miércoles, 12 de diciembre de 2012

París, entre la bohemia y el arte

“El Sena busca el mar / y te hablara de mí. /Y te dirá que me han visto llorar / los puentes de Paris.”

Sí. París es la ciudad de los mil puentes, la ciudad de la luz, la ciudad de la poesía, la ciudad del amor. ¿Y cómo puede cuadrar con todas esas cosas una excursión como la que nos había llevado hasta allí, a través de un autocar cómodo pero prosaico, nada poético, y de un avión más prosaico todavía? París es una ciudad para ser contemplada por la pareja a la que uno ama, sobre todo cuando uno se acerca hasta ella por vez primera, y no con un grupo amplio de personas a las que quizá, sólo quizá, a alguno de ellos ni siquiera has llegado a conocer con anterioridad al viaje. Es cierto que son tus compañeros de trabajo, y que con muchos de ellos has venido conviviendo, y durante demasiadas horas al día además, desde hace varios años. Pero también es cierto que el trabajo es el trabajo y que, incluso, con algunos compañeros puede ser que hayan surgido algunos pequeños roces, roces sin importancia desde luego, y que quizá, sólo quizá, también se hayan decidido a participar en aquella excursión que tú deseas que sea inolvidable.

Luego entonces, allí estábamos los dos, sentados en los asientos de plástico de la cubierta de un batomoux, surcando las aguas del Sena, cruzando bajo los mil puentes de París, alrededor de las islas de San Luis y de la Cite, en la grata compañía de nuestros amigos, rodeados por un grupo numeroso de compañeros, que para tranquilidad nuestra no eran sólo compañeros de trabajo. Y allí, bajo las torres de Notre Dame que herían el cielo, me di cuenta definitivamente de que aquella excursión a París sería, tal y como yo había pensado, inolvidable.

Porque un mismo viaje puede resultar inolvidable o lastimoso; depende que sea de una forma u otra de tantas cosas, que uno no puede controlar todos los aspectos, todas las variables, cuando inicia el camino. Depende de los compañeros del viaje, por supuesto, y del tiempo que nos vaya a hacer en el destino, y del guía que nos haya tocado en suerte para enseñarnos la ciudad. Y nosotros, desde luego, contábamos con un guía excelente, que hizo posible que nos olvidáramos durante toda nuestra estancia en París de la lluvia que, en ocasiones torrencial, llegó a inundar la ciudad del Sena. Ya pudimos darnos cuenta de la calidad de nuestro guía cuando, nada más llegar a París, nos salimos del guión y del programa que llevábamos allí para realizar un breve paseo por los Jardines de Luxemburgo, que rodean al palacio del mismo nombre que es, además, la sede del parlamento francés. Porque París es la ciudad de los mil puentes, pero también es la ciudad de los mil jardines, y de entre ellos, el Parque de Luxemburgo, con sus miles de flores amarillas y violetas, de todos los colores, alrededor de un pequeño lago con patos y con un altísimo surtidor de agua, frente a la hermosa fachada barroca del viejo palacio, destaca por encima de todos los demás.

París es también la ciudad de los mil museos. Por razones lógicas de tiempo no tuvimos más remedio que elegir de entre las múltiples ofertas con las que cuenta la ciudad en este sentido, y nosotros, como todos los viajeros, como todos los turistas, elegimos dos de los mejores museos del mundo, cada uno en su especialidad: el Museo de Orsay y el Museo del Louvre. El Museo de Orsay es el gran templo del arte moderno, sobre todo de esa etapa del arte moderno que va desde los años intermedios del siglo XIX hasta la irrupción definitiva de las vanguardias y de la más pura abstracción, un templo dedicado sobre todo al impresionismo. Allí pudimos admirar algunos de los mejores cuadros de los grandes maestros de este tipo de pintura: Monet, Manet, Pisarro, Degas, Cezanne,.. Pero también pudimos contemplar el más puro exotismo de Ingres, el realismo más ácido de Courbet, el puntillismo de Seurat. Pero también hay espacio para otros pintores llegados desde fuera de Francia, como los prerrafaelitas ingleses (Brown, Burne-Jones,..). Cuando por fin, ebrios de pintura y de escultura, salimos de Orsay, aquella antigua estación de trenes de estilo modernista reconvertida en un estupendo museo, una lluvia torrencial invadía las calles, y era como si el Sena pretendiera salirse de madre e invadirlo todo. Por suerte, aquello apenas duró un breve instante.

¿Y qué decir del Museo del Louvre? Ésta es una de las más grandes pinacotecas del mundo. Su colección de arte antiguo es impresionante, desde Egipto hasta Mesopotamia, desde Grecia y Roma hasta el Islam. Algunas de las obras de arte más conocidas, tanto por los propios expertos como por los simples aficionados, se encuentran en alguna de sus salas, como la hermosa Venus de Milo o la poderosa Victoria de Samotracia que, desde la quilla de su barco de piedra, nos observa desde una de las amplias escaleras que comunican los diferentes pisos del museo. También, por supuesto, se encuentran en este museo algunas de las piezas maestras del Renacimiento, y en este sentido cabe destacar por encima de todas las demás obras de arte, por su belleza y también por la leyenda que se ha creado alrededor de ella a través de los tiempos, la Gioconda, la Mona Lissa de Leonardo. A través de sus salas se puede todavía imaginar cómo era este museo cuando aún era el centro de Francia, el palacio sobre el que gobernaba el monarca que estaba al frente de uno de los países más poderosos de Europa.

