sábado, 29 de diciembre de 2018

JUAN LÓPEZ DE AYALA Y LA LOCURA DE EL DORADO


La historia del descubrimiento y la colonización del continente americano no ha sido siempre una historia gloriosa de victorias. También ha sido, en algunas ocasiones, una historia de miserias, una historia de dolor y la sangre derramada, una historia de la más pura picaresca, como se pudo meter en este mismo foro, cuando hablaba del negrero conquense Gabriel Villalobos, que había nacido en Bueno en Almendros en 1646, y qué llevó su historia de contrabandista por todo el mar Caribe, desde las islas a la propia Venezuela. Pero quizá dónde esa miseria histórica se manifestó más duramente fue en la figura de Lope de Aguirre, aquel aventurero que formó parte de la expedición que el virrey conquense, Andrés Hurtado de Mendoza, mandó hacer en 1559 por el río Marañón, que es como en aquella época se llamaba al Amazonas, en busca del mítico país de El Dorado, del que se contaba que todo, o casi todo, estaba recubierto de oro. Enloquecido quizá por el clima, equinoccial y húmedo, o quizá por su propio soberbia, se rebeló contra la persona que mandaba la expedición, Pedro de Ursúa, a quién ordenó ejecutar, y contra el propio Felipe II, autoproclamándose príncipe del Perú, Tierra Firme y Chile. La historia terminó, cómo no podía ser de otra forma, con su muerte, ejecutado por dos de sus hombres, dos de sus marañones cómo el mismo les llamaba, que no pudieron soportarme su locura infame.

              La historia de la convirtió en una genial novela el escritor español Ramón J. Sender, uno de los precursores de la novela histórica en nuestro país. Y la novela se llevó al cine en repetidas ocasiones, en casi todos los formatos, desde los dibujos animados, en una versión muy libre de los Estudios Disney del año 2000, hasta el espectacularidad de la versión española de Carlos Saura, que fue estrenada en 1988. Sin embargo, quizá quien mejor supo expresar la locura de aquellos tiempos duros, y locura del propio protagonista de los hechos, fue el director de mango Werner Herzog. Su versión de la historia, Aguirre la cólera de Dios, rodada en 1972, sigue sin haber sido superada, a lo que contribuye también el trabajo estelar del actor Klaus Kinski, en el papel del propio del propio protagonista. Lope de Aguirre.

              También la locura de El Dorado y de Lope de Aguirre tiene su protagonista canción conquense: Juan López de Ayala. Desde que allá por el año 1541, Gonzalo Pizarro y Francisco de Orellana realizaran la primera exploración del río Amazonas, la leyenda ha estado siempre flotando sobre las aguas, a menudo cenagosas, de la gran serpiente de los indios de la selva. Primero fue la influencia de la mitología clásica en los terrores que tuvieron que sufrir los aventureros españoles, que convertía a las mujeres indígenas, acostumbradas a la guerra como cualquiera varón europeo, en las amazonas que describieron los autores griegos. Y después fue el sueño de un rey que sea bañada en oro, casi un Midas de la región ecuatoriana, y que arrojaba grandes cantidades del precioso elemento a las aguas del río.

              A partir de entonces, en todos los lugares del virreinato, los españoles se hacían eco de las maravillas que contaban aquellos que habían participado en la expedición de Orellana. Decían que en lo más recóndito del Amazonas, había una ciudad de piedra, Manoa, que era en realidad un oasis de civilización en medio de la selva en ella. En ella abundaba el oro, y el río, frente a ella, había subido varios estadios de nivel por la cantidad de este metal que había sido ya arrojado a sus aguas. Aquello hizo olvidar el fracaso de las primeras expediciones que hasta allí se habían hecho antes, en busca de la canela.

              Por ello, a finales de 1559 Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y virrey de Perú, como sabemos, mandó una nueva expedición con el fin de buscar todas aquellas cosas, de las cuales todos hablaban pero que nadie había visto todavía en realidad. Esta aventura organizada, organizada por un conquense, iba a contar también con la presencia de otro paisano del virrey, quien, si bien al principio no era más que uno de los cerca de trescientos españoles que formaron parte de esta, terminó siendo, con la rebelión de Lope de Aguirre, parte importante de la misma: Juan López de Ayala.

              Desde el primer momento, podría haberse visto claro que la aventura no iba a tener el final que él virrey y los expedicionarios esperaban. El marqués de Cañete cometió el error de encomendar la empresa a un capitán demasiado bisoño, Pedro de Ursúa, un navarro que se preocupó más de estar con su amante, Inés de Atienza, que de la situación de sus hombres. Después, cuando ellos se rebelaron y asesinaron a su capitán, entregaron el mando al sevillano Fernando de Guzmán, más joven aunque la anterior, y sin ninguna experiencia militar. Finalmente, Lope de Aguirre se puso al frente de sus marañones, y se declaró rebelde de España.

              Habiéndose hecho así Lope de Aguirre con el mando único de la expedición, las únicas pretensiones de aquellos aventureros, los cuáles habían salido casi todos, incluido el propio Aguirre, del más oscura anonimato, eran ahora las de poder salvar sus propias vidas. El terror se había apoderado de toda la expedición. Los hombres abandonaron el Amazonas con la intención de regresar por mar hasta el Perú. La locura de un nuevo imperio, hecho para los soldados sin fortuna, se había apoderado de Lope de Aguirre. Al mando de sus hombres, hizo escala en la isla Margarita, donde se apoderaron de las fuerzas vivas que representan allí al rey de España, Felipe II. En esta pequeña isla pasaron varios días, sembrando el terror entre los vecinos que habitaban. Ya en 1561, desde Borbuata, un lugar en Venezuela al que habían llegado los expedicionarios, mandó Lope de Aguirre al monarca una carta declarándose enemigo suyo. En ella nombra a todos los expedicionarios que ostentaban cargos, y entre ellos,  a un tal Juan López de Ayala, al que declara haber nacido en la ciudad de Cuenca. Es lo único que conocemos de este paisano nuestro.

              ¿Cuál era la personalidad de este conquense que durante un corto periodo de tiempo se declaró enemigo de España? Muchos de los expedicionarios, entre ellos el propio Aguirre, eran criminales, que buscaban en el viaje el perdón a su condena. ¿Sería López de Ayala uno de ellos? Sin embargo, hay que decir en descargo de ellos, que aquellos hombres no eran traidores de por sí. La personalidad de Lope de Aguirre, así como el terror que en ellos inspiraba la selva y un seguro castigo posterior, si eran capturados por las tropas del virrey, se había apoderado de todos ellos. Y aunque al principio el tirano había conseguido muchos partidarios, el gran número de muertes que Aguirre había provocado, incluso entre sus propios hombres, muchas de ellas innecesarias, pesó demasiado en la balanza de aquellos corazones oscuros. Algunos de ellos lograron huir de su cólera y pasarse al campo del Rey, pero los que eran capturados por el rebelde, eran seguidamente asesinados por varios negros que estaba en el servicio de Aguirre.

              A finales de aquel año, Aguirre estaba siendo asediado por los hombres del virrey. La mayor parte de sus hombres, entre ellos el conquense, le habían abandonado. Cuando estaba a punto de ser detenido, algunos de ellos le dieron muerte y le cortaron la cabeza. Su muerte, fue tan extremadamente loca y cruenta como el resto de su aventura americana. En la Wikipedia podemos leer lo siguiente sobre sus circunstancias truculentas: “Dos de los marañones le apuntaron con sus arcabuces; uno de ellos disparó, pero solo consiguió rozarlo, causando la mofa de Aguirre. El otro marañón sí acertó, matándolo en el acto. Saltó luego sobre él un soldado, llamado Custodio Hernández, y por orden de García de Paredes, le cortó la cabeza, y sacándola de los cabellos, que los tenía largos, se fue con ella a ofrecerla al maestre de campo, pretendiendo ganar indulgencias con él. Su cuerpo fue descuartizado y sus restos fueron comidos por los perros con la excepción de su cabeza, que fue enjaulada y expuesta como escarmiento en El Tocuyo, sus manos mutiladas fueron llevadas a Trujillo y Valencia. En un juicio de residencia post mortem realizado en El Tocuyo fue declarado culpable del delito de lesa majestad . En Mérida y El Tocuyo varios de sus marañones fueron llevados a juicio, declarados culpables de los crímenes cometidos y sentenciados a muerte por descuartizamiento.”[1]

              Era el 26 de octubre de 1561. ¿Qué fue entonces de aquel marañón que había nacido en Cuenca? Quizá perdonado por el rey, como algunos otros de sus compañeros pasaría quizá el resto de sus días en alguna ciudad del virreinato de Lima, intentando olvidar aquella sur de aventuras por el Rio Amazonas. O quizá fuera alguno de aquellos que serían condenados a ser descuartizados por haberse rebelado contra su señor natural, el rey de las Españas, poniendo fin a una vida de miserias por haberse dejado llevar por su propia ambición y por la locura de un hombre como Lope de Aguirre.    



