viernes, 22 de mayo de 2020

El parque Hernández de Melilla: un recuerdo a un militar conquense desconocido


Cualquier que visite Melilla puede encontrarse, en una de las zonas más concurridas de esa ciudad africana, pero incorporada plenamente, como cualquier otra de la península, al territorio español, puede encontrarse con un hermoso parque que recibe el nombre de Parque Hernández; un nombre evocador, sobre todo para los conquenses, aunque probablemente son muy pocos los que saben quién era este Venancio Hernández, que da nombre al recinto. Se trata, en realidad, de un militar conquense, que fue precisamente comandante militar de Melilla a caballo entre los últimos años del siglo XUX y los primeros de la centuria siguiente, y que dejó en la plaza mediterránea una enorme huella urbanística, de la que el propio parque fue un ejemplo a tener en cuenta.
Venancio Hernández había nacido en Uclés el 11 de febrero de 1839, y era hijo del teniente coronel Raimundo Hernández Alfaro. Como su hermano, José, unos años menor que él, quien también llegaría a alcanzar el generalato, Venancio ingresó en el Colegio de Infantería cuando aún no había cumplido los quince años de edad, y una vez terminados sus estudios, en 1858 recibió su primer despacho como teniente, siendo destinado entonces al regimiento Galicia. Participó de manera activa en la Tercera Guerra Carlista, combatiendo en el frente norte, pudiendo obtener en el transcurso de la misma diferentes condecoraciones y ascensos por méritos de guerra, tal y como recoge su hoja de servicios. No obstante, quiero destacar aquí la última etapa de su carrera, cuando, ya general de brigada, ejerció labores de gobierno militar primero en Filipinas, durante la última etapa del archipiélago como colonia española, y más tarde en el norte de África.
Así, el 4 de enero de 1893, el ya general Venancio Hernández Fernández era nombrado gobernador político militar de Cebú, en la región filipina de las Visayas Centrales. Sin embargo, antes de que él pudiera embarcarse rumbo a su nuevo destino en la lejana colonia, el día 20 de ese mismo mes era nombrado para ostentar ese mismo cargo, pero en la ciudad de Cavite, en la isla de Luzón, en la misma bahía de Manila. Embarcado así el 3 de marzo en el puerto de Barcelona, a bordo de vapor correo “San Ignacio de Loyola”, el 4 de abril desembarcó finalmente en Manila, desde donde se trasladó a la que había de ser su nueva residencia, Cavite, después de haber jurado fidelidad ante el gobernador general de las islas, Eulogio Despujol y Dusay.
Pocos días después, nuevamente por Real Decreto, le fue encomendado el gobierno político militar de Joló, provincia que comprendía nel archipiélago de ese nombre, situado al suroeste de las Filipinas, entre las islas de Mindanao, la segunda en extensión de Filipinas, y de Borneo, en la Indonesia actual, que en los siglos anteriores había sido la capital de un importante sultanato musulmán. Durante gran parte de la centuria, la zona sur del archipiélago filipino, precisamente la que limita con las colonias inglesas y holandesas de Borneo e Indonesia, eran frecuente fuente de conflictos, a la que intentó darse solución precisamente en abril de 1885, mediante el protocolo firmado entre España, Alemania y Gran Bretaña que, entre otras cosas, reconocía la soberanía del primero sobre el archipiélago de Joló, incluidas también las islas adyacentes de Balabac y Cagayán.
Embarcado el 7 de julio en el vapor correo “Brutus”, en dirección a esta isla, el 20 de ese mes desembarcaba en la ciudad de Joló, e inmediatamente pasaba a tomar posesión de su nuevo cargo. Poco tiempo más tarde, el 8 de agosto, recibía la Gran Cruz al Mérito Militar, destinada a premiar servicios especiales, y el 27 de julio de 1894 dio un nuevo paso dentro de la Real y Militar Orden de San Hermenegildo, al haberle sido reconocida la Gran Cruz de la orden, con fecha de antigüedad de 19 de agosto del año anterior. Durante el tiempo que permaneció el general Venancio Hernández al frente el gobierno de Joló tendría que hacer frente a diversas vicisitudes, relacionadas todas ellas con el espíritu rebelde que tenía buena parte de los habitantes de la isla, dirigidos en este sentido por algunos de los dattos más significativos. Así, y según consta en la hoja de servicios del general conquense, éste recibió la felicitación del nuevo capitán general de la colonia, Ramón Blanco y Erenas, marqués de Peña Plata, por el acierto con que aquél había cumplido sus instrucciones en un asunto relacionado con el relevo de uno de los sultanes de la isla: “En oficio de 30 de diciembre de ese año, el Capitán General del Distrito le manifestó haberse enterado con sumo agrado del celo, actividad, inteligencia y acierto con que cumplió sus instrucciones en lo relativo a la renuncia hecha por el Sultán de Joló Narrasio, a la salida del mismo para la Isla de la Paragua, y a la proclamación de su sucesor en dicho cargo, el Datto Anibol Quiram, con todas las formalidades debidas; hechos de los cuales dio conocimiento al Gobierno la expresada autoridad el 27 de dicho mes”.