París es también la ciudad de las mil torres, y entre todas ellas destaca, desde luego, la reina de todas las torres de Europa, el símbolo de la ciudad más allá de los límites de ésta. Estoy hablando, desde luego, de la Torre Eiffel, un original montaje de mecano, un altar forjado el hierro que no deja de ser un desafío a la fuerza de la gravedad, una flecha enhiesta en el horizonte que se eleva por encima de todo lo demás para herir, con su punta afilada, el cielo de París.

Pero la Torre Eiffel no está sola en el cielo parisino. Hay también otras torres en la ciudad del Sena, como las dos torres que adornar desde los arbotantes de su fachada gótica la catedral de Notre Dame, de Nuestra Señora, convertida al albur de la leyenda y la literatura en el hogar secreto de Quasimodo, el horrible jorobado que en la novela de Victor Hugo se enamora irremediablemente de Esmeralda, la bella gitana; es, desde luego, uno de los más hermosos ejemplos de ese tema literario y mitológico de la bella y la bestia, que enlaza con tantos cuentos de hadas infantiles. O como la torre de Montparnasse, un edificio que cuenta con más de doscientos metros de altura, a cuya terraza todos nosotros subimos con el fin de poder contemplar París desde un punto de vista diferente. Porque París es una ciudad que siempre mira hacia el cielo, y prueba de ello es la estructura singular de sus casas, con sus famosas mansardas, esos grandes ventanales, a la vez decorativos y funcionales, ideados para hacer más habitables los coquetos desvanes parisinos.

Ya por la noche, París se transforma alrededor de la plaza Pigalle y el gran cabaret de París, el Moulin Rouge, un espectáculo maravilloso que ya no es ese viejo espectáculo erótico, sicalíptico, de otros tiempos. Las costumbres ya no son las mismas que hace cien años, cuando el pintor Toulouse-Lautrec arrastraba su cojera y su enanismo por las calles de esta parte de París, habitadas por prostitutas y por navajeros. Algo queda sin embargo en Pigalle de aquella época, algo puede entreverse a través de los escaparates de un sinfín de comercios dedicados al sexo. Y por lo que se refiere al Moulin Rouge, se trata ahora de una mezcla de circo y de revista, de un espectáculo musical que ya no escandaliza a nadie, pero que en su conjunto se ha convertido en una pequeña obra de arte irrepetible, una hermosa manera de que el turista se pueda acercar, siquiera un poquito, a ese otro París que también forma parte de la leyenda.

Y además, tanto el cabaret de Moulin Rouge como la plaza Pigalle siguen siendo, todavía hoy, la puerta de acceso a Montmatre, el barrio más pintoresco de París que cuenta con su ampulosa basílica del Sacre Coeur, esa hermosa tarta de merengue que fue edificada a finales del siglo XIX como homenaje a los numerosos ciudadanos franceses, sobre todo soldados, que perdieron la vida en la sangrienta guerra francoprusiana, y también para expiar de alguna manera la impiedad había supuesto para el corazón de los franceses su segundo imperio. Pero además, Montmartre es también el barrio de los pintores, de los artistas en general, y no es posible andar por sus calles sin vernos obligados a sortear los centenares de puestos de mercadillo en los que los pintores, casi todos desconocidos todavía, cuelgan sus lienzos y sus dibujos. Es la tantas veces cantada bohemia de París, por la que en tiempos pasados tuvieron que pasar tantos y tantos pintores que hoy en día, ellos sí, alcanzan cotizaciones cuando menos interesantes.

“Debajo de un quinqué, la mesa del café / alegre nos reunía, hablando sin cesar, / soñando con llegar la gloria a conseguir. / Y cuando algún pintor hallaba un comprador / y un lienzo le vendía, / solíamos gritar con él y pasear / alegres por París.”

Y para poner punto final a la visita de París, no hay nada mejor que desandar los pocos kilómetros que separan a la capital de Francia de Versalles, la que fue corte de Luis XIV, el Rey Sol. El palacio había sido mandado construir por Luis XIII, pero fue en realidad su hijo quien trasladó definitivamente la corte francesa a este hermoso palacio barroco en 1661, y a partir de ese momento, y durante todo un siglo, este pequeño rincón alejado hasta entonces de todo se convirtió en uno de los focos de poder más importantes de toda Europa. Pasar por sus hermosas salas es como hacer un original viaje en el tiempo a través, como Alicia, de los múltiples espejos que ocupan toda la extensa galería que cubre el ala occidental del palacio. Como lo es también pasear por sus hermosos jardines, poblados con bellas esculturas de piedra con temas mitológicos, y fuentes en las que el agua compite en belleza con la propia arquitectura. Y aunque Versalles pareció alcanzar su final cuando los exaltados revolucionarios franceses acabaron con la monarquía en la cabeza de Luis XVI y de su mujer, María Antonieta, todavía después el singular palacio siguió siendo importante en muchos momentos de la historia; como en 1919, cuando en una de sus salas se firmó aquel tratado de paz que ponía fin a la Primera Guerra Mundial.