[1] https://es.wikipedia.org/wiki/Lope_de_Aguirre. Consultado el 21 de diciembre de 2018.

viernes, 21 de diciembre de 2018

ANDRÉS Y GARCÍA HURTADO DE MENDOZA, VIRREYES DE PERÚ


No es normal que dos personas pertenecientes a una misma familia, padre e hijo, ocuparan durante el mismo siglo XVI un mismo cargo, sobre todo si se trata de un cargo tan importante como el del virrey de Perú. Este es el caso de András Hurtado de Mendoza, que fue segundo marqués de Cañete, que fue virrey de Perú entre 1556 y 1560, y su hijo, García Hurtado de Mendoza, cuarto marqués de Cañete, que lo fue ya a final del siglo, entre 1590 y 1596. Entre uno y otro, fue tercer marqués de Cañete el hijo primogénito de Don Andrés, Diego Hurtado de Mendoza y Manrique.   

              Sí algún conquense ha logrado influir de manera importante en este fenómeno histórico que se llama hispanización, ese ha sido, sin lugar a duda, Andrés Hurtado de Mendoza y Cabrera. Virrey del Perú en los años turbulentos de intermedio del siglo XVI, fundó allí diversas ciudades, a las que dio nombres que recuerdan a algunos de los lugares de la provincia que le vio a hacer. Gracias a él, la imagen de Cuenca sigue estando viva el América actual. Este conquense nació en la capital de la provincia durante la primera mitad del siglo XVI, siendo el heredero de una de las familias conquenses de más rancia nobleza. Hijo del primer mes de Cañete, fue en su juventud guardia mayor de Cuenca, cargo que le hacía responsable de la custodia del mismo pendón que rey Alfonso VIII portaba cuando entró en la ciudad. Este cargo era de carácter vitalicio, y estaba en propiedad de su familia, y pasaba de padres a hijos, sin salir jamás de la familia de los Hurtado de Mendoza.

             
Antes de haber partido hacia América, acompañó al Rey Carlos I en sus viajes y campañas guerreras por Argel, Flandes y de Alemania. Esto le proporcionó una gran experiencia, que más tarde le sería de gran aprovechamiento, cuándo es 1556 fuera nombrado virrey del Perú. Andrés Hurtado de Mendoza heredó de su padre, Diego Hurtado de Mendoza y Silva, el marquesado de Cañete. Y antes de su llegada a Perú reprimió primero en Panamá una revuelta que los negros de la región habían protagonizado. Los culpables había sido castigados severamente por él.

              El 29 de junio de aquel año hizo su entrada en la capital del virreinato, Lima. Por aquel entonces, la situación de Perú en insostenible. Los encomenderos se preocupaban más de sus propios beneficios que de mejorar la situación de los indios. Hurtado de Mendoza detuvo muchos de esos encomenderos, y a los más culpables les condenó a muerte. Envío a gente de su confianza, entre ellos al conquense Julián González Altamirano, para que actuaran con mano dura en los territorios dependientes del virreinato. Mandó también a su propio hijo, García Hurtado de Mendoza, para que a pacificar Chile. Con estas medidas logró que toda la zona volviera una situación casi normal, pero a cambio, todo ello le granjeó innumerables enemigos, que con el tiempo le obligarían a abandonar el cargo. 

              Sin embargo, no todo fue dureza en el gobierno del virrey conquense. Logró triunfar, gracias sólo es una inteligencia, sin derramar una sola gota de sangre, sobre la rebelión que había iniciado Layri Tupac, príncipe heredero de la corona de los incas. El 9 de marzo de 1557 creo un pequeño ejército permanente de tres compañías, una de alabarderos (los gentiles nombres de lanzas) y dos arcabuceros, que eran realmente una guardia personal del virrey. Daban escolta, principalmente la primera, a la carroza del virrey en los actos públicos, y hacían la Guardia en sus habitaciones. En estas compañías se destacó cómo capital el conquense Juan de Ordóñez. Fundó en Lima y en Trujillo escuelas para la enseñanza de niñas mestizas, y dotó a la universidad de Lima, fundada pocos años antes, de todo lo necesario para el funcionamiento óptimo. Prohibió o también los indios el consumo de la chicha, una bebida alcohólica hecha de maíz.

              Pero lo más destacado en su biografía quizás sea la fundación de ciudades, existentes todavía en las actuales naciones de Perú y Ecuador: Santa María de la Parrilla y Cañete en 1556, y Camaná y Cuenca en 1557. Estás fundaciones no fueron realizadas por él directamente, sino que se las encargó a algunos de sus capitanes, como a Gil Ramírez Dávalos, el caso de Cuenca  (Ecuador), Jerónimo Zurbano en el de Cañete (Perú, actual San Vicente de Cañete), y al conquense Alonso Martín en el caso de Santa María de la Parrilla, actual Loja (Ecuador).

              Entretanto, Felipe II había sucedido a su padre en el trono de España, y hasta él llegaron los enemigos del virrey conquense para dirigirle sus quejas Ellos lograron hacer se oír por el monarca, quien ordenó la destitución del valeroso conquense, y nombró un nuevo virrey en la persona de Diego de Acevedo. Era el año 1560. Poco tiempo después de marzo de 1561, Andrés Hurtado de Mendoza falleció, antes incluso de haber podido abandonar América, a causa del dolor que su injusta destitución le había producido. Fue enterrado en Lima, en la Iglesia de San Francisco. Poco tiempo después, sus restos fueron trasladados a Cuenca, a la capilla del Espíritu Santo, que él mismo había fundado en la catedral.

              Treinta años después su hijo, García Hurtado de Mendoza y Manrique, ocuparía también el mismo cargo que con anterioridad había tenido el padre, virrey del Perú, Pero no fue esta la primera vez que el conquense visitaba tierras americanas. Por el contrario, ya había estado antes también durante el mandato de su padre, participando en distintas gestas de importancia, principalmente en la victoria sobre los araucanos. De esta forma comienza la Araucana, el célebre poema épico de Alonso de Ercilla que narra la conquista del pueblo por los españoles:

No las damas, amor, no gentilezas
de caballeros canto, enamorados;

ni las muestras, regalos, ni ternezas
de amorosos aspectos y cuidados.

Más el valor, los hechos, las proezas
de aquellos españoles esforzados,

que a la cerviz de Arauco, no domada
pusieron duro yugo por la espada.

              Varios conquenses estuvieron en aquella gesta histórica: García Hurtado de Mendoza, Felipe Mendoza, su hermanastro, y los hermanos Francisco, Julian y Lope de Cañizares, primero; y varias décadas más tarde, Alonso García Remón y Pedro López de Fuentes. García Mendoza había nacido en cuenca en 1535. Hijo de Andrés, segundo Marques de Cañete, y hermano segundón de Diego, le sucedió a éste en el título a su muerte, acaecida en 1591. Ya de muy joven se había destacado en la guerra en diversas combates por Europa, hasta que en la década de los años acompañó a su padre a tierras americanas, donde participó, como hemos dicho, en la victoria sobre los araucanos de Chile. Y es que, estando los españoles en una situación bastante apurada durante la guerra contra estos, fue nombrado por su padre, a petición de sus propios compañeros de armas, gobernador de Chile y general de los ejércitos que guerreaban en aquella región. Esto ocurrió en 1557, cuando apenas tenía veintidós años de edad. Poco tiempo después pacífico los territorios que se hallaban en conflicto, realizando varias salidas militares contra los indios. En no de aquellos combates estuvo a punto. de perder la vida, al haber sido herido en la cabeza por una piedra que uno de los indios había lanzado contra él. Sin embargo, Felipe de Mendoza, hijo bastardo de su padre, le salvó la vida, al retirarle apresuradamente del campo de batalla. Recuperado al poco tiempo de su herida, siguió contando por victorias sus enfrentamientos contra los enemigos.



              Después de haber recibido de Perú nuevos refuerzos, se atrevió a cruzar la frontera natural del rio Bio-Bio, y obtuvo importantes victorias, como la de Quinquina, Lagunillos y Aquiapo. En algunas de estas victorias consiguió capturar y dar muerte a algunos de los más importantes capitanes araucanos, como Galvarino o el famoso Caupolicán. Descubrió el archipiélago de Chiloé, y ordenó sendas exploraciones por el estrecho de Magallanes y la región de Cuyo . También mandó la construcción de ciudades y de fuertes a lo largo de lo que hoy son las naciones de Chile y Argentina. Al poco tiempo de haber comenzado la campaña contra los araucanos ordenó la construcción del fuerte de Tucapel, y pocos años más tarde, la reconstrucción de Arauco En 1559 dispuso que se repoblara la ciudad de Los Confines, a la que dio el nombre nuevo de Infantes. También realizó las fundaciones de dos ciudades importantes: Mendoza y Osorio.

