miércoles, 10 de enero de 2018

Cinco obispos conquenses del siglo XIX


La contribución de la provincia de Cuenca en todas las facetas de la sociedad española, y entre ellas la Iglesia católica, a través de sus hijos, es numerosa, especialmente durante los tiempos bajomedievales y a lo largo de todo el siglo XVI. Después, la crisis que asoló a la capital de la provincia y a muchos de sus pueblos, reduciendo su población hasta límites casi insoportables, hizo que el peso de ésta en el conjunto del país perdiera importancia. Pero aun así, las crónicas están llenas de nombres propios, nombres de personajes que habían nacido o se habían criado en nuestros pueblos, o en la propia capital, que llegaron a ocupar puestos importantes en la sociedad de su época, nombres a menudo olvidados por los conquenses de hoy, convertidos en ocasiones en un título en el callejero de la capital. Otras veces, ni siquiera eso.  

La contribución conquense a la alta jerarquía eclesiástica durante los siglos XV y XVI es, como se ha dicho, importante, y en este sentido hay que recordar que en uno solo de nuestros pueblos, Villaescusa de Haro, en una sola calle de ese pueblo, nacieron un número aproximado de unos veinte prelados, que dirigieron, algunos de ellos, varias de las diócesis más importantes de España, a un lado y otro del océano. Casi todos ellos eran miembros de una sola familia, los Ramírez, y entre ellos destacan por encima de todos dos obispos que dirigieron la diócesis conquense en aquellos tiempos: Diego Ramírez de Fuenleal y Sebastián Ramírez de Arellano. Todavía en los siglos XVII y XVIII, aún era numerosa la cantidad de estos altos jerarcas de la Iglesia católica que habían nacido en Cuenca.

No obstante, la cosa cambió a partir del siglo XIX, precisamente cuando el régimen liberal terminó con todo el sistema de privilegios eclesiásticos que era propio de los tiempos del Antiguo Régimen. Para entonces, la floreciente ciudad que había sido Cuenca dos siglos antes, y además una de las diócesis más ricas de todo el reino, se había convertido ya en una población aletargada, arrastrando con ello a todos los pueblos de la provincia. En estas circunstancias, se hacía más difícil que alguno de sus hijos llegara a ocupar puestos importantes dentro de la sociedad, y sin embargo, todavía en aquella centuria decimonónica no fueron pocos los conquenses, de la capital o de la provincia, que destacaron en puestos importantes, y entre ellos, también, las prelaturas eclesiásticas. Muchos de ellos permanecen olvidados, como los cinco que pretendo recordar ahora.

El primero de ellos es, cronológicamente, Francisco Javier Almonacid López, quien había nacido en Talayuelas en 1758 (en 1747 o en 1748, según María Luisa Vallejo). Después de haber estudiado en el seminario de Cuenca, caracterizado ya entonces por su ideología ilustrada y avanzada, y de graduarse como doctor en Teología en la Universidad Dominica de Ávila, pasó a estudiar en el Colegio de los Españoles de Bolonia, que había fundado en el siglo XIV otro arzobispo conquense, el cardenal Gil de Albornoz, con una beca que le había concedido el propio cabildo conquense. Dio clases después en el mismo centro italiano, donde regentó entre 1775 y 1782 la cátedra de Teología Eclesiástica. En 1803 ganó por oposición la plaza de canónigo magistral en la diócesis de Salamanca, ciudad en la que sin embargo permaneció muy poco tiempo, pues ese mismo año fue preconizado como nuevo obispo de Palencia. Se caracterizó por su ideología liberal, en aquellos años de fuertes tensiones políticas, fruto sin duda de sus primeros estudios en el ilustrado seminario conquense de San Julián, siendo uno de los grandes impulsores de la Sociedad Económica de Amigos del País de la ciudad castellana, y habiendo obtenido el 2 de abril de 1808 una real provisión que autorizaba la redacción de sus estatutos; sin embargo, la entrada de las tropas napoleónicas paralizó este asunto hasta el año 1817, una vez abandonado el país por los franceses.

Regentó la diócesis palentina hasta su fallecimiento, acaecido el 17 de septiembre de 1821. Su prelatura fue bastante complicada, más por las circunstancias políticas del momento que por asuntos propiamente eclesiásticos. De esta forma ha definido su obispado el historiador Antonio Cabeza Rodríguez: “Su episcopado fue intenso en acontecimientos, con decisiones desagradables como el juramento de obediencia al nuevo rey José I (23-6-1808), condición ineludible para seguir al frente de la diócesis. Por lo mismo, no ofreció resistencia al cumplimiento de los reales decretos en materia religiosa, entre los más dolorosos el que prohibía conferir órdenes sagradas –sólo logró hacerlo en casos excepcionales-, mientras que en el espinoso asunto de las dispensas matrimoniales, reservadas hasta entonces a la Santa Sede, Almonacid no tuvo escrúpulo de usar las facultades que le confería a los obispos el real decreto de 16 de diciembre de 1809, si bien, de manera tan cautelosa que fue interpretado como apatía por el intendente de la ciudad. Su actitud de obediencia hay que entenderla, pues, como una sumisión forzada, sin que pueda confundirse con forma alguna de afrancesamiento. No faltaron incomprensiones, calumnias y hasta campañas contra su persona, a pesar de que la distancia mantenida con las autoridades francesas quedó patente en frecuentes malentendidos y conflictos, así como en el poco empeño del obispo por aparecer con las condecoraciones otorgadas por el nuevo régimen.”[1]

