares de la tierra” y otras novelas históricas hicieran olvidar al lector sus inicios como novelista de misterio; atraídos por el cine de acción del Hollywood más espectacular, por las aventuras de un agente 007, que por cierto, también fue creado antes en la literatura que en el propio cine, muchas veces pensamos que el espionaje es algo propio de los tiempos recientes, de la Guerra Fría o, como mucho, de las primeras décadas del siglo pasado, y nos olvidamos de que esta labor es algo natural, consustancial al hombre y a todas las formas de gobierno, desde las primeras civilizaciones. En efecto, todos los estados, no sólo el estado moderno, ha tenido la necesidad de conocer, a la mayor exactitud posible, cuál era la manera de actuar del resto de gobiernos con los que interactuaban, amigos o enemigos, con el fin de poder adelantarse a las posibles amenazas, sean éstas externas, provocadas por otros países, y hasta internas. O también, incluso, para prevenir guerras, con una actuación preventiva, antes de que sea necesario el empleo de la fuerza militar.


Cuando estudiamos la España de los Habsburgo, cuando nos adentramos en la España de aquel ingente imperio que se gestó en el siglo XVI, y que se extiende también por gran parte de la centuria siguiente, hablamos de los tercios, los bravos soldados de la infantería española que gestaron aquel imperio, o del Camino Español, que permitió recorrer en un corto tiempo centenares de kilómetros por un estrecho pasillo, rodeado de tropas enemigas, pero nos olvidamos de la importante labor desempeñada por el aparato de espionaje elaborado por los Habsburgo, tal y como ha demostrado Fernando Martínez Laínez en su libro “Espías del imperio”. No voy a hablar del libro, porque a él, y a uno de los espías conquenses mencionados en el libro, Luis Valle de la Cerda, el genio del cifrado según palabras del propio Martínez Laínez, ya le dediqué una entrada en este mismo blog (ver “Luis Valle de la Cerda, un espía conquense al servicio del imperio Habsburgo”, 4 de marzo de 2022). En esta ocasión voy a hablar de otro de esos espías conquenses, muy poco conocido entre sus paisanos del siglo XXI, pero antes de hacerlo creo conveniente hablar, siquiera someramente, de cómo se tejían esas redes cuando el conquense actuó, en pleno siglo XVII.

En efecto, en la Europa del seicento, el continente europeo se encontraba cruzado por unas amplias redes de espionaje que afectaban a todas las monarquías, desde las más importantes, como Francia, Inglaterra o, por supuesto, España, hasta los más minúsculos estados casi olvidados. El espionaje en el siglo XVII no tenía nada que envidiar a las modernas redes de inteligencia: mensajes en clave, tinta invisible, agentes dobles, contraseñas y traiciones eran parte del día a día de los servicios secretos de las monarquías europeas. En una época donde el equilibrio entre las potencias —España, Francia, Inglaterra, los Países Bajos y el Imperio Otomano— pendía de un hilo, los espías eran piezas clave de un tablero en constante tensión. No existía aún una red institucionalizada como las actuales agencias de inteligencia, pero reyes, virreyes y embajadores contaban con toda una corte de informadores, correos secretos, religiosos infiltrados y nobles con doble agenda.

Las redes de espionaje en el Mediterráneo durante el siglo XVII eran tan complejas como las propias relaciones políticas y religiosas de la época. El Mare Nostrum no solo era una vía de comercio y expansión imperial, sino también el principal campo de batalla silenciosa entre cristianos y musulmanes, entre católicos y protestantes, entre monarquías rivales. En este escenario, los espías jugaban un papel esencial como recolectores de información, diplomáticos encubiertos, saboteadores e incluso negociadores de rescates de cautivos.

El Imperio español mantenía una extensa red de agentes que operaban desde lugares que eran clave: Nápoles, Sicilia, Cerdeña, Orán, Túnez, Argel, y sobre todo en el Levante italiano. Los virreyes españoles coordinaban muchas veces estas acciones, y el Consejo de Estado recibía informes secretos procedentes de los lugares más remotos. Había espías en Constantinopla (Estambul), disfrazados de comerciantes, clérigos o incluso renegados cristianos convertidos al islam para infiltrarse en el mundo otomano. Estos agentes usaban mensajes cifrados, doble correspondencia (una visible y otra escondida en el pliegue del papel o escrita con tinta invisible) y redes de contactos con intermediarios locales, como judíos conversos, griegos ortodoxos o maronitas. A menudo actuaban bajo la cobertura de órdenes religiosas —mercedarios, trinitarios o jesuitas— que se movían en los márgenes de lo permitido.

La Santa Sede también tenía su propio y eficaz sistema de espionaje. Los papas del siglo XVII, como Urbano VIII, Inocencio X o Alejandro VII, no eran solo jefes espirituales, sino hábiles políticos que manejaban información sensible con una red de "informatori" repartidos por toda Europa y el Mediterráneo. El cardenal Francesco Barberini, por ejemplo, sobrino de Urbano VIII, dirigía una red que incluía agentes en Constantinopla, París, Madrid y Viena. Uno de sus espías más célebres fue el padre Leone Allacci, un erudito greco-católico que se movía entre Roma y Oriente, recogiendo no solo manuscritos, sino también noticias políticas y religiosas sobre los movimientos de los turcos o las comunidades cristianas del este.

Los espías pontificios solían ser clérigos o eruditos, lo que les permitía circular por ambientes académicos, diplomáticos o eclesiásticos sin levantar sospechas. Algunos actuaban como “corresponsales” de embajadores, otros como confesores o emisarios de órdenes religiosas. Era común que trabajaran en cooperación, o en competencia, con agentes españoles o franceses, dependiendo del equilibrio político del momento. Todo este engranaje funcionaba en paralelo a las guerras abiertas: mientras los ejércitos sitiaban plazas o defendían fronteras, los espías cruzaban el mar disfrazados de peregrinos, comerciantes o religiosos. Muchos acababan presos o ejecutados si eran descubiertos, y sus nombres desaparecían para siempre. Otros lograban cambiar el curso de una negociación o alertar sobre un ataque sorpresa.

Algunos nombres han llegado hasta nosotros por su ingenio o por su leyenda. Miguel de Cervantes, el autor del Quijote, fue capturado por corsarios y preso en Argel, y hay indicios de que actuó como espía para la monarquía española durante sus viajes por el norte de África e Italia. Anthony Ashley Cooper, conde de Shaftesbury, fue espía inglés en la corte francesa. John Thurloe, secretario de Estado de Oliver Cromwell, dirigió una extensa red de inteligencia protestante. Y en este oscuro y fascinante mundo de secretos se encuentra también la figura, apenas conocida, de Miguel de Molina, espía del rey que había nacido en Cuenca. En definitiva, el Mediterráneo del siglo XVII fue un escenario donde el espionaje no era un acto secundario, sino una herramienta clave de poder. Espías como Miguel de Molina, al servicio del rey, o Leone Allacci, al servicio del Papa, encarnaron un mundo en el que fe, política y traición se entrelazaban en cada carta cifrada.

De la vida de Miguel de Molina sabemos poco con certeza, como corresponde a quien vivió en el mundo de las sombras. Por motivos profesionales, como es obvio, se vio obligado a mantenerse en el anonimato prácticamente durante toda su vida, y por eso, resulta difícil para los historiadores seguir su pista a través de los documentos. Éstos, cuando existían, que no siempre lo hacían, se vieron sometidos después a una expurgación oficial, con el fin de no dejar apenas huella de las actividades, muchas veces escasamente confesables, de manera que, casi siempre, los espías estaban condenados a ser como una especie de héroes silenciosos.

Quizá fue por ese motivo, y no otro, por lo que algunos cronistas conquenses lo consideraron como un simple pícaro, uno más de los muchos pícaros que pulularon por el país durante el Siglo de Oro, haciendo de su vida aventurera una loa continua a la mentira y el engaño. Así lo consideró, entre otros, Trifón Muñoz y Soliva, y María Luisa Vallejo en su “Efemérides conquenses”, al anotar los sucesos correspondientes al 3 de agosto, fecha en la que se produjo la ejecución de nuestro héroe -realmente, fue ese día, pero de 1641, no de 1541, como afirma la autora-, dice de él lo siguiente, haciéndose eco del propio Muñoz y Soliva:  “Muere el travieso Miguel de Molina, ahorcado por sus muchos delitos, que había revuelto con sus embustes e intrigas las Cortes de España, Roma, Viena y Francia. Nació en Cuenca y murió arrepentido, confesando públicamente sus culpas. En algunos escritos le llaman Gabriel”.