              Todos los grandes hombres tienen un elevado al número del enemigos, envidiosos de su posición. Como le pasó también a su padre, no fue nuestro país en una excepción, y algunos españoles, compañeros de armas en los campos de batalla, lograron en el año 1560 que fuera de revelado de sus funciones y apartado del poder. Se vio él también obligado a dejar en el Gobierno de Chile, con carácter interino, en manos de Rodrigo de Quiroga. Año siguiente, después de trasladarse a Perú, enviar al rey Felipe II un memorial en el que reflejaba todos sus servicios a la Corona, y de este modo logró que se le absolviera de algunos de los puntos de que costaba su condena. A pesar de que se le había prohibido abandonar América, Hurtado de Mendoza regresó a España, y pocos años más tarde logró el perdón definitivo del monarca.

              García Hurtado de Mendoza regreso a América en 1589, al ser nombrado por Felipe II nuevo virrey de Perú. Durante su mandato realizó una labor importante, dirigiendo de nuevo la guerra contra los araucanos, que habían vuelto a rebelarse, y contra los piratas ingleses. Derrotó a sendas flotas inglesas que estaban al mando de Richard Hawkins, en Atacames y de Francis Drake, en Portobelo, enfrentamiento que se saldó con la muerte de este último, a causa de la disentería. Y también apoyó la minería de la comarca de Potosí, de tanta importancia para la economía de la colonia. Una de las minas más importantes, la de Huancavelica, estuvo durante mucho tiempo al frente de otro conquense bastante desconocido, Amador de Cabrera. Pero ya viejo y cansado de tantos combates, y también de tantas injusticias que se habían cometido contra él, se vio obligado abandonar el virreinato en 1596.

              Vuelto a España, vivió mi bien interrumpidamente en Madrid y en su ciudad natal, Cuenca, y una vez muerto su gran valedor, Felipe II, olvidado de todos y desentendido por su sucesor, Felipe III, murió en 1609 en la capital del reino. Está enterrado, como muchos de los miembros de su familia, en la catedral de Cuenca, en la capilla del Espíritu Santo, que su familia había fundado junto al claustro. Junto a su sepulcro había hasta hace poco tiempo algunas de las banderas él había tomado a varios de los capitanes ingleses que ejercían de piratas por el Atlántico y el Caribe, incluida también una que, según la tradición, había sido bordada por la propia reina Isabel de Inglaterra, para el célebre Francis Drake.

              La figura de Hurtado de Mendoza sirvió de inspiración para muchos literatos de la época (Lope de Vega, Juan Ruiz de Alarcón…) La Araucana, de Alonso de Ercilla, cuenta la epopeya de sus victorias. Bajo sus auspicios fueron escritos El araucana domado, de Pedro de Oña, y La crónica del reino de Chile, de Bartolomé de Escobar. En definitiva, los escritores que se han basado en la persona de este conquense para componer sus obras han sido numerosos hasta el siglo XVIII, cuando Francisco González escribió la comedia titulada Los españoles en Chile.

jueves, 13 de diciembre de 2018

ANTONIO RAMÍREZ DE HARO, OBISPO DE SEGOVIA Y REFORMADOR DE MORISCOS



              A lo largo de la historia se han sucedido en la provincia de Cuenca verdaderas genealogías de hombres ilustres, que se destacaron del resto de la población por su dedicación a una actividad profesional concreta. En este sentido, es paradigmática la familia Ramírez, oriunda del pueblo manchego de Villaescusa de Haro, que desde finales de la Edad Media, y sobre todo a lo largo de los siglos XVI y XVII, dio a la Iglesia española una infinidad de sus hijos ilustres, entre los que se incluye un número de obispos cercano a la veintena, que regentaron en su tiempo diferentes sedes episcopales a un lado y otro del Océano Atlántico. Entre todos ellos, se pueden destacar dos prelados que regentaron la cátedra conquense en plena centuria renacentista, Diego Ramírez de Fuenleal (llamado también de Villaescusa, quien regentó también las sedes de Astorga y de Málaga) y Sebastián Ramírez de Fuenleal (obispo además de Tuy y León, así como la de La Española, en el continente americano). Junto a ellos, y a otros muchos, en los que sería demasiado prolijo mencionar aquí, no menos importante es el protagonista de esta entrada, aunque sí, quizá, menos conocido por el público en general: Antonio Ramírez de Haro y Fernández de Alarcón.



              Muy escasos son los datos que María Luisa Vallejo nos ofrece de este conquense insigne en sus Glorias Conquenses. Nacido también en Villaescusa de Haro a mediados del siglo XV, realizó sus primeros estudios en su pueblo natal, probablemente en el seno de su propia familia, que tantos hombres ilustres había dado, y seguiría dando, tanto a la Iglesia como a la corte castellana. Más tarde, después de haber pasado por las aulas del colegio de San Ildefonso, que pertenecía a la recién creada universidad de Alcalá de Henares, y también por el colegio de Santiago, o de Cuenca, llamado así en virtud de su fundador, su pariente, ya citado más arriba, Diego Ramírez de Fuenleal. Fue después nombrado Arcediano de Huete, título que era una de las dignidades del cabildo conquense desde poco tiempo después de haber sido creado el obispado. Y consejero del emperador Carlos I, éste le encargó la visita de los moriscos del reino de Valencia, servicio que el emperador sabría recompensar en 1537 con el obispado de Orense, desde el que sería trasladado apenas dos años después a la más rica sede de Ciudad Rodrigo, y después de un periodo también breve, a la de Calahorra. Desde allí, en 1543 sería nombrado obispo de Segovia, donde permaneció ya hasta su fallecimiento, ocurrido el 16 de septiembre de 1549, mientras visitaba el Hospital Real de las monjas calatravas, anexo al monasterio burgalés de Las Huelgas, fundación real de Alfonso VIII, como ya sabemos. Fue enterrado en dicho hospital

              Por otras fuentes, sabemos algunas cosas más de la vida de este ilustre conquense.  Era hijo de Lorenzo Ramírez de Arellano, quien pertenecía a una de las ramas de esta insigne familia, y de María Fernández de Alarcón, quien descendía por su parte de otra ilustre familia manchega. Y entre otros cargos que disfrutó también durante la primera parte de su brillante carrera eclesiástica, fue abad de la colegiata de Santa María de Arbas, en la provincia de León, al pie del puerto de Pajares. Por otra parte, fue así mismo nombrado capellán mayor de la princesa Leonor, la hermana mayor del emperador, antes de ser sucesivamente reina consorte de Portugal, entre 1519 y 1521, por su boda con el rey Manuel I, y de Francia, entre 1530 y 1547, por su segundo matrimonio, con el muy poderoso monarca Francisco I. Nombrado inquisidor por el emperador Carlos, fue también comisario apostólico, primero en el reino de Valencia y después en el principado de Cataluña.

              Su principal actividad como inquisidor fue el estudio y revisión del caso morisco, que el llevaría durante un tiempo a la ciudad de Valencia, y por el que tuvo que enfrentarse a la opinión de Ginés Pérez de Sepúlveda. Sobre este asunto redactó su único libro conocido, De bello barbarico. Para entonces, el problema morisco se había convertido en uno de los asuntos más importantes en las tierras levantinas, y se había radicalizado todavía más debido a la situación en la que se encontraba el reino, y particularmente la diócesis de Valencia, regentada durante mucho tiempo por obispos no residentes, que sólo buscaban en el nombramiento las rentas que les proporcionaba el cargo. La situación cambió con la llegada a la diócesis de Santo Tomás de Villanueva en 1544, quien, consciente de la importancia que tenía la obligación de residencia, no tardaría en trasladarse a la ciudad del Turia, para tomar posesión de la sede.

              Recientemente se ha publicado un trabajo sobre el futuro Santo Tomás de Villanueva y la labor realizada en este sentido por el nuevo obispo de Valencia, trabajo que ha sido incorporado a aun libro de conjunto dedicado a la figura del santo agustino, y en general, a  toda la Iglesia española durante la primera mitad del siglo XVI[1]. Siguiendo a su autor, Rafael Benítez Sánchez-Blanco, profesor de la universidad de Valencia, podemos decir que la postura de Ramírez de Haro en el tema morisco, en el que trabajó conjuntamente con el santo agustino, fue, desde un primer momento, la de una moderación en la evangelización, basada en la falta de instrucción cristiana entre los miembros de ese pueblo; un problema, por otra parte, al que la falta de residencia de los obispos que precedieron a Villanueva, y la situación general de caos que vivía entonces la diócesis por culpa de la falta de atención de la curia local, no era del todo ajeno. Por otra parte, esta moderación defendida por el conquense tuvo sus consecuencias en la inhibición que la Inquisición hizo, en un primer momento, en del problema morisco.