Fray Custodio Ángel Díaz Merino no sólo había nacido en Iniesta en 1749, sino que, además, antes de su nombramiento como obispo de la diócesis americana de Cartagena de Indias, en Colombia, había sido prior del convento dominico de San Pablo, en Cuenca. En este sentido, se conservan entre los fondos del Archivo Histórico Provincial de Cuenca sendos poderes, fechados el 6 de junio de 1806 y el 4 de febrero de 1807, en un mismo protocolo notarial del escribano, Miguel Otonel. Por ambos documentos, el religioso dominico apoderaba a varios compañeros del mismo convento para que estos pudieran representarle en varios asuntos de su interés personal[2]. Y es que el de Iniesta acababa de ser preconizado para la sede americana, aunque no llegaría a ella hasta tres años más tarde.

Si las circunstancias políticas que le tocó vivir a Francisco Javier Almonacid eran difíciles, más lo eran aún en este caso, pues a las tensiones entre liberales y absolutistas había que añadir las que se estaban desencadenando entre los defensores de la independencia de los territorios que aún formaban parte del imperio español, aprovechando la situación de guerra que en ese momento se vivía en la península, y los que, como el prelado dominico, se oponían a ello. Por ese motivo, después de la victoria de los patriotas criollos que habían declarado la independencia de Cartagena en 1811, decidió exiliarse unilateralmente al año siguiente, junto a los administradores de la Inquisición en la ciudad colombiana, dejando temporalmente la diócesis en situación de sede vacante. Sin embargo, la Santa Sede lo mantuvo como verdadero obispo de Cartagena; hay que recordar que ésta Sede no reconocería la independencia de Nueva Granada hasta 1824.

Los otros tres prelados que vamos a tratar, nombrados a caballo ya entre los siglos XIX y XX, salieron directamente de la diócesis de Cuenca, donde ocupaban puestos de importancia tanto en la curia diocesana como en el propio cabildo, para ocupar sus respectivas sedes episcopales. Del primero de ellos, Pascual Carrascosa Gabaldón, se ha ocupado ya José Vicente Ávila, pero aun así permanece todavía en el anonimato para muchos de sus paisanos, de la ciudad y de la provincia[3]. Había nacido en 1847 en Quintanar del Rey (no es Iniesta, como aseguran tanto María Luisa Vallejo como, siguiendo a ella, Hilario Priego y José Antonio Silva), y fue preconizado como obispo de Orense en 1895, cuando era arcipreste de la diócesis conquense, en la que había ostentado también los cargos de secretario de cámara y gobierno durante el obispado de Juan María Valero y Nacarino. Y es que la relación entre ambos sacerdotes venía ya desde mucho tiempo antes, desde que el de Quintanar fuera estudiante del propio seminario conciliar de San Julián, donde el otro era rector, antes incluso del nombramiento de éste como obispo de Tuy y su posterior traslado a la diócesis conquense, en 1882. Una vez terminados los estudios del de Quintanar en el seminario conquense, fue nombrado por el propio Valero superior del “colegio de internos” del centro y profesor del mismo, donde dio sucesivamente las asignaturas de Retórica, Poética, Geografía, Historia Natural e Historia Universal. Nombrado Valero obispo de Tuy, Carrascosa Gabaldón se trasladó con él a la diócesis gallega, como canónigo y secretario de cámara del nuevo prelado, y regresó otra vez a Cuenca con él, promovido por el nuevo obispo de la ciudad del Júcar a la dignidad de arcipreste de la catedral. En calidad de arcipreste fue administrador apostólico de la diócesis conquense en 1890, tras la muerte del obispo Valero y hasta el nombramiento de su sucesor, Pelayo González Conde. Cinco años más tarde sería nombrado obispo de Orense, y entre 1899 y 1900, senador por la archidiócesis de Santiago de Compostela, y falleció en su diócesis el 25 de mayo de 1904.

