lunes, 29 de enero de 2018

Las dos caras de una misma moneda conquense en la evangelización de América


En 1986, el director de cine inglés Roland Joffe dirigió la película “La misión”, protagonizada por Robert de Niro y Jeremy Irons, entre algunos otros de los grandes actores del Hollywood de la época y de los que nacieron de la brillante escuela de teatro de Reino Unido. Aquel año, la película ganó algunos de los más importantes premios cinematográficos, y entre ellos, la Palma de Oro en el festival de Cannes, al tiempo que su director era candidato al Oscar en su categoría, premio que la película sí lograría obtener en la de mejor fotografía; los fantásticos paisajes de las cataratas del Iguazú, en los que fue rodada, debieron primar también en la decisión del jurado, además del excelente trabajo realizado en este sentido por el cineasta, también inglés, Cris Menges. Y al año siguiente, obtuvo también sendos Globos de Oro, en las categorías de mejor música y mejor guión, en las personas de Ennio Morricone y Robert Balt respectivamente.

            La historicidad de la película está fuera de toda duda. El argumento está basado en las antiguas reducciones que los jesuitas fueron creando durante los siglos XVII y XVIII en los territorios del virreinato español de La Plata, en las selvas fronterizas entre los dos imperios, España y Portugal, precisamente entre lo que hoy es Paraguay y Brasil. En este sentido, la película trata un periodo concreto de la historia de esas reducciones, la que siguió al Tratado de Madrid de 1750 que firmaron del reyes de España y Portugal, Fernando VI y Juan V, con el fin de definir los límites exactos entre sus respectivas colonias en América del Sur, y las consecuencias políticas y sociales que el tratado tuvo entre las poblaciones guaraníes que habitaban aquellos territorios. De acuerdo a ese tratado, Portugal entregaba a España la colonia de Sacramento, en el suroeste de Uruguay, y recibía a cambio los territorios bañados por los ríos Ibicuy, Guaporé y Japurú, en los territorios próximos a Iguazú, precisamente las mismas tierras en las que las misiones de los jesuitas habían ido desarrollando en las últimas décadas una importante labor educativa y misionera entre los propios guaraníes.

            Pero además, se aprecia en la película un segundo problema de fondo: el de los propios jesuitas y su cuarto voto, el voto de obediencia al Papa de Roma, que hacía que estos fueran vistos en muchos países como un estado dentro del propio Estado, y que fue uno de los motivos que provocarían en los años siguientes la expulsión de la orden en casi todos los países europeos, empezando por Portugal en 1759, y siguiendo ocho años más tarde por España. Los jesuitas también habían sido expulsados en 1762 de Francia, y hasta el propio Papa, Clemente XIV, presionado por la mayor parte de las cortes católicas europeas, llegaría a disolver temporalmente la compañía en 1773, por el breve “Dominus ac Redemptor”. Pero incluso antes de todo esto, ya en 1754, cinco años antes de que lo fuera en su metrópoli, y precisamente en el mismo arco temporal en el que se desarrolla la película, los jesuitas habían sido ya expulsados de Brasil, como una de las consecuencias más tempranas del tratado.

            Uno de los personajes destacados es el capitán Rodrigo Mendoza, que interpreta Robert de Niro. Se trata de un peligroso traficante de esclavos que está enamorado de la misma mujer a la que ama su hermano, al que mata durante un duelo nocturno en las calles embarradas de Asunción, una de las ciudades más importantes de la colonia. Arrepentido, busca entonces refugio en una de esas misiones jesuíticas que se hallaban en las tierras más arriba de las cataratas, donde encuentra la paz de su conciencia a través del perdón de los propios guaraníes a los que antes había perseguido. Y donde decide, él también, hacerse jesuita. Es la misma historia que trasciende en muchas leyendas, y también en algunas leyendas conquenses (los hermanos que se enfrentan bajo el Cristo del Pasadizo; los hermanos que viven en una casa de hidalgos cerca de la Puerta de Valencia, los hermanos que protagonizan la leyenda de la Piedra del Caballo,…); dos hermanos que se enfrentan por el amor de una misma mujer, enfrentamiento que irremediablemente provoca la muerte de uno de ellos y la huida del otro, del matador, a América o a los tercios de Flandes. La misma historia que trasciende también en la fgigura de Antón Martín (aunque en este caso falte la fcontrapartida del hermano), acostumbrado a vivir en una vida de vino, mujeres y violencia en las calles de Granada hasta que conoce a San Juan de Dios y pasa a convertirse en su principal valedor en la orden hospitalaria fundada por él. A partir de entonces, este conquense (había nacido en Mira, en la parte más oriental de la provincia) ya no se separaría del santo hospitalario, y fue precisamente el que fundaría el hospital que la orden tuvo en Madrid, en la plaza que todavía lleva su nombre.

