jueves, 1 de marzo de 2018

El juego del poder: conquenses en la corte de Enrique IV y los Reyes Católicos


Teniendo en cuenta la situación actual en la que se encuentra la ciudad y la provincia de Cuenca, sometidas ambas a un olvido y a una depresión injustificadas por parte incluso de algunos de sus vecinos, no podemos olvidarnos de otros periodos de la historia en los que los territorios que hoy componen la provincia eran de los más importantes de Castilla, lo que es lo mismo que decir que eran de los más importantes de toda la península ibérica. Y es que, sobre todo a lo largo del siglo XV y la primera mitad de la centuria siguiente, el obispado de Cuenca era uno de los más ricos de todo el reino, incluso que alguno de los arzobispados, lo que significó que la capital se convirtiera en un foco de atracción de artistas, también de banqueros, que transformaron la ciudad en una urbe de cierta importancia. Eso hizo también que algunos conquenses, miembros de familias nobiliarias, alcanzaran puestos de importancia en la corte.

            El proceso se había iniciado ya en el siglo anterior, cuando personajes de gran influencia como el futuro cardenal Gil de Albornoz, arzobispo de Toledo, llegó a poner contra las cuerdas a Pedro I, el último monarca de la casa de Borgoña, en el asunto venial de sus amores con María de Padilla y la defenestración que el monarca había hecho de la reina, doña Blanca de Borbón, y sobre todo en el asunto, más importante en la política, de su enfrentamiento con su hermanastro Enrique de Trastámara, que desembocaría en la guerra civil que dejó en el poder a esta nueva dinastía. Y siguió durante la primera mitad del “cuatrochento”, con figuras como Álvaro de Luna, condestable de Castilla que había nacido en Cañete, maestre también de la orden de Santiago y valido del rey Juan II, que sin embargo pagó su ambición desmedida: acusado por la envidia del resto de los nobles, fue ejecutado en Valladolid por orden del rey en el mes de junio de 1453. Por su parte Lope de Barrientos, que fue obispo de Cuenca entre 1444 y 1469, había ejercido también cargos importantes en la corte antes de su nombramiento como tal, y seguiría haciéndolo en los primeros años del reinado de Enrique IV. Sustituyó a Álvaro de Luna en el gobierno de Castilla cuando éste cayó en desgracia. No era de Cuenca, pero había sido enviado a la ciudad con el fin de controlar a los levantiscos nobles conquenses, especialmente a los Hurtado de Mendoza, señores de Cañete y guardias mayores de la mismad.

            Pero sería durante el reinado de Enrique IV, y sobre todo en el marco de su enfrentamiento, primero con el príncipe Alfonso de Ávila y después con su otra hermana, la futura Isabel “la Católica”, cuando algunos conquenses brillaron sobremanera en los dos bandos de la nueva guerra civil. En efecto, los linajes nobiliarios de Cuenca y su provincia, los Hurtado de Mendoza, los Carrillo, los Villena, los Acuña,… todos ellos van a participar de forma activa en esa difícil partida de ajedrez en la que se había convertido la política castellana. Tello Fernández de Anguix, de Buendía, fue árbitro de la elección del nuevo rey de Navarra, votando en el conflicto por su incorporación al reino de Castilla. Juan Hurtado de Mendoza fue montero mayor de Enrique IV, quien premió sus servicios con el marquesado de Cañete. Miguel Lucas de Iranzo, de Belmonte, fue condestable de Castilla en tiempos de este rey, y como su antecesor en el cargo, el ya citado Luna, tuvo que retirarse de la política por la animadversión del resto de los nobles, en este caso, por la del portugués Beltrán de la Cueva y de su paisano, el marqués de Villena.