Y es que, aunque Joló era a todos los efectos parte integrante de la colonia de Filipinas, y por lo tanto dependía de administración española, sobre todo a partir de la construcción, unos años antes, de la fortaleza de Zamboanga, en la costa occidental de Mindanao, el gobierno español no dejaba de reconocer, por su parte, la existencia aún del sultanato de Joló, si bien con carácter puramente honorífico, y en relación de dependencia respecto de nuestro país. Sin embargo, el hecho de que el sultán, al ser proclamado y reconocido como tal, tuviera que pagar un tributo anual a España, despertaba la actitud rebelde de muchos de sus habitantes. Por todo ello, nuestro protagonista tuvo que hacer frente a diversos movimientos insurgentes, el primero de los cuales se produjo el 3 de enero de 1895, por los dattos Calvi y Yulaman, quienes gobernaban una región muy próxima a la propia ciudad de Joló. Ese día, continúa la hoja de servicios de nuestro general, “tradujeron su descontento en hechos, apareciendo en la hacienda de Singamata varios grupos de moros en actitud hostil; lo que obligó a destacar las fuerzas necesarias para dispersarlos, sosteniendo éstas con este motivo un ligero tiroteo”[1].
Al día siguiente, el militar conquense ordenó que se hiciera un reconocimiento por las haciendas que habían sido el teatro de operaciones del enfrentamiento anterior, logrando las tropas españolas batir a los rebeldes, a los que obligaron a abandonar sus posiciones, después de que estos les hubieran presentado una pequeña resistencia. El combate se repetiría otra vez dos días más tarde, el 6 de enero, ahora con un número mayor de efectivos. Finalmente, no entrando en los planes del general la persecución de los rebeldes, ordenó la retirada de sus tropas, después de haber logrado una victoria incontestable, y después también de haber ordenado esa misma tarde al cañonero “Arrayat”, que se encontraba fondeado en las costas próximas a la zona, que batiera con su artillería las rancherías que se hallaban en rebelión.
Nuevos enfrentamientos contra los rebeldes musulmanes se reprodujeron entre los días 14 y 16 de ese mismo mes, en las inmediaciones del fuerte de Torre de la Reina, en esa misma hacienda de Singamata, y entre esta última hacienda y la de Princesa de Asturias. Otra vez lograron las fuerzas españolas, al mando del militar conquense, la retirada de los insurgentes de las posiciones que ocupaban, después de que el general hubiera ordenado a sus hombres la tala de los árboles que les servían de protección. El 18 de enero, sus fuerzas volverían a entrar en acción, esta vez en la ranchería de Brubis y en el cementerio próximo, ordenando entonces el general Hernández, desde la luneta del fuerte Alfonso XII, un fuego continuo de una hora de duración, logrando de esta forma que el enemigo fuera de nuevo arrojado de las posiciones que ocupaban, Y el mes finalizaría con un nuevo ataque de seis moros rebeldes contra el fuerte de Torre de la Reina, un ataque que pudo ser repelido por la guarnición que, apercibida con tiempo suficiente del ataque, logró matar a cinco de ellos, logrando escapar el último superviviente, aunque con heridas de consideración. Desde ese ataque frustrado de los moros contra la guarnición de Torre de la Reina, las hostilidades se transformaron en simples, aunque frecuentes, tiroteos.
No obstante, el 6 de febrero se verificó el último enfrentamiento de consideración contra los insurgentes moros, si bien sería también el más importante de todos ellos, tanto por el número de fuerzas que participaron por parte de ambos bandos, como por la duración del combate y, sobre todo, la tenaz resistencia que, esta vez sí, mostraron los enemigos. Nuestro protagonista dirigió aquél, ahora desde el fuerte Torre de la Reina, y acabó de nuevo con la derrota total de los moros, que fueron obligados a abandonar las posiciones que, sucesivamente, iban ocupando en su repliegue, hasta la retirada total de los mismos del campo de batalla. Y dos días más tarde, Venancio Hernández ordenó de nuevo al cañonero “Arrayat” bombardear el Tiangui de Tandú. El día 11 ese mismo mes, por otra parte, visitó la plaza de Joló el capitán general de Filipinas, el citado general Ramón Blanco, siendo obligado el sultán de la isla a prestarle sumisión por parte de todos los dattos, y algún tiempo después, el 19 de mayo, se dispuso que le fueran dadas a nuestro protagonista las gracias “por el brillante estado en el que el Capitán General de Filipinas encontró a las tropas del archipiélago joloano al hacer una visita de inspección al mismo”, tal y como se recoge, otra vez, en su hoja de servicios.