Nació Miguel de Molina en Cuenca en los últimos años del siglo XVI, o en la primera década de la centuria siguiente, en el seno de una familia modesta. Estudió primero en el colegio de jesuitas de la capital del Júcar, en la calle de San Pedro, y más tarde en el seminario de San Julián, cuando todavía no se había construido el edificio actual. Muy joven viajó a Alcalá de Henares, en cuya universidad inició sus estudios de Artes, estudios que no llegó a terminar porque, atraído por la vida en la corte, se trasladó a Madrid. En la villa y corte empezó una etapa de su vida que podríamos denominar como oscura. Así lo han descrito Hilario Priego y José Antonio Silva, en la segunda edición de su “Diccionario de personajes conquenses:

“Atraído por la vida de la corte, se trasladó a Madrid, con el propósito, al parecer, de dedicarse a la literatura. Sin embargo, pronto comenzó a utilizar su habilidad con la pluma para otros menesteres, y en 1622 se le abrió un proceso por falsificar unos papeles, y fue condenado a galeras. En 1627 cayó prisionero de los moros, y vivió un largo y penoso cautiverio que, finalmente, consiguió eludir mediante el pago de un rescate. Regresó entonces a España y se dirigió a Madrid, donde consiguió un empleo como secretario del obispo de Coimbra”. Estuvo después al servicio del conde de Saldaña hasta que, en 1635, fue encarcelado

No sabemos si, para entonces, el conquense ya había sido reclutado como espía. En aquel momento, el obispo de Coimbra era João Manuel de Ataíde, quien se había convertido ya en una figura destacada en Portugal, tanto en el ámbito eclesiástico como en el político. Había nacido en Lisboa en 1570, siendo el quinto hijo de una familia noble y se doctoró en Teología por la universidad de esa misma ciudad portuguesa. Tuvo una carrera eclesiástica notable: fue obispo de Viseu (1609–1625), luego de Coimbra (1625–1632), y finalmente fue nombrado arzobispo de Lisboa en 1632, por lo que la sede episcopal quedó vacante hasta el nombramiento de su sucesor, Jorge de Melo, cuatro años más tarde. Además, en 1633 sería designado virrey de Portugal por el rey Felipe III, aunque por poco tiempo: falleció ese mismo año, el 4 de julio, antes de recibir el palio arzobispal. Su vida refleja la estrecha relación entre la Iglesia y el poder político en la época de la monarquía dual hispano-portuguesa.

A continuación, nuestro protagonista pasó al servicio del conde de Saldaña. Sería interesante quien ostentaba el título en el momento en que el conquense entró a su servicio. ¿Para quién estaba trabajando realmente el conquense en aquellos momentos? Por entonces, el conde de Saldaña era Rodrigo Díaz de Vivar Sandoval Hurtado de Mendoza quien había heredado también el título de duque del Infantado en 1628, después del fallecimiento de su abuela, Ana de Mendoza de la Vega. El noble aún no había cumplido los veinte años, y ni siquiera había comenzado su carrera como militar y político en la corte de los Austrias, que le llevaría, desde sus primeras actividades en la guerra de Portugal, en 1640, y en el sitio de Lérida, seis años más tarde, a ser nombrado, entre 1621 y 1655, virrey de Sicilia. Podría ser, en realidad,  Diego Gómez de Sandoval de la Cerda, quien era el segundo hijo del hombre más poderoso de la corte, después del propio rey, el duque de Lerma, y que, como esposo que había sido de la séptima condesa, Luisa de Mendoza y Mendoza, seguía siendo considerado conde de Saldaña, pese a que ésta había fallecido en 1619, y que Diego había contraído un nuevo matrimonio con Mariana Fernández de Córdoba Castilla.

En 1635, Molina volvió a ser encarcelado, “a causa de ciertas sospechas sobre sus posibles actividades como espía”, aunque inmediatamente se le puso en libertad, por falta de pruebas contra él. Desde allí se trasladó a Nápoles, por entonces parte del imperio español, donde entró en contacto con círculos cortesanos y diplomáticos. Fue precisamente en Italia donde comenzó su carrera como informador al servicio de la Corona. Sus conocimientos de lenguas —castellano, italiano, francés y, también un poco de árabe— lo hacían especialmente valioso. Molina operó durante años en diversos puntos del Mediterráneo, sobre todo en los reinos de Túnez y Argel, donde se hizo pasar por comerciante y a veces por religioso. La monarquía hispánica le encomendó tareas de observación de flotas, seguimiento de rutas comerciales, y contacto con renegados y cautivos. En ocasiones, incluso llegó a actuar como negociador encubierto para la liberación de cristianos apresados por corsarios berberiscos.

Ni siquiera Hilario Priego y José Antonio Silva, en su diccionario, intentan documentar sus verdaderas actividades como espía, dejando sólo unos breves apuntes que nos narran unos aspectos de su vida que, en realidad, tendrían más que ver con una tapadera “oficiosa”. Recogemos, una vez más, lo que ambos profesores cuentan de esa vida: “Unos años más tarde, en febrero de 1640, volvió a ser detenido, acusado de graves delitos En efecto, falsificando cartas y documentos, se hizo pasar por oficial y criado de don Andrés de Rojas, secretario del Consejo de Estado. Al amparo de esa personalidad fingida, comerciaba con informaciones falsas, que vendía a dignatarios y políticos -especialmente, extranjeros-, a quienes hacía creer que las había obtenido en las altas instancias del Estado. En esta ocasión, se encontraron en su poder papeles muy comprometedores, que ponían al descubierto supuestos movimientos por parte del emperador y del rey de España para matar a Richelieu, al conde de Weimar, y al papa Urbano VIII, por lo que se le sometió a un proceso, tras el que fue condenado a morir en la horca. La pena se ejecutó el 3 de agosto de 1641”.

¿Qué había, realmente, detrás de aquellas acusaciones? ¿Era Miguel de Molina, en realidad, sólo un pícaro, que había pasado su vida engañando a quienes, procedentes de diversos rincones de Europa, llegaban a la corte madrileña en busca de información, o trabajaba realmente para aquellos cortesanos para los que había dicho trabajar? ¿Cuánto de espionaje, y de contraespionaje, se ocultaba detrás de su vida azarosa? Como tantos otros agentes, Miguel de Molina fue víctima del sistema al que sirvió. Su actividad fue descubierta por autoridades otomanas en Argelia, que lo acusaron de espionaje, sabotaje y conspiración contra el rey de Argel. En 1672 fue arrestado, torturado y, tras un juicio sumarísimo, ejecutado por decapitación pública. Sus últimas palabras, recogidas en una carta que logró hacer llegar a un fraile mercedario antes de morir, fueron un acto de fidelidad al rey y de petición de perdón por los pecados cometidos “bajo el velo del secreto y por amor a la patria”. Su muerte fue silenciosa para la corte española. Como tantos otros agentes secretos, su historia fue archivada, minimizada o simplemente olvidada. No hubo estatuas, ni funerales de Estado, ni memoria oficial.

Miguel de Molina representa a esa legión de hombres, y mujeres, que arriesgaron sus vidas en los márgenes del mundo conocido, sin esperar reconocimiento. Su historia nos obliga a replantear la imagen que tenemos del siglo XVII, no solo como época de escritores y pintores, sino también como una era de intrigas políticas, espionaje internacional y lealtades ambivalentes. Hoy, desde su ciudad natal, Cuenca, sería justo recuperar su figura. Porque en tiempos de secretos y traiciones, pocos dejaron una huella tan invisible y, al mismo tiempo, tan valiente como la que dejó Miguel de Molina.






El Podcast de Clio: MIGUEL DE MOLINA: ESPÍA EN EL SIGLO DE ORO

jueves, 12 de junio de 2025

UNA GENEALOGÍA ARQUITECTÓNICA DEL SIGLO XVIII EN CUENCA

 

La historiadora del arte Ana López de Atalaya Albaladejo continúa su sólida labor investigadora con un nuevo trabajo que se adentra, con mirada crítica y minuciosa, en uno de los capítulos menos conocidos —pero no por ello menos significativos— de la historia de la arquitectura conquense: el papel desempeñado por los maestros de obra y arquitectos oriundos de Iniesta durante el siglo XVIII. Bajo el título de Alarifes, maestros de obra y académicos de Iniesta”, y editado por el Centro de Estudios de la Manchuela, este libro aporta una valiosa reconstrucción histórica a través de linajes familiares y expedientes documentales que ayudan a entender mejor el mapa artístico de nuestra provincia durante la Edad Moderna. Profesora de universidad, su labor docente la ha desempeñado en el centro de la Universidad Nacional de Educación a Distancia de Gandía (Valencia), la autora, conquense de nacimiento, lleva ya varios años dedicándose a su gran pasión, manifestada sobre todo hace ya treinta años, durante la investigación de su tesis, dedicada a la investigación de la iconografía del barroco conquense: la de escudriñar en los archivos para, mediante la recuperación de documentos inéditos, dar nueva vida a todos aquellos arquitectos, maestros de obra, alarifes, … que dieron forma y vida, a su vez, a las iglesias de nuestra diócesis.

Como ya señalamos en una entrada anterior, dedicada a un trabajo anterior de la misma autora, dedicado a la figura de Fray Vicente Sebila, maestro de obras del obispado de Cuenca durante el obispado de Flórez Osorio (ver “Fray Vicente Sebila y sus iglesias conquenses”, 5 de marzo de 2025), la autora combina con solvencia el rigor archivístico con una lectura analítica de los procesos creativos y técnicos. En esta nueva publicación, López de Atalaya redobla su apuesta por una historia del arte que no se limite al análisis de estilos o autores consagrados, sino que ponga en valor a aquellos profesionales intermedios que dieron forma, día a día, a la fisonomía arquitectónica de pueblos y ciudades.

Iniesta, uno de los núcleos más destacados de la Manchuela conquense, es aquí el epicentro de una genealogía de constructores cuyo alcance se proyecta por buena parte de la diócesis. El estudio de varios linajes originarios de Iniesta, cuya obra arquitectónica, tanto en la provincia de Cuenca como, en algunos casos, también fuera de ella, en buena parte han llegado hasta nosotros: los Meríno, los Motilla, los Atalaya y, sobre todo, por su especial significación, los López, con especial atención a figuras como los hermanos Agustín y Juan López, y los diferentes arquitectos de la familia que compartieron el mismo nombre de pila: Mateo. La autora, así, permite seguir el rastro de una familia de alarifes y maestros de obra, cuya influencia se extendió durante generaciones. En efecto, la doctora López de Albaladejo advierte con claridad una de las principales dificultades del trabajo: los problemas de identificación entre miembros de una misma familia que, además de compartir profesión, compartían también nombre, y casi nunca firmaban con el segundo apellido.