              Y es que el nombramiento de Ramírez de Haro para la diócesis de Orense no había puesto fin a su labor mediadora en el problema morisco. Por el contrario, la llegada a la diócesis del propio Santo Tomás de Villanueva, amigo de nuestro protagonista, supuso un nuevo encuentro de éste con los moriscos levantinos, al reclamarle el prelado, en 1544 como comisario regio para un asunto tan importante. La relación entre Villanueva y Ramírez de Haro fue siempre bastante cordial, trabajando juntos para solucionar el problema, y en 1545, cuando estaba a punto de iniciarse el Concilio de Trento, y ante la inminente marcha del conquense a la península italiana para participar en las reuniones, el obispo fue designado para sustituirle como nuevo comisario regio. No obstante, la enfermedad contraída por Ramírez, que impidió su marcha a Italia, dejó de momento las cosas como estaban. Sin embargo, la posterior marcha del conquense a su sede segoviana volvió a poner de manifiesto el problema, nunca cerrado del todo, y las solicitudes del prelado valenciano al príncipe Felipe para que éste mandara un nuevo comisario que entendiera del asunto morisco, volvieron a repetirse en los meses siguientes.

              Por todo ello, y ante una nueva solicitud de Villanueva fechada en septiembre de 1547, el príncipe creó una junta, formada por un total de dieciocho personas expertas en el tema, para estudiar y dar una solución definitiva al problema morisco. La junta, que estaba presidida por Juan Vázquez de Molina, secretario de Carlos I, se reunió en el verano del año siguiente en el colegio de San Pablo, de Valladolid, y en ella se integraban también, además del propio Antonio Ramírez de Haro, otras personas de probado valor intelectual: el obispo de Cuenca, Miguel Muñoz; Fernando Niño, presidente del Consejo de Castilla; y Fernando de Valdés, inquisidor general,... Se trataron diferentes asuntos, como la necesidad de que la Inquisición volviera a retomar los asuntos relativos a los moriscos, de los que se había inhibido a instancias del propio Ramírez, y la obligación de que estos fueran desarmados por la justicia.

              Uno de los problemas más peliagudos a tratar era el de los moriscos convertidos, más o menos de manera obligada, al cristianismo, y que en ocasiones eran apoyados por los señores de las villas en las que vivían, en detrimento de la actuación evangelizadora de la Iglesia. A este respecto, Rafael Benítez resume el resultado de la reunión de Valladolid de la manera siguiente: “Sobre la reformación de los nuevos convertidos se dan sólo directrices genéricas, Como punto de partida se piden cartas reales, con las direcciones en blanco, para enviarlas a las villas reales y a los señores, ordenándoles que apoyen el trabajo evangelizador. Contra la protección que estos últimos daban a sus vasallos, impidiendo incluso que párrocos y alguaciles realizaran su trabajo, debía actuarse con el apoyo real. Se insiste en la necesidad de que se obligue a los convertidos a comportarse cristianamente al menos en lo exterior, porque viven muy suelta y profanamente sin temor, públicamente guardando los ritos y ceremonias moriscas. Los rectores y predicadores deberán instruirles como paso previo para el castigo, porque de aquí adelante, si erraren, no pretendan ignorancia y puedan ser castigados.

              El conflicto morisco se agravaría todavía más en los años siguientes al fallecimiento de nuestro protagonista, fallecimiento que se produciría, tal y como se ha dicho, al año siguiente, durante una visita a la ciudad de Burgos, y a su hospital de las calatravas. De esta forma, en la década de los años cincuenta serían muchos los moriscos que fueron apresados por la Inquisición valenciana: sólo en el auto de fe celebrado en la ciudad del Turia el 14 de marzo de 1557, fueron sentenciados un total de cuarenta y nueve personas por este motivo.



[1] Benítez Sánchez-Blanco, Rafael, “El pontificado de fray Tomás de Villanueva: un decenio fundamental para la definición de la política morisca en Valencia”, en Campos, Francisco Javier (coordinador), La Iglesia y el Mundo Hispánico en tiempos de Santo Tomás de Villanueva (1486-1555), Instituto Escurialense de Investigaciones Históricas y artísticas, San Lorenzo del Escorial, 2018, pp. 145-168.

viernes, 7 de diciembre de 2018

Loco por Dios. El Menocchio conquense de Cardenete


En 1976, el historiador italiano Carlo Ginzburg publicaba su libro más conocido, El queso y los gusanos, que sin embargo no sería traducido al castellano hasta 1994, casi con veinte años de retraso, por la editorial catalana Muchnik. En el libro, a través de la vida de Domenico Scandella, quien era conocido entre sus vecinos como Menocchio, un molinero que había nacido en el norte de Italia, y sobre todo, a través del proceso que la Inquisición le abrió a finales del siglo XVI, el lector puede seguir toda una cosmogonía personal del propio molinero, pero que en parte no es más que la forma en la que una parte de la sociedad campesina de los Alpes italianos tenia de vivir y expresar el sentimiento y el hecho religiosos. El libro se inscribe en lo que se ha venido a llamar la microhistoria, esa “nueva historia”, que bebe de las raíces de la historia social, esa misma historia social que la francesa Escuela de los Anales puso en el primer plano de la historiografía moderna; esa nueva forma de hacer historia de la que el especialista turinés es uno de sus máximos representantes.

También la historiografía moderna tiene su Menocchio particular, y lo hace desde las investigaciones llevadas a cabo en el Archivo Diocesano de Cuenca por la hispanista norteamericana Sara T. Nalle, catedrática de Historia en la William Paterson University, de Nueva Jersey. El primer acercamiento de la profesora estadounidense a los archivos de nuestra ciudad data ya de hace muchos años, de la década de los setenta de la centuria pasada, cuando se encontraba inmersa en su doctorado sobre la Contrarreforma en España; el hecho de que los fondos inquisitoriales del tribunal conquense, al contrario de lo que sucede con otros tribunales, cuyos fondos fueron trasladados en su día al Archivo Histórico Nacional, se encuentra todavía, in situ, en el Archivo Diocesano, debió pesar en el interés que la historiadora norteamericana mostró por nuestro archivo y nuestra ciudad. Fruto de aquella investigación primera fue su libro God in La Mancha. Religous Reform and the People of Cuenca, 1500-1650, un libro que fue publicado en inglés por el servicio de publicaciones de la Johns Hopkins University, de Baltimore (Maryland), pero que los lectores conquenses no hemos podido disfrutar porque no cuenta todavía con una edición en castellano.

Mejor suerte en este sentido ha conocido este otro libro de la profesora Tate, que fue publicado primeramente en inglés por la Universidad de Virginia en 2001, y que ha sido traducido al castellano y publicado en 2009, gracias al esfuerzo conjunto de la Fundación de Cultura Ciudad de Cuenca y del Ayuntamiento de Cardenete. Su título, Loco por Dios. Bartolomé Sánchez, el mesías secreto de Cardenete, es sintomático de todo lo que se puede encontrar a lo largo de sus páginas: la aventura vital de este Bartolomé Sánchez, el Menocchio conquense, que fue procesado por el tribunal de la Inquisición, en principio, por una serie de actuaciones extrañas que protagonizó, próximas a la locura, o inmersas por completo en ella, en un día cualquiera del año 1552, durante una misa celebrada en su pueblo de la serranía conquense. Denunciado por sus vecinos, fue conducido por la justicia hasta Cuenca, donde se encontraba la sede de un amplio tribunal de la Inquisición que abarcaba todavía los obispados de Cuenca y de Sigüenza, además del priorato santiaguista de Uclés. Allí, en las cárceles secretas del tribunal conquense, fue sometido a siete años de prisión, acusado de blasfemia y de pensamientos heréticos.

Sin embargo, la estancia del prisionero en las celdas de la Inquisición fue en parte diferente a la del resto de los presos. Porque, entregado a uno de los inquisidores del tribunal, Pedro Cortés, éste, más allá de querer castigarlo por los graves delitos cometidos, según al menos el pensamiento de la época, intentaría por todos los medios salvarle a través de la palabra, convirtiéndose en su interlocutor, en un extenso debate sobre la religión y sobre la esencia de Dios; un debate largo, casi interminable, que duraría casi todo el tiempo que Sánchez se mantuvo apresado por primera vez. Porque los encuentros que ambos mantuvieron en cada una de las audiencias a las que el preso fue sometido, más que un interrogatorio al uso, se convertían siempre en brillantes conversaciones entre dos personas que mantenían pensamientos opuestos, pero que incluso, a pesar de la situación, se respetaban entre sí. Conversaciones que el escribano del tribunal supo recoger en el papel, a través de su pluma, y transcribir, suponemos, con total veracidad, y que ahora llegan a nosotros gracias a la labor, cercana a la de cronista, de la profesora norteamericana; de esta forma, ella misma se convierte, también, en algo parecido a un notario, dando fe por su parte a cada una de esas entrevistas.