miércoles, 10 de octubre de 2012

Calderón de la Barca: una calle conquense en los años cuarenta

Este texto fue presentado por su autor como trabajo de campo en el curso “Fuentes orales y su aplicación para la historia y la antropología”, celebrado en cuenca en junio de 1997, y organizado en colaboración por la Universidad de Castilla-La Mancha y la Asociación de amigos del Archivo histórico Provincial de Cuenca. Puede ser esclarecedor para contribuir a los estudios realizados sobre la historia y la sociología conquenses, aunque sea de manera muy limitada tanto en el tema como en el tiempo. De ahí que sea interesante su publicación íntegra.

La intención de este trabajo ha sido la de investigar en la vida corriente de una zona concreta de Cuenca, la calle Calderón de la Barca, en los años inmediatamente posteriores a la Guerra Civil, principalmente en la década de los años cuarenta, y de su zona de influencia. Como límites geográficos nos hemos marcado, por un lado, los dos extremos de la calle, en las plazas llamadas actualmente de la constitución –antiguamente, de Cánovas-, y de la Trinidad, y por otro lado, la actual calle Carrillo de Albornoz, tradicionalmente llamado por los conquenses Callejón de Juan Sáiz –más popularmente, incluso, callejón de Benítez-, y el paraje conocido como Puente de Palo, ocupado hasta tiempos recientes por huertas que se asomaban al río Huécar. Se trata de un espacio geográfico bastante interesante en el periodo cronológico que nos ocupa –incluso en la actualidad, al menos en parte, a pesar del tiempo transcurrido, por formar parte al mismo tiempo del urbanismo central de Cuenca- debemos tener en cuenta a este respecto que la calle citada es contigua a la de Carretería, y por lo tanto comparte con ella alguna de sus características más destacadas, como su eminente dedicación comercial-, y por otra parte el espacio rústico, representado en las ya citadas huertas del Puente de Palo, donde la vida que se hacía todavía en esos años cuarenta tiene más que ver con lo rural que con lo urbano.

La técnica empleada ha sido la entrevista. A este respecto debemos decir que el número de entrevistas realizadas, tan sólo una, no parece suficiente, y desde luego, no lo sería en el caso de haber realizado cualquier otro tipo de trabajo. Soy consciente de que los problemas que presenta el trabajo con fuentes orales –subjetividad, olvido,...- se multiplican cuando el número de entrevistas en tan escaso. Sin embargo, este sesgo se corrige en parte por ser esta zona de la ciudad bien conocida por quien realiza el trabajo, quien se ha criado y sigue viviendo en la actualidad en la calle estudiada, y sobre todo por las propias características personales de la informante: María cañas Román, nacida en el barrio en 1932 –contaba por lo tanto ocho años al inicio del periodo estudiado, y doce a su término-. Por lo tanto, es claro el interés que dicha persona siempre ha mostrado hacia su barrio, lo que permite que la merma de recuerdos no hay sido en este caso demasiado abundante. Además, al no tratarse de un trabajo especialmente polémico en lo que a la ideología se refiere, el sesgo de la subjetividad, dentro de la veracidad que en cualquier tipo de trabajo se le puede dar a este término, tampoco existe.

Finalmente, decir que la entrevista ha sido de carácter abierto, esto es, se ha permitido que el propio informante fuera el que se expresara libremente, sin interrumpir demasiado su discurso, salvo en aquellos momentos en los que ésta parecía perderse demasiado en una historia de vida que podía, en ocasiones, ser ajeno al objeto de estudio. En estos casos, hemos intentado reconducir su relato a todo aquello que sí pudiera interesarnos, esto es, a lo referente a la propia calle Calderón de la Barca en su niñez. Para ello nos hemos centrado en tres puntos concretos: 1.- La vida en la calle. 2.- La economía: el comercio como sentimiento de barrio. 3.- El entorno de la calle: las huertas del. Puente de Palo.

1.- La vida en la calle Calderón de la Barca
Nuestra informante no duda en afirmar, desde el primer momento, que la vida en este barrio de la ciudad, como en todo el complejo urbanístico de cuenca, era mejor, más sencilla que en la actualidad. Recuerda con emoción, lo que se aprecia en los gestos de las manos, en una risa abierta cada vez que nos cuenta alguna anécdota del momento, o incluso un chiste que entonces se contaba, que en los años cuarenta apenas pasaban coches por la calle. Incluso recuerda como en ambas aceras de la calle había plantados dos árboles que, unidos mediante una cuerda que atravesaba toda la vía, les permitía a los chicos jugar con absoluta tranquilidad. Respecto a los coches, todavía le asombra, a pesar de estar ya acostumbrada a verlo, como ahora siempre se encuentra aparcados “diez o doce coches” en la pequeña plaza donde ella ha vivido desde hace muchos años, García Álvarez de Albornoz –siempre ha sido el callejón de Juan Saiz, recuerda ella, nombre que ahora conserva sólo una pequeña parte del espacio, y más íntimamente, Callejón de Benítez, cuyo nombre tomaba de la farmacia, hoy inexistente, que había en el lugar en donde arrancaba la subida a dicha plaza-. Recuerda como entonces, cuando aún era una niña, la pequeña plaza era un espacio completamente abierto para el juego.

