martes, 26 de febrero de 2019

SOBRE ARQUITECTURA Y PATRIMONIO CONQUENSE


Se está desarrollando estos días em Cuenca, en la Sala Iberia de la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha, una interesante exposición sobre arquitectura y patrimonio, puesta en escena, una vez más, por los arquitectos del grupo Cuenca [in]accesible: Yanira Huertas. Carmen Mota, Fernando Olmedilla e Ignacio Vignolo. Sí, los mismos arquitectos que diseñaron, hace algunos meses, un hermoso proyecto de accesibilidad para la parte alta de Cuenca, un proyecto que, al menos de momento, la ciudad ha vuelto a perder por culpa de la política, olvidándose, una vez más, de subirse al vagón de la accesibilidad y del desarrollo.
              En esta ocasión, la propuesta de los cuatro arquitectos es una mirada hacia el pasado, sí, pero sin olvidarse nunca del futuro. Es una mirada al pasado, representado en la arquitectura modernista, una arquitectura que en Cuenca se está perdiendo. Pero una mirada con un proyecto de futuro, intentando evitar en todo momento que la destrucción de todo ese patrimonio modernista pueda ser completamente irremediable. Porque Cuenca tuvo, también, como otras ciudades españolas, un patrimonio modernista, modesto si se quiere, pero personal, como personales fueron también las propuestas realizadas durante el primer cuarto del siglo XX por sus dos arquitectos más destacados: Fernando Alcántara y Elicio González Mateo.
              Muchos de aquellos edificios se han ido perdiendo en las últimas décadas, sustituidos en el centro de la ciudad por modernas construcciones, cómodas pero impersonales, de ladrillo, cemento y mármol. Otras de esas construcciones todavía pueden salvarse, pero están en peligro de muerte, ahogadas por esas construcciones, en Carretería, José Cobo o la calle Cervantes. Un ejemplo es el recoleto quisco del parque de San Julián, testigo durante muchas décadas de la cultura conquense. La calle Colón o Calderón de la Barca murieron hace ya algunos años por culpa de las piquetas, por más que ésta última hay intentado, en algunos de esos edificios, mantener un estilo semiantiguo que, sin embargo, se desvanece por el empleo de nuevos materiales y la elevación sobredimensionada de las alturas.
              Salvar esa parte de la ciudad es lo que se proponen estos cuatro arquitectos con propuestas como la que ahora podemos contemplar. El llamado Edificio Catalina, construido en 1925 por el ya citado Elicio González, es paradigmático en este sentido. Levantado en la calle José Cobo, incorpora en su fachada, salvada ahora de la destrucción por la iniciativa particular, todas las características constructivas de la persona que lo trazó: arquerías en su parte superior, balconajes que se asoman a la calle, más allá de la propia línea de la fachada, adornos con azulejos cerámicos,… Todas las características que son propias de la arquitectura conquense en un tiempo determinado de su existencia, y que están a punto de perderse para siempre, si nadie lo remedia.
              Una idea sobrevuela sobre toda la exposición: la llamada teoría de los cristales rotos. La teoría fue propuesta en 1982 por James Q. Wilson y George L. Kelling en la revista norteamericana The Atlantic Monthly, en base a un experimento anterior que había sido realizado por el psicólogo Philip Zimbardo. El experimento consistió en dejar abandonado un coche, sin matrícula y con las puertas abiertas, en dos barrios muy diferentes entre sí, el Bronx en Nueva York y Palo Alto en California. Un barrio deprimido y habitado principalmente por personas con pocos recursos y elevados niveles de delincuencia, el primero, y uno de los principales barrios de todo el estado atlántico, el segundo, habitado por personas de un nivel social y económico bastante elevado. El resultado era el de prever: mientras en el Bronx el coche había quedado en muy pocos días desvalijado por completo, en Palo Alto permaneció durante muchos días inalterado; nadie lo había tocado. Sin embargo, la situación en este último barrio cambió por completo cuando el propio Zimbardo inició con un martillo la destrucción del vehículo; a los pocos días, éste quedó tan destrozado como que el que el psicólogo había abandonado en el Bronx.
              ¿De qué manera se puede aplicar la teoría de los cristales rotos a la arquitectura y al patrimonio conquense? La respuesta, desde luego, es bastante clara, y paralela con otras aplicaciones que la teoría ha tenido en muy diferentes campos, entre ellos, en el de la criminología. En 1996, el propio Kelling publicó con Catherine Coles el libro Arreglando ventanas rotas. En el texto, los autores defienden que, para eliminar o disminuir el vandalismo en las ciudades, es indispensable mantener los entornos urbanos en condiciones óptimas de habitabilidad. Y ello pasa, sin duda por la adecuada restauración y mantenimiento de sus edificios. También, y sobre todo, cuando estos forman parte de la historia de una ciudad.  

viernes, 22 de febrero de 2019

EL PRONUNCIAMIENTO MODERADO DE 1843 EN CUENCA (I)