Las conversaciones mantenidas entre inquisidor y prisionero demuestran que las dos partes tenían muy claro todo lo que decían y, cuando menos, poseían una brillante argumentación al defender sus opiniones contrapuestas. A uno de ellos, el inquisidor Cortés, se le supone, por su cargo, ciertos estudios, por encima en todo caso de lo que en aquella época era usual en el conjunto de la población. No sucede lo mismo con el otro, Sánchez, nuestro particular Menocchio, un labrador venido a menos, extremadamente empobrecido, hasta el punto de que su pobreza fue en gran parte la causante de su locura. Sin embargo, la argumentación que demuestra brilla por encima de esa locura, de tal forma que ya no vemos al pobre loco que protagonizo en la iglesia de Cardenete aquellos hechos extraños que fueron la causa de su ruina, sino a un brillante conversador, consciente de lo que dice, y decidido a defender sus tesis cueste lo que cueste, incluida también su propia muerte.

Al final, nuestro Menocchio particular se salvó de la hoguera, y pudo regresar por fin a su pueblo, a pesar de que decía ser el nuevo Mesías, y de que se equiparaba al Elías de los textos sagrados. Después de haber sido puesto en libertad en un primer momento, tras haber mostrado arrepentimiento por sus palabras, fue procesado de nuevo algunos años más tarde. En ese nuevo proceso, Menocchio fue declarado como demente, y condenado a llevar sambenito y conducido al hospital de Nuestra Señora de Gracia, en Zaragoza, a finales de agosto de 1558. Sin embargo, pudo fugarse a finales de ese mismo año o en los primeros meses del siguiente, y regresó de nuevo a Cardenete. En todo caso, más allá de la locura de Sánchez, su proceso nos recuerda que en los años intermedios del siglo XVI, ni el pensamiento religioso ni la forma de vivir el hecho religioso, ni siquiera entre los propios inquisidores, fue tan monolítica como en un principio nos podría parecer.

El proceso a nuestro Menocchio tiene el interés de ofrecernos además a un marqués de Moya hasta ahora desconocido. La imagen que normalmente tenemos de Andrés de Cabrera es la de un hombre fiel a sus reyes, primero a Enrique y después, una vez muestro éste, a su hermana Isabel, y que fue esa fidelidad a los reyes la que hizo que fuera recompensado con el marquesado de Moya, un marquesado en el que, entre otros, se incluía también el pueblo de Cardenete. Sin embargo, el proceso de Sánchez nos muestra a un Andrés de Cabrera diferente, cruel, que incluso ha obtenido el marquesado por medios poco lícitos. Todo ello provoco un proceso judicial entre diferentes familias nobles conquense, porque a los derechos supuestos que sobre el viejo señorío, y por lo tanto sobre el marquesado, tenía la familia Albornoz, se vino a añadir también los intereses de Diego Roque López Pacheco, quien para entonces había sucedido a su padre al frente del marquesado de Villena, y a quien, según él, se le había prometido el título con anterioridad.

La rivalidad entre el marqués de Moya y el pueblo de Cardenete había tenido lugar cuando nuestro Menocchio era un niño, conformando a partir de entonces su propia biografía. Como también lo configuraría el conflicto de las Comunidades, en 1521, en el que el pueblo tuvo un papel relativamente importante, si bien con un carácter principalmente local. En 1520, y durante un tiempo, los habitantes del pueblo estuvieron en contacto con los comuneros de Cuenca, con el fin de que estos lucharan también en defensa de sus derechos, y contra los privilegios del marqués. ¿Fue una casualidad el hecho de que el líder de esos comuneros conquenses fuera entonces Luis Carrillo de Albornoz, uno de los últimos descendientes del linaje Albornoz en la ciudad del Júcar? No hay datos para contestar taxativamente a la pregunta, pero es probable que el hecho estuviera íntimamente ligado a ello.

viernes, 30 de noviembre de 2018

De José Clemente de Aróstegui a Gregoria de la Cuba y Clemente: varias generaciones entre Cuenca y Molinos de Papel


Si la semana pasada hablé en este mismo blog sobre la figura de Alfonso Clemente de Aróstegui, prelado doméstico del papa Benedicto XIV, auditor de la Rota romana y embajador interino de España en la Santa Sede, hoy lo voy a hacer sobre otros miembros de esta misma familia, que se estableció en Cuenca a mediados del siglo XVIII, procedente del pueblo manchego de Villanueva de la Jara, precisamente en esas mismas fechas en las que el diplomático se encontraba en la cumbre de su poder político y religioso. La misma rama del linaje que terminaría por transformarse en los Cuba por falta sucesiva de herencia masculina, y que llegaron a fundar, en la centuria siguiente, un panteón familiar y una fundación educativa en el enclave cercano de Molinos de Papel Una rama del linaje familiar, en fin, que arranca de uno de los hermanos del propio Alfonso Clemente de Aróstegui, quien había heredado el mayorazgo que la familia tenía en ese pueblo de la Manchuela: José Clemente de Aróstegui y Cañabate.

Y es que el primogénito, Pedro, había decidido dedicarse a la Iglesia. En efecto, nacido también en Villanueva de la Jara en 1680, había llegado en la década de los años treinta de la centuria siguiente, a ocupar los cargos de tesorero de la catedral de Toledo y gobernador eclesiástico de la misma catedral primada durante el obispado del infante Luis de Borbón, y en los años siguientes llegó a ocupar la mitra de Burgo de Osma, al tiempo que era nombrado arzobispo de la diócesis extinta de Larisa, una ciudad antigua que había estado situada en la antigua región griega de Tesalia. Los dos hermanos, y también el diplomático, Alfonso, eran hijos de Pedro Clemente de Aróstegui y Garrido y de Isabel Cañabate y Moragón, nacidos ambos también en el mismo pueblo de Villanueva de la Jara, donde contrajeron matrimonio en diciembre de 1677. Ambos eran miembros de la baja nobleza manchega; consta en el Archivo Histórico Nacional, en su sección de Órdenes Militares, la declaratoria de hidalguía correspondiente al propio José Clemente de Aróstegui, el hijo, firmada en el palacio del Buen Retiro de Madrid por el rey Fernando VI, fechada el 14 de marzo de 1747[1].

José Clemente de Aróstegui, como se ha dicho, nació en Villanueva de la Jara a lo largo de la década de los años ochenta del siglo XVII, o muy poco tiempo después; el hermano mayor, el futuro obispo Pedro, había nacido en 1680, y el menor, el diplomático, lo haría en 1698. En 1719 contraía matrimonio en Buenache de Alarcón con Quiteria Antonia Salonarde, quien descendía de una de las familias más ricas de ese pueblo conquense. En efecto, en un testamento que la propia Quiteria Antonia Salonarde redactó en 1743, consta la fundación por ella de cierto mayorazgo, formado por siete rebaños de ovejas, que en su totalidad sumaban una cantidad cercana a las cincuenta mil cabezas de ganado, fundación que luego sería ratificada, en el mes de diciembre de 1753, en un nuevo testamento también redactado por ella misma. La fundación aparece recogida en una escritura otorgada por sus cinco nietos, hijos a su vez de su hijo primogénito, Antonio Clemente de Aróstegui, firmada el 8 de octubre de 1791 ante el notario José Félix de Navalón.[2] Del matrimonio entre José Clemente de Aróstegui y Quiteria Salonarde nacieron un total de siete hijos, cuatro varones (Antonio, José, Rafael y Benito), y tres mujeres (Josefa, Catalina e Isabel, aunque ésta última falleció pronto).

A su muerte, el patronato sería heredado por su hijo primogénito, Antonio Clemente de Aróstegui, quien quizá fue el primero de la familia que se estableció en la capital conquense. En todo caso, en el año 1750 pasó a incorporarse a la lista de los regidores perpetuos de la ciudad, en sustitución de su suegro Fernando de Herrera. Mientras tanto, al menos dos de sus hermanos varones, Pedro y Rafael Clemente de Aróstegui, como lo habían hecho antes algunos de sus tíos, habían decidido integrarse en la Iglesia, llegando a ocupar ambos cargos de cierta relevancia en el cabildo catedralicio, especialmente el primero, quien fue capellán mayor de la capilla del Espíritu Santo y canónigo del cabildo. Por su parte, Rafael redactó testamento en el mes de septiembre de 1805, en la casa de morada de su hermano Pedro, y fallecería poco tiempo más tarde.

Volviendo a la figura de Antonio Clemente de Aróstegui, éste contrajo matrimonio en 1747, en la propia capital conquense, con Josefa Juliana de Herrera y Salonarde, quien a su vez era hija de Alfonso de Herrera y Antequera, regidor perpetuo de la ciudad y alguacil mayor del Santo Oficio de la Inquisición, y de Ana Josefa Salonarde. Dicho Alfonso de Herrera y Cenizales había adquirido ambos cargos, a su vez, en 1725, en sustitución de José de Sancha y Ayala. El suegro había nacido en Villanueva de la Serena, en la provincia de Badajoz, pero se había establecido en la capital conquense desde 1725, año en el que había contraído matrimonio, y en ese año, además, adquiría el oficio de regidor de la ciudad y el reconocimiento como hijosdalgo.

