viernes, 23 de agosto de 2019

LA IGLESIA DE NAVALÓN (CUENCA) EN EL SIGLO XVIII



La dicotomía entre crisis y apogeo que vivió la capital conquense a lo largo de todo el siglo XVIII, debió incidir indudablemente en los pueblos que hoy conforman el ayuntamiento de Fuentenava de Jábaga. Ejemplo de ello es, sin duda, la construcción de la nueva iglesia de Navalón, a mediados también de dicha centuria, hecho que responde, por otra parte, a la crítica situación en la que se encontraba el templo anterior, el cual se hallaba situado en un emplazamiento diferente al actual, extramuros del pueblo, en el paraje conocido como La Muela. Sin embargo, antes de adentrarnos en el proceso de construcción de ese nuevo templo parroquial, creo conveniente hacer una pequeña referencia a la figura de Felipe de Atienza y Acebrón, quien había nacido en Navalón en 1675, y que en los primeros años de la centuria siguiente ejerció su labor parroquial en las villas de Riopar y Yebra, en las provincias de Albacete y Guadalajara respectivamente. En aquella época, Juan Díaz Calvo, racionero de la archidiócesis de Toledo, le había hecho entrega de una reliquia del Lignum Crucis, que había heredado de su familia, y él donó a su vez a la iglesia de su pueblo natal, donde se mantuvo durante muchos años, al cuidado seguramente de la hermandad de la Vera Cruz que existía allí desde el siglo XVI. Fue administrador del Real Hospicio de Nuestra Señora de la Inclusa, de Madrid, para niños expósitos, lugar donde falleció en 1732.

Sobre la construcción de la nueva iglesia de Navalón, las visitas parroquiales que se fueron sucediendo durante la primera mitad del siglo XVIII insistían en la existencia de importantes defectos en la fábrica del edificio, defectos que estaban a punto de desembocar en la ruina de éste. La situación llegó a ser tan crítica que en 1758, a finales del obispado de Ramón Falcón y Salcedo, se decidió construir una nueva iglesia, aprovechando la situación para hacerlo en un lugar más céntrico. Así, el 3 de diciembre de ese año fue firmado el contrato entre Manuel de Castejón, cura párroco del pueblo, y el propietario de las tierras en las que se iba a asentar el nuevo templo, Antonio del Castillo y Prast, que era vecino de Cuenca, ciudad de la que era regidor, como también lo había sido su padre, Antonio del Castillo y Chirino. Se trataba por lo tanto de uno de los últimos descendientes de una de las familias más antiguas de la ciudad, los Chirino, cuyo origen en la misma había de remontarse a la figura de Alonso Pérez Chirino, uno de los caballeros que tomaron parte en su conquista, en 1177, a las órdenes de Alfonso VIII el Noble. Entre los descendientes conquenses de este Alonso Pérez Chirino destacan personajes importantes, como Alonso García Chirino, caballero mayor de los reyes Juan I y Enrique III, y miembro de la orden de la Banda, que defendió la ciudad cuando fue sitiada por las tropas del rey Juan II de Navarra; Alonso Pérez Chirino, médico del rey Juan II de Castilla; o, más recientemente, Fernando Chirino de Salazar, calificador del Santo Oficio y consejero de Felipe IV y del conde-duque de Olivares, que renunció a los obispados de Málaga y de Charcas, en el virreinato de Perú.