Como decimos, este enredo genealógico se ejemplifica especialmente bien en el caso de Mateo López, hijo de Agustín López, quien tenía un primo, también maestro de obras y también llamado Mateo, que era hijo de Juan López, el hermano de Agustín. Y para dificultar todavía más la correcta interpretación de los documentos, ambos eran nietos de otro Mateo López, apellidado “el mayor”, cuya obra está documentada desde la segunda década de aquella centuria. La autora sortea estos obstáculos con una lectura atenta y crítica de los documentos, diferenciando con cautela las obras atribuidas a cada uno de ellos, y destacando los problemas que plantea la escasa documentación firmada o fechada con precisión. Así, resulta especialmente interesante el esfuerzo de la autora por deslindar cuál es la identidad real  del más conocido de cuantos arquitectos llevaron este nombre y apellido, miembro de la Sociedad Conquense de Amigos del País, y autor de las célebres Memorias históricas de Cuenca y su obispado”, una de las primeras historias de la provincia de Cuenca que se escribieron, y que fueron premiadas por la propia Sociedad; diferenciar, en fin, al Mateo López académico con el Mateo López que no pasó de ser maestro de obras, al estilo de sus antepasados.

Y es que aquél, con su nombramiento como académico de San Fernando, va a dar un importante salto de calidad, un salto que va a ser avalado por la propia institución académica. Porque fue la Academia de San Fernando, la que promovió el cambio de estilo en el arte español, haciendo olvidar el viejo barroco, demasiado recargado ya para los nuevos gustos artísticos, sustituyéndolo por el neoclasicismo, mucho más sencillo y menos recargado, que ya se estaba extendiendo por otras partes de Europa. Y con ello, además, va a producir una renovación total de la arquitectura, ajena a la manera de trabajar de los antiguos gremios medievales y modernos, tal y como ha remarcado también la autora del libro:

“La Real Academia, desde el momento mismo de su fundación en 1757, se consideró el organismo idóneo para examinar y habilitar a los arquitectos, organizando sus estudios, la elección de diseños y la práctica del oficio. Éste será uno de los principales cambios apreciables en la segunda mitad del siglo, cuando los métodos o sistemas de nombramiento para poder ejercer la profesión de maestros de obras y/o  arquitectos se vieron invertidos. De esta forma, el arquitecto se separaba de otros profesionales con los que, en el sistema gremial, habían compartido educación y práctica: escultores, tallistas, retablistas, carpinteros, portaventaneros y agrimensores. Pero también se distanciaba de los ingenieros militares, que hasta entonces copaban los proyectos de construcciones públicas de envergadura… Desde 1777 todos los proyectos de obras, tanto religiosas como civiles, debían enviarse a la Academia para su examen, aprobación, denegación y correcciones. Todos los prelados recibieron una carta circular de parte del Rey, fechada el 23 de noviembre de 1777, en la que se les insistía en que cualquier obra que se tuviera que realizar en los pueblos, a costa de sus habitantes, debía pasar por la inspección de la Academia, y enviarles las trazas y dibujos para que los revisara, adicionara o corrigiera.”

Pero mientras tanto, y durante la etapa en la que tanto su padre, Agustín, como su tío, Juan, se mantenían en activo, la obra de los arquitectos, llamados todavía, igual que en los siglos anteriores, alarifes o maestros de obra, siguió siendo tal y como había sido, en esencia, en los siglos anteriores. Examinados en el gremio correspondiente, bajo la advocación, al menos en el caso conquense, de San José, su aprobación por dicho gremio les facilitaba para que pudieran firmar por ellos mismos los trabajos constructivos. El gremio acogía a diversos profesionales, desde maestros de obras y alarifes, o escultores, hasta carpinteros y portaventaneros. Y entre los primeros, también existe una cierta diferenciación entre alarifes y maestros de obras, habiendo alcanzado estos, normalmente, una mayor solvencia profesional que aquellos. Quizá, salvando las lógicas distancias propias de cierto anacronismo, los primeros podrían ser equiparados con los actuales aparejadores, mientras los segundos serían equiparados a los arquitectos, propieamente dichos.

Así, hasta mediados del siglo XVIII, cuando se tenía que realizar una nueva obra de cierta importancia, era el maestro de obras -usualmente, en el caso de iglesias, el maestro mayor de obras del obispado- quien se encargaba de realizar las trazas, los planos, así como la redacción de las condiciones a las que se debía someter la construcción del edificio, para después, bien en subasta pública, a la baja, o bien a jornal -es decir, por adjudicación directa-, ser adjudicadas dichas obras al mismo o a otro maestro de obras, o alarife, encargado de realizar el propio trabajo físico, ajustándose a las trazas del primero, o realizando mejoras sobre ellas. Así se realizó, por ejemplo, en la nueva iglesia de Navalón, que fue levantada entre 1758 y 1760, a la que ya le dediqué, también, una entrada en este mismo blog (ver “La iglesia de Navalón (Cuenca) en el siglo XVIII”, 23 de agosto de 2019). Fue el maestro mayor de obras del obispado en ese momento, Fray Vicente Sebila, quien trazó las trazas de la iglesia, y fue Agustín López, el padre del académico Mateo López, el encargado de levantar el templo.

La edición del libro, por parte del Centro de Estudios de la Manchuela, refuerza además su carácter de herramienta de referencia para investigadores, estudiantes y aficionados a la historia del arte y del patrimonio. La publicación está cuidada, con aparato crítico riguroso y una estructura que facilita la consulta, con fichas biográficas, referencias cruzadas, y planos de algunas intervenciones arquitectónicas. “Alarifes, maestros de obra y académicos de Iniesta” es, en definitiva, una obra necesaria, que contribuye de forma notable al conocimiento de la arquitectura conquense, revalorizando el trabajo de quienes, desde localidades como Iniesta, hicieron posible muchos de los edificios que hoy seguimos admirando. Un libro de estudio, sí, pero también de descubrimiento: el de una red de oficios, saberes y tradiciones que tejieron —a menudo en el anonimato— el rostro barroco y dieciochesco de la provincia de Cuenca.

Ellos construyeron esa arquitectura que forma parte de nuestra historia. A nosotros nos toca ahora admirarla y, sobre todo, conservarla lo mejor que podamos, para que las nuevas generaciones que nos sucederán, puedan seguir disfrutando de esa parte de nuestra cultura.


Interior de la iglesia de Navalón





El podcast de Clio: ARQUITECTURA CONQUENSE: LINAJES Y OFICIOS DEL SIGLO xviii

viernes, 6 de junio de 2025

“LA AGONÍA DE FRANCIA”, UNA VISIÓN AGUDA DE LA FRANCIA DE LOS AÑOS TREINTA DE LA PLUMA DEL PERIODISTA ESPAÑOL MANUEL CHAVES NOGALES

 

La agonía de Francia, escrita por el periodista sevillano Manuel Chaves Nogales y publicada por primera vez en 1941, es una de las más lúcidas y desgarradoras crónicas sobre la caída de Francia ante la Alemania nazi en 1940. Lejos de conformarse con una exposición factual de los hechos, Chaves Nogales construye un testimonio personal y moral, cargado de amargura y lucidez, que denuncia la decadencia de una sociedad que, según él, había renunciado a defenderse a sí misma.

Manuel Chaves Nogales (1897-1944) fue un periodista y escritor español, uno de esos periodistas “de raza”, un profesional del periodismo que tiene una gran vocación, pasión y ética por su trabajo. Se trata de alguien que, más allá de simplemente informar, investiga a fondo, desafía el poder, busca la verdad con coraje y tiene una fuerte identidad periodística. Son periodistas que no se conforman con lo superficial, que van más allá de los comunicados oficiales, y que tienen un instinto especial para descubrir lo que realmente importa. A menudo, se les reconoce por su compromiso con la sociedad, su independencia y su capacidad de contar historias de manera impactante y rigurosa.

Célebre por su compromiso con la democracia y por su estilo directo, preciso y honesto. Hijo de un periodista republicano, Manuel Chaves Rey, Chaves Nogales se formó en un ambiente liberal y muy crítico. Durante los años treinta trabajó en medios como Ahora y Estampa, y destacó por su cobertura de la Guerra Civil española, en la que se posicionó contra los totalitarismos de ambos bandos. Su obra “A sangre y fuego” recoge relatos sobre ese conflicto, desde una perspectiva humanista y profundamente comprometida con la verdad. En 1936 se exilió en París, y más tarde, cuando el país vecino se vio invadido también por la bota del nacismo, y huyendo del avance del fascismo por todo el viejo continente, se vio obligado a exiliarse, esta vez en Londres, donde escribió estas reflexiones sobre la crisis y la agonía del país que le había acogido en un primer momento. Publicó sus crónicas en los mejores diarios, no sólo españoles, sino también en Francia y en Inglaterra, y escribió varios libros, en los que demuestra su apuesta por la democracia y en contra de las dictaduras. Chaves Nogales murió prematuramente en 1944, en el exilio londinense, víctima de una úlcera.

En 1928 había ganado el premio Mariano de Cavia, uno de los más prestigiosos del periodismo español en aquellos años, por la cobertura que había realizado el año anterior del viaje de la aviadora norteamericana Ruth Elder, quien, en compañía de George Haldermann, había intentado cruzar el Atlántico. Aunque la gesta no pudo terminar tal como quería, al estrellarse su aparato en las aguas del océano, la norteamericana logró llegar a Lisboa, ciudad desde la que se trasladó hasta Getafe, a los mandos de un Junker de la Unión Aérea Española, acompañado por el propio Chaves Nogales y tres periodistas más.