Pero de todos ellos destacan sobre todo cuatro personajes, cuatro conquenses que también iniciaron su carrera política en la corte del mismo Enrique IV, y que después, durante los años difíciles de la guerra civil, bien desde el bando de éste o desde el bando de Alfonso y de Isabel, o bien, en algún caso, jugando a las dos caras de la moneda, determinaron con su actuación el curso de la historia. Pedro Carrillo de Acuña había nacido en la capital de la provincia o en Buendía, villa que por entonces formaba parte del señorío de su padre, Lope Vázquez de Acuña, en la primera mitad del siglo XV, y a partir de 1447, a la muerte de éste, él mismo se convertiría en el nuevo dueño del pueblo alcarreño. Descendía éste de una familia noble portuguesa (los Cunha, reconvertidos en Acuña al pasar al servicio del rey de Castilla). El abuelo, Vasco Martínez de Cunha, era uno de los líderes de la facción legitimista que, a finales de la centuria anterior, tras el fallecimiento del rey Fernando I, había apoyado a los infantes portugueses, Dionisio y Juan, en el conflicto que ambos tuvieron con su hermanastro, Juan de Avis. La victoria de éste había dejado en situación difícil al abuelo de nuestro protagonista, y aunque en un primer momento éste se mantuvo fiel al nuevo monarca, con el que participó incluso en la batalla de Aljubarrota, tres de sus hijos se verían obligados en 1397 a exiliarse en Castilla, pasando entonces al servicio de Enrique III.

Así, el monarca Trastámara premiaría los servicios de los hermanos Acuña con diversos señoríos, entre ellos los que Buendía (Cuenca) y Azañón (Guadalajara), que fueron entregados a Lope en los primeros años del siglo siguiente. Y desde Buendía, Lope pasó muy pronto a la capital de la provincia, donde ejerció los cargos de alcalde, almotacén y caballero de la sierra, y donde contrajo matrimonio con Urraca Carrillo de Albornoz, hija de Gómez Carrillo de Albornoz, que a su vez era descendiente de uno de los linajes más antiguos de la ciudad del Júcar, los Albornoz, por medio de su madre, Urraca Álvarez de Albornoz, señor éste de los pueblos de Portilla y Valdejudíos, e hija a su vez de un sobrino del cardenal, Alvar García de Albornoz “el Mozo”.

Volviendo a la figura de su hijo primogénito, Pedro Vázquez de Acuña, éste ocupó diversos cargos cortesanos durante el reinado de Juan II y de su hijo, Enrique IV. Apoyó a su sobrino, Álvaro de Luna (su padre, Álvaro Martínez de Luna, era hijo de Teresa de Albornoz, hija también de Alvar García de Albornoz) en su enfrentamiento con los infantes de Aragón, y en 1439 había sido nombrado embajador de la corte navarra en el asunto relativo al matrimonio del futuro Enrique IV con la infanta Blanca de Navarra. Y cuando aquél accedió al trono, en 1454, le apoyó primero, aunque después pasaría a ser uno de los principales dirigentes de la liga de nobles que pretendía la coronación de su hermano, el príncipe Alfonso de Ávila. Por este motivo, participó activamente en la llamada “farsa de Ávila”, en la que el rey, o una efigie del rey, fue despojada visiblemente de todos sus emblemas reales. Y muerto el príncipe, pasó también a liderar el partido de su otra hermana, Isabel. Por todo ello fue premiado con el condado de Buendía, primero por el propio Alfonso, en 1465, y después de su muerte, acaecida tres años después, el título sería otra vez ratificado por los Reyes Católicos a favor de su primogénito, otro Lope Vázquez de Acuña, en 1475.

