sábado, 18 de mayo de 2019

ESPAÑA COMO NACIÓN. UN HERMOSO LIBRO SOBRE EL NACIONALISMO HISPANO


¿Qué es lo que nosotros entendemos por el término nación? ¿Hasta cuándo, hasta qué momento de la historia, podemos retrasar el nacimiento de España como nación? A éstas, y a otras preguntas similares, es a lo que el historiador Santiago Cantera Montenegro ha intentado dar respuesta en su último libro, Hispania, Spania. El nacimiento de España, y lo hace apoyándose en las fuentes documentales de la Alta Edad Media española, mucho más abundantes de lo que a primera vista podría parecernos. El resultado de la investigación es clara: aunque el nacimiento de la nación española, en el sentido moderno de la palabra, no se produjo hasta el nacimiento de los nacionalismos propiamente dichos, durante el siglo XIX, ni en España ni en el resto del mundo, en un sentido más histórico y tradicional, el nacimiento de nuestro país como nación puede retrotraerse, incluso, hasta el periodo de los godos, lo que coloca a España en una situación de prelacía, a la altura también de las otras naciones consideradas como las más antiguas, como la propia Francia.
              Y ese nacionalismo español que surge con los godos, se apoya en dos columnas principales, en España igual que en toda la Europa meridional: el mundo clásico romano, y el cristianismo. En efecto, los godos son continuadores en muchos aspectos de los romanos, hasta el punto de que España, al contrario de lo que pasó en otros lugares como la propia Francia, los visigodos ni siquiera se molestaron en cambiar el nombre al territorio. Mientras en Francia, la antigua Galia se transformaría en “la tierra de los francos”, sus nuevos pobladores germánicos, España no va a modificar nunca ese nombre que le habían dado los romanos, quienes fueron, por otra parte, los primeros que habían conseguido la unificación de todas las tribus antiguas, para adoptar el nombre de Godia, o un término semejante. De esta manera, las nuevas élites visigodas quisieron significarse como continuadores de los propios romanos, permitiendo una convivencia entre los dos pueblos que significaría, finalmente, un nuevo florecimiento cultural que no llegaría a darse, o al menos no con la misma intensidad, en otros territorios dominados por los bárbaros.
              Por otra parte, no cabe duda de que el cristianismo, y en concreto el catolicismo jugó un papel determinante también en esa primera fase del nacionalismo español. Es cierto que las fuentes en las que bebe el autor del libro son, sobre todo, fuentes cristianas, principalmente las actas de los diferentes concilios de Toledo, en los que se reunía lo más granado del episcopado y el sacerdocio español de la época, y aquellos otros textos que habían sido escritos por los principales padres de la iglesia española, con San Isidoro a la cabeza. Pero también es cierto que la unidad religiosa, conseguida hacia el año 587 por el rey Recaredo, al convertirse él mismo al catolicismo, al que pertenecía ya la mayoría hispanorromana, y al obligar poco tiempo después a hacer lo mismo al resto de las élites visigodas, abandonando de esta forma sus creencias arrianas, fue tan importante para el desarrollo de ese nacionalismo incipiente como la unión política del reino;  una unificación política que había sido lograda por su padre, Leovigildo, con la victoria militar, primero sobre los bizantinos, quienes habían ocupado una parte de la península, y después contra el resto de tribus y de reinos que estaban asentados desde hacía tiempo en el norte y el noroeste, unidad que terminó por consolidarse, como es sabido, en el año 585, con su victoria sobre los suevos de la antigua provincia romana de Gallaecia.
              La conversión del cristianismo en religión oficial del imperio romano, en tiempos del emperador Teodosio, quien era de origen hispano, tuvo su parte negativa para la propia Iglesia, al perder una parte de la sencillez y la sinceridad que le había caracterizado durante sus tres primeros siglos de existencia. Sin embargo, este hecho fue lo que hizo posible, finalmente, su definición como el verdadero árbitro que posibilitó el mantenimiento de la cultura occidental. A este respecto, ha escrito lo siguiente el autor del libro: “El periodo de los reinos germánicos, que fue el de la transición del mundo clásico al medieval y en el que se forjó la Cristiandad europea, fue fundamental en el desarrollo de la civilización occidental y en el nacimiento de las grandes patrias europeas, siendo una de ellas la española… La Iglesia fue capaz de acoger e integrar a los pueblos bárbaros, pacificarlos, romanizarlos, evangelizarlos y, en definitiva, civilizarlos bajo la fe de Cristo y la herencia cultural clásica. Aquellos pueblos, dados a las conjuras e intrigas internas, a los asesinatos y crueldades dentro de sí mismos y hacia otros pueblos y culturas -a pesar de notables elementos positivos de fidelidades y lealtades-, no eran capaces entonces de alcanzar formas políticas estables. Y a su vez, la civilización romana se hallaba en un proceso de profunda crisis interna que, de no haber sido por la penetración del cristianismo en ella, habría desaparecido plenamente ante el acoso bárbaro. Y con la muerte de la romanidad, se habría producido también la defunción de la tradición helénica.”