Sin duda, como decimos, para María Cañas, la vida en la calle calderón de la barca de los años cuarenta era más tranquila. A pesar de que en esta calle siempre ha habido bares, hoy la zona a la que hacemos referencia se ha visto perjudicada por la instalación en una de las calles del entorno, la conocida desde siempre como Calle Nueva –hoy, doctor Benítez-, de numerosos bares de copas, que para ella inquietan la convivencia. La situación es sólo un reflejo de la sociedad moderna, pero se agrava demasiado en la noche del Viernes Santo, cuando mucha gente viene de fuera de la ciudad para participar en una noche “diferente”.

Aunque el propósito era en realidad estudiar un poco cómo era la vida en esta zona durante los años cuarenta, a la informante se le escapan, casi sin querer, algunos recuerdos de la guerra. El hecho adquiere importancia cuando sabemos que en la parte más elevada de la calle, bajo el Hospital de Santiago, edificio emblemático de la zona, se hallaba uno de los más importantes refugios antiaéreos de la ciudad. Recuerda como cada vez que sonaban las alarmas, muchos habitantes del barrio dejaban todo lo que estaban haciendo y se metían con presura, a través de la entrada que tuvieran más a mano, en ese refugio. Recuerda también como enfrente de su casa ha existido hasta hace poco tiempo una cueva, no demasiado grande, pero sí lo suficiente como para permitir, a ella y a su familia, cobijarse en su interior de la posible caída de las bombas. El hecho se debía a un cierto miedo, latente en toda la familia, a que las bombas cayeran cerca del refugio y taparan sus entradas, imposibilitando con ello la salida a la población refugiada en él.

Aquella tranquilidad –la informante no alude para nada al hambre de la posguerra, lo que no quiere decir que en esta zona de cuenca no existiera, sino más bien que la memoria es, desde luego, selectiva- sólo se veía roto algunas veces para los contrabandistas, los estraperlistas, cuando sentían de cerca el peligro de ser descubiertos por la Guardia Civil; en esos momentos hacían todo lo posible para evitarlo, incluso tirar sus mercancías al Huécar, que bañaba las ya citadas huertas del Puente de Palo, que entonces “todavía llevaba agua”, a pesar de que cuando ello ocurría la corriente se las podía llevar, provocándoles en esos casos pérdidas de importancia.

Otro momento que también recuerda muy bien fue cuando se desbordó el Huécar, lo que afectó sobre todo a la calle del Agua –último lado del triángulo que cierran la de calderón de la barca y el propio río, y que deja en su interior las tantas veces citadas huertas del Puente de Palo-. Pero también a la propia calle estudiada y, sobre todo, a las propias huertas que hasta hace poco se hallaban a su espalda. Recuerda como, después de haber llovido abundantemente, vio venir desde el río una gran masa de agua sin control. El Puente de la Trinidad, cuyo único ojo era entonces mucho más pequeño que el actual, hizo efecto de presa, no dejando que el agua alcanzara con claridad el Júcar. El Huécar se desbordó, y el agua llegó a cubrir casi toda la calle, destruyendo lo que iba encontrando a su paso.

Primero cayó la tapia del Gallo, fábrica de harinas que se encontraba al principio de la Calle del Agua, y que daba nombre, y aún lo da, a las escaleras que desde allí atraviesan el puente sobre el propio río, y dan acceso a la parte antigua de la ciudad. Después también tuvo muchos problemas la tapia del colegio de las Josefinas, que entonces se hallaban en la misma calle. La informante recuerda todavía como el agua se llenó de objetos que habían sido arrastrados por la corriente: mesas, sillas, y hasta animales muertos. Y recuerdo sobre todo como las caballerías tenían ya el agua hasta la altura del lomo.

2.- El comercio en la calle Calderón de la Barca
Un poco para comprobar su capacidad memorística, y también un poco con el fin de estudiar de qué manera el comercio pudo influir en la zona referenciada –debemos tener en cuenta que se trata de una calle muy cercana al centro comercial de la ciudad-, le pedimos que realizara un esfuerzo mental importante e intentara recordar que comercios existían en ambas aceras de la calle en los años de su niñez. El trabajo fue bastante positivo; la respuesta fue la siguiente:

-Desde la plaza de Cánovas hasta la Trinidad, en la acera de la izquierda, nos encontramos los comercios siguiente: Narciso Díaz (tejidos), Cuchillería Yajeya, colegio Español, Refrey (máquinas de coser), zapatos Rubio (sólo almacén), confecciones vera, la Oficina de Información y Turismo, Pastelería Arrazola, Taberna el Gol, Farmacia Benítez, Droguería Benítez, Ultramarinos cantó, Taberna La Viña de Oro, carpintería de Isaac. A partir de aquí comienza el amplio casría que era de la familia Huerta, con algunos locales comerciales que, sobre todo, fueron abiertos pocos años después del periodo estudiado, aunque quizá, no lo puede asegurar la informante con precisión, ya estuvo abierto en este mismo lugar, en los años cuarenta, la sastrería Ramos.