Y respecto a Ana Josefa, ésta era en realidad hermana de la propia esposa de José Clemente de Aróstegui, la ya citada Quiteria Antonia Salonarde, por lo que era, además, tía de nuestro protagonista. Ambas eran hijas de Benito Salonarde Torres y Catalina Salonarde Cerrillo, primos por su parte entre sí, y como se ha dicho, y descendían de una rica familia radicada en el pueblo de Buenache de Alarcón, que habían obtenido toda su fortuna gracias a la ganadería y a la trashumancia. Tal y como se ha dicho, la familia era propietaria de una gran cantidad de rebaños de ganado lanar, y también poseían de una casa de esquileo que estaba situada en el lugar de Molinos de Papel, cerca de la capital, junto a la que habían creado una de las tradicionales fábricas de papel que había dado nombre al lugar. A la muerte del padre, sin descendencia masculina, fue la propia Quiteria Antonia quien pasó a gestionar directamente todo el patrimonio familiar, que a través de ella primero, y después también de su hermana, Ana Josefa, terminarían heredando los descendientes de Antonio Clemente de Aróstegui[3]. Y es que tampoco llegó a tener más descendencia, a pesar de haber contraído, a la muerte del ya citado José Clemente de Aróstegui, un nuevo matrimonio con José de Sancha y Ayala, miembro también de las élites ganaderas conquenses, y antecesor, como ya se ha dicho, de la regiduría que acabaría heredando el propio Antonio.

Consta en el Archivo Histórico Provincial de Cuenca un codicilo firmado por Ana Josefa Salonarde el 7 de marzo de 1780, un añadido a su testamento anterior, que había redactado el 31 de agosto del año anterior. En el documento hacía constar que en ese momento era viuda, y que su yerno y sobrino, Antonio Clemente de Aróstegui, era en ese momento, además, administrador de rentas de la ciudad, y caballero pensionado de la Real Orden de Carlos III. Por otra parte, reconocía la importante deuda que éste había contraído con ella, quince mil reales por una parte y veintiún mil reales por otra. Sin embargo, destinaba la totalidad de ambas deudas para dos de sus nietos, hijos de Antonio: para la dote matrimonial de Manuela Clemente de Aróstegui, y para el proceso abierto con el fin de que Antonio José Clemente de Aróstegui, el primogénito pudiera ser nombrado caballero de la orden de Santiago[4].


En febrero de 1789, Antonio Clemente de Aróstegui ya había fallecido, tal y como hace constar su viuda, Josefa Juliana de Herrera y Salonarde, en un poder que había firmado ante el notario José Félix Navalón, quien además era también administrador de los bienes que la familia tenía en la provincia[5]. Se trataba el documento de una escritura de poder en favor de Alfonso Núñez de Haro, miembro del consejo de Su Majestad y arzobispo de la ciudad de México, en Nueva España, para que éste le pudiera adelantar a su hijo, el ya citado Antonio José Clemente de Aróstegui, la cantidad de ocho mil pesos, que debían destinarse para el regreso de éste a la península, desde tierras americanas. Consta en el documento que el hijo era ya caballero de la orden de Santiago, y que había sido capitán del regimiento de infantería de Aragón. Por su parte, la otra persona citada en el documento, Alonso Núñez de Haro y Peralta, era uno de los miembros de la alta jerarquía eclesiástica: nacido a su vez en el pueblo conquense de Villagarcía del Llano, un lugar muy cercano a la villa de origen de la familia Clemente de Aróstegui, en 1728, había sido nombrado arzobispo de México en 1771, llegando incluso a ocupar el cargo de virrey interino de Nueva España entre los meses de mayo y agosto de 1787, a la muerte de su titular, Bernardo de Gálvez y Madrid.    

El 14 de abril de 1789, Josefa Juliana de Herrera hacía testamento, en el que, entre otros asuntos, solicitaba ser enterrada en el convento de franciscanos descalzos de San Pedro de Alcántara, a las afueras de la ciudad, junto a la ermita de Nuestra Señora de las Angustias, y muy cerca de la ribera del río Júcar; allí estaban enterrados también su esposo y otros miembros de la familia Clemente de Aróstegui. Por el documento sabemos que pertenecía a la hermandad mariana radicada en la ermita cercana, y que su hijo, a quien donaba, entre otros objetos de valor, la cantidad de tres mil reales y una escultura de San Antonio que se encontraba en el oratorio particular de la familia, aún no había regresado para entonces de las Indias[6].

Su fallecimiento se produciría el 26 de enero del año siguiente, por lo que el 8 de octubre de 1791, los seis hijos del matrimonio se presentaban otra vez ante el mismo escribano, José Félix Navalón, con el fin de solucionar los asuntos relativos al mayorazgo que había fundado la abuela, Quiteria Salonarde. El matrimonio entre Antonio Clemente de Aróstegui y Josefa Juliana de Herrera y Salonarde, además del primogénito, Antonio José, quien para entonces ya se encontraba de regreso en la península, contaba con una hija, la ya citada Manuela, y otros cuatro hermanos varones: Manuel, presbítero; Fernando, teniente de navío en la Armada, destinado en Cartagena; y Pedro y José Eusebio, clérigos ambos, ordenados para entonces de menores[7].

Sin embargo, poco tiempo más le quedaría de vida al primogénito de la familia, quien, el 12 de enero de 1798, otra vez ante el mismo escribano familiar, redactaba testamento. En el documento dice haber nacido en la ciudad de Madrid, pero que nunca había perdido la vecindad conquense. Por otra parte, desea ser enterrado también, tal y como lo había hecho su padre, en el mismo convento de San Pedro de Alcántara, de franciscanos descalzos, vestido con uniforme militar y con el manto capitular de la orden de Santiago, a la que pertenecía. Expresa también haber estado casado con María Francisca Neulant y Morón, natural de Gandía, en el reino de Valencia, quien había fallecido el 22 de diciembre del año anterior. Finalmente, declara tener una única hija, María Josefa Rita Clemente de Aróstegui Neulant, que en ese momento es todavía menor de edad, a la que hace heredera universal de todos sus bienes[8]. En efecto, en ese mismo protocolo notarial figura también el testamento de la propia María Francisca Neulant, hija de Enrique Neulant y de Mariana Morón, redactado apenas dos días antes de su fallecimiento.

Antonio José murió el 24 de septiembre de 1800, pero antes de su fallecimiento se había casado en segundas nupcias con Nicolasa Hernán, hija del administrador general de rentas de la ciudad, en cuyo cargo había sustituido algunos años antes a su padre, Antonio Clemente de Aróstegui y Salonarde, para lo que había hecho un depósito en metálico de treinta mil reales. No obstante, el fallecimiento de nuestro protagonista, sin haberle dado tiempo antes de tener descendencia tampoco de este segundo matrimonio, dejó a la única hija de su primer matrimonio, la citada María Rita, como única heredera de un rico patrimonio familiar.

Sin embargo, antes de hablar de la única hija que Antonio José tuvo en su matrimonio, creo conveniente pasar a referir algunos datos sobre el resto de sus hermanos. Manuel Clemente de Aróstegui, quien en algunos documentos figura también como José Manuel Clemente de Aróstegui, era capellán mayor de la capilla del Espíritu Santo, que habían fundado en el siglo XVI Andrés Hurtado de Mendoza, marqués de Cañete y virrey de Perú, como también lo habían sido otros miembros de la familia, su tío, el ya citado José Clemente de Aróstegui Salonarde. Fue también, como éste, familiar del Santo Oficio, habiendo heredado de su padre, según algunos documentos, el cargo de regido perpetuo del ayuntamiento conquense, a pesar de su pertenencia al estamento eclesiástico, aunque inmediatamente lo vendió en la cantidad de mil quinientos reales. Había nacido también en Madrid, como su hermano mayor, e hizo testamento el 17 de junio de 1797. Sin embargo, aún debió vivir algún tiempo más, pues firmó algunos documentos como apoderado de su sobrina, María Rita, tal y como era el deseo de su padre.

Por lo que se refiere a Fernando Clemente de Aróstegui, éste decidió seguir la carrera militar de su padre, pero ahora en la Armada. Había nacido ya en la ciudad de Cuenca, al contrario que sus hermanos, donde fue bautizado el 24 de mayo de 1756, y el 30 de marzo de 1792 ingresaba en la Real Orden Militar de Alcántara[9]. Por su parte, los dos hermanos más jóvenes, Pedro y José Eusebio, de los que se sabe que habían obtenido ya las órdenes menores en 1791, probablemente terminaron también, como sus tíos, ocupando cargos de consideración en el cabildo catedralicio, y en su capilla del Espíritu Santo; probablemente nacieron ambos también en la capital conquense, donde su padre era ya miembro de la lista de regidores perpetuos. Y por lo que respecta a la única hermana de nuestro protagonista, Manuela, poco más es lo que se puede decir con seguridad, más allá de que su muerte debió producirse antes de que ella pudiera haber llegado a contraer matrimonio.