Volviendo al texto analizado, quizá uno de los libros más conocidos de su autor, debemos tener en cuenta la situación en la que se encontraba la nación vecina cuando el periodista, huyendo de la dictadura de Franco, se instaló en el país vecino. La narración de Chaves se contextualiza en el momento más crítico de la historia contemporánea francesa: la derrota fulminante del ejército francés ante las tropas nazis en la primavera de 1940. El país quedó partido en dos: una zona norte ocupada militarmente por Alemania, y una zona sur nominalmente libre, gobernada desde Vichy por el mariscal Philippe Pétain, quien aceptó colaborar con el régimen nazi. Esta “zona libre” no fue en realidad independiente: el régimen de Vichy fue un Estado títere que, bajo la apariencia de legalidad y orden, se entregó al colaboracionismo, instaurando un régimen autoritario, antisemita y represivo. Chaves Nogales desenmascara esta falsa neutralidad: para él, Pétain y los suyos no fueron más que facilitadores de la dominación nazi. La caída de Francia no fue sólo militar: fue —y esta es la tesis del libro— una derrota moral.

Ya hemos dicho antes que Chaves Nogales fue un convencido demócrata. Por eso, no puede estar de acuerdo con quienes culpabilizan a la democracia de los males que asolan al país vecino: “Todos los idiotas del mundo -incluso los idiotas demócratas- se han puesto de acuerdo en proclamar que la democracia y el liberalismo, con su corrupción, su incapacidad, su falta de energía y resolución, han sido la causa fundamental de la decadencia de Francia y de su derrumbamiento final. Esta unanimidad en el juicio de los tontos, es uno de los mayores prodigios realizados por los fabulosos medios de captación de que dispone en nuestro tiempo la propaganda manejada sin escrúpulos por los Estados. Porque la verdad, la última verdad de Francia, la pura verdad, que hay que estar ciego para no ver, es precisamente la contraria… Cuando los franceses, haciendo coro al doctor Goebbels, decían que era la democracia, el régimen parlamentario, el liberalismo, la República, lo que estaba podrido, se engañaban o pretendían engañarse, ocultando pudorosamente que no era el país oficial, como decían sino el país real. La Francia que se creía inmortal, con sus veinte siglos de civilización, lo que llevaba a la muerte las generaciones impotentes de la posguerra.”

 Chaves Nogales, por el contrario, hace un análisis certero de cuáles son los verdaderos problemas de la Francia de los años treinta, problemas que tienen más que ver con el derrotismo en el que habían caído la mayor parte de los franceses: “Éste es el gran señuelo de socialismo. Mientras la democracia mantiene a los hombres en un estado permanente de impureza, el totalitarismo es un Jordán purificador maravilloso. Mientras el demócrata tiene que subir un calvario con la cruz a cuestas, cayendo y levantándose entre la befa y los salivazos de la canalla irritada, el totalitario aparece ante las masas humildemente postrada como un arcángel resplandeciente. Basta imaginar las catástrofes que se producirían en Alemania, Italia o la URSS si las masas, humildemente postradas ante sus arcángeles rutilantes que menean diestramente las espadas flamígeras del totalitarismo, adoptasen la actitud rebelde que habían adoptado en el seno de la democracia francesa. Porque la única verdad de la decadencia de las democracias radica en el hecho innegable de la rebelión de las masas, el gran fenómeno de nuestro tiempo, provocado no por un afán de superación multitudinario, sino por un desencadenamiento diabólico de los más bajos instintos.”

Y más adelante, ante la situación prebélica en la que el país se encuentra ante la inminente invasión alemana Chaves Nogales es muy crítico ante el sentimiento derrotista del ejército y del pueblo francés ante la inminente guerra: “En esto, como en muchas otras cosas, Francia había renegado de su verdad profunda para dejarse sugestionar por los procedimientos de sus adversarios. La doctrina democrática de la nación en armas, con todos sus defectos, con todas las corruptelas del reclutamiento, hasta con sus emboscadas y sus objetores de conciencia, pero con su humana e inteligente comprensión de las posibilidades auténticas de heroísmo que existen en un pueblo de cuarenta millones de habitantes, era mucho más eficaz de esa grotesca  simulación del heroísmo universal en que se basan las doctrinas totalitarias, que Francia nos ha enseñado, es como se derrumba, no un régimen verdaderamente democrático, sino un totalitarismo incipiente. Si Francia hubiese seguido siendo fiel a sí misma, si no hubiese adoptado frívolamente las funciones que tarde o temprano han de ser fatales para Hitler y Mussolini, si no hubiese caído en un régimen híbrido y, como tal, infecundo, si hubiese seguido siendo una democracia con todas sus consecuencias, no habría sido vencida.”

En “La agonía de Francia”, Chaves Nogales narra su experiencia como testigo directo de la invasión alemana en Francia y la posterior huida de París en 1940. El libro es tanto un testimonio personal como una reflexión política. Con su estilo característico —claro, honesto, incisivo—, el autor denuncia el colapso moral de la Tercera República Francesa, desbordada por la pasividad de sus élites, el desencanto del pueblo y el avance del totalitarismo. La obra es también una severa advertencia sobre los peligros de la neutralidad cobarde, el pacifismo mal entendido y la rendición ante el fascismo.

Chaves Nogales no se ahorra críticas, ni siquiera hacia la izquierda, a la que acusa de haber perdido el norte frente al comunismo, mientras la derecha coqueteaba con el autoritarismo. Francia, según él, se había desarmado moral y políticamente antes de ser vencida militarmente. En este sentido, recogemos las palabras del autor: “Las dos grandes fuerzas de destrucción del mundo moderno, el comunismo y el fascismo, la nueva barbarie de nuestro tiempo, que ha conseguido arrastrar consigo las eternas antinomias de tradición y revolución, pobreza y riqueza, nación y universalismo, habían librado en Francia una larga batalla no por incruenta menos funesta. Todo había sido arrasado a derecha e izquierda. Quedaba únicamente lo que era indestructible, la norma, el espíritu, que si bien no impide a las naciones morir, es lo que las permite resucitar.” Y más adelante, en uno de los últimos capítulos del libro, concluye afirmando lo siguiente: “Para los unos, Francia no sería si no era fascista. Para los otros no había más Francia posible que la de la revolución del proletariado.” Entre ambos extremismos, podemos decir, no había solución para el país vecino.

La agonía de Francia es un libro imprescindible para entender no sólo Francia, sino la Europa de entreguerras, el colapso de las democracias liberales ante los totalitarismos y la responsabilidad de las sociedades que, por miedo, comodidad o desidia, renuncian a defender sus valores. Chaves Nogales, con una mezcla de tristeza, valentía y claridad, no sólo retrata el hundimiento de un país, sino que lanza una advertencia atemporal: la libertad no se mantiene sola, hay que defenderla, incluso cuando todo parece perdido.

Por todo ello, en tiempos de crisis, como es el nuestro, esta obra conserva una vigencia inquietante, y la figura de Chaves Nogales, periodista íntegro y demócrata sin partido, sigue brillando como ejemplo de honestidad intelectual y compromiso moral. Su lectura, de esta forma, nos permite hacer una honda reflexión que también, esa es mi opinión y con las lógicas diferencias entre un régimen y otro, pero puede servir también para España, y quizá también para el conjunto de Europa, de este siglo XXI que nos ha tocado vivir: “En un régimen democrático auténtico, Daladier no hubiese fracasado. Eran precisamente los enemigos de la democracia, aquellos que se habían negado a consentir su continuidad, quienes esterilizaban su talento y rendían impotente su fuerza. Al juzgar ahora a Daladier, se repite el sofismo mil veces repetido de cargar a la cuenta de la democracia los crímenes que cometen sus enemigos. Daladier fracasaba y llevaba a Francia a la catástrofe, no porque fuese demócrata, ni porque el régimen democrático condujese fatalmente a la derrota, sino porque, en Francia, actuaban criminalmente y con impunidad otras fuerzas antidemocráticas que estaban resueltas a hundir el país con tal de que se hundiese el régimen. El único pecado de la democracia ha sido no aniquilar esas fuerzas de destrucción antes de que provocasen la rebelión de las masas estimulando sus más bajos instintos. Contra ese movimiento general de regresión  que Georges Bernanos llama la rebelión de los imbéciles, la democracia, es cierto, no ha sabido defender y proteger al pueblo, al demos auténtico, que no está formado, ni mucho menos, por esas falanges mesocráticas, híbridas y estériles como mulas que, para apoderarse del poder y conservarlo, han tenido que caer en la barbarie del totalitarismo.”