Ya durante el verano de 1895, las tropas que estaban a cargo del general Hernández tuvieron que hacer frente otra vez a la insurrección, aunque en esta ocasión, las hostilidades habían sido iniciadas por un grupo de soldados indígenas que estaban al servicio de España, que se habían rebelado en Tataan, una pequeña isla situada frente a la costa de la de Tawi Tawi, al sur de Joló, que en ese momento pertenecía a la comandancia militar de Siassi; como la propia Joló, se trataba ésta de una zona bastante estratégica, entre los colonias españolas de Filipinas y las de otras potencias, y en la que había quedado enarbolada la bandera española, por primera vez, sólo desde el año 1882. Los sublevados habían conseguido asesinar al comandante político militar de la plaza y también a un sargento.
Una vez enterado de la sublevación, el militar conquense ordenó que inmediatamente salieran de la rada el aviso de guerra “Marqués del Duero” y el cañonero “Arrayat”, con fuerzas de infantería suficientes para establecer allí un nuevo destacamento y batir a los sublevados. Mientras la primera parte de la misión fue realizada sin ninguna novedad, las tropas enviadas no lograron capturar a los sublevados, que habían conseguido escapar hacia Borneo. No obstante, el 3 de septiembre fueron enviadas a Sandakan, al norte de Borneo, en la actual Malasia, nuevas tropas que estaban al mando del jefe de la División Naval del Sur, y a bordo del “Marqués del Duero”, logrando la captura de los únicos siete sublevados que habían logrado sobrevivir hasta entonces; los cuales, una vez sometidos al correspondiente proceso, serían pasados por las armas y fusilados el 13 de septiembre, por orden del propio capitán general de las islas.
Por todas estas operaciones, y especialmente por esta última contra los sublevados de Tataan, nuestro protagonista sería premiado con la Gran Cruz del Mérito Militar, reservada para premiar servicios de guerra, que fue concedida mediante Real Decreto de 15 de enero del año siguiente, 1896. Y el 11 de febrero de este último año, otra vez por Real Decreto, se dispuso, y recogemos de nuevo su hoja de servicios, “se le manifieste a este general el agrado con que SM se había enterado de su conducta durante los acontecimientos a que dio origen la sublevación del destacamento de Tataan en el año anterior.” Ya el 15 de abril, a petición propia, fundada en su delicado estado de salud, y autorizado para ello por el capitán general de las islas, Venancio Hernández hizo entrega del gobierno político de Joló. Trasladado a Zamboanga el 1 de mayo a bordo del crucero de guerra “Ulloa”; se trasladó desde allí hasta Manila, a bordo esta vez del vapor correo “Brutus”. Y después de desembarcar en la capital de la colonia el 9 de ese mismo mes, inició el regreso a la península, a bordo del trasatlántico “Isla de Mindanao”, dos días después. El 9 de julio desembarcó por fin en el puerto de Barcelona, donde fijó su residencia en situación de cuartel, en la que permaneció hasta el 11 de noviembre de 1896.
Nombrado vocal extraordinario de la Junta Consultiva de Guerra por Real Decreto de la citada fecha, desempeñó este cargo hasta el 14 de abril del año siguiente, cuando se le nombraba, así mismo por Real Decreto, jefe de sección en el ministerio de la Guerra, cargo en el que permanecería hasta finales de abril de 1899, y que tuvo que dejar en virtud de su nuevo ascenso a general de división. Durante el tiempo de permanencia en el ministerio, le fue concedida la Encomiendo de la orden de Carlos III, libre de gastos, en consideración a todos los servicios que había prestado a lo largo de toda su carrera militar; y durante dos periodos, entre el 19 y el 26 de agosto de 1898, primero, y entre el 9 y el 20 de diciembre del mismo año, más tarde, estuvo a cargo del despacho de la subsecretaría de dicho ministerio.
Aunque su hoja de servicios no da ninguna referencia sobre la sección que se le encomendó, por los anuarios militares sabemos que a principios de 1898 era el jefe de la sección de Ultramar, encargada de: asuntos relativos al ramo de Guerra en los distritos de Ultramar; propuestas de personal de la Península para su pase a Ultramar; personal de jefes y oficiales y de tropa destinados en Ultramar y sus incidencias; transportes marítimos de los generales, jefes y oficiales, y sus familias; personal y asuntos de la Caja General de Ultramar y de los Depósitos de embarque; comisión liquidadora de los cuerpos disueltos de Cuba; recluta voluntaria para Ultramar y cuanto a ella se refiriese; cuanto atañase a las tropas destinadas a Ultramar desde que hubiesen verificado su embarco; y, también, del desembarco de las tropas de Ultramar que regresasen a la Península. Dicha sección había recibido esa denominación a lo largo de 1897, ya que a principios de ese año las secciones del ministerio de la Guerra eran conocidas por el orden numérico, de la 1ª a la 12ª inclusive, correspondiendo a la 7ª los asuntos relacionados con Ultramar. No tenemos constancia de la norma que impulso el cambio, pero sí de la fecha en que se utiliza por primera vez la nueva denominación de las secciones, el 18 de noviembre de 1897, varios meses después de la llegada de Venancio Hernández al ministerio.