Pero volviendo a la única hija de Antonio José Clemente de Aróstegui, María Josefa Rita, ésta había quedado huérfana a una edad bastante temprana, quedando como tutor y curador de la niña, como ya se ha dicho, su tío, Manuel Clemente de Aróstegui. Por este motivo, éste firmaba en mayo de 1803 un poder para los procuradores de la Real Chancillería de Granada, por un asunto relacionado con “los molinos del ingenio de hacer papel, sito al margen del río Huécar, jurisdicción de esta ciudad”[10]. Se trataba de la fábrica de papel que se hallaba en la aldea conocida precisamente con el nombre de Molinos de Papel, que formaba parte del vínculo que había fundado su bisabuela, Quiteria Antonia Salonarde, y que antes de ella habían disfrutado tanto su padre como su abuelo. En aquellos años, la fábrica era trabajada en régimen de arrendamiento, tal y como consta en la escritura firmada en 1795 entre el propio Clemente de Aróstegui, en representación de su sobrina, y el arrendador de ese año, José Sierra[11]. Habiendo cumplido los doce años de edad, y aunque la ley le autorizaba a emanciparse de su tutor, María Rita Clemente de Aróstegui se presentó ante el tribunal para que éste volviera a ratificar a su tío como curador, tal y como lo había sido deseo de su padre, en un documento que fija el nacimiento de la niña en el año 1795, apenas dos años antes del fallecimiento de su madre[12].

Algunos años más tarde, María Rita contraería matrimonio con Félix de la Cuba Aguirre, quien a su vez era hijo de Pedro de la Cuba y Avellaneda y de María Teresa de Aguirre. Así consta en la escritura de partición, firmada el 20 de mayo de 1820, entre éste y dos de los hermanos de su esposa, José Eusebio y el propio Manuel Clemente de Aróstegui. En el documento se hace mención también a otro de los hermanos, Pedro Clemente de Aróstegui, que había fallecido el 19 de junio del año anterior sin haber redactado testamento, y en él figuran también como fallecidos el resto de los hermanos de su padre. En el documento se recoge también la posesión, dentro del patrimonio familiar, de diferentes bienes, como el llamado molino de Contreras, y un importante capital, tanto en efectivo, como en vales reales, así como algunas obras de arte y joyería, y en el figuran ya como fallecidos el resto de los hermanos de su padre[13].  Por el testamento del propio Pedro de la Cuba y Avellaneda, que había redactado en julio de 1811 ante el notario Pablo Román y Ramírez, sabemos que el marido de María Rita era hijo único, y que había nacido antes de 1786, pues en ese momento tenía más de veinticinco años.

De este matrimonio nacería la heredera universal de todo el patrimonio familiar, Gregoria de la Cuba y Clemente, incluidos también los molinos de papel de la ribera del río Huécar. En el lugar, junto a su casa familiar, fundó un importante panteón, en el que ordenó enterrarse, junto a sus padres y hermanos. Fundó también una escuela para niños, pero ahí no termino su labor filantrópica: entre otras facetas de su importante labor benéfica, pensionaba a artistas jóvenes sin recursos, concedía dotes a doncellas humildes, y entregaba sus haciendas a los campesinos pobres, a cambio de una renta muy pequeña, bastante inferior al valor de las contribuciones. Falleció el 3 de noviembre de 1896, y fue enterrada, tal y como era su deseo, en el panteón familiar que ella misma había mandado construir en Molinos de Papel. En el interior del edificio se conservan algunos cuadros importantes del pintor madrileño Manuel Domínguez Sánchez, quien fallecería en Cuenca en 1906, durante una visita a su amigo, José Cobo, y está enterrado en el cementerio municipal de la ciudad.



[1] https://historiadelcorregimientodesanclemente.blogspot.com/2015/12/los-clemente-de-arostegui-de-villanueva.html. Historia del corregimiento de San Clemente. Blog personal de Ignacio de la Rosa Ferrer. Entrada correspondiente al 29 de diciembre de 2015. Consultado el 27 de noviembre de 2018.
[2] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1440.
[3] http://davidgomezdemora.blogspot.com/2017/04/los-salonarde-un-linaje-de-la-nobleza.html. Blog personal de David Gómez de Mora. Entrada correspondiente al 2 de abril de 2017. Consultado el 27 de noviembre de 2017.
[4] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1436.
[5] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1439.
[6] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1440.
[7] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1440.
[8] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1442.
[9] Cadenas y Vicent, Vicente de, Caballeros de la orden de Calatrava que efectuaron sus pruebas de ingreso durante el siglo XVIII, tomo IV (1784-1799), Madrid, Hidalguía, 1987, pp. 50-52.
[10] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1443
[11] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1535.
[12] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1575.
[13] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial. P-1578.

viernes, 23 de noviembre de 2018

Alfonso Clemente de Aróstegui, un embajador conquense ante el papa Benedicto XIV



A lo largo del siglo XVIII se observa en la capital conquense un proceso de renovación de sus élites nobiliarias. En efecto, desde algún tiempo antes, se venía observando como algunas familias nobiliarias, herederas de los tiempos medievales, los Hurtado de Mendoza o los Carrillo de Albornoz entre otros, habían ido emigrando hacia la corte. Sus linajes van desapareciendo paulatinamente de la lista de regidores de la ciudad, y también de la de los canónigos del cabildo diocesano, siendo sustituidos en ellas por otros linajes nuevos, vinculados muchas veces también, como antes, a la riqueza ganadera, como los Cerdán de Landa, o a los señoríos territoriales manchegos. Éste es el caso del linaje Clemente de Aróstegui, linaje procedente de Villanueva de la Jara, que durante esta centuria va a abrir su casa señorial en la parte más nobiliaria de la capital conquense, la calle Correduría, junto a la propia casa del corregidor, vinculándose algunos de sus miembros tanto a la regiduría de la ciudad como al propio cabildo. Fue también en este mismo momento, o un poco antes, cuando algunos de sus miembros pasaron a destacar al servicio del rey y al de la Iglesia.

Uno de los miembros de este linaje, que va a trascender más allá de esas élites locales, fue Alfonso Clemente de Aróstegui Cañavate. Nacido en Villanueva de la Jara el 5 de marzo de 1698, se crio en sus años infantiles a la sombra de su hermano mayor, Pedro Clemente de Aróstegui, tesorero ya entonces del cabildo catedralicio de Toledo y provisor de la diócesis durante el episcopado del infante Luis de Borbón, y que después pasaría a ocupar el obispado de Burgo de Osma y arzobispo de la antigua diócesis de Larisa. En Toledo, junto a su hermano, recibió sus primeros estudios eclesiásticos, ordenándose de menores, y pasó después a estudiar en las universidades de Salamanca, donde se graduó de bachiller, y Alcalá de Henares, donde se licencio. Fue ese el inicio de una brillante carrera relacionada con las leyes, que le llevaría a ser nombrado en 1733, oidor del crimen en la audiencia de Zaragoza, y que poco tiempo después, a finales de la primera mitad de la centuria dieciochesca, le llevaría hasta Roma, donde pasó a desempeñar el cargo de auditor del tribunal de la Rota por el reino de Castilla.

Maximiliano Barrio Gozalo, en su libro La embajada de España en la primera mitad del siglo XVIII[1], proporciona algunos detalles interesantes sobre la actuación del conquense en la ciudad de los papas, y sobre todo, sobre el papel jugado por éste como embajador interino del rey católico, Fernando VI, durante el periodo comprendido entre la muerte del cardenal Troiano Acquaviva y el nombramiento de su sucesor, el también cardenal Joaquín Portocarrero. Es precisamente esa etapa en la vida de nuestro protagonista, su etapa romana, lo que voy a tratar con más detalle en esta entrega, siguiendo para ello las pista que nos deja este profesor de la Universidad de Valladolid, especialista en historia eclesiástica.

El primer contacto de Alfonso Clemente de Aróstegui con la capital romana data del año 1744, después de cinco años de estar desempeñando el cago de oidor de la audiencia de Zaragoza, al que había llegado después de su ascenso desde su anterior destino como alcalde del crimen en el mismo tribunal. Su etapa en la ciudad de los papas coincidió en parte con la de José Carvajal y Lancaster como secretario de estado del gobierno español, quien tenía, por otra parte, dos hermanos vinculados, como canónigos, al cabildo conquense: Álvaro e Isidro Carvajal (éste último llegaría algunos años después, a partir de 1760, a ocupar incluso el propio obispado, después de haber renunciado a la mitra de Barcelona). Quizá este hecho pudo pesar en el ánimo del primer ministro de Fernando VII en 1747, cuando, al fallecer el cardenal Acquaviva, dejando vacante el puesto de embajador en Roma, decidiera designar al conquense para sustituirle con carácter interino, en lugar de que lo hiciera, como era costumbre, el agente de preces. En este sentido, hay que tener en cuenta la especial circunstancia que presentaba la embajada de Roma, debido a la doble condición del papa como jefe de la Iglesia católica y jefe al mismo tiempo de un estado soberano: mientras el embajador era el representante del rey ante éste, el agente de preces era su representante solo para asuntos eclesiásticos.