Mapa de Francia en 1940, después de la invasión nazi





El podcast de Clio: LA AGONÍA DE FRANCIA



jueves, 29 de mayo de 2025

UN LIBRO SOBRE LAS MENTIRAS Y LAS FALSIFICACIONES DE LA HISTORIA CATALANA, HECHO DESDE CATALUÑA

 

“La pseudohistoria existe desde que existe la historia, pero fue a partir del siglo XIX cuando adquirió más fuerza, impulsada en parte por el seguimiento del nuevo nacionalismo y su impotencia para encontrar, en la historia científica, una respuesta a sus inquietudes políticas. Hoy en día, la pseudohistoria se vende bien en canales de televisión especializados, como el canal Historia, donde buena parte de su contenido de más éxito trata del supuesto origen extraterrestre de la civilización humana. Según estos enfoques, esos abnegados egipcios que levantaron la Gran Pirámide con esfuerzo e ingenio pierden el merecido mérito de haber construido la única de las siete maravillas del mundo que permanece en pie para que los laureles se los lleven unos huidizos seres grises y cabezones que nadie ha visto, pero que, al parecer, son el origen de todo. Lo pseudohistórico tiene mercado y es poco exigente, ya que prefiere el titular al contenido, y cuanto más extravagante y espectacular, mejor. Por suerte, este tipo de actividades está alejada del mundo académico, pero no del político. En ocasiones, la historia académica resulta insuficiente para apuntalar un proyecto político, y la pseudohistoria, libre de ataduras epistemológicas, resulta una herramienta muy atractiva para atraer a las masas. Pese a ello, el uso por parte del Estado o del poder político de la pseudohistoria es un fenómeno poco habitual. El ejemplo más extremo lo encontramos en la Alemania nazi, con la creación de la Ahnenerbe en 1935”.


La cita procede del último libro del historiador ilerdense Óscar Uceda Márquez, presidente de la Associacio d’Historiadors de Catalunya Antoni de Capmany, cuyo fin, como se puede ver a partir de la presentación de su página web, no es otro que la de remarcar la verdadera historia de la identidad catalana, más allá de los intereses políticos del nacionalismo catalán: “Un grupo de historiadores hemos formado la Associació d’Historiadors de Catalunya-Antoni de Capmany. Esta asociación nace con el objeto de difundir y dar a conocer nuestra historia desde la máxima objetividad posible, con sentido crítico, académico, pero con un lenguaje inteligible y agradable al profano. Sencillamente queremos enseñar historia como ya demandaba Antoni de Capmany hace más de dos siglos”. El libro, por otra parte, tiene un título bastante sugerente: “Cataluña, la historia que no fue”, y un subtítulo aún más clarificador, si cabe, de cuáles son sus intenciones: “Mentiras, ficciones, manipulaciones y ocultaciones”.

En sus páginas, como no podía ser de otra forma cuando se trata de un historiador serio como es su autor, se realiza una dura crítica de los postulados historiográficos nacionalistas, que, sólo por intereses ideológicos, y no contentos con inventarse para los llamados “países catalanes” -que comprenden, más allá de la propia Cataluña, un extenso territorio que incluso afecta también al sur de Francia- un supuesto concepto de nación que, en realidad, nunca existió, la quieren extender incluso hasta los tiempos más oscuros de la Edad Antigua. La comparación entre la política actual de la Generalitat catalana con la Ahnenerbe nazi, y su política de implantación de una supuesta raza aria, superior a todas las demás, no es baladí. Seguimos leyendo en las páginas siguientes: “Investigadores aficionados como Otto Rahn o Ernst Scäfer encontraron en la Anhenerbe una aliada inesperada para llevar a cabo sus extrañas pesquisas sobre el paradero de Santo Grial o sobre el origen tibetano de la raza aria. Durante los años treinta, las más variopintas expediciones llevaron a un nutrido  de pseudocientíficos alemanes por medio mundo, con poco método y muchos recursos, a la búsqueda de quimeras sin sentido, cuyo objeto era apuntalar la ideología nazi. Aunque la implicación de las instituciones catalanas no llega a las cotas alcanzadas en la Alemania de los años treinta, sí se da la promoción desde el poder de corrientes pseudohistóricas, y su colaboración con ellas mediante encargos y financiación. En los últimos años, el Institut Nova Historia (INH) se ha convertido en un sujeto mediático. La catalanización de personajes y hechos de medio mundo que esta fundación ha llevado a cabo ha traspasado fronteras. Lejos de conformarse con la apropiación de personajes no catalanes de la historia de España, sus promotores han ido más allá, catalanizando genios internacionales como Leonardo Da Vinci o William Shakespeare. Las hazañas de esta fundación son tales que incluso The Guardian ha llegado a dedicarle un artículo, escandalizado por los tres millones de euros otorgados por el Gobierno autonómico a una asociación que afirmaba que William Shakespeare era catalán.”

Así las cosas, la intención del autor de este libro es la de desmitificar, negro sobre blanco, esa historiografía que tiene mucho de política y nada de científica, y que de forma sistemática, cada poco tiempo, vuelve a la páginas de los diarios y de los programas de televisión, o de radio, que, desde Cataluña, forman parte también de ese entramado ideológico nacionalista, Estructuralmente, el libro está dividido en dos partes claramente diferenciadas. En la primera, el autor resume cómo, desde los primeros años de la Transición, se ha ido creando desde Cataluña el relato propagandístico de esa pseudohistoria nacionalista. Una pseudohistoria que, para Uceda, se apoya en tres patas muy bien definidas: el Programa 2000 y su estrategia política de desespañolización de Cataluña; el Institut Nova Historia, verdadera fábrica de inventar “hallazgos” históricos, y la creación del Museu d’Historia de Catalunya, tan politizado como todo lo demás. Y junto a estas tres cosas, la conveniente elección, de acuerdo con sus propios intereses, de los libros de texto de uso obligado en las escuelas y los institutos catalanes.

Para llegar a comprender, en toda su extensión, esa política de desconexión de Cataluña respecto del resto del país, el autor analiza cómo y cuándo se produjo el nacimiento del mito nacionalista en Cataluña, en la época de la Renaixença decimonónica, el cual, por otra parte, y por extraño que nos parezca, está íntimamente ligado con el nacimiento del propio mito nacionalista español, Y junto a ese mito fundacional, desde luego, se analiza también cómo se ha producido el proyecto de desconexión, un proyecto que, tal y como se ha dicho, nació desde los primeros años de la Transición y el inicio de los primeros proyectos autonómicos, y cómo, a través de esas tres herramientas de las que ya hemos hablado -especialmente, el llamado Programa 2000, que, por sí mismo, ya resume todo lo demás-, se ha llegado a la situación actual. “De aquellos polvos, estos lodos”, que diría seguramente Sancho Panza al delgado caballero manchego, si ambos se vieran en la difícil tesitura a la que nosotros nos enfrentamos en este siglo XXI.

La segunda parte del libro está dedicada a desmentir, uno por uno, algunos de los muchos mitos que, en las últimas décadas, se han ido creando desde Cataluña, con el fin de hacer creer a los catalanes que su historia como nación, no ya como pueblo o región, es mucho más importante que la de cualquier otro país del mundo: el origen de la nación catalana ya en los primeros tiempos de la Edad Media; la existencia de una supuesta corona catalano-aragonesa, producto de la unión de dos antiguos reinos otrora independientes, que no fue tal; la falsedad de un barrio gótico, que más bien es un barrio neogótico, surgido a partir de la imaginación de algunos arquitectos decimonónicos de la escuela de Violet le-Duc; los mitos de las rebeliones nacionalistas de la Edad Moderna, en defensa de unos fueros, rebeliones que nunca tuvieron ese carácter nacionalista, sino de simple oposición entre señores y payeses; la falsa interpretación de la Guerra de Sucesión como una guerra  entre castellanos y catalanes, cuando en realidad se trataba de un enfrentamiento sucesorio a una corona, la española, que se había quedado sin una sucesión directa,…

En definitiva, ​el libro “Cataluña, la historia que no fue”, de Óscar Uceda Márquez, nos ofrece un análisis crítico sobre cómo el nacionalismo catalán ha utilizado la historia y la educación como herramientas para construir una identidad diferenciada y promover un sentimiento de agravio hacia España, especialmente hacia Castilla.​ Uceda destaca el Programa 2000, impulsado por Jordi Pujol, como una hoja de ruta para la "construcción nacional" catalana. Este plan buscaba catalanizar diversos ámbitos de la sociedad, incluyendo la educación, la cultura y los medios de comunicación, con el objetivo de fomentar una identidad nacional catalana y desvincularse de la influencia española. El autor argumenta que el nacionalismo catalán ha promovido una reinterpretación de la historia para sustentar sus reivindicaciones políticas.

Según Uceda, el nacionalismo catalán ha influido en el sistema educativo para inculcar su visión histórica. Esto se ha manifestado en la selección de contenidos escolares y en la promoción de programas en medios públicos que refuerzan la narrativa nacionalista . “Cataluña, la historia que no fue” plantea que el nacionalismo catalán ha utilizado la historia y la educación como herramientas para construir una identidad nacional diferenciada, promoviendo una visión de agravio hacia España. Uceda advierte sobre los riesgos de esta estrategia para la cohesión social y la convivencia democrática.​








 


El Podcast de Clio: UN LIBRO SOBRE LAS MENTIRAS Y LAS FALSIFICACIONES DE LA HISTDORIA CATALANA

jueves, 22 de mayo de 2025

REFLEXIONES PARA UNA PAZ CONSENSUADA

 

Este texto es la presentación del libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII", que he escrito junto al teniente coronel Pedro Luis Pérez Frías.

 

Señoras y señores, autoridades, amigos y amantes de la historia de Cuenca o de la historia militar, buenas tardes.

Antes de nada, me gustaría dar las gracias a todos los que, de una manera o de otra, habéis hecho posible que este libro vea por fin la luz. A la Diputación Provincial y, a su Diputada de Cultura, Marian Martínez, y especialmente a la directora de su Servicio de Publicaciones, Marta Segarra, quien, como tantas veces ha hecho cada vez que se lo he pedido, no ha dudado en prestar, solícitamente, toda su colaboración y su entrega al servicio, y quiero reiterar esta palabra, servicio, por cuanto ésta tiene de asistencia, prestación, entrega, en beneficio de la ciudadanía. También, por supuesto, a los que nos han prestado su aliento a lo largo del tiempo que este volumen ha tardado en ver la luz, por diferentes motivos. Y a todos vosotros, que estáis aquí, por vuestra presencia en este acto. Y sobre todo, a sus futuros lectores, porque sin lectores, desde luego, no existirían los libros; porque todo mensaje, y desde luego un libro no es más que un mensaje, más o menos denso, debe tener, por definición, un receptor que reciba ese mensaje, que haga que el trabajo realizado por el emisor haya valido la pena. 