              Y si los visigodos se manifestaron como seguidores, en cierto sentido, de los romanos, también los primeros reyes cristianos, aquellos que comenzaron el camino de la Reconquista, se manifestaron a su vez seguidores de los antiguos reyes visigodos. A este respecto, también ha dicho lo siguiente Santiago Cantera: “Si las crónicas señalaban ya a Pelayo como spatarius visigodo del rey Rodrigo -y ciertamente lo era- y alegaban que la acción de Covadonga había supuesto el primer paso plenamente consciente hacia la recuperación de España y la restauración del Reino de los godos, Sánchez Albornoz lo negó, pero Floriano Cumbreño se inclinó por conciliar ambas teorías. Así, opinaba que las bandas de fugitivos visigodos llegados a Asturias se procuraron la ayuda indispensable de los montañeses y que todos juntos iniciaron la rebelión que triunfó en Covadonga, asumiendo el elemento godo la dirección de la campaña. El hecho es incuestionable conforme a las crónicas. Pero, a la vez, no cabe duda de que es ya con Alfonso II cuando propiamente nace el Reino Astur como tal, como entidad política bien definida, como Estado con su corte y su iglesia sobre el modelo visigodo: los reyes de Cangas, desde Pelayo hasta Bermudo I, habían sido sencillamente caudillos de la resistencia, sin una verdadera organización política, administrativa o social; con Alfonso II, en cambio, reaparecía toda la pompa de la corte visigótica, siendo él denominado Rex, Prínceps, dominissimus, gloriosissimus y serenissimus. La ascendencia visigoda de la realeza astur está comprobada de forma suficientemente clara en casos como el de Alfonso I (739-757), hijo del duque godo Pedro de Cantabria (dux del ducado visigodo de Cantabria), quien se casó en Asturias con la hija de Pelayo: de este modo se fusionaron en su descendencia las dos ramas principales de la nobleza visigoda en la región y de ella procederían los reyes astures.”
              Es cierto que el mapa de la península ibérica, el antiguo reino visigodo posterior a la unificación política de Leovigildo, es durante toda la Edad Media, hasta el reinado de los Reyes Católicos, una especie de puzle de reinos cristianos y musulmanes que, además, basculaban continuamente entre la amistad y el enfrentamiento. Pero España, que en esa Edad Media ya existe como tal, como ha demostrado el propio Cantera Montenegro a partir de las fuentes medievales, no es tampoco una excepción en este sentido. ¿Alguien duda, acaso, de la antigüedad como nación de países vecinos, como Francia o como Gran Bretaña? Con una región central, la llamada Ile-de-France, de escasas dimensiones relativas, que era la única que realmente se hallaba durante gran parte de la Edad Media bajo la égida del trono de los Capetos, Francia estuvo dividida durante buena parte de ese tiempo en una serie de ducados y condados, que en realidad eran como verdaderos reinos independientes entre sí. Inglaterra, por su parte, hasta la llegada de los normandos, a mediados del siglo XI, procedentes del otro lado del Canal de la Mancha, y con el francés como lengua propia, había sido sólo un cúmulo de pueblos sin ninguna unidad política ni social: pictos, anglos, sajones,… En efecto, sólo los normandos pudieron iniciar algo parecido a una unificación territorial, unificación que no sería completa en realidad, si nos referimos ahora a lo que actualmente se conoce como Gran Bretaña, hasta mucho tiempo después, y en fechas sucesivas: 1284 (unión de Gales con Inglaterra), 1707 (unión de Escocia con Inglaterra), y 1800 (unión de Irlanda con Inglaterra, que después volverían a separarse, en 1921, permaneciendo en Gran Bretaña, a partir de entonces, sólo una pequeña parte de la isla. ¿Y qué decir, si no, de países como Italia o la propia Alemania, que sólo conseguirían su unificación durante la segunda mitad del siglo XIX?
              La unificación de la península Ibérica bajo el reinado de los Reyes Católicos, si bien durante mucho tiempo manteniendo cada reino sus propias leyes y estructuras de gobierno, fue una unión real, la plasmación de un deseo largo tiempo gestado, desde los primeros reyes de Asturias, no una simple casualidad histórica. Termino utilizando de nuevo las palabras del autor del libro. Volvemos a retomar las palabras del autor del libro: “Si hoy queremos comprender bien España, no sólo en su pasado histórico, sino en la relevancia de éste para la construcción del futuro, no podemos perder de vista el sentido fundador del Reino Visigodo y, sobre todo, lo que significó en él y en los siglos posteriores la realidad y el ideal de la unidad católica de España. No es posible hablar de progreso ni querer construir el futuro haciendo caso omiso de la Tradición de un pueblo y de una Patria. Si nuestra España es lo que realmente es como Patria, y no el caos que algunos quieren proponernos, lo es esencialmente en virtud de esa unidad emanada del Concilio III de Toledo, capaz de proporcionar un proyecto común primero a godos e hispanorromanos en el Reino Visigodo, luego a los diversos condados, reinos y coronas en la Reconquista, y posteriormente a la Monarquía Hispánica iniciada bajo los Reyes Católicos.”