Sin embargo, más allá de esa relación de amistad, que desde luego no esta probada, el propio Maximiliano Barrio atribuye su nombramiento a razones que podríamos calificar de puramente profesionales: “La relación de José Viana con el cardenal Troiano Acquaviva fue bastante buena por la sumisión e inactividad resignada, pues tenía presente los desagradables lances que habían tenido sus antecesores con los ministros de su tiempo por las comisiones que les habían encargado para el real servicio. Viana optó por la quietud que correspondía a una inacción resignada y quizá por eso nombró al auditor de la Tota, Clemente de Aróstegui, para que sustituyera al embajador en sus ausencias y enfermedades, relegando al agente, que tradicionalmente se había encargado de ello. Pero, además, Aróstegui dijo a Villarias que el agente del rey no tenía más trabajo que solicitar en los tribunales de Curia las bulas y gracias que se pedían de parte del rey o sus consejos, lo que realizaba por medio de un expedicionero […], por lo que sugiere que el cargo de agente se agregar a una de las auditorías de la Rota y se suprima.

Así pues, su interinidad no se limitó a la muerte del cardenal, sino que había ya sustituido también a éste en los periodos en los que Acquaviva tenía que ausentarse de Roma. El caso es que, fuera como fuera, el gobierno de España encomendó el cargo a Clemente de Aróstegui, ordenándole su traslado inmediato al palacio de la embajada, en la plaza que todavía sigue llamándose Plaza de España. El hecho provocó las protestas que agente de preces, José de Viana, protestad que ya se habían producido también a partir de 1745, cuando nuestro paisano había tenido que sustituir por primera vez a Acquaviva en la embajada.

Desde su llegada al palacio de la embajada, nuestro protagonista intentó solucionar algunos problemas que se venían repitiendo desde algún tiempo antes. Algunos de esos problemas estaban relacionados con el propio edificio de la embajada, para el que realizó un proyecto de mejora, que no llegó a realizarse, y con lo que se llamaba el barrio de la embajada, es decir, la zona franca que rodeaba el palacio, y que estaba bajo la jurisdicción del rey de España. Y es que el momento en el que Clemente de Aróstegui se hizo cargo de ésta, el barrio de la embajada era foco de un importante conflicto de intereses entre el gobierno español y el papa, que intentaba por todos los medios poner coto a esta zona de jurisdicción exenta. Aróstegui aumentó la extensión del franco, incluyendo en él la escalinata de la Trinitá dei Monti, solicitada desde antiguo por el embajador francés, y el colegio de Propaganda Fide, jurisdicción que fue respetada por Benedicto XIV, en parte gracias a la actitud mediadora que había manifestado siempre nuestro protagonista.

Sin embargo, los principales problemas a los que tuvo que enfrentarse venían dados fue el propio funcionamiento interno de la embajada, y por la gran cantidad de españoles sin trabajo que pululaban por la ciudad del Tíber, unos en espera de obtener beneficios en las diferentes diócesis, y otros, los soldados, por su especial idiosincrasia como elementos desestabilizadores. Recogemos otra vez las palabras del profesor Barrio: “Cuando Aróstegui se hizo cargo de la embajada, además de procurar mejorar las relaciones con el gobierno romano por los frecuentes incidentes que se producían en la jurisdicción del cuartel […], tuvo que hacer frente a los abusos de la dataría y el excesivo número de españoles que pululaban por la Corte romana con desdoro de la nación, así como a las amenazas y ataques que sufrían de los romanos por los rumores de los excesos que cometían los reclutadores. Como había sucedido otras veces, se esparcieron voces de que habían reclutado algunos jóvenes por la fuerza y, con el recuerdo de lo sucedido en 1736, se culpó a los españoles, porque algunos oficiales del ejército español que operaban en Italia, cuando estaban de permiso, se instalaban en el barrio de la embajada por razones de seguridad y había buenos albergues y hosterías”.

Más allá de esos problemas cuasados por los propios soldados desocupados, el problema principal venía dado por los propios eclesiásticos en espera de beneficio. En este sentido, continúa diciendo el profesor Barrio: “Mas complejo y difícil era el inveterado abuso que la dataría cometía en la provisión de los beneficios españoles. Primero, porque la retrasaba y esto, además de perjudicar a las iglesias, daba lugar a pleitos y enfrentamientos entre los nacionales. Segundo, por las continuas escalerillas que hacía en las provisiones, pues con un canonicato o beneficio grueso hacía tres o cuatro provisiones, de forma que ninguno quedaba acomodado y se multiplicaban las bulas, expediciones y bancarias. Tercero, porque no tenía en cuenta los méritos ni la conducta personal del provisto, lo que hacía más fácil imponer nuevas pensiones y aumentar las existentes. […] Y cuarto, por haber incrementado las propinas que se daban a los criados y familiares del datario y sus oficiales, que sumaban una cantidad importante.”

Para solucionar algunos de estos problemas, el conquense instituyó la Academia de la Historia Eclesiástica, con el fin de poder recoger toda la información disponible para hacer una historia general de las iglesias de España. Sin embargo, la academia prácticamente dejó de funcionar después de la marcha de Aróstegui de Roma, por el escaso apoyo que le ofreció su sucesor, el cardenal Portocarrero. La sustitución llegó además poco tiempo después, en 1748, una sustitución que no fue bien vista en algunos elementos del gobierno por los antecedentes políticos del nuevo embajador, que había formado parte del bando austracista desde la Guerra de Sucesión. También el profesor Barrio es bastante claro en este sentido: “¿Cómo es posible que se pensase en un destacado austracista para encargarle la embajada de Roma? La muerte del emperador y de Felipe V, así como la subida al trono de Fernando VI y la adhesión de España al tratado de Aquisgrán (1748), terminó por cerrar las heridas abiertas por la guerra de Sucesión española, y la lealtad que Portocarrero había tenido al emperador dejó de ser un obstáculo para acceder al cargo. Por ello, no es extraño que ante la inminente muerte del cardenal Acquaviva, el duque de Huéscar, embajador en París, vea en Portocarrero una posible solución para hacerse cargo de la embajada, y así se lo hizo saber a Carvajal […] Aunque Carvajal al principio mostró reticencias y prefería a Clemente de Aróstegui, acabó por aceptar la propuesta de Huéscar por la presión de Rávago y Ensenada.”

No obstante, desde Madrid el asunto no estaba plenamente cerrado, y se siguieron oyendo voces que reclamaban la destitución del cardenal y el nombramiento, para sustituirle, del diplomático conquense. Sin embargo, éste sería víctima inocente de un desliz del propio cardenal, que había hecho entrega al papa de un documento secreto. El incidente provocó la caída de Aróstegui, cuando en realidad debía haber sido al contrario, siendo sustituido en diciembre de 1749 en su cargo de auditor de la Rota, al que había vuelto desde la llegada del cardenal a la embajada (o del que en realidad nunca se había ido), por Manuel Ventura de Figueroa. Nuestro protagonista fue designado entonces miembro del Consejo de Castilla, regresando a la península después de realizar una breve visita a la corte de Nápoles, donde fue recibido por el rey Carlos VII, el futuro Carlos III de España. Y ya en la península, José Carvajal le encomendó la fundación de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando.

La carrera de Aróstegui no se ralentizó con ello. En enero de 1753 fue nombrado embajador del rey Fernando VI ante su hermano, el rey de Nápoles, quien más tarde le haría caballero de la Real Orden de Carlos III. En 1759 fue nombrado miembro del Consejo de Estado, y a partir de 1771, sería nombrado también comisario regio de la Santa Cruzada, cargo en el que permaneció hasta su fallecimiento, lo que sucedió en Madrid el 2 de octubre de 1774. Sería sustituido en el cargo por un viejo conocido, Manuel Ventura Figueroa, el mismo que le había sucedido antes como auditor de la Rota romana.

Para entonces, dos sobrinos suyos habían iniciado ya una vinculación permanente tanto con el cabildo catedralicio de Cuenca, como con el Ayuntamiento de la ciudad. En efecto, mientras uno de ellos, José Clemente de Aróstegui era nombrado capellán y canónigo de la catedral a mediados de esa centuria, su hermano Antonio Clemente de Aróstegui adquiría en enero de 1750 el título de regidor perpetuo de la ciudad, en sustitución de su suegro, Fernando de Herrera. Ambos eran hijos de José Clemente de Aróstegui Cañavate, hermano de nuestro protagonista, y de Quiteria Antonia Salonarde, descendiente de una importante familia de Buenache de Alarcón, dedicada también a la ganadería y a la trashumancia.



[1] Barrio Gonzalo, Maximiliano, La embajada de España en Roma en la primera mitad del siglo XVIII, Madrid, Ministerio de Asuntos Exteriores y de Cooperación, 2017.