El final de la Primera Guerra Carlista había elevado al poder al general Baldomero Espartero, principal líder de los liberales en el conflicto, expulsando de la regencia a la reina madre, María Cristina de Borbón, una vez había sido descubierto su matrimonio morganático con el taranconero Fernando Muñoz, su joven guardia de corps. Sin embargo, la política extremadamente progresista del nuevo regente no gustó a muchos, ni en el ejército ni en el conjunto de la sociedad, y apenas tres años más tarde, en el verano de 1843, todo estaba ya preparado para un nuevo pronunciamiento militar y civil, esta vez de carácter moderado, que estaba liderado por el granadino Ramón María de Narváez. No es éste el lugar más adecuado para intentar describir, en toda su complejidad, la sucesión de los acontecimientos que permitieron el acceso al poder de los moderados y la declaración de la mayoría de edad de Isabel II, que puso fin al período de regencia. A manera de resumen, sí podemos decir que, después de una serie de intentos que se sucedieron durante todo el trienio (O’Donnell en 1841, la revuelta de las Bullangas catalanas en 1842), Narváez iniciaría en 1843 un nuevo pronunciamiento contra el regente en Valencia, que muy pronto se extendería por otras regiones de España, principalmente en Cataluña, Galicia y, sobre todo, Andalucía. Una de las primeras ciudades en pronunciarse fue Málaga, el 24 de mayo, y muy poco tiempo después lo hicieron también Granada, Almería y Algeciras. Sevilla no lo hizo hasta el 11 de junio, pero para entonces, todo el país era ya un clamor contra el regente, que en estos tres años se había convertido para muchos en un verdadero tirano.
              La ciudad de Cuenca también fue una de las ciudades que se pronunciaron contra Espartero, aunque también lo hizo relativamente tarde, el 14 de junio, pocos días después de que se levantara Sevilla. En efecto, ese mismo día, algunos de los prohombres de la ciudad se hicieron con el poder y se levantaron contra Espartero, creando la llamada Junta Superior de la Provincia de Cuenca, que enseguida se declaró seguidora de Narváez, suprimiendo temporalmente la Diputación Provincial y destituyendo al jefe político de la misma, Matías Guerra. Éste, en vista del cariz que estaban tomando los acontecimientos, escapó de la ciudad antes de poder ser detenido. El acta de constitución de la junta, tal y como en su día fue transcrita por José Luis Muñoz, refleja claramente el sentir político de una parte importante de la población conquense en aquellos instantes inciertos:
              “En la M.N. y M.L. ciudad de Cuenca, a catorce de junio de mil ochocientos cuarenta y tres, siendo como las cuatro de la tarde se notó movimiento en la capital de resultas del toque de generala que hacían los tambores de la Milicia Nacional, recorriendo las calles, en cuyo motivo principió a reunirse aquellos y otros muchos ciudadanos, atraídos por sus compromisos, lo cual, notado desde los primeros momentos por el Sr. Alcalde, dispuso instantáneamente la convocación del Ayuntamiento en sus salas consistoriales, y de las personas que por la mañana habían asistido a la reunión acordada por el señor Gefe [sic] político, y otras varias más que el Ayuntamiento creyó podrían contribuir a la conservación y mantenimiento del orden y seguridad de los habitantes de esta población, las que se presentaron concurriendo más o menos presto, según fue llegando a su noticia esta novedad. Así constituido el Ayuntamiento y demás individuos de que queda hecha mención, se presentó el segundo comandante de la Milicia Nacional de Infantería, D. Rafael Nestares, acompañado de varios oficiales e individuos de las demás clases de ella, y manifestó iban en comisión de la misma para hacer presente los deseos de que estaba animada para secundar las miras de sus compañeros de armas en diferentes puntos de la península, como las capitales de Cataluña, Valencia y otras partes, de que se tenía noticia por los papeles públicos y cartas particulares, ocurriendo a la salvación de la Patria, de la Constitución y de la Reina, pronunciándose franca y libremente, y ofreciéndose a derramar hasta la última gota de su sangre por tan caros objetivos, sin lo cual no quedarían satisfechos los deseos de la benemérita milicia ciudadana, que ya se hallaba reunida en la plaza, y los deseos de otras muchas personas comprometidas por la causa de la libertad, asegurando al mismo tiempo que sólo esos principios eran de los que estaban poseídos, y que respondían a todo trance que la tranquilidad pública y el reposo de los ciudadanos no serían alterados bajo ningún concepto, las leyes acatadas y las autoridades respetadas, pues que su noble y espontáneo pronunciamiento no llevaba otro fin que el que ya va manifestado.
