sábado, 7 de julio de 2018

Los fantasmas del pasado


En el siglo XVIII, la Ilustración nos dejó una visión de la historia lineal, como una secuencia progresiva e infinita desde la barbarie, propia de los tiempos primitivos, hasta la Razón más absoluta, una secuencia sin vuelta atrás, y en la que una vez alcanzada la Razón, el hombre habríaá alcanzado el bien supremo. Sin embargo, lejos de esa visión lineal de la historia, los siglos XIX y XX, con sus guerras sucesivas en diferentes puntos del planeta, con todas sus tragedias humanas, y los diferentes holocaustos y genocidios que se han venido sucediendo, nos demuestran la falsedad de esta tesis, haciéndonos ver que los tiempos no han cambiado demasiado desde la época de las cavernas. Cambian las circunstancias, y cambia sobre todo el desarrollo técnico e industrial, pero en el fondo, las ideas, los sentimientos, siguen siendo los mismos.

En los últimos tiempos, algunos historiadores han dado una visión de la historia diferente, circular, en la que parece que la historia siempre se repite, poco menos que como si la humanidad estuviera montada en una especie de rueda, o una noria, también infinita, en la que todos volvemos a pasar una y otra vez por los mismos puntos. “El hombre que no conoce su historia está condenado a repetirla”, escribió una vez Jorge Santayana, en una cita que me gusta repetir porque yo también considero que esa es realmente la función principal del estudio histórico: aprender de nuestro pasado, aprender de nuestros aciertos y, sobre todo, también de nuestros errores, para evitar que volvamos a cometerlos. Sin embargo, no es tampoco cierta esa visión circular de la historia; no es que la historia tenga que repetirse irremediablemente, porque ni la situación ni los protagonistas de la historia, nunca son los mismos.

En la situación en la que nos encontramos en la actualidad, tenemos muchas oportunidades de intentar aprender de la historia; y sin embargo, parece que queremos solazarnos una y otra vez en los mismos errores de siempre. De un tiempo a esta parte, en todo el mundo desarrollado se están extendiendo los populismos políticos, tanto los de izquierda como los de derecha. Volviendo la espalda al pasado, no son escasas las voces que defienden a esos políticos populistas, como si ellos fueran la salvación a la crisis, económica, social y de valores, que asola a todos los países en la actualidad. Populistas fueron Hitler y Stalin. Populistas fueron todos los gobernantes que aprovecharon la situación de crisis que dejó en Europa, en los años treinta, el Crack del 29, para llevar a sus países sus postulados fascistas o comunistas. Y el nacionalismo, con su propio arsenal de muertes por ejemplo en Yugoslavia, también bebe en su origen de ese mismo factor de populismo en el que beben las dos ideologías que más muertes han provocado a lo largo de todo el siglo XX, el fascismo nacionalsocialista de Adolf Hitler, y el comunismo de estado de Iósif Stalin.

Mucho se habla en la actualidad de esa Ley de Memoria Histórica, como si ésta fuera realmente la panacea de todos los males en los que España está sumida. Es cierto que la España del siglo XX está teñida con la sangre de una guerra cruel y fratricida (no más trágica en realidad que algunas otras guerras que se sucedieron por Europa durante los últimos ciento cincuenta años en los diferentes campos de batalla de Europa, por más que ésta, por cercana, así nos lo parezca a los españoles; véase si no la tragedia del Somme y de Verdún en el frente occidental, o de Gallippoli en el turco, durante la Primera Guerra Mundial, en las que las bajas se contaron por decenas o incluso centenas de millar, o la repetitiva tragedia de los Balcanes). Pero querer hacer de esa guerra una historia de buenos y de malos, de una España nacional que sin ningún motivo se levantó en armas contra una España democrática e inocente, no es del todo cierto.

La situación del país, ya antes de la guerra, se había hecho insostenible para una parte de esa España, acosada por una República en la que se había ocultado una verdadera revolución que bebía también de las mismas fuentes que la revolución rusa de 1917. Hay que recordar, si no, la famosa frase de Dolores Ibarruri, “La Pasionaria”: “Más vale ejecutar a cien inocentes, a que se escape un solo fascista vivo”. Querer desenterrar los cadáveres no es en absoluto criticable; al menos no lo es en el sentido que nos lo ofrece la excelente película australiana “El maestro del agua”, pero sí lo es destruir todo el edificio de la transición española de 1977, modélica para muchos países, que la han utilizado como modelo, en beneficio de una ideología.

Y si resulta peligroso confiar la historia a los políticos, más peligroso y doloroso resulta comprobar como son los mismos historiadores los que, algunas veces, se dedican a falsear esa historia en beneficio de los propios políticos. Es cierto que durante la dictadura del general Franco, los propios historiadores, algunos de ellos, no dudaron en defender una visión de la historia manipulada en beneficio de ciertos intereses, de ciertas instancias de poder, pero no lo es menos que en la actualidad, es la izquierda la que tampoco duda en ofrecer una visión opuesta, pero igualmente falsa o al menos parcial, como la otra. ¿Dónde se encuentra entonces la verdad?, dirán los lectores más independientes, ajenos a esos intereses políticos. La respuesta, al menos para mí, es bastante clara: en el documento en sí mismo, en la profusión de documentos que siempre debe manejar el historiador, pasados a su vez por el tamiz de la independencia y de la crítica.

