lunes, 27 de agosto de 2018

Forasteros en Cuenca: movilidad geográfica en la segunda mitad del siglo XVI


Resultado de imagen de el mediterráneo en la época de felipe iiLa “Escuela de los Annales” surgió en Francia en el siglo pasado, como una nueva manera de realizar el estudio histórico, una forma de luchar contra la historiografía positivista de la centuria anterior. Se trataba de dar más importancia a la historia social y económica que a la historia política propiamente dicha, historia de las estructuras más que historia de los hechos, utilizando por ello nuevas metodologías, como las tablas seriadas y los gráficos. Dentro de esta corriente surgió más tarde, a mediados de la centuria, lo que ha venido a llamarse el estructuralismo histórico, cuyo máximo representante es el historiador francés Fernand Braudel, autor de El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, una historia del mar interior, y de los países que rodean a ese mar interior, desde todos los puntos de vista: social, económico, político,…

La edición española del libro de Braudel, realizada en 1953 por el Fondo de Cultura Económica, se ha convertido hoy en un clásico no fácil de encontrar. No trataré aquí, sin embargo, de realizar aquí un comentario de conjunto de un libro como éste, tarea complicada, casi imposible, en un texto corto como debe ser una entrada de blog. Sólo pretendo, de momento, poner en valor alguno de los aspectos desarrollados en el texto, como es en concreto, el de la movilidad geográfica de las personas, en un mundo, el de la segunda mitad del siglo XVI, en el que los medios de comunicación no estaban tan desarrollados como en la actualidad. Y es que a menudo se ha pensado que en aquellos tiempos del reinado de Felipe II, los hombres pasaban prácticamente toda su vida en aquel lugar en el que habían nacido, salvando algunas excepciones, como los altos funcionarios del Estado, enviados para representar a éste en las tierras lejanas, o los soldados de los Tercios, que a menudo no volvían a sus tierras desde el momento de su incorporación al ejército, o aquellos que buscaban en el continente americano la fortuna que en Europa se les había negado.

Tesis errónea, como el historiador francés demuestra a lo largo de toda su obra. Braudel no hace en su libro la historia de un país concreto o de una comarca, sino de toda una región extensa: todo el mar Mediterráneo, que en aquel momento es como decir prácticamente todo el mundo entonces conocido; porque el Mediterráneo, en el siglo XVI, no es sólo el propio perímetro del mar interior, sino también toda su zona de influencia, desde el norte de Europa hasta el oriente musulmán, incluso Japón, alcanzando incluso, en algunos aspectos, las tierras que acababan de descubrir esos imperios que estaban a las orillas de ese mar Mediterráneo. Porque las rutas comerciales que llegaban a ese mar Mediterráneo partían de las tierras lejanas de América o de extremo oriente. Y Braudel, en su libro, pone en valor todas esas rutas comerciales que eran, también, caminos que de forma continua eran atravesados por las personas, en una o en otra dirección.

Cuenca también estaba inserta en esas rutas comerciales, rutas de personas, como han puesto de manifiesto en los últimos años, sobre todo, los historiadores del arte. Desde finales de la Edad Media, incluso desde antes, se fueron asentando en la ciudad castellana canteros procedentes del País Vasco y de la región cántabra, para hacer las iglesias que durante todo el siglo XVI se fueron construyendo en todos los pueblos de la diócesis. También procedían de aquellos territorios del norte del país, incluso de Francia como Lemosín, los artesanos que fueron poblando de hermosas rejerías el primer templo conquense, enseñando incluso el oficio a otros rejeros conquenses que lograron destacar en el oficio, como Hernando de Arenas. De Paredes de Nava, también en el norte peninsular, llegó la familia de los Becerril, para poblar las iglesias de cálices y cruces parroquiales.

En la ciudad establecieron sus talleres pintores y escultores, procedentes de distintas poblaciones italianas, de Francia, de los Países Bajos, de Alemania (Bartolomé Matarana, Giraldo de Flugo, Diego de Tiedra, Esteban Jamete,…). La rica ganadería, que había desarrollado en la ciudad una industria textil que todavía hoy es reconocida por los expertos, trajo también a la ciudad a un grupo de comerciantes y banqueros, que procedían a su vez de Génova y de otras regiones de Italia. Cuenca, como otras ciudades castellanas, fue en el siglo XVI, incluso, en parte, también durante toda la centuria siguiente, una especie de metrópoli, en la que tenían cabida forasteros procedentes de diferentes partes de Europa.

Y no se trataba sólo de artesanos y de comerciantes, de esa burguesía que entonces estaba empezando a desarrollarse en Europa. Ese movimiento de personas se daba también entre los miembros del llamado “tercer estado”. Braudel nos informa que en la segunda mitad del siglo XVI y en las primeras décadas de la centuria siguiente, por ejemplo, se establecieron en las comarcas valencianas diversas familias procedentes del centro de Francia. Una de esas familias, sabemos nosotros, era la de los Landes, quienes procedían de la comarca de las Landas (de ahí su apellido), y que algunas generaciones más tarde, a caballo entre los siglos XVII y XVIII, dos de sus descendientes, hermanos, terminaron por establecerse en Cuenca, iniciando de esta forma una dinastía de hortelanos y labradores de más honda tradición en la ciudad del Júcar, los Llandres.

Aunque la crisis en la que se vio inmersa la ciudad de manera trágica desde finales del siglo XVI hasta la mitad del XVIII ralentizó esta movilidad geográfica, no la interrumpió por completo. Todavía en el siglo XVIII veremos instalarse en la ciudad, de manera definitiva, a un rico comerciante extranjero, Melchor José Ortineri, que era oriundo del Alto Adagio, en la comarca de Bolzano, una región alpina en la frontera entre Italia y el imperio de los Habsburgo (prometo hablar más detenidamente de este interesante personaje en alguna entrada posterior). Y en las primeras centurias de la década siguiente, también se establecieron en un pueblo de tamaño mediano, como San Lorenzo de la Parrilla, se establecieron a principios del siglo XIX tres caldereros de origen napolitano, oriundos de Rivello, Juan, José, y Juan Luis Lacorti, o Lacorte, caldereros de profesión, que hacia el año 1820 solicitaban del tribunal diocesano la autorización de sus matrimonios respectivos con tres mujeres de ese pueblo (Águeda de Lucas, Estanislá Peraile y Mariana Álvarez, respectivamente), iniciando de esa forma una nueva dinastía conquense, los Lacort. Y es que hacia se había establecido en este pueblo una compañía de caldereros napolitanos, a cuyo frente figuraba un miembro de esta estirpe, Bartolomé Lacorti, que fallecería en el pueblo a finales de 1815.

Otro de los miembros de esta compañía, Blas Sandoro, también terminó por establecerse en el pueblo, al haber contraído matrimonio con Jesusa Guijarro. No eran estos, por otra parte, no eran estos caldereros los únicos extranjeros que se habían establecido en aquellos tiempos en esta localidad mediana: en 1816, Juan Francisco Berres, de nación francesa, solicitaba del mismo tribunal diocesano que se le despachara atestado de libertad para poder contraer el matrimonio que tenía tratado con Jacinta Recien, natural de San Felipe de la Oriva, pequeña localidad del reino de Valencia.