              En vista de ello, el Ayuntamiento y todos los concurrentes, deseosos de que no hubiese el menor pretesto [sic] ni motivo que pudiese comprometer en lo más mínimo la suerte de este leal vecindario, al igual de que convencido de que el objeto de las ansias de la Milicia y Patriotas, era el de entender justo y generoso por tratarse de mantener ilesa la Constitución del país, el Trono de la Reina doña Isabel II y las libertades patrias, que tantos esfuerzos y sacrificios ha costado a la Nación, oída asimismo la opinión de los ciudadanos presentes, estimó debía acceder a la propuesta significada por la Milicia para aquietar los ánimos, y que resultase el menor disgusto ni perjuicio a la población; que en él tenía depositada su confianza, y por cuyo bienestar se había desvelado, y debía desvelar más en tan críticas circunstancias. Y pasando a conferenciar sobre el modo de llebar [sic] a efecto estas miras de común acuerdo, y esplorada [sic] la voluntad de la Milicia de ambas armas, así como la de los ciudadanos enunciados, se dispuso como de urgente necesidad la formación de una Junta de gobierno, compuesta de individuos de todas las clases, y poniéndolo en ejecución, por unanimidad recayó el nombramiento de vocales en los señores D. Nicolás López, Comandante general de la provincia para presidente, D. Andrés Burriel de Montemayor, D. Cecilio María Bruse, D. Galo Peñalver, D. Luis Piñango, D. Miguel del Castillo, D. Rafael Nestares, D. Manuel López Santaella, D. Fermín Caballero, D. José Filiberto Portillo y D. Amalio Ayllón, lo que produjo el apetecido fin de calmar la efervescencia de los ánimos, cambiándose en general regocijo y vivas a los elegidos, retirándose del consistorio todos los concurrentes en medio del mayor orden, vitoreando a la Reina, la Constitución y la libertad. Quedaron en ellos que de dichos Señores nombrados estaban a la sazón en este local para la instalación de la Junta, y poder proveer a las necesidades que ocurrieren según la situación, sin que se experimentase otra novedad en la población, continuando en la mayor calma y serenidad, dedicándose sus habitantes a sus ordinarias ocupaciones y negocios.”[1]
              Antes de continuar con el desarrollo de los acontecimientos, conviene dar algunos datos biográficos sobre las personas que constituían aquella junta, en la que estaban representados elementos procedentes de la política, la milicia, e incluso la religión. De la religión procedía Manuel López Santaella, un joven sacerdote sevillano que desde algunos años antes formaba parte del cabildo catedralicio como arcediano de Huete. Había sido anteriormente diputado por Sevilla, pero la regencia de Espartero le obligó a abandonar la capital madrileña y regresar a su cargo en la catedral conquense, donde en el momento del pronunciamiento dirigía el cabildo catedralicio. Y después de la victoria de los moderados sería elegido senador por la provincia de Cuenca, llegando a ocupar posteriormente los cargos de senador vitalicio y Comisario de la Santa Cruzada.
              Por su parte, Andrés Burriel de Montemayor era hijo de Pedro Andrés Burriel López, un experimentado jurista de Buenache de Alarcón, que había llegado a ser, entre 1786 y 1789, regente de la Real Audiencia de Cataluña; por otra parte, éste era además hermano de dos conocidos jesuitas, Andrés Marcos y Pedro Burriel, que habían destacado respectivamente en el campo de la arqueología y la teología. También procedente de la política, pero desde un punto de vista más local, era Luis del Castillo, quien descendía de una de las más importantes familias conquenses, que a lo largo de la centuria anterior había dado varios regidores al Ayuntamiento de la ciudad. Y como lo sería más tarde Cecilio María Bruse, que en aquellos años intermedios del siglo XIX iniciaba su carrera política, una carrera que le auparía en la primera mitad de los años sesenta al cargo de alcalde de la ciudad. Finalmente, en lo que a los junteros procedentes del estamento civil se refiere, sin duda uno de los más importantes elementos de ésta era Fermín Caballero Morgaéz: también oriundo de la provincia, de Barajas de Melo, era ya entonces un político de éxito en la capital madrileña, impulsado a ésta por su profesión como geógrafo y topógrafo y por su dedicación al periodismo. Autor de importantes trabajos en el campo de la topografía, dirigió varios periódicos que eran editados en la capital, llegando a ser alcalde de Madrid, e incluso ministro de la Gobernación, precisamente después de la victoria moderada contra Espartero.
              Pero detrás del pronunciamiento conquense, ya lo hemos visto, se hallaba el regimiento provincial de milicias, y por lo tanto, eran los militares los que tenían que jugar un papel importante en la junta. Militar era su presidente, Nicolás López, quien en el momento del pronunciamiento era el comandante general de la provincia, y militar era también, y segundo jefe del regimiento, la persona que había puesto voz a los pronunciados en el propio pleno municipal, Rafael Nestares. También procedente de la propia milicia nacional, aunque quizá para entonces ya estuviera retirado del servicio activo, era Luis Piñango, quien ya en 1823, veinte años antes, como teniente del regimiento provincial, había protagonizado, junto al comandante José Albornoz, disputadas correrías por los territorios manchegos contra las partidas absolutistas, en defensa del régimen liberal del trienio.
             
