Es
un hecho común decir que uno de los motivos que existen para el estudio de la
historia es lo que ésta nos puede ayudar, no sólo a los historiadores, sino al
común de las gentes, para comprender mejor nuestro presente; sin embargo, no
por el simple hecho de decirlo, ello es una verdad menos real. Desde luego,
esta aseveración es incontestable cuando hablamos de historia contemporánea,
pero se puede extender también hacia otros periodos de nuestro pasado. En este
sentido, no se puede entender la historia actual de Europa si no se tienen en
cuenta algunos aspectos que la han ido moldeando a lo largo de los siglos: la
cultura clásica grecolatina y el Cristianismo. La historia de Europa es como es
gracias a estos dos conceptos, como muy bien ha demostrado Miguel Artola, el
maestro de muchos historiadores españoles, en su último libro, “El legado de
Europa”. Sobre estos aspectos prometo insistir en futuras entradas a este blog.
Por ahora, sin embargo, de lo que
quiero hablar es de dos libros que han sido escritos por Gabriel Tortella,
catedrático emérito de la Universidad de Alcalá de Henares y especialista en
historia económica. El primero, “Capitalismo y revolución”, un ensayo de
historia social y económica contemporánea, tal y como se describe en el subtítulo,
nos ayuda, a través de su lectura, a comprender mucho mejor los tres últimos
siglos de la historia universal. A través de sus páginas, el autor hunde las
raíces del mundo contemporáneo en la revolución industrial que se desarrolló
sobre todo en el norte de Europa a finales del siglo XVIII. Pero esa revolución
industrial no fue una casualidad, sino que vino determinada por una revolución
política anterior, que se había iniciado ya un siglo antes a un lado y otro del
Mar del Norte, en la Inglaterra de Carlos I, el primer rey condenado a muerte
por un parlamento, y la revolución holandesa contra la monarquía de los
Habsburgo. Después, ya en la centuria del XVIII, llegarían también las otras
dos revoluciones políticas, la norteamericana de 1775, que significó la
independencia de los Estados Unidos, y la francesa de 1789, que terminaría de
poner los cimientos del mundo moderno. La revolución iberoamericana, que supuso
el final del imperio español en el nuevo continente durante el primer tercio
del siglo XIX, participó también de las mismas características que las otras
revoluciones septentrionales, pero las circunstancias por las que pasaba la
población sudamericana, que aún no había llegado a unos niveles de desarrollo
social óptimos que sí existían en los otros territorios, hizo que ésta tuviera
un camino diferente.
Y es que nivel de desarrollo alcanzado
por los pueblos en los que se dan los diferentes procesos históricos, afecta
sobremanera a esos procesos. Cuando Carlos Marx escribió su célebre manifiesto,
siempre había pretendido que la lucha de clases debía triunfar en alguno de los
países en los que su población hubiera ya alcanzado el nivel de desarrollo
suficiente para que el proceso pudiera triunfar, y esos países sólo podían
situarse en la Europa occidental. Marx pensó sobre todo en Inglaterra o
Alemania, principalmente en Inglaterra, pero sin embargo el proceso triunfó
primero en Rusia, que a principios del siglo XX vivía todavía inmersa en un
tipo de economía prácticamente feudal, y por eso, dice el autor, pasó lo que
pasó. El camino soñado por Marx y Engels se convirtió en un sistema
totalitario, tan totalitario o más incluso que el de los zares. Quizá sea que
el socialismo, en realidad, sólo puede triunfar en países subdesarrollados o en
vías de desarrollo, parece vislumbrarse a través de la lectura de estas
páginas, porque en los países más desarrollados, es el capitalismo el único
sistema económico viable.
