domingo, 17 de julio de 2016

17 de julio de 1936: una historia familiar


En la mañana del 17 de julio de 1936, hace ahora exactamente ochenta años, las guarniciones militares que se hallaban al otro lado del estrecho, es decir, las de Melilla, Ceuta y Tetuán, se sublevaron contra el gobierno de la República Española, iniciándose de esta manera el golpe de estado que tendría carácter nacional al día siguiente, cuando los generales Francisco Franco y Luis Orgaz tomaron un avión desde Las Palmas para ponerse al frente del levantamiento. Un golpe de estado que se convirtió en una sangrienta guerra civil que duró casi tres años, y que terminaría por provocar la muerte a un indeterminado número de españoles. Los historiadores no se ponen de acuerdo al numerar los muertos de la guerra, pero probablemente se acercaron al millón de personas, entre los que murieron a causa directa del conflicto, bien en el frente o bien por culpa de los bombardeos, y los que murieron lejos del campo de batalla, por malnutrición, hambre o enfermedades asociadas a la guerra.

            No es mi intención traer a estas líneas, para conmemorar este hecho que nunca debería repetirse, las grandes batallas de la Guerra Civil, sino una sencilla historia familiar que, de alguna manera, también forma parte de esa historia. En 1976, el historiador italiano Carlo Ginzburg publicaba El queso y los gusanos, que no fue traducido al castellano hasta 1994. En este libro, el italiano reconstruía la vida de un molinero del siglo XVI que había sido procesado por la Inquisición por su original visión del cosmos; en efecto, a través de un único proceso inquisitorial, Ginzburg pudo demostrar que existía en la comarca de Friuli, en la que vivía el molinero Menocchio, toda una forma heterodoxa de ver el mundo que durante años trajo de cabeza a la Iglesia católica. Con el historiador italiano había nacido la historia nueva o microhistoria.

            No es que con la historia de los hermanos Pérez Llandres se vaya a renovar por completo la historiografía de la Guerra Civil. Pero sí es cierto que su historia forma parte de esa guerra, como la de tantos y tantos españoles que lucharon en un bando u otro, algunos de ellos voluntarios, la mayoría obligados por una situación en la que ellos no habían tenido nada que ver. Los hermanos Pérez Llandres descendían de una familia de labradores, una familia que en parte tenían una tendencia política de carácter progresista. Valentín Pérez Montero, había sido en 1871 alcalde de Cuenca, durante el reinado de Amadeo I, y había sido elegido por sus compañeros capitán de la compañía de granaderos de la Milicia Nacional, y poco después, en los años de la Primera República, comandante de los Voluntarios de la Libertad, en cuyas filas también estaba su hermano, Julián Pérez Montero, el bisabuelo de nuestros protagonistas. Por su parte, el abuelo, Nemesio Pérez Vindel, había sido también concejal en los primeros años de la Restauración, integrado en el Partido Progresista.

Juan Antonio Pérez Llandres, el mayor de los hermanos, era guardia civil, y estaba destinado en Madrid aquel 17 de julio en que estalló el conflicto. Algunos meses antes le habían ofrecido el traslado a Toledo, traslado que rehusó. ¿Cuál hubiera sido su destino durante la guerra de haber aceptado el traslado? ¿Habría sido entonces uno de los cerca de mil guardias y falangistas que se encerraron en el Alcázar de Toledo en los primeros meses de la guerra al mando del coronel Moscardó? ¿Habría sobrevivido a aquélla situación difícil, convirtiéndose entonces en uno de esos “héroes del Alcázar” para la historiografía nacional? Difícil es saberlo. Lo cierto es que permaneció en Madrid, y en Madrid fue uno de los guardias civiles que, en compañía de un grupo de milicianos, asaltaron el 20 de julio el madrileño Cuartel de la Montaña, en el que se había refugiado el general Fanjul con un grupo de militares pronunciados. La victoria del Cuartel de la Montaña fue crucial para que el golpe no llegara a triunfar en la capital, y en el asalto también participó Valentín González, el afamado “Campesino”, que en los meses siguientes se convertiría en uno de los más destacados líderes republicanos.
            El embarazo de su esposa primero, y después el nacimiento de su primera hija en abril de 1937, facilitaron su traslado a la retaguardia en su ciudad natal, Cuenca, en los primeros meses de la guerra. En la ciudad del Júcar no había entonces ninguna guarnición militar, y la Guardia Civil, que desde un primer momento se había mantenido fiel al gobierno constituido, era necesaria para mantener el orden. Esto le mantuvo ya lejos del frente, y una vez terminada la guerra, y después sin duda de haber tenido que enfrentarse a una comisión para depurar las posibles responsabilidades, tuvo que hacer frente a otra guerra distinta, no declarada pero guerra al fin y al cabo, contra los guerrilleros del Maquis. Los años de la guerra, por otra parte, le habían supuesto un ascenso a cabo primero, de la que él nunca llegó a enterarse hasta los años ochenta, un cuarto de siglo después de haber pasado a la reserva, porque el superior que le había ascendido no había seguido los trámites adecuados, y porque el gobierno de Franco nunca reconoció muchos de los ascensos concedidos por el bando republicano.