-En el mismo sentido, pero ahora en la acera de la derecha, tenemos: Farmacia Escribano, Mercería Magino, La Parisién (confección), el quiosco de la Eufrasia, el castillo de las Medias (mercería), un estando, Las Cuadreras (marcos para imágenes de santos), Jiménez (comestibles), una tienda de lanas), Fotos Pascual, Peluquería Bayo, Olivares, la oficina de correos, la fiscalía de tasas, otra peluquería, un zapatero remendón, y la sastrería Belinchón.

De esta breve descripción estadística, y en conformidad con toda la información obtenida de la entrevista, pueden deducirse algunas cosas:

• Prácticamente la totalidad de estos comercios son de carácter pequeño, familiar, pero a pesar de ello tienen un gran interés social, porque dan vida al barrio. Tanto es así que, como vemos, en algunas ocasiones la informante no recuerda el nombre comercial del mismo, hecho que sin duda a que lo importante no era en sí mismo el nombre del comercio, sino la relación que se establecía entre el comerciante y los habitantes del barrio –“vete a las lanas a por una madeja negra”; ve al zapatero y dale esto”-.

• Por esa misma relación personal, el trato no era el usual de comerciante a cliente, sino el de dos personas que se conocen “de toda la vida”. La informante cuenta, acerca de esto, que si algún cliente se olvidaba en alguno de estos comercios las vueltas del importe pagado, el dueño del comercio no dudaba en entregárselo en cuanto tuviera la oportunidad de hacerlo. Este hecho, muy raro de encontrar en los tiempos actuales a juicio de la entrevistada, era en los años cuarenta norma de conducta, y refleja en cierto sentido esa relación cercana entre ambos.

• Los sectores de actividad son muy variado, predominando en cualquier caso todo lo relativo a la confección textil en sus muy diversas facetas: mercerías, sastrerías, o los propios comercios dedicados a la venta de telas. Después destacan los comercios de comestibles y alimentación, peluquerías y tabernas. En algunos casos se puede observar una cierta continuidad entre los años cuarenta y los noventa, siendo el caso más llamativo la cuchillería Yajeya, que no sólo existe todavía, sino que además ocupa el mismo local que entonces.

• Junto a estos comercial fueron también instalados algunos servicios, oficiales o no: Colegio Español, Información y turismo, correos, y la fiscalía de tasas.

3.- El entorno de la calle: las huertas del Puente de Palo
Sin duda por su carácter rústico hasta hace muy poco tiempo, la zona que más ha cambiado desde los años cuarenta hasta la actualidad des precisamente este entorno de huertas, de las cuales todas han desaparecido; sólo queda del periodo tratado algunas casas viejas que se encuentran en la bajada desde la calle Calderón de la Barca.

Se accedía a esta zona por estrechas callejas, una situada en el centro de la zona, frente a las escaleras de acceso al Hospital de Santiago –hoy, calle José Martín de Aldehuela-, y la otra al final de la calle, junto al Puente de la trinidad –la entrada desde la calle doctor Galíndez ha sido abierta muy recientemente, al proceder a la construcción de la zona de nuevos edificios impersonales- . en el primero de los accesos citados, que daba directamente al Puente de palo propiamente dicho, se hallaba entonces una pequeña carpintería, hoy totalmente desaparecida, y que se constituía en la única actividad económica de esta parte de la zona estudiada diferente al sector primario. Por la segunda se accedía a la también desaparecida Fuente de la Doncella.

Como decimos, se trataba de un sector dedicado completamente a la agricultura, en concreto a la huerta, aunque también había un espacio dedicado a chopera. El río, que corría entonces más cerca de la calle calderón de la Barca, o de sus espaldas –su caudal fue desviado hacia la muralla cuando se canalizó con el fin de evitar nuevas inundaciones-, que entonces llevaba más agua que en la actualidad, regaba estas huertas poco antes de desembocar, al otro lado del Puente de la Ttrinidad, en el Júcar. Si el Callejón de Juan Sáiz, o incluso la propia calle Calderón de la Barca, era un espacio abierto en el que los chicos del barrio podían jugar, más lo eran todavía, desde luego, los pocos espacios libres que las huertas dejaban. En estos espacios abiertos se han celebrado, hasta hace poco tiempo, las hogueras del 2 de mayo, víspera de la Santa Cruz, o cuando se acercaba la semana santa, las célebres “procesiones infantiles, elementos aglutinadores hasta hace muy poco tiempo –en realidad, también en la actualidad) de los chicos conquenses.

