domingo, 6 de octubre de 2019

La catedral de Cuenca en el siglo XVI. Renovación artística y poder en el Renacimiento (II)


Artículo publicado en el libro “El mundo de las catedrales (España e Hispanoamérica)”, coordinado por el padre Francisco Javier Campos, agustino, y editado por el Instituto Escurialense de Investigaciones Históricas y Artísticas



El claustro y La Capilla del Espíritu Santo

            La Capilla del Espíritu Santo se encuentra en una de las esquinas del claustro renacentista, con el que comparte estilo y época de construcción. Por ello, creo conveniente, antes de pasar a analizar esta capilla, una de las más interesantes, y también una de las más desconocidas del primer templo conquense, conocer algunos aspectos relacionados con la construcción de este otro espacio, Y en este sentido, lo primero que habría que decir es que no es éste, como es lógico suponer si tenemos en cuenta la época en la que fue concebido, la segunda mitad del siglo XVI, el primer claustro con el que contó la catedral de Cuenca. Sin embargo, muy poco es lo que se conoce de la primitiva claustra, más allá de que debía ser una obra realizada en un gótico muy tardío, quizá coetáneo al de la girola, de finales del XV. Pero los nuevos gustos artísticos que nacieron a partir de la explosión en España del renacimiento, y quizá determinados problemas de construcción del anterior, determinaron al conjunto de los canónigos para encargar, hacia el año 1530, las trazas de un nuevo claustro, más acorde con esos gustos renacentistas. Fue también el ya citado Andrés de Vandelvira, maestro mayor de obras de obispado,  quien realizó aquellas primeras trazas del nuevo claustro, pero tendrían que pasar casi veinte años más, hasta 1578, para que las obras empezaran por fin a realizarse. Varios fueron los problemas que retrasaron la construcción del claustro, y entre ellos, la ruptura entre el arquitecto albaceteño con el cabildo y el obispo conquenses.

           
Sería, como decimos, en la segunda mitad de la década siguiente, durante la etapa de Gaspar de Quiroga como obispo de Cuenca, cuando se retomaría la idea de la construcción de una claustra nueva. Para entonces, ya había pasado mucho tiempo desde que Vandelvira había realizado los planos, y para entonces, la construcción del Real Monasterio de San Lorenzo del Escorial, la gran fundación personal de Felipe II en la sierra de Madrid, había modificado los gustos en la corte, en la que el propio Quiroga, por otra parte, era por entonces bastante influyente. El prelado encargó entonces unas nuevas trazas al arquitecto Juan de Herrera.  A este respecto, Miguel Ángel Sánchez García descubrió entre los fondos del Archivo Catedralicio una breve correspondencia entre el prelado y el arquitecto escurialense, por una parte, y el cabildo diocesano, una documentación interesante que deja constancia de cómo se llevó a cabo a colaboración de Herrera en el primer templo conquense[1]. Finalmente, sería el arquitecto milanés Jua Andrea Rodi, uno más de los muchos artistas extranjeros, principalmente italianos, que habían venido a España para participar en las obras del monasterio-palacio, quien llevaría a efecto, no sin cierta polémica, el proyecto de Juan de Herrera.

De la obra ha escrito lo siguiente el ya citado Jesús Bermejo: “Se trata de una obra de auténtica nobleza: bello ejemplar del Renacimiento español con evidente aproximación al estilo herreriano, que por este mismo tiempo se iba afirmando en la obra, ya avanzada, de San Lorenzo del Escorial, que vino a dar la pauta a un nuevo estilo, típicamente español, al que Cuenca, igual que había hecho con otros estilos en etapas anteriores, inmediatamente se incorporó”[2]. Y ya en el siglo XVIII, los arcos de medio punto, que entonces aún permanecían abiertos en los cuatro lados, fueron cerrados por Juan Martín de Aldehuela, porque los canónigos se quejaban del frío y el viento que se colaba desde la cercana hoz.

