sábado, 28 de julio de 2018

Julián Romero “el de las hazañas”


La expedición había partido el 13 de octubre de 1577 desde Alejandría de la Plaja, una pequeña ciudad al norte de Italia. Las tropas españolas, los famosos tercios que en los años anteriores habían combatido victoriosamente en el norte de Francia y en Flandes, avanzaban otra vez por el Camino Español, que tan bien conocían, porque arriba, en el norte, Guillermo de Orange no había respetado el Edicto Perpetuo que un año antes se habían firmado entre España y las Provincias Unidas, y habían vuelto a atacar los territorios españoles, que en ese momento estaban gobernados por Juan de Austria, el famoso triunfador de la batalla de Lepanto. A su frente cabalgaba el maestre de campo Julián Romero, “el de las hazañas”, conquense que había nacido en un pequeño pueblo de la provincia, en Torrejoncillo del Rey o en Huélamo, castellano o gobernador de la cercana ciudad de Cremona, en la Lombardía. Poco tiempo después de la partida de los soldados españoles, cuando aún no habían abandonado tierras italianas, sin saber muy bien por qué razón,  seguramente agotado tras muchos años de combate, el héroe conquense cayó fulminado del caballo, muerto lejos del campo de batalla.

A Julián Romero se le ha comparado algunas veces, quizá con razón, con uno de los últimos héroes españoles de la ficción, con ese capitán Diego Alatriste que fue creado por la pluma de Pérez Reverte. Pero más allá de esa ficción, nuestro paisano también podría ser comparado con otro héroe español de carne y hueso; con aquel Blas de Lezo, el héroe de Barcelona y Rochefort, pero sobre todo el héroe que defendió Cartagena de Indias cuando la ciudad americana fue atacada por las tropas inglesas de Edward Vernon, en 1741, estando al mando de unas tropas escasas, diez veces más pequeñas que las del enemigo. A Lezo de llamaron “medio hombre” por la cantidad de las heridas que había sufrido durante sus muchos años de servicio (para entonces era cojo, tuerto y manco), sin tener en cuenta que, en ocasiones, solamente el valor es capaz de proporcionar toda la fuerza de se escapa a través de los órganos amputados.

Julián Romero, como otro Blas de Lezo doscientos años antes, también fue cobrando valor en todos los campos de batalla del norte de Europa, a medida que la espada, la bala o el bisturí iban cercenando nuevas partes de su cuerpo. Recogemos las palabras que al respecto ha escrito Jesús de las Heras, su más reciente biógrafo: “Con cincuenta y nueve años era cojo, manco, tuerto y sordo de un oído, no había vuelto a pisar tierra española desde hacía doce años[1], había recorrido todo el escalafón militar desde mozo de tambor hasta maestre de campo general, había luchado en todos los frentes europeos, su valor había sido reconocido en persona por Enrique VIII de Inglaterra y por Felipe II. Una vez más, reclamado por don Juan de Austria, reiniciaba el camino español desde Lombardía a Flandes. El 13 de octubre de 1577 cayó fulminado desde su caballo.”

Jesús de las Heras pone en valor, una vez más para todos los conquenses, la biografía de este otro conquense del pasado, demasiado olvidado sin embargo para las nuevas generaciones de paisanos. Ahora, cuando vuelven a reivindicarse algunas de las gestas de nuestra historia, no conviene olvidar la figura de Romero, uno de los grandes héroes de los Tercios, que recorrió todo el escalafón del ejército, que combatió en Flandes, en Francia y también en Alemania, desde Boulogne y San Quintín hasta Gante y Gravelinas, desde Middlelburg y Utrecht hasta Naarden y Jemmingen, en aquellos años en los que, todavía, los combates de los Tercios aún se contaban por victorias.

Pero no fue sólo allí donde combatió el soldado conquense. El autor también nos recuerda en su libro sus campañas inglesas y escocesas, como mercenario y, sobre todo, como soldado del emperador Carlos, su rey, enviado junto a Enrique VIII con el fin de defender también, de alguna manera, los intereses españoles en las islas. Y también su campaña en Malta, a donde fue enviado por el mismo emperador para defender el archipiélago de la invasión de los turcos. Contra los turcos, Romero también combatió en la defensa del puerto de La Goleta, en el actual Túnez.

Eran tiempos de cambio. Por eso, no son extraños algunos momentos de su biografía, que parecen extraídos de otros tiempos más remotos, de esos tiempos caballerescos de Amadises y de Arturos. En 1546, en la ciudad francesa de Fontaineblau, mientras sería al rey de Inglaterra, venció en un duelo personal a otro caballero español, que estaba a su vez al servicio del rey de Francia, en un momento en el que ambos reyes se encontraban en guerra, lo que le valió el grado de capitán y los títulos nobiliarios ingleses de sir y de grandlord. En 1559, el mismo año en el que había sido nombrado castellano de la ciudad francesa de Danvillers, en la región de Lorena, Felipe II autorizó para que se le incoara el preceptivo expediente para que fuera nombrado caballero de la orden de Santiago, proceso que culminaría poco tiempo después, tras obtener las encomiendas santiaguistas de Mures y Benazuza, en las provincias respectivas de Jaén y Sevilla. Algunos años después de su muerte, ya a finales de la centuria, El Greco, o uno de los seguidores de su escuela, lo retrató con el hábito santiaguista en uno de sus cuadros: Julián Romero y su santo patrono.

Para que el hecho fuera posible, sin duda debió influir la personalidad de su padre, Pedro Ibarrola, un cantero vizcaíno oriundo de Muriélaga – Aulestia que, como casi todos los vizcaínos, podía demostrar en su persona condiciones de hidalguía y solar conocido en su tierra natal. A lo largo del libro, el autor nos intercala algunos datos sobre su vida privada, más allá de los campos de batalla flamencos. Nos da detalles de su madre, una humilde mujer de Huélamo o de Torrejoncillo, porque en los dos pueblos ella tenía familia, y el cualquiera de los dos pueblos pudo haber nacido, como también el hijo; de ella, nuestro héroe recibiría el apellido más que de su padre. Y también de las dos familias que él se creó: la familia de Flandes, con la que tuvo al menos uno o dos hijos varones, además de una hija llamada como su padre, Juliana, quien se ocuparía, a su muerte, de repatriar su cadáver a España; y la familia que tenía en Madrid, en virtud de su matrimonio con María Gaytán, una hija a su vez de un capitán del ejército retirado poco tiempo antes, y que le dio otra hija, Francisca, que se encargaría de enterrarlo, en el convento madrileño de los trinitarias.

Más allá de la historia militar, a su muerte Julián Romero también tuvo un papel de relativa importancia en la historia del arte y en la historia de la literatura. Ya se ha hablado aquí del cuadro de ·El greco, que le inmortalizó con el hábito de Santiago y hoy nos mira desde una de las salas del Museo del Prado. Por otra parte, y en lo que a la literatura se refiere, más allá de sus propias aportaciones literarias (algunos expertos le han atribuido la autoría de El Barba Azul de los Reyes, una crónica sobre el reinado de Enrique VIII de Inglaterra), nuestro paisano es protagonista de un número importante de poemas, incluida una de las comedias escritas en la primera mitad del siglo siguiente por Lope de Vega.




[1] No hace falta decir que el autor se refiere a lo que actualmente se entiende por tierra española, es decir, lo que se corresponde en esencia con la mayor parte de la Península Ibérica. En aquellos años, como bien se sabe, en España no se ponía el sol, y no sólo la mayor parte del continente americano, sino también una parte de Europa, y especialmente los Países Bajos, también eran parte de España.