Sin embargo, el verdadero impulsor del levantamiento quizá sería el coronel José Filiberto Portillo Fernández de Velasco, quien, a pesar de su juventud, mandaba el regimiento provincial de Cuenca en aquel momento. Aunque éste había nacido en Valencia en 1810, descendía de dos importantes familias manchegas, pues era hijo de José Portillo Clemente de Aróstegui y de Ana María Fernández de Velasco. Si bien la madre descendía de una importante familia de Pozorrubio de Santiago, el padre, José Portillo, caballero de la orden de Santiago, era hijo a su ver de Francisco Antonio Portillo de Escandón y de Catalina Clemente de Aróstegui y Salonarde; ambos, como sabemos, eran descendientes de sendas familias nobiliarias de Villanueva de la Jara. En su juventud había iniciado sus estudios militares en la elitista arma de ingenieros, pero los tuvo que abandonar muy pronto, al haber fallecido su padre, incorporándose al cuerpo de milicias provinciales, y fogueándose en la Primera Guerra Carlista. Hizo una carrera meteórica, y en 1942 ya estaba al mando del regimiento provincial de León, siendo trasladado al principios del año siguiente al de Cuenca. El mismo año del pronunciamiento de Narváez iniciaría su carrera política, siendo nombrado primero gobernador de Málaga, y algún tiempo después llegaría a alcanzar la jefatura del Estado Mayor del ejército. Por este motivo se vio obligado a abandonar la unidad conquense, en la que fue sustituido por el coronel Santiago Álvarez Novoa.
              En este sentido, no hay que olvidar el papel desempeñado por su unidad, el regimiento provincial de Cuenca, en todo el pronunciamiento moderado. Y es que el 1 de junio, apenas unos días antes del pronunciamiento moderado en la ciudad del Júcar, la unidad, o al menos una parte de ésta, había recibido del propio Espartero la orden de incorporarse al ejército de Andalucía, que estaba al mando del general Juan Van Halen, con el fin de ayudar a sofocar la revuelta en el sur del país. La presencia de la plana mayor del regimiento todavía en la ciudad el día 14 hace pensar que sólo había sido movilizado alguna de sus compañías, y no la unidad al completo, pero lo cierto es que esa movilización ha sido confirmada tanto por cierta escritura de poder notarial redactada por uno de los soldados de la unidad, Santos Abarca[2], como por el hoja de servicios del sargento primero Vicente Santa Coloma, del que posteriormente se hablará más detenidamente[3].
            