            La Capilla del Espíritu Santo, por su parte, es una de las pocas capillas de la catedral que cuentan con una doble entrada, una desde el propio claustro herreriano y la otra desde el llamado “patio de las limosnas”, que corona un amplio mirador hacia la hoz del Huécar. Por la documentación existente en el Archivo Catedralicio, se conoce la existencia en este lugar, ya al menos desde principios del siglo XV, en la época del claustro antiguo, de una capilla llamada De Corpore Christi, propiedad entonces del cabildo, y que los canónigos utilizaban para sus reuniones capitulares, que a mediados de aquella centuria vendieron al señor de Cañete, Juan Hurtado de Mendoza, montero mayor de Juan II y guardia mayor de la ciudad de Cuenca, en 1440, y que después reedificaron, ya durante la segunda mitad del siglo XVI, bajo la denominación definitiva de Capilla del Espíritu Santo, sus descendientes, Rodrigo de Mendoza, clavero general de la orden de Alcántara, y Fernando de Mendoza, arcediano de Toledo y de Moya. Así consta en una inscripción que recorre el friso de la cornisa, donde consta también el año de su reedificación, 1575, la misma época aproximadamente que el nuevo claustro.


            En cuanto a los fundadores de la capilla, hay que decir que la familia Hurtado de Mendoza constituía aún uno de los linajes más destacados de la ciudad de Cuenca, aunque la capital de su señorío se encontraba en la sierra, en el pueblo de Cañete. En efecto, un homónimo Juan Hurtado de Mendoza, llamado “el Poderoso” para diferenciarlo de su descendiente homónimo, había recibido a finales de la centuria anterior el señorío de Cañete, de manos del rey Enrique III, de quien era mayordomo mayor, al mismo tiempo que ayo del príncipe, el futuro Juan II. Durante la dinastía Trastámara, los Hurtado de Mendoza ocuparon importantes cargos en la corte, alguno de ellos, como el de montero mayor, de manera hereditaria. Después sería su nieto, llamado de la misma forma y apodado “el Valeroso”, bajo cuyo patronazgo se fundó, como hemos dicho, la Capilla del Espíritu Santo, quien alcanzaría el título de Cañete por los Reyes Católicos, aunque estos nunca llegarían a firmar el despacho real con el nombramiento. Por ello, este Juan Hurtado de Mendoza no llegó nunca a utilizar dicho título, como tampoco lo harían, por el mismo motivo, su hijo, Honorato Hurtado de Mendoza, fallecido en la batalla de Guadix, ni tampoco su nieto primogénito, otro Juan Hurtado de Mendoza, que también perdió la vida guerreando en la vega de Granada. Sí lo hizo, finalmente, el hermano de este último, Diego Hurtado de Mendoza, a partir de que Carlos I le extendiera el diploma correspondiente. Dos de sus sucesores, Andrés y García Hurtado de Mendoza, también marqueses de Cañete ambos, fueron virreyes de Perú, y fundadores de nuevas ciudades en tierras americanas.

            Sobre la propia capilla, hemos de decir que ésta fue realizada también por el arquitecto Juan Andrea Rodi, el mismo que por aquellas mismas fechas estaba realizando las obras del claustro, y su estilo responde también a ese gusto escurialense típico de quien, como él, estaba trabajando por aquellos tiempos en el monasterio-palacio de Felipe II o, al menos, tenía relación con los arquitectos que trabajaban allí. Y si la propia estructura arquitectónica de la capilla nos recuerda a algunos de los espacios de San Lorenzo del Escorial, lo mismo podemos decir del retablo principal, en esta ocasión de pintura, que responde, también, a ese sobrio renacimiento castellano, pero sometido a la patina de los pintores italianos llegados para trabajar en el monasterio.