Por fin, por Real Decreto de 27 de abril de 1899, tal y como hemos dicho, a Venancio Hernández se le concedía el empleo de general de división, por servicios y circunstancias, decreto que firmaba otra vez la reina regente, después de un informe a su favor que firmaba Camilo García de Polavieja, quien había sido nombrado ministro dela Guerra a principios del mes anterior, en respuesta a las protestas que éste había iniciado desde el último cuarto del año anterior contra el sistema turnista de Cánovas y Sagasta, y por la derrota que el país había sufrido, que había significado la pérdida de Cuba y Filipinas. El informe, similar al que se había realizado cuando fue ascendido a general de brigada, incorporaba también su actuación en Filipinas, destacando su aplomo y serenidad en el mando durante los combates contra los dattos de Joló.
Permaneció en situación de cuartel hasta el 26 de agosto de 1899, con residencia en Madrid. Ese mismo día fue nombrado comandante general de Melilla, tal y como figura tanto en su hoja de servicios como en la Gaceta de Madrid, en su edición correspondiente al 29 de agosto de ese año. Su etapa al frente de la comandancia de Melilla duró apenas poco más de cinco años, y no estuvo, en absoluto, exenta de actuaciones destacadas. En agosto de 1901 inspeccionó las plazas de Vélez de la Gomera y Alhucemas, y algún tiempo más tarde, en 1903, en respuesta a un telegrama que le había enviado el nuevo Ministro de la Guerra, el general Arsenio Linares, dio las órdenes oportunas para tener todas las plazas que dependían de su comandancia prevenidas para cualquier tipo de ataque. La situación en el norte de África había vuelto a ser delicada por el estado de insurrección en el que entonces se encontraba el reino alauita de Marruecos, y que había provocado la huida hacia la zona española, y especialmente hacia las inmediaciones de Melilla, de las cabilas derrotadas por el sultán, Abd al- Haziz ben Hassan.
Se puede decir con rigurosidad que “gracias al tacto y habilidad política del general Hernández se evitó en que España se implicara en un grave asunto interno del país vecino. A ello hay que añadir una significativa labor humanitaria al permitir que los damnificados por las luchas entre grupos rivales se pudieran refugiar en territorio de Melilla, origen lejano de la actual población musulmana de la ciudad”. Pero su labor al frente de la comandancia de Melilla no se quedó sólo en las labores de carácter propiamente militar; como presidente de la Junta de Arbitrios de la ciudad, una especie de Ayuntamiento sui generis, desempeñó durante esa etapa, además, importantes actuaciones urbanísticas. Así, el entonces llamado Muro X, actual avenida General Macías, un antiguo depósito relacionado con la pesca, se transformó en lugar de recreo y paseo para los melillenses, al tiempo que se abrían en él algunos cafés, y el barrio de Santiago, hasta entonces poblado de barracas, dio paso a un conglomerado de casas de buena construcción, que incluso pudieron sobrevivir al terremoto de 6,5 grados de magnitud que tuvo lugar en el año 2016. También se deben a él la construcción de algunas fuentes públicas.
Pero de todas las iniciativas que el conquense tuvo durante este periodo final de su vida, la más importante, sin duda, fue la construcción del principal parque con el que cuenta la ciudad en los terrenos del antiguo campo de instrucción, que fue encomendada en 1900 al ingeniero militar Vicente García del Campo. Este parque sería inaugurado el 18 de mayo de 1902, con el fin de conmemorar la mayoría de edad del rey Alfonso XIII, y desde ese momento pasó a convertirse en el eje urbanístico principal de la ciudad.
El fallecimiento de nuestro protagonista se produjo en plena actividad de su carrera el 7 de agosto de 1904. Pocos días después, el Diario Oficial del Ministerio de la Guerra hacía público el nombramiento de su sucesor, el hasta entonces general de brigada Mariano de Pedro Cascajares, que había sido dispuesto por el rey Alfonso XIII, junto con su correspondiente ascenso también a general de división. El entierro se celebró como un importante acto social, tal y como recogía la prensas melillense de la época.
Definido por el Telegrama del Rif como un gran patriota, un perfecto caballero y un bravo general, este periódico melillense inició poco tiempo después de su fallecimiento una suscripción popular con el fin de que la ciudad pudiera colocar algún monumento en conmemoración del militar conquense. Aunque en un primer momento se pensó en algún tipo de columna conmemorativa, el alto coste que ésta hubiera tenido determinó a los promotores a sustituir dicho monumento por una farola, en medio del paseo principal del parque que él mismo había creado.