  El caso es que la unidad nunca llegaría a participar activamente en la ofensiva contra los sublevados. Por el contrario, el propio regimiento, que por entonces se encontraba reforzando las tropas esparteristas que cercaban Sevilla, que, como sabemos, también se había pronunciado contra el regente, abandonó el cerco y se adhirió también al pronunciamiento, dirigiéndose hacia Granada, otra de las ciudades que también se había sublevado. Poco tiempo después, la bandera del regimiento ya ondeaba en la ciudad nazarí, llevada hasta allí, personalmente, por el propio sargento Vicente Santa Coloma, y todos los oficiales y los suboficiales de la unidad que habían participado en este hecho, fueron ascendidos al grado o el empleo inmediatamente superior al que tuvieran en esos momento; Santa Coloma, que había tomado parte activa en el hecho, según consta en su hoja de servicios, fue ascendido, a la vez, al grado y empleo de subteniente, aunque en los años siguientes tuvo que pleitear para conseguir que se le reconociera ese doble ascenso, que en el caso de sus compañeros había sido sencillo. La proximidad de las fechas entre el pronunciamiento conquense, el 14 de junio, en la que había desempeñado un lugar importante la parte del regimiento que había permanecido en la ciudad, y la del propio regimiento, en tierras andaluzas, el 20 de junio, nos hace pensar que aquello no era una casualidad, y que existía una cierta comunicación entre la plana mayor de la unidad y la compañía o compañías que habían sido movilizadas.
              Por falta de espacio, no podemos desarrollar tampoco el curso de los acontecimientos que siguieron en la capital conquense al pronunciamiento contra Espartero en los días siguientes, hasta el 10 de julio, cuando las tropas que había enviado el regente para sofocarlo, que habían cercado la ciudad pero que no se habían atrevido a tomarla, abandonaron la ciudad del Júcar y emprendieron la retirada, en dirección hacia Albacete (esto se desarrollará más detenidamente en la entrega de la próxima semana). Otras regiones españolas necesitaban del recurso de estas tropas, entre ellas la propia capital sevillana, donde Van Halen no había conseguido derrotar a los insurgentes. Por este motivo, fue el propio Espartero quien se dirigió hacia allí, ordenando bombardearla sin miramientos con la población civil. Sin embargo, la ciudad del Guadalquivir resistió el feroz ataque progresista hasta el punto de que el dictador, derrotado finalmente, no tuvo más remedio que emprender la retirada hacia El Puerto de Santa María (Cádiz), lugar desde el que, a través de Gibraltar, inició el 30 de julio el exilio en Inglaterra. Unos días antes, los moderados habían derrotado también a los progresistas en Torrejón de Ardoz (Madrid), iniciando de esta manera una nueva etapa de la historia de España.
              El 23 de julio se había nombrado en Madrid un nuevo gobierno interino de carácter moderado, bajo la presidencia de Joaquín María López, en el que figuraban dos ministros conquenses: Mateo Miguel Ayllón, de Hacienda, y el citado Fermín Caballero, de Gobernación. El papel desempeñado por ambos en el pronunciamiento fue, como hemos visto, importante, uno de ellos como miembro directo de la Junta constituida a tal efecto, Caballero, y el otro, Ayllón, a través de uno de sus familiares directos: Amalio Ayllón. Aquel gobierno duró apenas unos meses, pues el 8 de noviembre se declaró la mayoría de edad de Isabel II, siendo proclamada dos días después,  en una sesión solemne de las Cortes. Finalmente, el 20 de ese mismo mes se nombraba un nuevo gobierno, también de carácter moderado, bajo la presidencia de Salustiano Olózaga. Pero antes de que eso ocurriera, el 14 de septiembre, el todavía presidente, José María López, y el todavía ministro de Gobernación, Fermín Caballero, estampaban su firma en el decreto por el que se le otorgaba a la ciudad de Cuenca, en recompensa por su heroico comportamiento durante el pronunciamiento contra Espartero, un nuevo título más que añadir a los que ya había obtenido a lo largo de los siglos, el de Impertérrita:
              “En consideración al mérito que en el último alzamiento ha contraído la ciudad de Cuenca, resistiendo sin un soldado los esfuerzos de las divisiones Enna y Triarte, y manteniéndose decidida a la vista del cuartel general del exregente, sin reparar en sacrificios ni compromisos por sostener la causa de la Nación, el Gobierno provisional ha decretado lo siguiente en nombre de S.M. la Reina doña Isabel II:

              Artículo único: La ciudad de Cuenca añadirá a sus antiguos títulos del muy noble y muy leal, el de IMPERTÉRRITA.
              Dado en Madrid, a catorce de septiembre de mil ochocientos cuarenta y tres = Joaquín María López, presidente. El Ministro de la Gobernación de la Península, Fermín Caballero.”