Dicho esto, es para mí un honor estar aquí hoy para presentar el libro "Las élites militares conquenses en el reinado de Alfonso XIII", una obra que he tenido el privilegio de escribir junto con el teniente coronel Pedro Luis Pérez Frías. Este estudio, riguroso y documentado, nos sumerge en la historia militar de una de las regiones más significativas de España, pese a la falta de unidades militares que estuvieron acantonadas en ella en muchas etapas de su historia, y en la función clave que desempeñaron sus militares en una etapa crucial de nuestra historia.

Alguien, en un corte muy conocido de televisión que se ha convertido en recurrente, abroncó a todos los presentes en una tertulia porque, pensaba él, no se estaba dedicando demasiado a hablar sobre el libro que él acababa de publicar. Por el contrario, yo aquí no voy a hablar sobre nuestro libro; o al menos, no voy a hablar de momento sobre el libro. Sobre él ya se está hablando mucho en este acto. Yo , por el contrario, de lo que quiero hablar es del ejército; del ejército español, del que yo, lo confieso, me considero un admirador. Yo, que cuento como única experiencia en el ejército los veinte meses que estuve de servicio militar, y encima aquí, en el gobierno militar de Cuenca, en un servicio de oficina que, además, lo hacía de paisano; que no tengo más tradición militar en mi familia que una muy lejana relación familiar con el general Federico Santa Coloma, uno de los soldados que son mencionados en el libro, además de ser nieto, yerno y tío de guardias civiles, que también, no debemos olvidarlo, forman parte de nuestras Fuerzas Armadas, siento por el ejército, y más en concreto por el ejército español, una profunda admiración, que va mucho más allá de los vistosos uniformes y de los relumbrantes entorchados que los adornan.

            Una vez dicho esto, quizá resulte extraña mi siguiente afirmación: ¡Ojalá no tuvieran que existir los ejércitos! ¡Ojalá los ejércitos no fueran necesarios! ¡Ojalá no existieran las guerras, ni los atentados terroristas, porque de esta forma, tampoco serían necesarias las misiones de paz, de las que, por cierto, tanto sabe el ejército español, que se encuentra desplegado casi por los cinco continentes, y es tan respetado allí donde va! Recuerdo que en un viaje por la antigua Yugoslavia, donde visitamos ciudades como Trebinje y Mostar, en Bosnia, algunos de sus habitantes nos comentaron el buen recuerdo que les habían dejado los soldados españoles que participaron en aquellas misiones de paz; sobre todo en Mostar, ciudad en la que, incluso, se le dedicó a nuestro país, y especialmente a los militares españoles caídos en acto de servicio, la mayor plaza de su callejero, en cuyo centro, además, se encuentra un sencillo monumento que está coronado por las banderas de España, de Bosnia, y de Herzegovina.

¡Ojalá no existieran tampoco las grandes inundaciones, ni los terremotos, ni cualquier otra clase de catástrofe natural, porque, más allá de la existencia de la Unidad Militar de Emergencias, una de las labores tradicionales de todos los ejércitos ha sido la de ayudar a la población propia en los casos de necesidad! Como se demostró, lamentablemente, en las pasadas inundaciones de Valencia, y como se demostró también en Cuenca, en abril de 1902, cuando fue una unidad de zapadores del ejército, que estaba dirigida, por cierto, por uno de los conquenses de los que hablamos en este libro, la que vino a Cuenca para realizar las tareas de desescombro y el rescate de los heridos, y búsqueda de los cuerpos en el peor caso, víctimas del hundimiento de la Torre del Giraldo, de nuestra hermosa catedral.

Sin embargo, los últimos años nos han demostrado, una vez más, que pensar en una sociedad idílica, en la que los Estados no tengan la necesidad de defenderse unos de otros, no deja de ser una utopía. A lo largo de la historia, las naciones han requerido fuerzas armadas para garantizar su seguridad, defender su soberanía y, en ocasiones, proyectar su influencia en el resto del mundo. La existencia de ejércitos no es un capricho ni un vestigio de tiempos pasados, sino una necesidad inherente a la estructura de cualquier país que aspire a preservar su independencia y su forma de vida.

“Si vis pacem, para bellum”. Esta máxima latina, que muchas veces ha sido atribuida, erróneamente, a Julio César, se debe en realidad al escritor romano Flavio Vegecio Renato, un autor tardío romano que vivió en el siglo IV, cercano a la corte del emperador Teodosio y pertenece al prefacio del libro tercero de una de sus dos obras conocidas sobre temas militares: “Epitoma rei militaris”. La traducción más cercana de la frase sería la siguiente: “Si quieres la paz, prepárate para la guerra”. Por otra parte, el famoso filósofo chino Sun Tzu, que vivió entre los siglos VI y V a.C., y que escribió una de las obras clásicas sobre temas militares, “El arte de la guerra”, ya había escrito, antes de ello, otra frase lapidaria sobre este asunto: "El arte supremo de la guerra es someter al enemigo sin combatir." En efecto, para él, estar siempre preparado para la guerra es precisamente lo que permite controlar la situación y mantener la estabilidad y la paz, sin tener que llegar al conflicto armado.

En 1992, poco después de que se produjera el derribo del muro de Berlín y la caída del comunismo, tal y como se entendía en aquel momento, el historiador y politólogo norteamericano Francis Fukuyama publicó su libro más conocido: “El fin de la Historia y el último hombre”. La tesis pecaba de un optimismo que se ha demostrado totalmente erróneo: considerando el fin de las dictaduras tanto en la península ibérica como en Grecia y en América Latina (juntas militares), y sobre todo la desintegración de la Unión Soviética, y el final de las dictaduras comunistas en la Europa oriental, en los años ochenta, la democracia y el liberalismo ya no tendrán más barreras, y el estallido de nuevas guerras sería cada vez más improbable. 

            Basándose en esa concepción errónea de la geopolítica, en muchos países, sobre todo en Europa, se ha venido desarrollando en los últimos años, una política de “buenismo” y de pacifismo que ahora, sin embargo, los europeos estamos sufriendo en los últimos años. En efecto, en Europa, en las últimas décadas, hemos asistido a un proceso  progresivo de desarme y debilitamiento de las estructuras de defensa bajo la bandera de una política pacifista bienintencionada, pero no exenta de problemas. Se ha promovido la idea de que la guerra es algo del pasado, que los conflictos pueden resolverse exclusivamente a través de la diplomacia y que los ejércitos pueden reducirse a su mínima expresión sin que ello tenga consecuencias.

Sin embargo, la historia nos ha demostrado que la paz no es una condición permanente, sino un estado frágil que debe ser protegido con determinación. La guerra de Ucrania, y también la de Israel aunque de otra manera, nos ha colocado a los europeos bajo nuestro propio espejo. La incapacidad de la Unión Europea para influir decisivamente en la resolución de este conflicto ha evidenciado la debilidad estratégica de nuestro continente. Un claro ejemplo de ello es la reciente decisión tomada entre Donald Trump y Vladímir Putin para poner fin a la guerra, pero a su modo, a partir de la rendición casi incondicional de Ucrania, una decisión en la que ni la propia Ucrania ni los países europeos han tenido un papel determinante. Esto pone de manifiesto una dura realidad: sin una defensa fuerte y sin una capacidad real de disuasión, Europa se convierte en un actor irrelevante en el escenario internacional.


Por otra parte, no es la primera vez que esto sucede. No es la primera vez que Europa ha tenido que sucumbir por sus propias negligencias, y por su apuesta por la paz, precisamente en un momento en el que apostar por la paz y no hacer frente con decisión a los postulados totalitarios no era una opción. Pasó en los años previos al estallido de la Segunda Guerra Mundial, y aquello, ya lo sabemos. En aquel momento, las democracias liberales, Gran Bretaña y Francia a la cabeza, se mostraron demasiado tibios ante las primeras invasiones de Alemania, pensando que el problema era sólo de Alemania y de sus vecinos del otro lado del continente. Creyeron a Hitler cuando les prometió que su único deseo era reagrupar los territorios en los que el pueblo alemán era mayoría. Por ello, no actuaron cuando el nazismo anexionó Austria, en marzo de 1938; no actuaron tampoco cuando anexionó los Sudetes checos, en septiembre de 1938, ni cuando, en marzo de 1939, entraron en Praga para anexionarse el resto del país, estableciendo el protectorado sobre Bohemia y Moravia, a la vez que propiciaban el establecimiento de un estado títere en el resto de la vieja Checoeslovaquia; ni actuaron, ese mismo mes de marzo, cuando las tropas alemanas se apoderaron del territorio de Memel, en el oeste de Lituania.