[1] En Filipinas eran llamados moros los indígenas que, de religión musulmana, presentaban contra los españoles una actitud hostil e independentista.

jueves, 14 de mayo de 2020

El islamismo visto por un egipcio cristiano


Normalmente, cuando miramos al otro sólo desde nuestra propia perspectiva, tendemos a caer en una serie de estereotipos, que imposibilitan una verdadera comprensión del problema, y cuando ese otro es visto, además, como una amenaza para nuestro sistema de valores, incluso para nuestra propia seguridad, esa incomprensión se acrecienta de manera insoluble. La emigración ha colocado al mundo musulmán dentro de nuestras fronteras, pero eso no hace que nosotros podamos conocer mejor al musulmán que antes, cuando sólo conocíamos de él lo que nos contaban los libros o, en todo caso, la imagen que traían os escasos viajeros que habían podido llegar a contactar con ellos. La amenaza del terrorismo fundamentalista, entre otros aspectos, nos ha hecho pensar que todos los musulmanes son iguales, que todos son terroristas en potencia, y éste es un problema en sí mismo, porque no nos permite luchar contra ese terrorismo, contra el verdadero enemigo, que en realidad no es el conjunto de todos los musulmanes, sino el propio terrorista, con la fuerza con la que deberíamos hacerlo. En efecto, entender las diferencias entre sunitas y chiitas, comprender mejor lo que de verdad significa la sharía entre ellos, nos ayudaría a identificar mejor a ese enemigo y, como consecuencia de ello, poder hacerle frente de una manera mucho más eficaz.