[1] Muñoz, José Luis, “El día que Cuenca quedó impertérrita”, en Olcades, tomo 3, 1981, pp. 277-285.
[2] Archivo Histórico Provincial de Cuenca. Sección Notarial (P-1628). Manuel Pedraza (1842-1843). Exp. 1. Ff. 519-519v.
[3][3] Ministerio de Defensa. Archivo General Militar de Segovia. Personal. Sección Primera.  Legajo S-1556. Expediente del subteniente Vicente Santa Coloma Molina. Para profundizar más en el papel desempeñado por este militar conquense en el pronunciamiento, ver: Recuenco Pérez, Julián, El león de Melilla. Federico Santa Coloma: un general a caballo entre el liberalismo y el africanismo, Cuenca, Diputación Provincial, 2018, pp. 92-116.

sábado, 16 de febrero de 2019

UNA INTERESANTE HISTORIA DE LA IMPRENTA CONQUENSE EN EL SIGLO DE ORO


Aunque publicado en el año 2002, el libro La imprenta en Cuenca (1528-1679), de Paloma Alfaro Torres, tiene todavía el valor de un texto que todavía no ha sido superado por nuevas investigaciones posteriores. Y, sobre todo, de la propia temática en la que está inserto. Porque la imprenta, desde su nacimiento en 1440, al menos en el mundo occidental, ha estado siempre ligado al mundo de la cultura y de la civilización. Por eso, conocer de qué manera se desarrolló ese invento de Johannes Gutenberg en una ciudad pequeña como Cuenca, pero instalada en aquella época en la efervescencia propia de una actividad económica creciente, al menos durante el siglo XVI, es conocer también una parte vital de aquella ciudad renacentista y barroca.
              El libro de Paloma Alfaro surgió a raíz de su propia tesis doctoral, que bajo el título de Tipobibliografía conquense (1528-1579), fue defendida en la Universidad Autónoma de Madrid en 1997. En la obra, la autora hace un recorrido por ciento cincuenta años de imprenta en la ciudad del Júcar, desde el establecimiento en ella de su primer impresor conocido, Francisco de Alfaro (no existe ninguna relación familiar entre el impresor y la autora del libro), llegado hasta ella desde la vecina Toledo, hasta el cierre definitivo del último taller de la edad moderna, el de Antonio Núñez Enríquez, sumida ya la ciudad en plena crisis del siglo XVII. Y sin olvidar tampoco los precedentes históricos, representados por el efímero taller que el calígrafo e impresor ambulante Álvaro de Castro, estableció en Huete entre 1484 y 1485, en plena época del libro incunable.
              El conocimiento de la imprenta conquense es complicado de hacer, por la dispersión de los libros impresos en Cuenca. Por ello, el trabajo de Paloma Alfaro es mucho más de agradecer por el conjunto de los conquenses. Una imprenta, la conquense, que siempre ha venido marcada por la existencia, ya desde aquellos años, de una importante fábrica de papel en la ribera del río Huécar. Y una imprenta que siempre ha estado vinculada, también, al cabildo diocesano, que se constituyó ya desde aquellos años en el más importante comitente de los impresores, a quienes encargó una gran cantidad de trabajos, sermonarios, constituciones sinodales, libros de devoción,… Pero en esta historia aparecen también otros personajes importantes de aquella ciudad histórica, que en la primera mitad del siglo XVI vivía en el cénit de su desarrollo cultural y demográfico. Personajes ya conocidos por otras investigaciones históricas, investigaciones sobre diferentes aspectos de nuestra historia; personajes como Fernando de Valdés, el padre de los gemelos Alfonso y Juan de Valdés, quien, en 1528, firmó un contrato con los impresores Francisco de Alfaro y Cristóbal Francés, por el que ambos se obligaba a imprimir cien oficios a la Virgen María, a cambio de un pago de doscientos reales.
              Gracias a todos estos impresores, que trabajaron en Cuenca en los años gloriosos de nuestra Edad de Oro, los conquenses pudieron leer las obras de algunos de aquellos escritores, que fueron gloria de las letras españolas. Escritores como Jorge Manrique o Lope de Vega, de cuyas obras se realizaron en Cuenca algunas impresiones más o menos interesantes. Y por otra parte, también las obras de algunos escritores conquenses vieron la luz por primera vez en aquellos talleres, a pesar de que la mayor parte de ellos apenas permanecieron abiertas en Cuenca unos pocos años: el jesuita Luis de Molina, experto teólogo y jurista, contrario al determinismo y declarado defensor del libre albedrío; el taranconero fray Melchor de Huélamo, autor de una de las más importantes historias de la provincia franciscana de Cartagena; el también franciscano fray Pedro Simón, de San Lorenzo de la Parrilla, uno de los más importantes, y desconocidos, cronistas de Indias,…
              Durante el siglo XVII, la ciudad de Cuenca va a entrar en una profunda crisis, una crisis que ya empezaba a vislumbrarse sobre todo desde el último tercio de la centuria anterior. Y también, como no podía ser de otra forma, la imprenta conquense empezó también a verse afectada por esa aguda crisis, que en realidad, por otra parte, no dejaba de reflejar incluso la propia crisis nacional de toda la imprenta española. En Cuenca, los tipos tienen muestras claras de desgaste y degradación, y empiezan a abundar también los errores tipográficos, pese a algunas excepciones importantes, como la del impresor Salvador de Viader. Sin embargo, son también los años de José de Villaviciosa, conquense a pesar de su nacimiento en Sigüenza (Guadalajara), poeta burlesco a pesar de su condición eclesiástica y de ser miembro del cabildo diocesano como arcediano de Moya (aunque renunció al cargo a favor de uno de sus parientes), y su obra más famosa, La Mosquea, que fue impreso por primera vez en 1615 en Cuenca, en la casa de Domingo de la Iglesia.
              El propio Domingo de la Iglesia, junto a su homónimo Julián de la Iglesia, posiblemente hijo suyo, y al también citado Salvador de Viader, fue uno de los últimos impresores que mantuvieron su taller abierto en la ciudad del Júcar. Los primeros lo cerraron en 1637, mientras que Viader mantendría su casa abierta hasta 1654. Desde entonces, sólo el breve paréntesis representado por Antonio Núñez Enríquez, entre 1670 y 1679, interrumpiría brevemente un largo silencio, una etapa histórica sin presencia de la historia en nuestra ciudad, hasta principios del siglo XIX, momento en el que se establecieron Fernando Antonio de Lamadrid, primero, a instancias del obispo Antonio Palafox, y más tarde Valentín Mariana, dando inicio de esta forma a un taller que terminaría por convertirse en el más duradero de toda la historia de la imprenta conquense, abarcando buena parte de todo el siglo XIX a través sucesivamente de Pedro y Manuel Mariana hijo y nieto de Valentín. Sin embargo, esas son ya otras historias, otros periodos de la historia de Cuenca, ajenos ya a la obra de Paloma Alfaro.   