Sólo actuaron cuando, ya a finales de agosto, vieron las orejas de un lobo ya demasiado cercano, cuando los nazis, fruto de su pacto secreto con los comunistas de la Unión Soviética, intentaron apoderarse de Danzig (Gdansk), que entonces tenía estatuto de ciudad libre, protegida por la Sociedad de Naciones. Sin embargo, para entonces, todo era ya demasiado tarde. Poco tiempo antes, cuando los alemanes habían invadido los Sudetes, Neville Chamberlain, quien era en ese momento Primer Ministro del Reino Unido, se dirigió a sus compatriotas anunciándoles que había conseguido la paz, al no querer intervenir en el conflicto. Sin embargo, aquellas cuando la guerra ya era irremediable, el recuerdo de aquellas palabras de Chamberlain les llevaron a Winston Churchill, su rival en el Partido Conservador, y futuro Primer Ministro después una vez acabado el conficto, a afirmar, en un famoso discurso que dirigió a sus paisanos ingleses su famosa frase: “Os dieron a elegir entre el deshonor y la guerra. Habéis elegido el deshonor, y ahora tendréis la guerra”. Porque no basta con no desear la guerra para poder vivir en paz, tal y como la historia nos demuestra constantemente.

El propio desarrollo de la Segunda Guerra Mundial, y sobre todo su finalización, nos enseñó, una vez más, la necesidad de ser fuerte, militarmente hablando, también para poner fin a la guerra. Y sobre todo, para poder empezar, con verdaderas posibilidades de éxito, una buena posguerra. Fueron los norteamericanos, no los europeos, los que posibilitaron la reconstrucción de Europa, y fueron los norteamericanos, no los europeos, los que lograron que la Guerra Fría se quedara en eso, en una guerra fría, a pesar de que siempre estuviera bajo la espada de Damocles de una guerra caliente. ¿Qué hubiera sido de Europa, en aquellos años de continuas crisis de misiles y de bombas atómicas, sin la ayuda del primo americano? ¿Cuánto tiempo le hubiera durado a la bota comunista acabar con todo el continente europeo? Todavía en este siglo XXI, hay que recordarlo, el setenta por ciento del presupuesto de la OTAN lo ponen los Estados Unidos.

La afirmación sigue siendo válida hoy en día, a pesar de las soflamas interesadas y casi absurdas de Donald Trump. Hace apenas dos semanas, en un artículo publicado en el diario ABC, José Ignacio Salafranca, director de la Fundación Euroamérica y antiguo embajador de la Unión Europea en Argentina, afirmaba lo siguiente: “Hemos asistido a la paradoja de que una gran potencia económica  como la Unión Europea, con casi quinientos millones de habitantes, tenía que ser protegida por los Estados Unidos, trescientos cuarenta millones, frente a las amenazas de Rusia, ciento cuarenta y cuatro millones, siendo el gasto militar de este país inferior en un vente por ciento al de los estados miembros de la Unión Europea”. Y más adelante continúa: “La Unión Europea tiene que reinventarse para hacer frente a los retos que plantea un mundo, el de 2025, muy distinto al de 1945. La pregunta que nos interpela hoy es si la Unión Europea, a pesar de su declive demográfico y económico, quiere y puede liderar un nuevo multilateralismo. Si aspira, a pesar de que tiene que aprender a dotarse de las herramientas del poder, a dar una visión distinta del mundo, anclada en sus valores: paz, libertad, comprensión, concordia y reconciliación”

En estos días en los que la crisis de Ucrania ha vuelto a poner de moda la necesidad de invertir más en armamento, escuché en un programa de radio una frase que me llamó la atención: “Europa, a partir de ahora, debe parecerse más a Esparta y menos a Atenas”. ¿Qué significa eso? Comparemos el mundo actual con la Grecia clásica, volvamos a los tiempos de la Guerra del Peloponeso, a los tiempos de Pericles y Lisandro, y lo entenderemos. Quizá lo que haga falta, si no queremos ser tan pesimistas, es buscar un término medio entre Atenas y Esparta, seguir enamorándonos de Atenas, pero sin dejar de mirar a nuestra espalda para encontrar allí la sombra de la vieja Esparta.

 

Dicho esto, y para volver a hablar de este libro que acaba de presentarse, quiero decir que en él se habla, sobre todo, de cerca de unos veinte militares que tienen dos cosas en común. Todos ellos, por unos motivos u otros, formaron parte de eso que se ha llamado las élites militares, y que el teniente coronel Pérez Frías ya nos ha contado en qué consiste, y además, de alguna manera, todos están relacionados con nuestra provincia. No son, sin embargo, los únicos que, de un modo u otro, dieron su vida por España. Porque dar la vida por tu país no es sólo llegar a las últimas consecuencias de esa entrega, llegar a morir por él o, como se canta en alguno de los himnos, entregar la última gota de su sangre. Dar la vida por tu país es, también, vivir de una manera acorde con una promesa dada, con la promesa que todo soldado hace en el momento de jurar la bandera que representa a su país.

Son, los que aparecen en el libro, apenas un puñado de soldados que, como miles y miles de soldados a través de los tiempos, supieron, a través de su biografía, convertir en una realidad vital el lema del soldado español: “Honor y Lealtad”; o ese otro, que todavía aparece, con letras de molde, en todos los cuarteles: “Todo por la Patria”. Ese lema que algunas asociaciones memorialistas han querido envilecer por su relación con el ejército de Franco, sin tener en cuenta su verdadero origen histórico, en el contexto de la Guerra de la Independencia.

Nada más. Reitero mi gratitud personal, y la gratitud de los que formamos parte de esta mesa, a todos vosotros, por vuestra paciencia. Muchas gracias a todos.









El Podcast de Clio: LOS EJÉRCITOS, UNA NECESIDAD TAMBIÉN EN EL SIGLO XXI


jueves, 8 de mayo de 2025

UNA NOVELA HISTÓRICA SOBRE DEMOCRACIA Y TOTALITARISMOS

 

Últimos días en Berlín, de Paloma Sánchez-Garnica, es mucho más que una novela histórica ambientada en la Europa convulsa del siglo XX. Es un ejercicio de memoria, un espejo en el que se reflejan, con estremecedora nitidez, las similitudes entre los totalitarismos que asolaron el continente: el comunismo soviético y el nazismo alemán. A través de la historia de Yuri Santacruz, el lector recorre un mapa moral de lealtades, traiciones y supervivencia en tiempos oscuros, cuando las ideologías dejaron de ser ideas para convertirse en máquinas de destrucción colectiva.

La novela arranca con una huida. Yuri, su padre y su hermana logran escapar de San Petersburgo tras el estallido de la Revolución bolchevique. Sin embargo, su madre y su hermano quedan atrapados tras el telón de acero. Años después, instalado en Berlín, Yuri se enfrenta a una nueva pesadilla: el ascenso de Hitler al poder en 1933. De un totalitarismo a otro, la historia parece repetirse. Cambian los símbolos, cambian las banderas, pero el método es el mismo: el control absoluto de la voluntad popular, la anulación del pensamiento crítico y la creación de un enemigo común.

Aquí entra en escena la propaganda como arma principal del poder. Joseph Goebbels, ministro de propaganda del Tercer Reich, diseñó once principios que explican la eficacia del adoctrinamiento masivo: la simplificación del enemigo, la repetición, la exageración, la orquestación de mentiras, el principio de transfusión (usar elementos del imaginario previo de la sociedad)… Todos ellos, y otros muchos, hasta once, se aplican en la Alemania nazi, pero también, de forma análoga, en la Unión Soviética de Stalin. En ambos regímenes se ganaba el relato antes de ganar la guerra. La verdad se volvía moldeable, sustituida por un discurso oficial que cambiaba según convenía. La propaganda no solo alimentaba el odio, sino que ofrecía una ilusión de pertenencia, de seguridad, de fe. Las masas eran manipuladas con globos sonda: rumores, medias verdades, cambios graduales que deslizaban al ciudadano común hacia el abismo sin apenas resistencia.

No hay ninguna diferencia, en realidad, entre el estalinismo soviético y el nazismo alemán. Recogemos la descripción que la autora hace de aquella Unión Soviética revolucionaria: “El simple hecho de tener o haber tenido alguna propiedad o un comercio, por nimio que fuera, se convirtió en un lastre: al robo se le consideraba nacionalización, y lo que era peor, la barbarie, los asaltos, la delación, incluso el asesinato, se habían convertido en una forma de lucha obrera. Pusieron en libertad a los delincuentes comunes confinados en las cárceles, en la creencia de que si se delinquía era por el exceso de esa clase de privilegiados que los habían oprimido durante siglos, así que por las calles pululaban a su albedrío hordas de convictos de toda calaña, ladrones, asesinos, estafadores, violadores. La pasada magnificencia de la ciudad se había deteriorado como si la hubiera golpeado un huracán. Los edificios, antes señoriales como elegantes fortificaciones, se habían convertido en viejas tumbas abiertas. Las calles, antes limpias y relucientes, permanecían sucias, descuidadas, con tan poco tráfico que en ellas crecían arbustos. No había tiendas, ni teatros, ni restaurantes, ni siquiera fábricas. Todo había quedado clausurado, abandonado, una ciudad fantasma igual que un cementerio olvidado, habitada solo por cadáveres andantes, macilentos hombres, mujeres, niños, ancianos solitarios en busca de un mendrugo de pan o un trozo de madera con el que calentarse. No había perros, ni gatos, ni pájaros, tan solo ratas y cucarachas sobrevivían, la escueta carne de los caballos muertos de inanición acabó convertida en tropezones de sopa y goulash. Todo lo susceptible de transformarse en leña había desaparecido de los árboles, las cercas, las puertas; si una casa era abandonada, en un par de noches se desmantelaban hasta los cimientos. La escasez deshacía la ciudad. La inseguridad se había apoderado de todo. El temor a salir, daba igual la hora que fuera, se había adueñado de la mayoría de quienes sólo intentaban sobrevivir en un lugar en el que no había nada, al menos para ellos. La gente pacífica quedaba al albur de no cruzarse con tipos que campaban a sus anchas sin control alguno y sin reconvención por sus delitos, de tal manera que el regreso al hogar se celebraba como un acontecimiento.”