La mejor descripción de la obra la ha realizado, una vez más, el sacerdote Jesús Bermejo: “El mayor es sencillamente majestuoso y monumental. Se adorna en su primer cuerpo con cuatro grandes columnas de orden corintio, y lleva en su parte central un bellísimo cuadro, con figuras del tamaño del natural, en el que se representa la Venida del Espíritu Santo, que, rodeado por una gloria de ángeles y en figura de paloma, desciende sobre el Colegio Apostólico, que se halla presidido por la Santísima Virgen y en actitud orante. En los intercolumnios de este primer cuerpo pueden contemplarse otras dos hermosas pinturas, de gran tamaño, en las que se representa a Santiago Apóstol, al lado del Evangelio, y a San Juan Bautista, en el de la Epístola. En el segundo cuerpo, y simétricamente dispuestas con relación a las anteriores, se hallan otras tres pinturas de características técnicas semejantes a las del cuerpo inferior. La del centro, que representa el Entierro de Jesús, está compuesta por siete figuras: tres hombres y cuatro mujeres, que acompañan al cuerpo yacente de Jesús, situado en primer plano, y se corresponden, sin duda, con la de la Santísima Virgen, que está en el centro, y las de María Magdalena, María de Santiago (la madre de Santiago el Menor y de José), y María Salomé, arrodilladas a los pies de Cristo, y a su cabecera, a la derecha de la Virgen, las de San Juan, Nicodemo y José de Arimatea, que le prestó el sepulcro.  En los intercolumnios laterales y encuadradas entre sus respectivas e historiadas pilastras, con adornos de mascarones y grutescos, se hallan bellamente representadas las figuras sedentes de los dos Evangelistas, San Juan y San Lucas, a izquierda y derecha, respectivamente; ambos con sus correspondientes símbolos -el águila para San Juan y la vaca para San Lucas- y con el libro de su Evangelio, que apoyan sobre sus rodillas y sujetan con su mano izquierda”[3].

            Aunque el retablo ha sido atribuido por muchos tratadistas, entre ellos el propio Bermejo, al pintor italiano Federico Zuccaro, uno de esos muchos pintores que llegaron a España atraídos por la magna obra escurialense, como Pellegrino Tibaldi o el propio Greco, lo cierto es que su autor fue el también italiano Bartolomé de Matarana. Éste, de origen genovés, había firmado en 1573 con Fernando Carrillo de Mendoza, conde de Priego y héroe de la batalla de Lepanto, su traslado a España, con el fin de servirle como pintor. Así, y después de una breve estancia en la capital del señorío, Priego, en 1577 se estableció en la propia ciudad de Cuenca, donde abrió su propio taller, y donde permaneció hasta 1597, año en el que se trasladó a Valencia para trabajar, entre otros edificios importantes, en el Colegio del Patriarca.

            Además de ese retablo principal, obra de Matarana, la capilla presenta otras pinturas, como los dos retablos laterales, en los que se representa a San Gregorio Magno y a San Honorato, obras posteriores ambas, del periodo barroco, que fueron realizadas por el pintor conquense Andrés de Vargas. Más interesante es el lienzo que se halla debajo del coro, un Entierro de Cristo que es copia del homónimo de Caravaggio que se encuentra en la actualidad en la Galería Vaticana. Pero la Capilla del Espíritu Santo es, ante todo, una capilla funeraria, y a ello responde el resto de la decoración que recorre sus paredes, cubiertas todas ellas por los túmulos y epitafios de algunos de los miembros de la familia que ostentó el patronato, los Hurtado de Mendoza. Sepulcros que responden, todos ellos, a la época en la que fue reedificada la capilla, independientemente de la fecha del fallecimiento de cada uno de los protagonistas.



[1] Sánchez García, M.A., “Una documentación inédita sobre el claustro de la catedral de Cuenca: la correspondencia de Juan de Herrera y el obispo Quiroga con el cabildo catedralicio”, en Archivo Español de Arte, LXXIX, 316 (2006), pp. 389-401.
[2] Bermejo Díez, J., p. 259.
[3] Bermejo Díez, J., p. 244.