Otra cosa es la revolución socialdemócrata,
que nace a principios del siglo XX y hunde sus raíces en la llamada “belle
epoque”. Y es que el movimiento socialdemócrata, el estado del bienestar como
se le llama ahora, es el único sistema que puede modelar el capitalismo más
extremo, humanizándolo. La revolución socialdemócrata se opone así a la
revolución comunista, inoperante en realidad, tal y como se ha demostrado en
las últimas décadas, desde la Rusia soviética de Lenin o Stalin hasta la China
de Mao, desde la Cuba de Fidel Castro hasta el Vietnam de Ho Chi Minh o la
Corea actual de Kim Jong-un; un sistema, además, que suele ser peligroso para
la estabilidad mundial.
El otro libro de Tortella, “Cataluña
y España, historia y mito”, no es en realidad un libro personal del autor. Tortella,
en este caso, se pone al frente de un equipo de historiadores (José Luis García
Ruiz, Clara Eugenia Núñez y Gloria Quiroga, además del propio Tortella), para
hacer un repaso a la historia del nacionalismo catalán y sus enfrentamientos,
si se quiere artificiales al menos en principio, con España. Así, los primeros
capítulos del libro están dedicados a repasar todo el proceso histórico de los
dos reinos españoles para demostrar que ambos, Castilla y Aragón (nunca
Cataluña, porque nunca Cataluña fue un reino), forman parte de España desde el
mismo momento de su nacimiento, un nacimiento que se puede retrotraer a varios
siglos de antigüedad. Es cierto que las naciones, en el sentido más moderno de
la palabra, no nacen hasta el siglo XIX, y sin embargo, en un sentido más laxo,
pero igualmente válido, el nacimiento de algunas de ellas se puede alargar
algunos siglos más, y en este sentido España es, junto con Francia e Inglaterra
(Inglaterra quizá un poquito menos), las naciones más antiguas de Europa, que es
lo mismo que decir las naciones más antiguas del mundo, con permiso quizá, en
regiones más exótica, de China. Y Cataluña, como una parte que era de Aragón,
formaba parte también de esa España moderna.
El nacionalismo medieval hunde sus
raíces en el siglo XIX, igual que otros muchos nacionalismos europeos. Es
entonces cuando surgen los mitos nacionalistas, desde Wilfredo “el Velloso”
hasta Pau Claris o Rafael Casanova. No es que estos personajes no existieran,
desde luego, sino que sus luchas respectivas no eran en realidad luchas
nacionalistas, tal y como ahora nos quieren hacer creer desde un rincón de la
vieja Marca Hispánica. La supuesta independencia catalana lograda a través de
la guerra de los Segadors, por ejemplo, duró apenas unos días, hasta que los
supuestos partidarios de la independencia entregaron Cataluña en manos del rey
Luis XIV de Francia, y hasta que ellos mismos no tuvieron más remedio que
volver al redil español porque se sentían más oprimidos desde Francia que lo
que lo habían estado desde la España de los Austrias. Y la guerra de Sucesión,
por supuesto, no fue nunca una guerra entre Cataluña y España, sino una guerra continental
en la que, con la excusa de la sucesión al trono de España, lo que se dirimía
en realidad era cuál de las potencias europeas lograba alzarse con la primacía
de todo el continente.
En los últimos años, el nacionalismo
catalán ha aumentado, es cierto, pero en realidad este aumento ha sido un
proceso más político que social. Los autores del libro dedican a este aspecto
el último capítulo, el más extenso de todos. En efecto, aproximadamente la
mitad de las páginas que conforman el volumen las dedican los autores a
demostrar de qué manera la transición ha contribuido a alejar Cataluña de resto
de España, proceso que no debe ser atribuido sólo a las políticas nacionalistas
llevadas a cabo desde la propia Generalitat por el partido en el poder,
Convergencia y Unión. Por el contrario, han contado también a la
permisibilidad, e incluso la colaboración, de las políticas llevadas a cabo
desde Madrid por los partidos generalistas, tanto el Partido Popular como el
Partido Socialista Obrero Español, que han sido capaces de vender la unión de
todo el país por ese plato de lentejas que suponían un puñado de votos
nacionalistas, en aquellos momentos en los que ninguno de ellos era capaz de
alcanzar en las elecciones una mayoría absoluta que les permitiera gobernar en
solitario.