            Frente a esa Moscú muerta, abandonada en su ruina, existe una Berlín que, detrás de los bellos uniformes de los SS, los teatros llenos a rebosar, los cabarets en los que las jarras de cerveza y las copas de absenta pasan de mano en mano de aquellos que defienden el régimen de terror, esconde una ciudad diferente para todos aquellos que nunca podrán considerarse como los elegidos: los judíos, los gitanos, los homosexuales, o, simplemente, de todos aquellos que deciden vencer el miedo para luchar por una sociedad mejor: “En los días que siguieron fueron conscientes de la magnitud de los sucesos acaecidos, a los que la prensa denominó la noche de los cristales rotos, Kristallnacht, al quedar las calzadas de la ciudad sembradas de ellos. En todo el país, incluida Austria (que había quedado incorporada al Tercer Reich desde marzo de aquel año), fueron incendiadas y destruidas miles de sinagogas, calcinado libros sagrados y de oración, biblias, archivos, imágenes y mobiliarios, se destrozaron y desvalijaron la gran mayoría de los comercios y de los locales que dirigían o aún eran propiedad de judíos, se saquearon consultas médicas, despachos de abogados y de todo profesional regentados por hebreos.”



En efecto, la escritora pone en boca de su protagonista lo que realmente piensa de todos los totalitarismos, todos iguales en cuanto a lo terrible y lo sanguinario de su ideología, más allá de eso de lo que tanto se habla también en este siglo XXI que, sin embargo, en algunas cosas no es tan diferente como la época en la que se ambienta la novela: la lucha por ganar el relato de cara a l a opinión pública, incluso a los propios intelectuales. Yuri y Axel, el ferviente comunista al que el otro le había ayudado a escapar de Berlín cuando las cosas empezaban a ponerse mal para ellos, se encuentran en Kolimá, en el gulag de Siberia, y es entonces cuando la autora convierte al primero en el peso de su propia conciencia:

“El fundamento es el mismo, Axel; uno y otro se sustentan en el terror para mantenerse en el poder, cada uno a su manera, pero con el mismo resultado, cientos de miles de víctimas inocentes que hemos tenido la desgracia de vivir en un lugar y una época despiadados. Aunque te doy la razón en que ambos sistemas se tratarán de forma distinta en un futuro inmediato… Por aquí corren rumores de que los alemanes están siendo aplastados por el Ejército Rojo, y si ocurre eso, si Alemania pierde la guerra, el mundo culpará al nacismo de los crímenes abominables que ha llevado a cabo, perseguirá a sus responsables. Hitler será juzgado y condenado por abocar al mundo a una guerra infame; sobre su figura recaerá para siempre el papel de canalla abyecto y miserable que ha ejercido en todos estos años, y su nombre quedará grabado en las páginas más ignominiosas de la historia. Pero, ¿qué pasará con los crímenes que está cometiendo tu infalible Stalin?... Al estar en el bando vencedor, se le justificarán todas las atrocidades, estos campos de la muerte de serán como el pago necesario para la industrialización y el progreso de la Unión Soviética; los que aquí mueren de hambre, de agotamiento, de frío, serán sólo muertos, una estadística inane, nadie clamará por ellos, nadie pedirá justicia por tanto dolor infligido. Estoy seguro de que el mundo verá con buenos ojos a Stalin, indultado de todos sus crímenes, tan graves o más que los de Hitler.”

Yuri Santacruz es un personaje profundamente humano, lleno de contradicciones. Es víctima y testigo de ambos regímenes. Huye del comunismo que arruinó a su familia, pero no puede evitar sentirse atrapado por los ecos del mismo mal en la Alemania de Hitler. Lucha con su deseo de justicia, su anhelo de libertad y su impotencia ante los horrores que presencia. Su historia personal se convierte en una travesía moral por la Europa del odio, en la que mantenerse íntegro exige una valentía que casi siempre se paga con la vida o con el exilio.

Pero en la novela, además del propio Hitler, de Stalin y de Beria, de Goebbels y de Himler, cuyas sombras, como no podía ser de otra forma, sobrevuelan por encima de la narración, aparecen también algunos personajes reales que, a pesar de que su presencia puede parecer residual, enriquecen la novela. Entre ellos destaca la figura de Hans Litten, el abogado alemán que se atrevió a enfrentarse, desde la propia legalidad, al nacionalsocialismo. Su inclusión en el libro no es anecdótica: Litten representa al jurista que defiende el Estado de Derecho cuando todo a su alrededor se desmorona. Pagó su audacia con la persecución, la tortura y, finalmente, como tantos otros alemanes de entonces, con la muerte. Su figura encarna la tragedia de aquellos que creyeron en la justicia mientras el resto del mundo elegía la barbarie. Y junto a Litten, quizá como contrapartida a ese ángel bueno que pagó su apuesta por la libertad y la democracia con su propia vida, también aparece la figura del demonio, en la persona de Vasili Blojin, el verdugo y carnicero de la NKVD, el temido El Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos de la Unión Soviética, acusado de asesinar con sus propias manos, entre miles y miles de opositores, de dentro y de fuera de la Unión Soviética, a las víctimas del bosque de Katyn.

            Porque también los hechos que se narran en la novela, muchos de ellos, son históricos. También, por supuesto, los s más polémicos y comprometedores en aquella época convulsa, como la tristemente famosa "noche de los cristales rotos"  o los crímenes del bosque de Katy. En otra entrada de este blog (ver “Un libro sobre la masacre de Katyn (Polonia) durante la Segunda Guerra Mundial”, 23 de abril de 2020) ya expliqué lo que supuso el hallazgo de varias fosas comunes, con miles de cadáveres de militares polacos que habían sido asesinados al principio e la guerra. La polémica entre los alemanes y los rusos duró muchos años, porque las víctimas habían sido asesinadas pistolas alemanas, pero finalmente Rusia reconoció su culpabilidad en 2010. Así recuerda la tragedia Paloma Sánchez-Garnica en su novela, cuando Kolia, arrepentido del horror provocado, le cuenta a su hermano la masacre. “El bosque de Katyn… Nunca lo olvides… Yo participé en esa masacre, Yuri. No hay perdón posible para mí. Merezco la condena eterna. Deseo que llegue la hora de que aprieten el gatillo sobre mi nunca. Tal vez entonces acabará este tormento que me consume, o tal vez mi alma se abrase eternamente en el infierno.”

Y, sin embargo, Últimos días en Berlín no es solo una novela sobre el horror. Es también una historia sobre el amor, la amistad y la fidelidad a los valores esenciales del ser humano. Yuri se aferra a sus sentimientos como último refugio frente al caos. Su amor por Claudia, primero, y por Krista después, su lealtad a los amigos, su búsqueda de la verdad y su ternura con los más débiles hacen que el lector no pierda la esperanza. Incluso cuando todo parece perdido, la luz persiste, aunque sea tenue. El amor sobrevive a las ideologías, porque no pertenece a ningún partido. En efecto, como muy bien el lector va descubriendo conforme avanza en la lectura, Claudia y Krista, Krista y Claudia, no son tan opuestas como a primera vista puede parecer; por el contrario, ambas representan dos caras opuestas de una misma moneda, y sólo la cruda realidad, el ambiente opresivo que se vive en la Alemania de los años treinta, son los que las arrastran hacia el amor o hacia el odio.

Entre Moscú y Berlín, entre el Gulag y Dachau, Sánchez-Garnica nos recuerda que también existía una España en ebullición. La Segunda República Española, que en 1931 despertó tantas ilusiones, había comenzado ya en 1933 a mostrar fisuras preocupantes. La polarización política, la violencia en las calles y el uso partidista de las instituciones anticipaban la tragedia que estallaría en 1936. Así, la novela traza un arco completo del siglo XX europeo, mostrando cómo el sueño de la libertad se vio constantemente amenazado por fanatismos de signo contrario, pero de fondo idéntico.

Una de las citas que mejor encapsula el espíritu de la novela es aquella atribuida a Evelyn Beatrice Hall en Los amigos de Voltaire: "No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé hasta la muerte tu derecho a decirlo". Esta frase, que resume el ideal liberal de la tolerancia, es justo lo que se pierde en cualquier régimen totalitario. Cuando el pensamiento único se impone, desaparece la discrepancia, y con ella, la libertad. Yuri representa al hombre que, a pesar de todo, sigue creyendo en ese derecho. Que defiende la palabra como resistencia. Que se niega a convertirse en cómplice del silencio.

En definitiva, Últimos días en Berlín es una novela necesaria. Nos habla del pasado, pero ilumina los peligros del presente. Nos recuerda que la historia no es un ciclo inevitable, pero sí una advertencia constante; que entre las sombras más densas pueden alzarse, todavía, voces que no se resignan a callar. Ese es el milagro del conocimiento del pasado, el valor que representa el estudio de la historia, cuando el historiador es capaz, él también, de despojarse de las ideologías que, tantas veces, contaminan ese estudio. Hay muchas maneras diferentes de contar la historia con seriedad, desde las monografías más técnicas, difíciles de comprender para aquellos que carecen de estudios previos hasta los textos divulgativos, escritos en un lenguaje más sencillo y comprensivo. Y la novela histórica, si se hace de forma seria, respetuosa con los hechos que se narran y con los protagonistas de esos hechos, es, también, una forma magnífica de hacerlo.











El podcast de Clio: UNA NOVELA HISTÓRICA SOBRE DEMOCRACIA Y TOTALITARISMO

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