sábado, 9 de febrero de 2019

UN VENTANUCO ABIERTO A UNA ETAPA TRISTE DE NUESTRO PASADO


Este nuevo libro de Ángel Luis López Villaverde, decano de la Facultad de Periodismo de la Universidad de Castilla-La Mancha, y profesor de historia contemporánea de la misma universidad, por más que en apariencia sólo sea la biografía de su propio abuelo, Gervasio Alberto López Crespo, un maestro republicano asentado en Almagro (Ciudad Real), en realidad es mucho más que eso. Porque El ventanuco, Tras las huellas de un maestro republicano es también, para los conquenses, la biografía de un conquense más, que había nacido en el pueblo alcarreño de Villaconejos de Trabaque, aunque terminara sus días en un no tan lejano pueblo manchego, o ciudad, como el autor se encarga de repetir a lo largo de sus páginas, a la que le llevó su profesión. Y para todos los lectores, en general, se trata de una investigación más profunda, sobre cómo se vivió la república y la guerra civil en esa ciudad encajera.
              Porque en realidad, las investigaciones del profesor López Villaverde van mucho más allá de los datos personales que suponen una biografía, la biografía de sus propios íorígenes familiares. El autor, a lo largo de las páginas de este nuevo libro, amplia el foco de sus intereses para ofrecer al lector algunos datos interesantes que van mucho más allá de ese recorrido personal del maestro republicano. Así, el biógrafo se convierte en historiador, en toda la extensión de la palabra, aproximándonos una vez más, pero desde otro punto de vista, a lo que en realidad ha sido siempre sus verdaderos intereses historiográficos: la segunda república, la guerra civil, la primera posguerra,… Hace ya casi cincuenta años que el historiador italiano Carlo Ginzburg demostró, con su libro El queso y los gusanos, que la microhistoria puede ser también una buena forma de hacer historia “con mayúsculas”.
              Quiero hacer sobre todo hincapié en una de las aseveraciones de López Villaverde: la guerra civil puede y debe ser contada, debe ser conocida por las generaciones actuales, porque sólo el conocimiento del pasado puede evitar que el dolor de la historia vuelva a repetirse. La transición, en mi opinión, no buscó en realidad un pacto de silencio sobre ese pasado que supone la guerra civil, y la prueba es que, a partir de ese momento, el número de libros publicados sobre esta etapa de nuestro pasado ha seguido aumentando paulatinamente. La transición, lo que buscó en realidad, fue un pacto de perdón, de reconocimiento mutuo de culpabilidad y de victimismo. Culpabilidad y victimismo que no debe entenderse nunca de un cincuenta por ciento, pero tampoco, como ese cien por cien para unos y cero por ciento para otros; en realidad, no se trata de números y de porcentajes, sino de una realidad que está ahí.
              Ángel Luis López Villaverde también recoge en las páginas de su libro esa parte de culpabilidad que tuvieron unos y otros en el conflicto, en un enfrentamiento sangriento que nunca debió producirse, por más que, como él dice, todo fue producto del levantamiento militar del 18 de julio. Los tres primeros capítulos de la tercera parte del texto (bajo el título de “Violencia roja y azul”) son bastante clarificadores en este sentido. En efecto, hubo una violencia roja y otra violencia azul en los primeros meses de la guerra, que el autor trata de explicar desde el punto de vista antropológico en el capítulo siguiente de esa misma parte, titulado “A sangre y fuego”; como el libro de relatos ambientados en la guerra que escribió Manuel Chaves Nogales. La cita es amplia, pero clarificadora de lo que pasó en España en 1936:
              “La pregunta es, ¿cómo explicar tales atrocidades en un contexto bélico o posbélico? La filósofa de origen judío Hannah Arendt, explicó el terror y el horror nazi, el comportamiento de sus dirigentes, mediante el principio de la <>, según el cual no era necesario tener una personalidad diabólica para convertirse en un asesino de masas si las circunstancias eran propicias para la irracionalidad política. Es perfectamente extrapolable al caso español, en ambas retaguardias. Durante la Guerra Civil, señalar al enemigo fue el primer paso para aceptar la violencia como algo irreversible y necesario… Durante la Guerra Civil, el enemigo era colectivo. Los revolucionarios señalaban al enemigo de clase, al propietario o, genéricamente, al poderoso, en cuyas manos descansaba el control de la vida material o espiritual. Ahí se incluía también al religioso, una presa fácil para el verdugo si era fraile o monje, al concentrarse en un espacio físico, el convento o el monasterio, aislado del entorno. En la otra retaguardia, los contrarrevolucionarios marcaban como tal al obrero, en particular al huelguista, y a quien competía con el clérigo en su cruzada religiosa con un apostolado de valores cívicos y republicanos, el maestro y el masón. Naturalmente, aunque colectivo, ese enemigo tenía rostro. El azar -de estar en una u otra retaguardia-determinó el orden de muchas víctimas y verdugos. Tras ver la sangre derramada durante el verano de 1936 por milicianos frentepopulistas en la republicana o por milicias falangistas o requetés en la sublevada, puede deducirse que muchos de quienes dispararon o fueron asesinados, hubieran podido intercambiar los papeles de ser otra la autoridad militar a su frente. Sin la sublevación del 18 de julio nada hubiera ocurrido como lo hizo. No estaba nada escrito ni predeterminado. No sirve para rebajar responsabilidades, pero sí para contextualizar lo ocurrido.”
              Si estoy plenamente de acuerdo en casi todo lo que escribe el profesor López Villaverde, no puedo dejar de manifestar mi desacuerdo con alguna de las frases que aparecen en el prólogo de Luis Arroyo Zapatero, profesor de derecho penal en la misma Universidad de Castilla-La Mancha, de la que fue durante muchos años rector y ahora sigue siendo rector honorario: “Cuando por razones severas se apaga la luz de la civilización y sus controles, los criminales campan por sus respetos, como lo vemos cuando en las grandes metrópolis cae el alumbrado durante horas… Como penalista lo tengo claro: el responsable principal, el mayor, es el que apaga la luz.” Cuando se comete un crimen -él, como penalista, lo sabe-, el verdadero culpable es el que ha cometido el crimen, no el que ha apagado la luz para facilitar su impunidad. Pero siguiendo con su metáfora, quizá se podría decir que incluso antes de que nadie apagara la luz de la civilización en 1936, habían saltado ya los plomos, a partir del mismo 1931, por su exceso de intensidad en la corriente eléctrica. Más allá del hecho de que las primeras quemas de iglesias, en algunas ciudades, se habían realizado ya durante el primer año de la república, se pueden citar incluso las palabras de alguien tan poco sospechoso contra la república, al menos en un primer momento, como fue José Ortega y Gasset. “No es eso, no es eso”, gritaba el ensayista español, uno de los intelectuales que firmaron en 1931 el manifiesto a favor de la república, cuando empezaba a darse cuenta de hacia dónde caminaba el nuevo régimen.
              López Villaverde, en fin, deja bastante clara su postura ideológica en todo este asunto de la guerra civil, y lo hace, desde luego, desde la honestidad intelectual, algo que se le debe pedir a todos los historiadores, aunque no siempre se cumple, desde un lado y otro del espectro ideológico. Y sin necesidad de buscar culpables, más allá de los propios hechos estudiados. Los historiadores debemos ser notarios de la historia, no fiscales ni abogados, porque al final, como escribió el propio Ortega y Gasset, cada uno es, además de sí mismo, las circunstancias en las que le ha tocado vivir.   

