viernes, 30 de agosto de 2019

SAN JULLIÁN, PATRONO DE HUMILDAD



Cuando Julián entró por primera vez en Cuenca, lo hizo en el más absoluto silencio de la noche, cuando la ciudad entera dormía, acunada por el agua de sus dos ríos. Con este acto, el segundo obispo de la ciudad recién conquistada (hacia menos de veinte años que el joven rey Alfonso VIII había penetrado en Cuenca),e demostró, coma aún sin él quererlo, la humildad de su carácter, la misma humildad que ya había demostrado cuando don Martín, arzobispo de Toledo, le anunció su nombramiento.

            Aunque en un primer momento renunció al cargo nuevo que se le ofrecía, por creer que no era merecedor del mismo, la insistencia del arzobispo y del propio rey Alfonso, el cual, según algunos estudiosos, había sido alumno suyo, le obligó a aceptarlo. Aquél que al nacer ya había dado muestras de sus futuras virtudes, aquél que a la hora del bautismo fue recibido por un coro de ángeles, los mismos ángeles que según la tradición le impusieron el nombre, los mismos quizá que treinta años después llevaron a otro sacerdote conquense, Ginés Pérez Chirinos, a Caravaca la Cruz que necesitaba para realizar el servicio de la misa, se hubiera conformado con seguir predicando la religión cristiana entre los no creyentes.

            Aquella fue la misma humildad que más tarde seguiría manteniendo a lo largo de toda su vida. Donó todas sus rentas propias a los pobres de la ciudad, acosados por el hambre y por la peste, y él se valía para combatir todas sus necesidades, mientras tanto, con lo poco que sacaba de la venta de sencillas cestas de mimbre, humildes como él, que él mismo hacía con sus propias manos en un lugar retirado de la ciudad.

           
Cuenta la tradición que todos los días, a primera hora de la mañana, cuando las luces no habían sorprendido aún a la última obscuridad, salía de la ciudad, aún callada, y con Lesmes, su fiel criado, como única compañía, marchaba hacia un lugar silencioso y solitario que estaba muy cercano a la cima de uno de los cerros que rodean la ciudad. Aún se conserva en aquel lugar, conocido con el nombre poético de San Julián “el Tranquillo”, junto a la ermita que más tarde se edificaría en homenaje y gloria al santo patrón, la húmeda cueva en la que los dos varones pasaban las horas, rezando y trabajando.

            Cuando la noche ya se cernía sobre la ciudad en penumbras, ambos volvían al palacio, y se disponían para el descanso necesario para que al día siguiente sus cuerpos pudieran seguir velando por la ciudad que ya les había aceptado como suyos. Cuando San Julián llegó a Cuenca, la ciudad era muy pequeña, aunque su situación estratégica, en lo alto del cerro escarpado, con la dificultad para conquistarla que le conferían los hechos de ambos ríos, que lo cerraban en sus partes más accesibles, y muy cercana a la frontera con los árabes, le daba una cierta importancia

            Sin embargo, su población estaba formada por los tres pueblos en los que aquella España de conflictos religiosos, de guerras santas, de paces a medias respetadas, estaba dividida. La población musulmana estaba formada principalmente por artesanos (tejedores, zapateros, tintoreros, herreros, orfebres, alfareros, …) ,y por los trabajadores de la tierra. Los hebreos se instalaron primeramente en todo el barrio del Alcázar, y después, ya en el siglo XV, se bajaron hacia los Tiradores, dejando sin embargo el barrio anterior habitado por los nuevos conversos, como herederos de la tradición que representaba su antigua religión. Por ello, durante aquellos años difíciles, el trabajo de un obispo como Julián, siempre preocupado por todos los miembros de su diócesis, debía ser demasiado importante como para permitirle abandonar tan asiduamente la ciudad que entonces comenzaba a crecer.

            Pero aquella tradición, que a pesar de todo debió tener una gran parte de historia, nos ilustra muy bien cuál debió ser la personalidad de este Santo, patrón de humildad.