            Mendoza se enfrenta a los dos gobernadores, al español y al portugués, que en esos momentos se encuentran en Asunción con el delegado del Papa, enviado por éste para determinar a quién le corresponden las tierras de misión. El antiguo capitán afirma que, a pesar de prohibirlo las leyes, en las tierras españolas también existe la esclavitud; en Portugal, no era necesario siquiera incumplir las leyes, porque la trata de indios estaba legalizada desde siempre. Mendoza lo sabía en carne propia, por su propio pasado como traficante de esclavos. También la historia sabe que ese tráfico existía, y que es la parte negativa de esa hispanización del continente que, sin embargo, pesa menos en la balanza que la enorme labor realizada allí por los españoles, y entre ellos, quizá por encima de todo, los misioneros jesuitas y franciscanos.



En efecto, también esa parte negativa existía, como lo demuestra la historia de un conquense, completamente desconocido entre la mayoría de los conquenses de hoy en día. Una historia dolorosa, es cierto, pero que también debe conocerse si queremos tener una visión completa de lo que fue ese proceso histórico al que hemos llamado hispanización del continente americano. Su nombre completo era Gabriel Villalobos de la Plaza, y había nacido el 31 de octubre de 1646 en el pueblo manchego de Al­mendros. Poco es lo que sabe de él durante los años infantiles y juveniles. Reco­rrió prácticamente toda América, principalmente las zonas del Caribe y Vene­zuela. En Cuba fue capataz de negros en una plantación que se dedicaba a cortar caña de azú­car. Más tarde fue soldado y contrabandista. En aque­llos años, todas las islas del Caribe se hallaban plagadas de piratas europeos, princi­palmente ingleses y holan­deses, que protegidos por sus reyes respectivos, sem­braban el terror entre los comerciantes españoles.
En 1675 fue reclamado a Madrid con el fin de alejarle de las tierras americanas. Allí fue nombrado, durante un breve periodo de tiempos, privado de María de Austria, madre de Carlos II, y regente durante la minaría de edad de su hijo. Valiéndose de los oprofundos conocimientos que había adquirido en América entró a formar parte del Consejo de Indias, órgano en el que, gracias sólo a su astucia, logró alcanzar un elevado cargo. Para ello no tuvo inconveniente en enviar al rey un gran número de informes y de memorias, algunos de ellos falsos. De los miosmos destacan la "Descripción general de todos los dominios de América"  las "Proposiciones sobre los abusos de las Indias".
 Un altercado con el donde de Medellín obligó al presidente del Consejo a trasladar a nuestro paisano a Lisboa, pero al poco tiempo, temiéndose en Madrid su espíritu revoltoso, y con el fin de poder ser controlado en la cercanía, fue reclamado de nuevo a la capital de reino. El cebo para lograr su regreso fue en esta ocasión los títulos de marqués de Baniras y de Guanaure, en Venezuela. Así mismo, se le dio el empleo de contador real de la provincia de Maracaibo, si bien hubo que buscar una persona que le sustituyera en la práctica en el desempeño de dicho servicio. Por aquel entonces, ya había conseguido ingresar en la orden de Santiago.
En el año 1688, descubiertas sus numerosas intrigas, fue desterrado a Cádiz. Más tarde, habiendo Villalobos interrumpido el destierra, fue detenido y preso en su misma casa. Pasó algún tiempo en las celdas del castillo de Santa Catalina, y más tarde, en las de Orán. El 8 de febrero de 1696, ya casi ciego y envejecido prematuramente, logró escaparse de la cárcel de Orán y refugiarse en Argel. Hacía ya veinte años que había abandonado América, pero aunque no había vuelto al nuevo continente, toda su vida, hasta el día de su muerte, ocurrida poco tiempo después, estuvo de alguna manera vinculada a él. El historiador Fernández Duro, en su "Historia de la Armada española", dice de nuestro personaje: "Quiso Gabriel de Villalobos mostrar en los papeles presentados el retrato  moral de las Indias, haciendo resaltar sus censuras, la codicia y la prevaricación e las autoridades, así militares como políticas, administrativas y eclesiásticas, influenciado sin duda por el ejemplo del padre Casas, cuyos impulsos sigue, con citas y reminiscencias del famosos libelo. " No cabe duda que nuestro paisano supo, por propia experiencia, cuáles eran los problemas y los abusos de las Indias.


