Sin
duda, uno de los mejores conocedores de Europa fue el historiador inglés Tony
Judt. Y lo es porque, aunque nació en las islas británicas en el mes de enero
de 1948, él mismo formaba parte de esa Europa conjunta y diferenciada que se
desarrolló después de la Segunda Guerra Mundial, la Europa de los dos bloques y
de las repetidas migraciones en busca de la identidad perdida o soñada. Su
padre, judío originario de Bélgica, se había visto obligado a emigrar de niño,
primero hacia Irlanda y más tarde hacia Inglaterra, y su madre había hecho lo
propio desde su Rusia originaria hasta Rumanía. Y lo es también por su
importante formación académica, obtenida en el King’s College de la Universidad
de Cambridge. Y él mismo tuvo que someterse a su propia migración interior:
pensador libre como pocos, a pesar de su pasado judío, y a pesar también de que
durante la Guerra de los Seis Días había estado trabajando como conductor de
ambulancias y como traductor para el ejército israelí, terminó por criticar al
estado de Israel por tergiversar, con su actuación posterior, el significado
del holocausto. En la Universidad de Nueva York fundó el Instituto Erich María
Remarque y la cátedra de estudios europeos. Judt falleció en agosto de 2010,
dos años después de que se le hubiera diagnosticado esclerosis lateral
amiotrófica.
Aunque sus primeros trabajos
publicados en los años setenta estaban dedicados a la historia de la izquierda
francesa, Tony Judt amplió sus horizontes intelectuales con su libro ¿Una gran ilusión?: un ensayo sobre Europa,
un primer acercamiento a la historia de Europa en su conjunto, que después
desarrollaría con más intensidad en sus dos obras más conocidas por el público
español: Sobre el olvidado siglo XX, una
recopilación de artículos que el autor había publicado antes por separado en el
periódico The New Yorker, y éste que ahora comentamos, Postguerra, una completa historia de Europa desde 1945. A medio
camino entre la historia y la memoria, el autor explica en las primeras páginas
del libro cómo nació éste:
“La
primera vez que pensé en escribir este libro fue mientras hacía un trasbordo en
la estación terminal de Viena, la Ewstbahnhof. Era diciembre de 1989, un
momento propicio. Acababa de regresar de Praga, donde los dramaturgos e
historiadores del Foro Cívico de Václav Havel estaban desmantelando un Estado
policial comunista y arrojando cuarenta años de socialismo real al basurero de
la historia. Pocas semanas antes el Muro de Berlín había caído inesperadamente.
En Hungría, y también en Polonia, toda la población se hallaba entregada a los
desafíos de la política postcomunista: el antiguo régimen, todopoderoso hasta
tan sólo unos meses antes, se perdía en la insignificancia. El Partido Comunista
de Lituania acababa de declararse a favor de la independencia inmediata de la
Unión Soviética. Y en el taxi de camino a la estación, la radio austriaca
emitía las primeras noticias sobre una revuelta contra la dictadura nepotista
de Nicolae Ceausescu en Rumanía. Un terremoto político estaba sacudiendo la
congelada topografía de la Europa posterior a la Segunda Guerra Mundial.”
Sin embargo, el libro no es sólo
memoria, a pesar de que los acontecimientos narrados, por recientes, forman
parte de la memoria de todos los europeos mayores de treinta años. Postguerra es uno de los claros ejemplos
de esos que se ha venido a llamar historia del tiempo presente, forjado a raíz
de la impresionante formación de su autor como historiador y europeísta. A lo
largo de sus diferentes capítulos, el autor va desgranando toda la historia del
continente desde el día, todavía no tan lejano, en el que se produjo la caída
del nacismo, y Alemania, el país que lo había creado, quedó dividido en cuatro
bloques, administrado cada uno de ellos por uno de los ejércitos aliados que
habían ganado la guerra. A partir de las páginas de Judt se comprende mejor por
qué Europa, después de la Segunda Guerra Mundial, se partió en dos mitades
antagónicas, separadas por ese muro ideológico que fue el telón de acero, y se
entiende mejor esa guerra fría que si bien, nos dice el autor, nunca corrió
peligro de convertirse en otra guerra caliente, porque ninguno de los
contendientes llegó nunca a tener la intención real de hacerlo, sirvió al menos
para mantener el equilibrio de fuerzas entre los dos bloques. Y se entiende lo
que significaron realmente los movimientos revolucionarios de los años sesenta,
que se extendieron, con sus diferencias, entre los dos bloques, y también las
crisis de los años setenta, la llamada crisis del petróleo y la crisis de las
últimas dictaduras existentes en el bloque occidental, como la de España.
Pero si bien el libro fue pensado
por su autor en los años finales del comunismo, cuando ya estaba naciendo en la
Europa oriental un mundo nuevo, éste tardaría aún quince años en ser escrito.
De esta manera, la obra se beneficia aún más con todos los sucesos posteriores,
y llegando así a abarcar también los hechos que siguieron a ese final del comunismo.
Es cierto que la historia nunca se termina, que los sucesos del ayer determinan
el presente, y que éste, a su vez, determina de alguna manera también el
porvenir. Entonces, ¿dónde poner fin a una narración histórica? El libro fue
publicado en su versión original, en Inglaterra, en el año 2005, y ese, y no
otro, es el límite final de la obra. Así pues, la última parte del libro está
dedicada a estudiar los hechos que sucedieron tras la caída del comunismo: el
crecimiento de las posturas nacionalistas en todos los países del bloque
oriental, que beben de la propia caída del comunismo y provocó el nacimiento,
o el renacimiento, de nuevos estados independientes; las guerras de Yugoslavia,
que beben a su vez de ese renacer de los nacionalismos, pero que en realidad se
debieron a la intransigencia y el egoísmo de algunas personas individuales,
personas que eran de este siglo XX y no de la época de las guerras balcánicas o
de la Primera Guerra Mundial; el renacer de los nacionalismos también en el
bloque occidental, menos peligrosos que los nacionalismos orientales por el
diferente punto de partida del que arrancaban, pero que no estaban exentos
tampoco de algunos brotes de violencia; el gran desarrollo vivido en los
últimos años por la Unión Europea, con la creación de la moneda única y los
nuevos países que todavía se hallan en proceso de integración en ésta.
En resumen, una auténtica lección de
historia. Y como toda buena lección de historia, una propuesta para el presente
y también para el futuro. Un presente y un futuro que están llenos de
interrogantes para Europa y también, desde luego y como parte integrante de
Europa, para España. ¿Podemos tomar alguna lección de su lectura para dar
respuesta, por ejemplo, al importante desafío soberanista que nos depara
Cataluña? Desde luego, ni los condicionantes históricos ni la situación
económica son los mismos que en la Europa postcomunista de principios de los
años noventa, a pesar de la grave crisis económica de la que todavía no nos
hemos terminado de recuperar, y si alguna lección hay que buscar respecto a
ello, debería hacerse entre los capítulos dedicados a los diversos
nacionalismos occidentales, que también se desarrollaron, como hemos dicho, con
el fin del siglo XX, desde el Reino Unido hasta Italia, pasando por Bélgica,
Francia, o incluso Alemania. Pero de lo que no cabe duda es de que si algún día
Cataluña se separa de España, empobreciendo con ello a los catalanes tanto o
más que al resto de los españoles, el resto de nacionalidades europeas (Escocia
y Córcega, Lombardía y el Trentino o la Bélgica flamenca,…) caerán después
fácilmente, como un castillo de naipes, o como una de esas construcciones
lúdicas formadas con las fichas del dominó, empobreciendo a su vez al conjunto
del continente europeo.