Como decimos, la zona está cerrada, junto a las viejas murallas medievales, por las calles del Agua y calderón de la Barca, dejando dentro de ella el propio río Huécar. Por lo que respecta a las construcciones, edificios modernos de mármol –uno de ellos incluso con ascensor panorámico- han sustituido a los antiguas casas de huerta. En la parte contraria, apoyadas en la muralla, se conservan todavía los dos edifici8os principales, desigualmente restaurados, y dedicados hoy a fines diferentes a los que tuvieron en su momento: el antiguo instituto, trasladado a finales de la década, y el viejo palacio de la Audiencia (hoy Conservatorio de Música).

4.- Conclusiones
Como vemos, se trata de uno de los espacios urbanos conquenses que más se ha visto transformado por el paso de los años, a pesar de que la observación de algunas fotografías de la época pudieran indicarnos lo contrario. Sin embargo, la presencia continuada de comercios, en algunos casos con rótulos idénticos a los actuales, el mantenimiento –sobre todo en algunas partes de la calle; en otras, por desgracia, los modelos de los nuevos edificios se han modificado demasiado, desvirtuando en cierta medida esa arquitectura decimonónica que le ha dado carácter especial a esta zona del ensanche-, hace pensar quizá, si hacemos el esfuerzo de eliminar del paisaje los coches que atraviesan la calle, que el tiempo no ha hecho demasiada mella en ella.

miércoles, 9 de mayo de 2012

Los fantasmas de Pompeya

Precisamente en estos días difíciles, cuando una brutal crisis económica y también espiritual parece que está a punto de acabar con una civilización como la nuestra, que tan sólo unos años atrás nos parecía eterna, es hora de acordarnos de ciudades como Pompeya y Herculano, que hace apenas veinte siglos desaparecieron totalmente bajo las cenizas y el lapilli manados del Vesubio. También los habitantes de estas dos ciudades pensaban sin duda que su propia civilización sería eterna, que sus días de gloria no se iban a terminar nunca. Pero un mal día del año 79 el Vesubio entró en erupción, y todo, absolutamente todo, desapareció bajo una gruesa capa de fuego y destrucción.

Hoy Pompeya es como una tumba gigantesca que puede ser visitada por los turistas, y cuando estos pasean por sus calles, habitadas solo por fantasmas, cuando cruzan el umbral de sus termas, otrora frecuentadas por patricios y plebeyos, de sus casas ahora solitarias, cuando penetran en ese lupanar del que apenas quedan todavía los pequeños lechos de piedra y las pinturas al fresco, en las que estaban representadas las diferentes especialidades de cada una de las mujeres que trabajaban allí, el recuerdo de otros tiempos sobrevuela el alma del viajero. Sí, es cierto que las calles de Pompeya siguen estando demasiado pobladas, ahora de turistas, y que entre tanta gente es difícil encontrar un momento para la reflexión y para el recuerdo. Pero cuando se logra introducirse en uno mismo y olvidarse de todo lo demás, el pasado vuelve a renacer entre las vías de piedra de una ciudad que vuelve a ser eterna.

Pompeya es una ciudad repleta de templos y de edificios importantes. Algunos de ellos se extienden alrededor del foro, como los templos de Isis o de Venus, la gran basílica, el lugar donde se administraba la justicia y que era el edificio más importante de toda la ciudad; una ciudad que llegó a contar con tres termas diferentes y con dos teatros, además de un gran anfiteatro. Y junto al anfiteatro se conserva todavía la palestra, edificio que estaba destinado a diversas actividades gimnásticas y lugar en el que los gladiadores entrenaban diariamente para preparar sus enfrentamientos en la arena, tan deseados por los propios pompeyanos. Pero es sin duda en las ruinas de las casas particulares, entre los frescos de sus paredes y entre los mosaicos de los patios, allí donde perviven con más claridad los fantasmas de sus antiguos habitantes.

Fantasmas que cobraron materialidad, corporeidad, cuando a mediados del siglo XIX Giuseppe Fiorelli, el arqueólogo que entonces dirigía las excavaciones, tuvo la idea de hacer vaciados de yeso allí donde se iban encontrando diferentes huecos en la lava, huecos que habían sido producidos por la descomposición total de los cuerpos de las víctimas. Vaciados que conforman todavía las imágenes de todo el horror provocado por la erupción del volcán y que reflejan, todavía, la situación límite a la que los habitantes de Pompeya se vieron sometidos durante aquellos días de destrucción y de olvido.

Nueva novela de Raúl Torres

Raúl Torres acaba de publicar una nueva novela. En esta ocasión se trata de Río de la Carne, una novela negra de corte policiaco en la que el misterio cobra protagonismo y se enlaza con el realismo que es propio de otras obras del genial escritor conquense. Se trata de una aventura entre la más pura tradición local y el universalismo de un escritor de viajes como Raúl, con ciertas dosis gastronómicas a caballo entre la obra de Vázquez Montalbán y aquel añorado premio de periodismo, el Tormo de Oro, que durante tantos años él mismo estuvo dirigiendo.