           
           Villalobos no se arrepintió ni se hizo jesuita, como el protagonista de la película. Por eso, si queremos tener la visión completa del proceso, no podemos dejar de lado la figura de todos esos jesuitas, de todos esos padres Gabriel, el personaje interpretado por Jeremy Irons, que abandonaron una cómoda vida en la península para misionar las difíciles tierras americanas, donde algunos de ellos incluso llegaron a encontrar la muerte. Otro conquense, también olvidado durante mucho tiempo y ahora elevado a los altares, representa a ese padre Gabriel de la película. O quizá representa mejor a ese otro jesuita anónimo que aparece al principio de la misma, amarrado a una cruz que es arrastrada por la corriente de uno de esos ríos turbulentos de la selva, hasta precipitarse por la gran catarata. Como ese jesuita, San Juan del Castillo fue martirizado por esos mismos guaraníes a los que había ido a misionar.

            Hijo del corregidor de su pueblo natal, Belmonte, Alonso Castillo, y de María Rodríguez, dama castellana de rancia nobleza, nació el 29 de septiembre de 1595, siendo el primero de diez hermanos. Fue bautizado el mismo día de su nacimiento, en la colegiata de San Bartolomé, y nueve años más tarde fue confirmado por el obispo Andrés Pacheco, durante una visita pastoral del prelado a Belmonte. Sus años de estudiante los pasa entre Belmonte, Alcalá de Henares, Madrid y Huete. En el colegio que la Compañía de Jesús tenía en su pueblo natal fue alumno de Diego de Boroa, con quien más tarde volvería a encontrarse en las reducciones de indios de Paraguay. En la universidad de Alcalá estudió leyes durante un año, pero cansado de la bulliciosa vida estudiantil, marchó a Madrid, donde hizo en 1614 el novi­ciado en la Compañía. Por fin llegó al colegio jesuítico de Huete, donde estudió filosofía.
         Dos años más tarde aún permanecía en la villa alcarreña, cuando pasó por allí el padre Juan de Viana, procurador de la compañía en la provincia de Paraguay. Animado por lo que él le contabas, Juan del Castillo decidió marcharse a misionar las tierras paraguayas, más peligrosas y necesitadas que las otras de Perú, lugar a donde ita a ser destinado. Pronto desembarcó en el puerto de Buenos aires. Fue destinado al colegio que la compañía tenía en la ciudad argentina de Córdoba, donde estudió teología y aprendió a hablar guaraní. Allí se encontró con su paisano Francisco Vázquez, jesuita como él, que en 16+29 llegó a ser provincial de su orden en aquellas tierras lejanas. Dos años más tarde estuvo en el colegio de la Concepción, en Chile, donde enseño gramática a los hijos de los hombres más destacados de la región. Según sus superiores, era ya un hombre "de buen juicio, buena prudencia, experiencia mediana y de natural colérico."
          El 16 de diciembre de 1626, Juan del Castillo cantó su primera msa, y muy pronto fue enviado a su primer destino propiamente misionero: la reducción de San Nicolás, donde mejoró su guaraní. Como han visto los especialistas, las reducciones de indios formaban una de las sociedades más avanzadas e igualitarias de la época. Administradas por los propios indígenas en lo que a los cargos políticos y civiles se refiere, contaban con dos misioneros para las labores educativas y cristianizadoras, de los cuales uno hacía las funciones de párroco y el otro las del coadjutor ayudante. Otro aspecto importante de las recucciones es el musical. Según el padre Cardiel, otro jesuita que vivió en ellas, "en cada pueblo hay música de treinta o cuarenta, entre tiples, tenores, altos, contraltos, violinistas y los de los otros instrumentos". Eran realmente comunidades democráticas, en el sentido actual de la palabra. Todo ello puede apreciarse bien en la reducción de San Carlos, en la que se desarrolla la película.