viernes, 1 de febrero de 2019

UN NUEVO LIBRO DEL PROFESOR IBÁÑEZ MARTÍNEZ


Recientemente ha salido a la luz un nuevo libro del profesor Pedro Miguel Ibáñez Martínez, uno de nuestros expertos más reconocidos en el conocimiento del arte conquense. Especialista en la pintura conquense del Renacimiento -su tesis, bajo el título precisamente de Pintura conquense del siglo XVI, fue publicada en tres tomos por la Diputación Provincial de Cuenca-, realizó después diferentes estudios monográficos sobre algunos pintores renacentistas que, nacidos unos en la capital conquense, como los miembros de la dinastía Gómez, o llegados otros a ella, procedentes de otras regiones, como Fernando Yáñez de la Almedina -quien, desde su terruño en la Mancha, viajó hasta Italia, donde fue alumno del propio Leonardo da Vinci-, desarrollaron aquí gran parte de su labor artística. Pero entre la bibliografía de Ibáñez figuran también otros trabajos interesantes, relacionados casi siempre con la historia del arte, como sus interesantes estudios sobre las Casas Colgadas, o sobre las dos vistas que el paisajista holandés Anton van den Wyngaerde realizó de la ciudad del Júcar en el siglo XVI.           
              En este nuevo trabajo, que ha sido publicado otra vez por la Universidad de Castilla-La Mancha y por el Patronato Universitario Cardenal Gil de Albornoz, dentro de su programa de estudios titulado Cuenca recóndita de la Facultad de Ciencias de la Educación y Humanidades, el profesor Ibáñez, catedrático de escuelas universitarias, ha modificado relativamente el interés cronológico y temático de sus anteriores investigaciones. Porque si bien el tema de esta nueva publicación no se aparta en absoluto del tema general de todo su currículo investigador, la historia del arte, y especialmente la historia del arte conquense, el autor ha preferido, para esta ocasión, el estudio de un aspecto diferente, que ha sido escasamente tratado por los especialistas: la arquitectura civil gótica, y en concreto, una parte de esa arquitectura que suele pasar casi siempre desapercibida: los alfarjes.
              En efecto, su nuevo título trata de explicar y descubrir a los curiosos amantes de nuestra historia, las escasas, pero siempre interesantes, muestras de alfarjes, que aún permanecen ignorados en el interior de nuestros palacios góticos. Palacios que, todos ellos, tienen en común la escasa visibilidad que muestra para el visitante, pues casi siempre permanecen escondidos bajo otras arquitecturas posteriores, que muchas veces, además, fueron poco respetuosas con la estructura original del edificio. A lo que hay que añadir, también, el hecho de que actualmente, muchos de ellos, se encuentran en manos privadas, lo que dificulta enormemente el estudio y la contemplación de la obra. Sólo el Palacio Episcopal es la excepción a ese común denominador, aunque también en este caso permanece la dificultad de su estudio por parte de los especialistas.
              El diccionario de la Real Academia de la Lengua, en su tercera acepción, define la palabra “alfarje” de la manera siguiente: “Techo con maderas labradas y entrelazadas artísticamente, dispuesto o no para pisar encima.” No es exactamente lo mismo que “artesonado”, que es definido por el mismo diccionario como “techo, armadura o bóveda con artesones de madera, piedra u otros materiales, y con forma de artesa invertida”. Son conocidos algunos artesonados interesantes en la provincia de Cuenca: los del castillo de Belmonte, el del refectorio del monasterio de Uclés, el de la sala capitular o el de la capilla Honda, ambos dentro de los muros catedralicios,… Sin embargo, estos alfarjes que ahora nos descubre el profesor Ibáñez, eran hasta ahora desconocidos para el curioso, y son testigos de un pasado conquense muy diferente al presente que nos ha tocado vivir; un pasado glorioso, el de un siglo XV en el que Cuenca, apoyada en su riqueza ganadera, se había convertido en algo parecido a una metrópoli, foco de atracción para artistas y financieros.
              Es necesario conocer para conservar, y es necesario conservar para no perder nunca nuestras propias señas de identidad. Por ello, es interesante la propuesta que se nos hace desde el campus conquense de la Universidad de Castilla-La Mancha, y en concreto, desde su Facultad de Ciencias de la Educación y Humanidades. En la presentación de este nuevo libro, su autor nos indica cuáles son las pretensiones de este proyecto Cuenca recóndita, en el que se enmarca el volumen: “De la conversación, en la que también participaron otros profesores compañeros de la Facultad, nació la idea de llevar a cabo un proyecto de divulgación entre los alumnos de algunas de estas obras de verdadera calidad, poco conocidas o simplemente ignotas, del patrimonio artístico y arquitectónico de la ciudad de Cuenca. Así nació el proyecto Cuenca recóndita, con el necesario rigor científico propio del ámbito universitario en que nos movemos. La divulgación tenía que verse precedida de las suficientes aportaciones al conocimiento que la sustentaran, basadas en el trabajo personal en los archivos y en el análisis de las propias obras.”
              En efecto, divulgación y rigor científico no deben ser nunca términos contrapuestos en un trabajo de estas características. No lo es, desde luego, en este nuevo libro del profesor Pedro Miguel Ibáñez.
              Por otra parte, y aunque no tiene nada que ver con el nuevo libro del profesor Ibáñez, bien merece la pena participar de este proyecto, Cuenca recóndita, el nuevo descubrimiento que se acaba de hacer en una de las capillas de la catedral, la del Arcipreste Barba, del cual ya nos hicimos eco en este blog mediante una entrada en la sección NOTICAS HISTÓRICAS. En efecto, levantando el cuadro central de su altar para proceder a su restauración, ha aparecido un óleo sobre tabla que representa a San Julián vestido de pontifical. El cuadro, del que hasta ahora nada se sabía, es una obra importante del renacimiento, y sin duda conformaba la tabla central del primitivo retablo, correspondiente a la época en la que la capilla fue dedicada a San Julián por este canónigo. La obra deberá ser estudiada a partir de ahora por el profesor Ibáñez y por otros estudiosos del arte conquense, pero a primera vista parece corresponder al pleno renacimiento conquense, quizá a Gonzalo Gómez o a algún otro miembro de esta dinastía de pintores conquenses.