Para comprender esto no hay más que leer el inicio del relato: "Rosita Ramírez degustaba un tuétano de hueso de ternera, abrazado con caviar y caldo de judías con chorizo, que hacía tremar su paladar de iniciada gastronómada. La receta se la había escuchado a algún vasco heredero de los tripasai a los que hacen referencia Luis Atonio de Vega y el Dr. Thebusem, los críticos más grandes de la coquinaria españoa, y estando segura de que sabía tanto a manteles se dispuso a todo. Un ser como ella, recién llegada del Caribe, hizo que su madre le cocinara un morteruelo al caviar que le pareció suculento, aunque ahora, todas estas cosas no tenían mayor importancia: Pedro Torres hacía extraordinarias croquetas del manjar conquense, y Claudio García, el cocinero del Rey, cuando su majestad salía de viaje a Brasil, México, y otras tierras del más allá, lograba unas ilustradas empanadillas, deliciosas,al moteruelo."

En resumen: un título más en el curriculum del escritor de Cañada del Hoyo, un currículum que, por otra parte, en repetidas ocasiones se ha visto ampliado con algunos de los más prestigiosos premios de novela, poesía y cuento. Antonio Hernández ha escrito sobre Raúl lo siguiente: "Creo sinceramente que la narrativa de Raúl Torres, en la estela de los narradores pensadores, es un ejercicio literario y conceptual a la vez. Placer de la palabra y goce intelectual, fascinación de lo profundo y éxtasis de la superficie, lucha al alba del ángel y participación dichosa de mediodía, geometría inédita del deseo y cercanía del amor, plenitud inmediata de la carne y tiniebla de una nada que nadea por sus relatos, y abrazo feliz de léxico y discurso, atrevida paradoja y grata afirmación, eco pánico de sentencia presocrática o conceptualismo moderno de Quevedo o Gracián, escritores también cerca de un pensamiento filosófico libre."

lunes, 23 de abril de 2012

Sevilla en Cuaresma: azahar y sueños


En los días previos a la Semana Santa, cuando la primavera está reinando en la noche silenciosa de Sevilla, flotan en el aire, como si de un mar en calma se tratara, los vapores del azahar. Su perfume invade entonces las calles estrechas, solitarias, y los patios de las casas. Es el instante oportuno entonces para que el viajero, ajeno a todo lo que le rodea, piense una vez más en ese mundo mágico que aún pervive en el fondo de su alma, en su pasado y en su futuro. Es el momento de pensar que es cierto lo que una vez dijo el poeta, que en esta época del año, en Sevilla el perfume a limones casi se podría cortar con un cuchillo, que invade con una capa maravillosa de rocío las plazas, y que incluso tapa todos los rincones de esta hermosa ciudad.

Cuando eso sucede la luna, una luna redonda como un disco de plata, nos mira desde su altar en la Giralda, y sueña con la próxima vez que volverá a ser redonda, cuando los cristos y las vírgenes de Sevilla vuelvan a salir de nuevo a las calles, con la ansiada compañía de sus anónimos nazarenos. Será el instante en que los pasos saldrán otra vez de sus templos, como cada año, para hacer su tradicional estación de penitencia hasta la catedral. Pero eso será más tarde, una luna más tarde. Ahora, la catedral permanece todavía cerrada, silenciosa, a pesar de que a lo largo de toda la carrera oficial, desde la Campaña hasta la puerta del templo mayor, las sillas están ya apiladas, preparadas para ser colocadas en unas pocas filas a lo largo de la calle, cuando el Domingo de Ramos esté ya asomándose al calendario.


Ahora es el momento de callejear por la Sevilla antigua, a un lado y otro del Guadalquivir, en busca de esas pequeñas iglesias en las que duermen sus horas previas las imágenes que muy pronto van a salir a la calle. Imágenes antiguas de Montañés y de Mesa; imágenes más modernas de Castillo Lastrucci o de Álvarez Duarte. En las iglesias de Sevilla rivalizan los nazarenos con la cruz a cuestas, con esa cruz a cuestas que cada uno de nosotros, sin ni siquiera darnos cuenta, vamos haciendo más y más pesada a cada momento. En las iglesias de Sevilla y de Triana rivalizan las vírgenes, tan hermosas en sus lechos de cera y de flores. En los templos sevillanos rivalizan sus cristos, a punto de expirar o ya fallecidos, sobre hermosos calvarios de claveles o rosas.