Pero el más conocido de los miembros de esta familia fue sin duda, al menos a nivel popular, Ginés Pérez Chirino, hijo de Alonso Pérez Chirino, el conquistador de la capital conquense, quien durante el primer tercio del siglo XIII era canónigo de la diócesis de Cuenca, en tiempos de su segundo obispo, san Julián. Deseoso de catequizar en tierras de moros pasó a Valencia y Murcia, territorios que en aquellos tiempos estaban regidor por Zeit-Abu-Zeit. Hecho prisionero por las tropas del rey almohade, y después de haber pasado varios meses prisionero de éste en la ciudad de Caravaca, el infiel quiso conocer de primera mano a qué se dedicaban sus prisioneros en su vida diaria. Y cuando Ginés le contestó que su oficio era decir misa, y que no podría hacerlo en ese momento por faltarle todos los elementos necesarios para el sacrificio, el moro ordenó que le fuera llevado desde Cuenca todo lo necesario para hacerlo. Sin embargo, dándose cuenta el sacerdote de que le faltaba lo más importante de todo, la Cruz, se aparecieron en ese momento dos ángeles que llevaban una cruz de doble brazo. Pérez Chirino pudo en ese momento decir misa, y ante el milagro que se había producido, el rey moro se convirtió en ese momento al cristianismo, con el nombre de Vicente Belvis, y con él toda su corte. A partir de ese momento se desarrolló en toda España, incluso fuera de ella, la devoción a la Cruz de Caravaca. Pero más allá de la leyenda, tanto Ginés Pérez Chirino como Zeit-Abu-Zeit son personajes históricos, como histórica es también la conversión de éste último al cristianismo y su estancia, de manera intermitente, en algunas posesiones que la orden de Santiago tenía en la diócesis conquense. Había sido el último gobernador almohade de Valencia.

Por otra parte, la relación de la familia Chirino con el pueblo de Navalón no se reducía sólo a la posesión de este solar. Hay que tener en cuenta que ya en 1704 consta como camarera de la Virgen de Tejeda, que entonces se veneraba en la ermita homónima, Melchora de Chirino, esposa de Mateo del Castillo y Peralta, quien también era regidor de Cuenca, como otros muchos miembros de su familia; ambos eran abuelos de Antonio del Castillo y Prast. En aquel año se incoó un pleito en el tribunal de Curia Diocesana, a instancias de Domingo López Blanco, mayordomo de la ermita, por la posesión y pérdida de algunas alhajas de la Virgen que estaban en poder de la camarera, hecho que obligó a que éste pasara por la casa que la familia tenía en Cuenca con el fin de hacer un inventario de las mismas. Después de la lectura de la documentación, no encontramos datos suficientes para saber cómo terminó el proceso, que se complicó por la actuación personal de la camarera, que otra vez en 1710 se llevó algunos efectos de la ermita sin que lo supieran ni el párroco de Navalón ni el mayordomo de ésta.

En 1759 está fechada la licencia definitiva del obispado para que dieran comienzo las obras, que fueron realizadas por Agustín López, arquitecto que había nacido en Iniesta (era padre del también arquitecto, urbanista e historiador Mateo López), por un valor de veinte mil reales de vellón. Cantidad a la que después habría que sumar doscientos reales más en concepto de algunas mejoras que el autor realizó durante el proceso de construcción. Finalmente, en el mes de noviembre del año siguiente, Bartolomé Ignacio Sánchez, maestro mayor de obras del obispado, aprobaba y recepcionaba la iglesia. A partir de este momento se iniciaba el proceso de acondicionar y amueblar el nuevo edificio para su uso religioso. En 1768 se encargó la construcción del altar mayor a Alonso Ruiz, vecino de Cuenca, arquitecto, escultor y trazador de retablos, que debía ser alumno del propio José Martín de Aldehuela por la relación existente entre este retablo y otros realizados por el maestro turolense, y tres años más tarde, en 1771, consta el pago de 780 reales por pintar y dorar la imagen de la Natividad de la Virgen, el sagrario y la mesa del altar, obras realizadas por Julián López, quien presumiblemente pintaría también los cuatro evangelistas que adornan las pechinas de la cúpula. Unos años antes, en 1766, había sido adquirido el órgano a Julián de la Orden, maestro organero de Cuenca, el mismo que realizó también los dos fantásticos órganos de la catedral conquense, por un total de cuatro mil reales de vellón.

Pero lo más destacable de todo este mobiliario, por su valor simbólico, quizá sea una de las dos campanas de bronce que adornan la espadaña, que lleva grabada, además del año de su fundición, 1759, una cruz de Caravaca, aunque en su versión sin ángeles a los pies. No cabe duda de que debe tratarse de un donativo o una imposición de la persona que había vendido el solar para la construcción de la iglesia, Antonio del Castillo y Prast; un donativo o una imposición en recuerdo de la familia de su abuela paterna. Por otra parte, ésta había impuesto para la venta de los terrenos la condición de reservarse una parte del espacio sagrado para construirse una capilla propia, condición que por otra parte, según parece, no llegó nunca a realizarse.