          Posteriormente, San Juan del Castillo fue enviado a la reducción de Asunción, junto a las aguas del río Ijuhí. Allí, alimentado sólo a base de mandioca, hizo todos los trabajos posibles: albañil, carpintero, arquitecto, labrador, además de su propia labor de misionero y ducador de indios. Fue aquí donde nuestro paisano de Belmonte encontraría la muerte, el 17 de noviembre de 1628. Instigados por Ñezú (hechicero guaraní cuyo nombre en su lengua significa "reverencia"), varios indios le atacaron por sorpresa. Le arrastraron por el monte, donde, después de atravesarle los costados con flechas, le apedrearon. Ya habían hecho lo mismo con sus dos compañeros de martirio, Roque González de Santa Cruz y Alonso Rodríguez. Sus restos fueron recogidos por otro compañero, el padre Romero, que con un numeroso grupo de indios marchó al lugar en donde había sido asesinado., y allí pudo recuperar las cenizas de los tres santos. También recuperó algunos trozos quemados de la túnica de San Juan del Castillo, las cuales, en el interior de sendos tubos metálicos, se conservan en la colegiata de Belmonte, en un relicario de plata sobredorada.
         El padre Boroa, maestro suyo en Belmonte y colaborador en Paraguay, dice que el padre Juan del Castillo era "de 33 primaveras, antes bajo que alto, moreno, con ojos negros de expresión enérgica, rostro siempre sisueño, trazos finos de hidalgo, pero en un cuerpo enjuto por la penitencia, muy gentil en el trato, respirando en su fisonomía una pureza y recato angelical".  Ya un año después de su muerte se incoó un primer proceso informativo de santidad a favor de los tres mártires de aquella reducción paraguaha, en Asunción y Buenos Aires. Posteriormente, en 1929, un año después de celebrarse el tercer centenario de la muerte del jesuita conquense, se abrió en Buenos Aires su proceso de beatificación. Tres años más tarde se hizo lectura pública de la aprovación formal del martirio. El 28 de enero de 1934, festividad de San Julián, fue beatificado en la basílica de San Pedro, en el Vaticano. Por fin, el 16 de mayo de 1988, en la república de Paraguay, fue santificado, junto a sus dos compañeros de martirio. Su festividad se celebra el 17 de noviembre, echa en la que, como decimos, había sido asesinado.




La leyenda negra (todos los grandes imperios tienen su propia leyenda negra, como ha demostrado recientemente María Elvira Roca Barea, aunque sólo la leyenda negra española es compartida en su integridad, sin haber sido sometida a una mínima crítica, por una parte importante de la población del país aludido) sólo ha tenido en cuenta la cara amarga representada por el capitán Mendoza antes de su arrepentimiento y por el propio Villalobos. Por eso, es necesario también examinar esa leyenda negra desde una óptica más completa, y para ello se hace necesaria también la contrapartida que representa el padre Gabriel de la ficción, o el propio San Juan del Castillo, personajes que llevaron a las Indias, además de la palabra de Dios, la cultura y la civilización, en toda la extensión de la palabra.