En su barrio, en su casa, en su hermosa basílica, la Macarena, la reina de Sevilla, ya espera entre la plata y el terciopelo de su palio, junto a la panoplia de su candelería. La Virgen, obra atribuida por algunos a la gubia de Luisa Roldán, tiene los ojos perdidos en el Hijo, que considera aún cercano. A su lado está también el Jesús de la Sentencia, su paso de misterio, libre de su cárcel anual dentro del museo adjunto a la basílica. La imagen de Felipe Morales, uno de los escultores más desconocidos de la escuela sevillana del siglo XVII, contrasta con el resto de las tallas, que fueran realizadas casi todas por Lastrucci en la primera mitad del siglo XX. La parte trasera del paso la ocupa el propio Pilatos, en actitud de lavarse las manos, dominando una escenografía barroquizante, pesada, que refleja como pocas esa Sevilla hermosa que, ahora en Semana Santa, sustituye por fin el olor del azahar por ese otro perfume acre que surge del incienso y de la cera, de lirios adornando los tronos de los pasos.

jueves, 1 de marzo de 2012

Túnez: una ciudad entre las dos orillas del Mediterráneo

Aunque situado al otro lado del mar Mediterráneo, en la orilla opuesta del norte de África, Túnez siempre ha formado parte también de la historia de Europa. Unas veces, es cierto, su lugar en la historia del continente viene dado precisamente por su enfrentamiento con éste, como en las tres guerras púnicas, cuando cartagineses y romanos se enfrentaron abiertamente para conseguir el dominio sobre el mar, o como cuando se convirtió en nido de los piratas berberiscos que asolaban los puertos cristianos del septentrión mediterráneo. Pero otras veces, sin embargo, formó parte también desde dentro de ese mundo civilizado que constituía el conjunto del continente europeo. Porque Túnez, es cierto, formó parte primero de ese fenómeno al que se le ha llamado romanización, y después el cristianismo sembró también aquí una semilla importante, hasta el punto de que algunos de los pensadores más destacados de la nueva religión, incluidos los llamados Padres de la Iglesia, nacieron precisamente aquí, y aquí desarrollaron además su labor catequética.
Aquí, en Túnez, instaló Aníbal su gran imperio, que llegaría a abarcar buena parte del contorno mediterráneo, hasta que los romanos lograran derrotarles definitivamente al final de la tercera guerra púnica. Los romanos se instalaron entonces en la capital del viejo reino, Cartago, y desde allí crearon nuevas ciudades en la costa africana. Espejo de este proceso son los fantásticos yacimientos de El-Djem y, sobre todo, los restos de este período que aún pueden contemplarse a muy pocos kilómetros de la capital actual del país. Nada queda ya en la antigua Cartago de los tiempos gloriosos de Aníbal, pero las termas de Antonino o el santuario de Tofet dan muestra todavía de aquellos tiempos ligeramente posteriores, no menos gloriosos que los otros.
Y el cristianismo también sentó sus bases en estas costas del norte de África. Aquí nació San Agustín, y fueron precisamente algunos de sus discípulos, con San Donato a la cabeza, los que, viéndose acosados por los bárbaros que acababan de llegar a estas tierras, cruzaron el Mediterráneo y fundaron en la península ibérica, quizá muy cerca de la ya declinante Ercávica según algunos especialistas, el afamado monasterio Servitano. De esta forma, el norte de Europa no sólo fue un espacio destacado para la nueva religión, sino que además posibilitó que pudiera asentarse en la vieja Europa la institución del monacato, que tan importante tendría que ser para el desarrollo general del cristianismo en aquellos primeros tiempos.
Luego el cristianismo sería sepultado de esta parte del mundo por los herederos de Mahoma, transformando por completo el país y la región. Por ello, la Túnez actual es un amalgama de culturas, un crisol de civilizaciones. El viajero que cruce el espacio, no demasiado extenso, que separa la costa del desierto, el que se traslade desde el zoco de la capital del país y desde Sidi-Bou-Said hasta El-Djem o hasta Cartago, podrá apreciar de qué manera la historia ha ido transformando esta hermosa parte del mundo a través de los tiempos.

domingo, 8 de enero de 2012

NUEVO ÉXITO DE UNA PRODUCCIÓN MUSICAL EN CUENCA

Este domingo, 8 de enero, se ha vuelto a representar en el Auditorio de Cuenca "El pequeño desollinador", ópera para niños escrita por el compositor británico Benjamin Britten, después de haber sido representada por primera vez en Cuenca el pasado mes de diciembre, y de haber sido puesta en escena en las últimas semanas en otras ciudades de Castilla-La Mancha. Nuevo éxito de un grupo de conquenses relacionados con la música y la cultura, pues se trata de una producción musical en la que nuestra ciudad ha tenido mucho que ver desde la misma puesta en escena, en la que el conquense Carlos Lozano ha participado en colaboración con el madrileño Ignacio García (quién además ha sido el encargado de adaptar el libreto original de Eric Crozier) y José Caraballo. También es conquense el encargado de realizar los figurines para la obra, el modisto Eduardo Ladrón de Guevara. Carlos Lozano ha sido el encargado también de dirigir al coro, formado por la Escolanía Ciudad de Cuenca, que él mismo dirige. Por lo que se refiere a la orquesta, formada en buena parte por músicos conquenses, estaba formada por un grupo de músicos conquenses: Ruth Olmedilla y Alfredo González (violines); Jimena Villagas (viola); Miriam Olmedilla (violonchelo); José Sabater (percusión); y Laurence Verna y Luis Comín (piano), todos ellos dirigidos por Carlos Checa. Una excelente representación, en definitiva, más difícil si cabe si tenemos en cuenta la cantidad de niños que han participado en la representación y la dificultad de equilibrar la participación del coro con la música en directo.