Así, es normal que el historiador, incluso también el lector independiente, ajeno al mundo de la investigación histórica, pero con un cierto sentido crítico, sienta bochorno al escuchar ciertas afirmaciones falsas que se repiten una y otra vez desde el campo del independentismo catalán, algunas veces incluso desde las aulas de las propias universidades, falseando una historia suficientemente contrastada para decir, por ejemplo, que Cataluña alguna vez fue un reino, incluso un estado en el sentido más moderno de la palabra, o que la historia de España es sólo la historia de su opresión a Cataluña. Es como si se pretendiera que una mentira, sólo por el hecho de repetirla muchas veces, acabara convirtiéndose en verdad. Algún político alumbrado ha llegado a decir, incluso, que Aragón, al contrario que Cataluña, nunca ha sido una realidad histórica y política independiente. De esta forma resulta lógico que los nacionalistas no lleguen a sospechar siquiera la importancia que Cataluña ha tenido en el resto de España, más allá de esa supuesta “opresión” del todo contra la parte, y que España, en su realidad global, la ha tenido también dentro de Cataluña, en una mutua relación de cordialidad a través de los siglos.

Pero los fantasmas del pasado no son propios sólo de nuestro país; por el contrario, se extienden también por toda Europa, e incluso por el conjunto de la civilización universal. Muchos de los problemas que tiene el siglo XXI nacieron hace ya más de cien años. Algunos, como la actual guerra entre Rusia y Ucrania por el control de la península de Crimea, nacieron ya incluso en el siglo XIX, con la guerra homónima que enfrentó ya entonces a Rusia con el resto de las potencias europeas, y con los intereses de rusos y otomanos por controlar los Santos Lugares y, sobre todo, ciertas regiones caucásicas, y también de los Balcanes. Y el dominio en los Balcanes, a su vez, unido al fuerte nacionalismo desarrollado en los países de la antigua Yugoslavia, posibilitó que hace sólo treinta años se desencadenara en la región una guerra tan cruel quizá como la de España, cuando parecía que en Europa no había ya espacio para ese tipo de conflictos.

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El problema de los Balcanes, que ahora nos parece estar por fin resuelto en el nacimiento de nuevos estados, hunde sus raíces en el imperialismo de la segunda mitad del siglo XIX (abundando todavía más en ello, podemos llevarlo incluso hasta el siglo XVI, y el proceso de expansión turca por el este de Europa), y también en la Primera Guerra Mundial, tan mal finalizada por los vencedores. Aunque en realidad no se trata de nuevos estados, en el sentido más completo de la palabra, sino que se trata más bien de la recuperación de esos estados históricos, mucho más antiguos que el conglomerado artificial que diseñaron los diplomáticos de principios del siglo pasado después de la Primera Guerra Mundial, y también los comunistas, treinta años más tarde. No es éste, por lo tanto, el caso de Cataluña, por más que los independentistas catalanes así nos lo quieran hacer creer al resto de los europeos.

También el problema de Oriente Medio hunde sus raíces, al menos en parte, en los acuerdos de paz con los que finalizó aquel conflicto, que trazaron absurdas líneas rectas para las fronteras de los nuevos países que surgían, muchas veces, bajo protectorado europeo, en el norte de África y en la zona de influencia del Próximo Oriente. En este sentido, debe ser tenido en cuenta, para comprender mejor todo lo que, a lo largo del siglo XX, ha venido sucediendo en este rincón del planeta, el llamado Acuerdo Sykes-Picot, o Acuerdo de Asia Menor, que de manera secreta se firmó entre Reino Unido y Francia en mayo de 1916, todavía no acabada la Primera Guerra Mundial, con el fin de definir las esferas de influencia de ambos países en Oriente Próximo. Y no sólo durante el siglo XX: también durante estas dos primeras décadas de la centuria actual, pues es una de las solicitudes más claras realizadas por los grupos terroristas islámicos. Me hago eco en este sentido de las palabras de la historiadora británica Bettany Hughes:

 “Por más que sean muchos los intelectuales de Occidente decididos a dejar caer en el olvido el Acuerdo Sykes-Picot, lo cierto es que aún después de muerto continúa siendo relevante. Es el elemento central de uno de los vídeos promocionales que el Estado Islámico (Daesh) hizo públicos en 2014, cien años después del estallido de la primera guerra mundial. En él exige la revisión del pacto, pese a que el Acuerdo Sykes-Picot siga sin aplicarse, y lanza un llamamiento a la unificación de todos los territorios islámicos, debidamente integrados en una única comunidad política, la umma. En su intento por eliminar las influencias coloniales, los miembros del Daesh y sus simpatizantes buscan con mucha frecuencia en internet el binomio Sykes-Picot, siendo también uno de los elementos más habituales de los tuits que intercambian. El líder de este grupo, Abu Bakr al-Baghdadí -que opera desde su base en Samarra, una ciudad islámica que se encuentra en el centro de Irak y que es de hecho la misma en la que antiguamente se fabricaban las célebres puertas de madera finamente labradas que tantas veces se han utilizado en las tumbas de los monjes cristianos- se ha valido de las redes sociales para radicalizar su mensaje y dar voz a la condena que esgrime frente a un acuerdo, el de Sykes-Picot, que apenas pasa de ser un detalle surgido en una coyuntura histórica marcadamente turbulenta. El Estado Islámico sostiene haber “aplastado” el Acuerdo Sykes-Picot. En los palacios de Estambul, la intervención en la primera guerra mundial se vinculó con la yihad, y en nuestros días se presenta como un asunto inacabado.”[1]

Desde luego, nada puede justificar el terrorismo islámico, y hay que combatirlo por todos los medios posibles (armamentísticos y, quizá, cuando las circunstancias lo permitan, diplomáticos). Pero no cabe duda que, de haberse hecho mejor la descolonización, el problema, aunque probablemente hubiera existido, habría sido muy diferente.





[1] HUGHES, BETTANY, Estambul, la ciudad de los tres nombres, Barcelona, 2018, pp. 705-706.