Pascual Carrascosa Gabaldón
obispo de Orense


Tan olvidado por los conquenses de hoy como el obispo Carrascosa Gabaldón fue otro alumno brillante del seminario conquense, Ramón Torrijos Gómez, quien había sido preconizado como obispo de Tenerife algunos años antes, en 1887, y que en 1894 fue trasladado a la diócesis de Mérida-Badajoz. Había nacido en Cardenete en 1841, y como en el caso anterior, una vez terminados sus estudios sacerdotales en el seminario conquense fue profesor en ese centro educativo, donde llegó a ocupar incluso el cargo de rector. Cuando fue preconizado para el obispado de La Laguna-Tenerife, ocupaba en el cabildo diocesano de Cuenca la dignidad de canónigo lectoral, y en la curia, además, el de provisor de la diócesis. Ya en la isla llevó a cabo la coronación canónica de la Virgen de la Candelaria, patrona del archipiélago, y adquirió el palacio de Salazar, en San Cristóbal de la Laguna, para convertirlo en palacio episcopal. Fue trasladado a la diócesis de Badajoz, en la que permaneció hasta su fallecimiento, en 1903.

El quinto de los prelados conquenses no nació en ninguno de los pueblos de la provincia de Cuenca, pero está relacionado con ella porque también, como en los dos casos anteriores, salió de ella para ocupar su sede, en este caso en la diócesis granadina de Gaudix-Baza. Se trata de Timoteo Hernández Mulas, quien era, durante los primeros años del siglo XX, canónigo doctoral y provisor de la diócesis. Había nacido en 1856 en Morales del Vino (Zamora), y después de estudiar en la capital castellana y en Salamanca, obtuvo el grado de bachiller y la licenciatura en Derecho por la propia universidad salmantina, y más tarde, ya en Madrid, el doctorado en Derecho Público Eclesiástico y Derecho Romano. Llegó a Cuenca en 1896, al ganar por oposición la dignidad de canónigo doctoral, siendo nombrado poco tiempo después fiscal eclesiástico y vicario capitular. Fue nombrado obispo de Guadix en 1908, y en su diócesis procedió a la coronación canónica de la Virgen de las Angustias. Poco tiempo después de su llegada a la capital nazarí fue nombrado senador por el arzobispado de Granada, y combatió como tal el proyecto de la polémica Ley del Candado, que en 1910 promovió el nuevo presidente del Consejo de Ministros, José Canalejas, con el fin de prohibir durante dos años el establecimiento de nuevas órdenes religiosas. Durante su estancia en Cuenca había favorecido la instalación en la ciudad de las Siervas de Jesús, colmo después lo haría con la instalación en Guadix de la institución de San Vicente de Paúl. Hernández Mulas permaneció en su diócesis de Guadix-Baza hasta su fallecimiento, en 1921, y a su entierro acudieron multitud de ciudadanos, tal y como demuestra una fotografía que fue publicada por el diario ABC en su edición del día 20 de marzo de ese año.

Y ya que estamos hablando de obispos conquenses, tampoco el siglo XX ha sido muy pródigo en ese aspecto. Por encima de todos descuellan dos prelados, todavía vivos, que siguen ocupando altas posiciones en la jerarquía eclesiástica. Por un lado, el cardenal Julián Herranz Casado, que aunque nació en Baena, en la provincia de Córdoba, en 1930, desciende del pueblo serrano de Cañamares. Miembro del Opus Dei y arzobispo titular de Vertara (sede suprimida, en el actual Túnez), recibió la ordenación episcopal en 1991, y fue nombrado cardenal por Juan Pablo II en un consistorio celebrado en octubre de 2003. Entre 1994 y 2007  fue presidente del Consejo para la Interpretación de los Textos Legislativos, y actualmente es presidente de la Comisión Disciplinar de la Curia Romana. Por su parte, Andrés Carrascosa Cobo nació en Cuenca en 1955, quien sucesivamente ha ocupado los cargos de nuncio apostólico en las repúblicas de Congo y Gabón (2004-2009), Panamá (2009-2017) y Ecuador (a partir de junio de 2017), fue consagrado el 7 de octubre de 2004 como obispo titular de Elo (sede suprimida, una de las antiguas sedes de la provincia cartaginense, que durante el siglo VII había estado unida a la de Ilici, Elche). Finalmente, pocos conquenses saben que el actual obispo de Tarrasa, José Ángel Saiz Meneses, nació en Sisante en 1956, aunque en este caso todos sus estudios, tanto eclesiásticos como civiles (es, además de teólogo, psicólogo y filósofo) los realizó ya en la provincia de Barcelona.
Timoteo Hernández Mulas,
obispo de Guadix




[1] Cabeza Rodríguez, Antonio, “Palencia, la Edad Contemporánea”, en Egido, Teófanes (coord.,), Historia de las diócesis españolas. Palencia, Valladolid, Segovia, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 2002, p. 124.
[2] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. –Sección Notarial. P-1551. Sin foliar.
[3] http://www.elblogdecuencavila.com/?p=9880. El blog de Cuencávila. Entrada del 31 de mayo de 2015.