viernes, 12 de agosto de 2016

Crónica del Rey Pequeño


Los conquenses sabemos muy bien quién era Alfonso VIII. Sabemos bien que fue éste el rey castellano que conquistó definitivamente Cuenca en 1177, quitándosela a los moros para siempre. Sabemos que Cuenca fue la primera ciudad importante que conquistó este joven monarca castellano, llamado el Bueno y el Noble por sus súbditos, y que por ello se encariñó de la ciudad, hasta el punto de que le dio un obispado, uno de los más grandes obispados de la Castilla medieval, y un término, un alfoz, que abarcaba gran parte de la serranía, y uno de los fueros más importantes de la época, espejo en el que se miraron otros fueros posteriores. Y sabemos quién fue su esposa, Leonor, la hija de una de las mujeres más poderosas de Europa en aquel lejano siglo XII. Y sabemos también que en Cuenca nació Fernando, su hijo primogénito, el destinado a reinar en el trono de Castilla pero que no llegó a hacerlo porque el destino le quitó la vida antes de la muerte de sus padres.

            Pero, ¿sabemos realmente los conquenses quién era de verdad Alfonso VIII y lo que representa en la España de su época? El futuro Alfonso VIII vivió y creció en uno de los periodos más cruciales de ese período difícil, trágico, que conocemos con el nombre de la Reconquista. Hijo de Sancho III, quien apenas logró reinar tres años antes de haberle dejado en manos de sus nobles; nieto de Alfonso VII, llamado así mismo el Emperador porque gobernó diferentes reinos de la península, aunque después el mismo lo volvió a distribuir entre sus hijos a su antojo; nieto de Urraca, quien a su vez estaba casada con otro Alfonso que en realidad no fue nunca rey de Castilla, sino de Aragón,… El joven Alfonso llegó a ese particular “juego de tronos” que era la península ibérica durante el siglo XII cuando todavía era u niño. Castilla en ese momento estaba sometida a una especie de guerra civil entre las dos familias más poderosas del reino, los Castros y los Laras, guerra que además sería aprovechada en beneficio propio por el tío del joven monarca, Fernando II de León.

            Alfonso creció como rey, pero un rey sometido a la tutela de aquellas dos familias. Por eso los árabes le llamaron “el rey pequeño”, aunque el tiempo terminaría por convertirlo en uno de los reyes más grandes de Castilla. Y alcanzada la mayoría de edad cuando cumplió los quince años, se vio por fin libre de aquella tutela. Los Castro, que no contentos aún con aquella antigua alianza con el rey de León habían incluso firmado una nueva alianza con los almohades, habían caído ya en la desgracia real. Los Lara, siempre fieles a Alfonso, habían ganado la guerra, y el jefe de la casa, don Nuño Pérez de Lara, muerte en 1177 durante el sitio de Cuenca, se había convertido en la persona más importante del reino después del propio monarca. Además, su boda con Leonor, la hija de Leonor de Aquitania y de Enrique II de Inglaterra, la hermana de Ricardo Corazón de León y del felón Juan Sin Tierra, aumentó el poder de Castilla dentro del continente europeo y permitió la llegada a la península de guerreros gascones y de los mejores artífices del gótico europeo, algo que ya se había iniciado en las décadas anteriores gracias a los monjes cirtescienses lo que sin duda ayudó a convertir a la catedral conquense en una de las grandes obras de ese estilo artístico en España. Después, y aunque la derrota en Alarcos en 1195 había puesto freno temporalmente a la expansión cristiana hacia el sur, la victoria definitiva contra los almohades en Las Navas de Tolosa, en 1212, permitió a las tropas castellanas alejar de la meseta la frontera, con lo que ello supondría en cuanto a la repoblación de los territorios conquenses y alcarreños.

            Todo ello es lo que nos cuenta Antonio Pérez Henares en su última novela, titulada precisamente tal y como los árabes llamaron a ese rey tan nuestro, tan de Cuenca, “El Rey Pequeño”. Y lo hace con un lenguaje y un estilo narrativo con el que al lector apenas le cuesta trabajo viajar hasta esa Edad Media de poemas juglarescos y de lances de caballería. Pero también, a la Edad Media de los recueros y de las gentes de villa, obligados siempre a trabajar para un señor distante, lejano, y deseosos por ello, siempre, de poder establecerse en un lugar de realengo, con fuero, en el que sólo tendrían que rendir cuentas al monarca. Lugar de realengo con fuero, como lo fue Cuenca, o la Atienza donde crece y empieza a hacerse hombre Pedro el Pardo.

            Y es que en la novela se nos muestran algunos personajes históricos, reales, de la Castilla del siglo XII, como Alfonso VIII y su esposa, Leonor; o Cerebruno, obispo de Sigüenza y después Rodríguez de Castro; o los otros reyes cristianos, Fernando II de León, o Alfonso II de Aragón, o Sancho VII de Navarra; o los califas almohades, Abu Yacub, o Abu Yusuf al-Mansur, el Victorioso. Pero con ellos hay también otros personajes de ficción, tan importantes para la narración como los personajes históricos: los dos hermanos juglares, Fortum y Elisa; o Domingo de Urgel, el caballero calatravo, o Constanza de Castro, espía entre los mismos miembros de su familia en beneficio del reino castellano. O, sobre todo, Pedro el Pardo, narrador y protagonista de la novela más aún que el propio Alfonso el Noble, y el resto de su familia alcarreña de recueros, labradores y canteros.

            En definitiva, un mundo duro de frontera, un verdadero “juego de tronos” donde las enemistades y las alianzas no saben siquiera de razas y de etnias. Pérez Henares, durante la presentación del libro en Cuenca, contaba que en una tumba de la vieja Recopolis los arqueólogos habían encontrado juntos, enterrados al mismo tiempo, los restos de dos hombres. Uno era un viejo caballero castellano de complexión casi gigantesca, y el autor lo convirtió en el padre de su protagonista. El otro, aunque había sido enterrado también por el rito cristiano, conservaba aún junto a su cuerpo un amuleto musulmán. Un reflejo sin duda de lo que fue ese mundo de fronteras en los duros, terribles, años de aquella lejana centuria.