La “Escuela de los Annales”
surgió en Francia en el siglo pasado, como una nueva manera de realizar el
estudio histórico, una forma de luchar contra la historiografía positivista de
la centuria anterior. Se trataba de dar más importancia a la historia social y
económica que a la historia política propiamente dicha, historia de las
estructuras más que historia de los hechos, utilizando por ello nuevas
metodologías, como las tablas seriadas y los gráficos. Dentro de esta corriente
surgió más tarde, a mediados de la centuria, lo que ha venido a llamarse el
estructuralismo histórico, cuyo máximo representante es el historiador francés
Fernand Braudel, autor de El Mediterráneo
y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II, una historia del mar
interior, y de los países que rodean a ese mar interior, desde todos los puntos
de vista: social, económico, político,…
La edición española del libro de
Braudel, realizada en 1953 por el Fondo de Cultura Económica, se ha convertido
hoy en un clásico no fácil de encontrar. No trataré aquí, sin embargo, de
realizar aquí un comentario de conjunto de un libro como éste, tarea
complicada, casi imposible, en un texto corto como debe ser una entrada de
blog. Sólo pretendo, de momento, poner en valor alguno de los aspectos desarrollados
en el texto, como es en concreto, el de la movilidad geográfica de las
personas, en un mundo, el de la segunda mitad del siglo XVI, en el que los
medios de comunicación no estaban tan desarrollados como en la actualidad. Y es
que a menudo se ha pensado que en aquellos tiempos del reinado de Felipe II,
los hombres pasaban prácticamente toda su vida en aquel lugar en el que habían
nacido, salvando algunas excepciones, como los altos funcionarios del Estado,
enviados para representar a éste en las tierras lejanas, o los soldados de los
Tercios, que a menudo no volvían a sus tierras desde el momento de su
incorporación al ejército, o aquellos que buscaban en el continente americano
la fortuna que en Europa se les había negado.
Tesis errónea, como el historiador
francés demuestra a lo largo de toda su obra. Braudel no hace en su libro la
historia de un país concreto o de una comarca, sino de toda una región extensa:
todo el mar Mediterráneo, que en aquel momento es como decir prácticamente todo
el mundo entonces conocido; porque el Mediterráneo, en el siglo XVI, no es sólo
el propio perímetro del mar interior, sino también toda su zona de influencia,
desde el norte de Europa hasta el oriente musulmán, incluso Japón, alcanzando
incluso, en algunos aspectos, las tierras que acababan de descubrir esos
imperios que estaban a las orillas de ese mar Mediterráneo. Porque las rutas
comerciales que llegaban a ese mar Mediterráneo partían de las tierras lejanas
de América o de extremo oriente. Y Braudel, en su libro, pone en valor todas
esas rutas comerciales que eran, también, caminos que de forma continua eran
atravesados por las personas, en una o en otra dirección.
Cuenca también estaba inserta en
esas rutas comerciales, rutas de personas, como han puesto de manifiesto en los
últimos años, sobre todo, los historiadores del arte. Desde finales de la Edad
Media, incluso desde antes, se fueron asentando en la ciudad castellana
canteros procedentes del País Vasco y de la región cántabra, para hacer las
iglesias que durante todo el siglo XVI se fueron construyendo en todos los
pueblos de la diócesis. También procedían de aquellos territorios del norte del
país, incluso de Francia como Lemosín, los artesanos que fueron poblando de
hermosas rejerías el primer templo conquense, enseñando incluso el oficio a
otros rejeros conquenses que lograron destacar en el oficio, como Hernando de
Arenas. De Paredes de Nava, también en el norte peninsular, llegó la familia de
los Becerril, para poblar las iglesias de cálices y cruces parroquiales.
En la ciudad establecieron sus
talleres pintores y escultores, procedentes de distintas poblaciones italianas,
de Francia, de los Países Bajos, de Alemania (Bartolomé Matarana, Giraldo de
Flugo, Diego de Tiedra, Esteban Jamete,…). La rica ganadería, que había
desarrollado en la ciudad una industria textil que todavía hoy es reconocida
por los expertos, trajo también a la ciudad a un grupo de comerciantes y
banqueros, que procedían a su vez de Génova y de otras regiones de Italia.
Cuenca, como otras ciudades castellanas, fue en el siglo XVI, incluso, en
parte, también durante toda la centuria siguiente, una especie de metrópoli, en
la que tenían cabida forasteros procedentes de diferentes partes de Europa.
Y no se trataba sólo de artesanos
y de comerciantes, de esa burguesía que entonces estaba empezando a
desarrollarse en Europa. Ese movimiento de personas se daba también entre los
miembros del llamado “tercer estado”. Braudel nos informa que en la segunda
mitad del siglo XVI y en las primeras décadas de la centuria siguiente, por
ejemplo, se establecieron en las comarcas valencianas diversas familias
procedentes del centro de Francia. Una de esas familias, sabemos nosotros, era
la de los Landes, quienes procedían de la comarca de las Landas (de ahí su
apellido), y que algunas generaciones más tarde, a caballo entre los siglos
XVII y XVIII, dos de sus descendientes, hermanos, terminaron por establecerse
en Cuenca, iniciando de esta forma una dinastía de hortelanos y labradores de
más honda tradición en la ciudad del Júcar, los Llandres.
Aunque la crisis en la que se vio
inmersa la ciudad de manera trágica desde finales del siglo XVI hasta la mitad
del XVIII ralentizó esta movilidad geográfica, no la interrumpió por completo.
Todavía en el siglo XVIII veremos instalarse en la ciudad, de manera
definitiva, a un rico comerciante extranjero, Melchor José Ortineri, que era
oriundo del Alto Adagio, en la comarca de Bolzano, una región alpina en la
frontera entre Italia y el imperio de los Habsburgo (prometo hablar más detenidamente
de este interesante personaje en alguna entrada posterior). Y en las primeras
centurias de la década siguiente, también se establecieron en un pueblo de
tamaño mediano, como San Lorenzo de la Parrilla, se establecieron a principios
del siglo XIX tres caldereros de origen napolitano, oriundos de Rivello, Juan,
José, y Juan Luis Lacorti, o Lacorte, caldereros de profesión, que hacia el año
1820 solicitaban del tribunal diocesano la autorización de sus matrimonios
respectivos con tres mujeres de ese pueblo (Águeda de Lucas, Estanislá Peraile
y Mariana Álvarez, respectivamente), iniciando de esa forma una nueva dinastía
conquense, los Lacort. Y es que hacia se había establecido en este pueblo una
compañía de caldereros napolitanos, a cuyo frente figuraba un miembro de esta
estirpe, Bartolomé Lacorti, que fallecería en el pueblo a finales de 1815.
Otro de los miembros de esta
compañía, Blas Sandoro, también terminó por establecerse en el pueblo, al haber
contraído matrimonio con Jesusa Guijarro. No eran estos, por otra parte, no
eran estos caldereros los únicos extranjeros que se habían establecido en
aquellos tiempos en esta localidad mediana: en 1816, Juan Francisco Berres, de
nación francesa, solicitaba del mismo tribunal diocesano que se le despachara
atestado de libertad para poder contraer el matrimonio que tenía tratado con
Jacinta Recien, natural de San Felipe de la Oriva, pequeña localidad del reino
de Valencia.