Su hermano Esteban era un joven de apenas unos dieciocho años cuando se presentó voluntario ante las autoridades republicanas y fue enviado al frente del Ebro. Nunca regresaría de la guerra y ni siquiera pudo recuperarse su cuerpo. En el transcurso de aquella batalla, las tropas franquistas abrieron las esclusas de los embalses de la cabecera del río, provocando con ello una inundación que hizo que muchos soldados republicanos murieran ahogados, aumentando con ello la desolación en el ejército que se mantenía fiel al gobierno. Luis María Mezquida refleja bastante bien la situación: “Particularmente dramáticas fueron las últimas jornadas de la retirada por cuanto a la hostilidad de los carros de combate se unió la aviación en bombardeo y picado. Los batallones se agruparon en torno a la pasarela entre Vinebre y Ascó, puente especial de Jarde (volado a las 6 horas del día 11), puente de hierro de Flix y paso sobre la presa de la central eléctrica, para ganar la otra orilla. Algunas tropas efectuaban la evacuación utilizando botes y barcazas, y muchos soldados atravesaron el río nadando, pereciendo bastantes en el empeño.”[1]

            Una vez terminada la guerra, el dolor provocado por ésta siguió aún haciendo mella en la familia Pérez Llandres. A la muerte de Esteban habría que añadirse en los días siguientes el proceso  criminal al que sería sometido el suegro de Juan Antonio, Florencio Royuela Santa Coloma. Miembro del sindicato U.G.T. durante la Segunda República, vocal de la agrupación forestal del sindicato y acusado de haber denunciado a un compañero suyo y de haber testificado contra un  ingeniero de montes que había sido acusado por las autoridades republicanas, fue sometido a un consejo de guerra y condenado a la pena de doce años de exilio en la provincia de Valencia. Sin embargo, el 23 de agosto de 1946 fue sobreseída su causa, pudiendo entonces regresar a Cuenca y la vida familiar junto a su hija y a su yerno, algunos años antes de haber terminado de cumplir la pena a la que había sido condenado.

            Es ésta una vida familiar de dolor y sufrimiento, como la de tantas otras familias que tuvieron que enfrentarse a la dureza de la Guerra Civil, en un bando u otro. Tantas y tantas historias familiares que, sin duda, contribuyen a tener un conocimiento de la guerra mucho más real y cercano. Max Hastings sabía la importancia de todas estas historias personales al escribir sus historias de la Segunda Guerra Mundial, y especialmente la derrota final de la Alemania nazi[2]. Un conocimiento, en definitiva, que nos debería servir para que hechos como éste no vuelvan nunca a repetirse.



[1] Recogido en Alonso Baquer, Miguel, El Ebro. La batalla decisiva de los cien días, Madrid, Esfera de los Libros, 2002, 397 p.
[2] Hastings, Max, Armagedón. La derrota de Alemania 19114-1945. Crítica, Barcelona, 2016.