Alonso Carrillo de Albornoz era también hijo de Lope Vázquez de Acuña, aunque como segundón de la familia, siguió la carrera eclesiástica, en la que también llegó a ocupar puestos de importancia. Sin embargo, no por ello abandonó las intrigas palaciegas, en las que tan bien se movía su hermano Pedro, sobre todo a partir de 1435, cuando fue nombrado arzobispo de Toledo, sede a la que había llegado desde el obispado de Sigüenza. Fue durante algunos años gobernador general del reino, y ministro de Enrique IV, aunque ante la difícil situación en la que se encontraba la monarquía, siguió a su hermano, primero cuando éste se afilió al partido de Alfonso, y después cuando siguió a Isabel, de cuyo matrimonio con Fernando de Aragón fue el gran valedor. En la “farsa de Ávila” fue el encargado de quitar la corona real de la cabeza de la efigie que representaba al rey Enrique. Sin embargo, durante la guerra civil que tras la muerte de Enrique IV mantuvo la reina Isabel con Juana “la Beltraneja”, se pasó al partido de ésta última, celoso del poder que con la reina había alcanzado el arzobispo de Sevilla, Pedro González de Mendoza. Mantuvo su enemistad con la reina hasta 1478, algunos años después de la derrota del partido portugués.
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"La farsa de Ávila". Antonio Pérez Rubio. Museo de Arte Moderno
Tan levantisco e intrigante como el prelado conquense, y mucho más tornadizo que éste, fue Juan Pacheco, convertido en primer marqués de Villena por decisión de Enrique IV, de quien el de Belmonte había sido doncel durante sus años juveniles, y más tarde valido. Ya en los tiempos de Juan II había jugado a dos bandas con los nobles y con el propio rey, en el conflicto que aquellos tuvieron con Álvaro de Luna, antiguo aliado suyo (él había sido quien había introducido en la corte al joven Juan Pacheco), y después mortal enemigo suyo. Más tarde, los servicios que había realizado al monarca desde su entrada en palacio no fueron óbice para que, como otros nobles del reino, empezara a conspirar contra él, habiendo sido uno de los valedores de que Enrique llegara a nombrar a su hermana Isabel como heredera al trono, por la firma del tratado de los Toros de Guisando. Fracasó, sin embargo, en la maniobra de casar a ésta con el rey Alfonso de Portugal (cuñado del monarca, al ser hermano de la segunda esposa de éste, Juana de Avis), lo que le llevó a convencer al monarca de que cambiara otra vez el testamento, nombrando como sucesora a su supuesta hija Juana que según las malas lenguas su esposa había tenido con uno de sus validos, Beltrán de la Cueva, destituyendo de esta forma a Isabel y abandonando otra vez el partido de ésta.

Y si intrigantes y advenedizos habían sido el marqués y el prelado, la fidelidad fue siempre la enseña de nuestro cuarto protagonista, Andrés de Cabrera. Éste había nacido en Cuenca en 1430, hijo de Pedro López de Jibara, uno de los alcaldes de la ciudad. Fue el propio marqués de Villena, amigo de su padre, quien le introdujo en la corte, como doncel al servicio del infante don Enrique, el mismo cargo que él había ostentado con anterioridad. Por ello, una de las primeras cosas que hizo el nuevo monarca al ascender al trono fue encomendarle la tesorería de la casa real. Al contrario que la mayor parte de los nobles, Cabrera fue siempre fiel a Enrique mientras el rey vivió, y con la ayuda de su esposa Beatriz de Bobadilla, camarera de Isabel y siempre fiel a la reina, hecho por el que los esposos se vieron obligados a vivir separados durante gran parte de su matrimonio, consiguió que ambos hermanos se reconciliaran definitivamente. Muerto Enrique, y habiéndose reavivado la guerra civil entre los partidarios de Isabel y los de Juana, Cabrera puso todos los tesoros reales en las manos de aquélla, lo que facilitó en gran manera su victoria definitiva. Por todo ello, los Reyes Católicos premiaron su compromiso activo con el marquesado de Moya.
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"Muerte de Isabel la Católica". Eduardo Rosales. Museo del Prado
Cuatro conquenses que marcaron, en la segunda mitad del siglo XV, los destinos de Castila, incluso los destinos del conjunto de España, como ejemplificaría el obispo Carrillo, al intrigar, incluso con el Papa, para conseguir la boda de los dos herederos, transformando así el curso de la historia y logrando por fin la unidad de casi toda la península. Lo mismo, pero en sentido contrario, habría que decir de otro de los conquenses de aquella centuria, Pedro Girón. Éste había nacido también en Belmonte como su hermano, el futuro marqués de Villena, y también pertenecía a la familia de los Vázquez de Acuña (su padre, Alfonso Téllez Girón y Vázquez de Acuña, primer conde de Valencia de Don Juan era a su vez hijo de Martín Vázquez de Acuña, otro de los hijos de Vasco Martínez de Acuña que habían pasado desde Portugal al servicio de Enrique IV de Castilla. Consejero de Juan II y de Enrique IV, notario mayor de Castilla, capitán general de la frontera de Andalucía, intrigó con su hermano en la corte, hasta el punto de conseguir del rey la promesa de matrimonio con su propia hermana Isabel cuando ella era todavía casi una niña. Pero falleció en Villarrubia de los Ojos el 2 de mayo de 1466, cuando se dirigía a Madrid para contraer un matrimonio desigual que, no cabe duda, habría cambiado el curso dela historia de haber llegado a producirse.