            Éste es el principal valor del libro que vamos a comentar hoy: “El Islam en el siglo XXI”, de Samir Khalil Samir. Es cierto que su autor no es un musulmán, a pesar de que su nombre pudiera indicarnos que lo es, sino un cristiano, jesuita por más señas, que nació en El Cairo en 1938. Pero es cierto también que pertenece por tradición cultural a ese mundo árabe, en el sentido menos estricto de la palabra, no en el puramente geográfico, ni tampoco, desde luego, en el sentido religioso. Es precisamente ello, su doble pertenencia al mundo árabe y al mundo cristiano, lo que permite identificar mejor el problema, y ofrecer a los europeos un análisis en profundidad del mismo, más allá de absurdas interpretaciones superficiales, al estilo de lo que se ha venido a llamar la “alianza de las civilizaciones”, tan de moda en el mundo pseudo-progresista occidental, y más allá de esa no menos superficial interpretación de que todo musulmán es enemigo de la civilización moderna.

            El libro apareció siguiendo la estela de otra publicación anterior del jesuita egipcio, uno de los más destacados islamólogos actuales. Aquel volumen, bajo el título bastante clarificador de “Cien preguntas sobre el Islam”, era en realidad una especie de libro-entrevista, en el que el autor se enfrentaba a las preguntas de dos periodistas italianos, Giorgio Paolucci y Camille Eid, y fue publicado en el país alpino por el Centro di Studi sull’Ecumenismo, a raíz de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York. Del libro se hizo también una edición en España por Ediciones Encuentro, y en él se ofrecen al lector algunas respuestas interesantes a los muchos interrogantes que se nos abren a la hora de intentar entender mejor el problema: ¿Cómo nació el Islam? ¿Es de verdad el Islam una religión violenta? ¿Qué esperanza hay de que al final se pueda conseguir un mutuo entendimiento entre musulmanes y cristianos? ¿Se puede llegar a una especie de pacto entre las tres religiones del libro, cristianismo, judaísmo e islamismo?...

            Como el otro, éste que vamos a analizar es también una entrevista, y no un libro del sabio islamólogo cristiano stricto sensu. Pero en esta ocasión se trata de una entrevista realizada por un periodista español, cristiano también como el propio Samir, y profundamente comprometido como él, miembro destacado del movimiento católico Comunión Liberación: Fernando de Haro. Analizar el libro en profundidad nos llevaría a otro trabajo de interpretación similar a lo que César Herrero Hernansanz realizó con el libro anterior, y en todo caso, es tarea que se nos escapa en un espacio limitado como éste, y sobre todo, de nuestras propias posibilidades. Por ello, me limitaré a continuación a destacar, de manera casi telegráfica, algunos de los aspectos más destacados de los que se tratan en el libro:

-                  La guerra entre suníes y chiíes, una guerra que no es sólo una manera de hablar, sino algo muy real, tal y como podemos ver en el caso de la guerra de Siria, o en otros conflictos armados que se han venido produciendo en el conjunto del mundo árabe desde hace ya mucho tiempo.

-                  La eclosión de las primaveras árabes, y lo que representó de verdad este hecho, o dejó de representar, para el desarrollo del mundo árabe.

-                  El papel que los cristianos pueden jugar en la actualidad para el desarrollo de los países árabes.

-                  La integración de los jóvenes musulmanes europeos de segunda y tercera generación, que ya han nacido en Europa y por lo tanto son europeos de pleno derecho, en el conjunto de la sociedad de sus respectivos países.

Son todos ellos, y muchos más, asuntos acuciantes; asuntos que, como ya hemos dicho, debemos conocer, porque en un mundo como el actual, en el que el terrorismo de origen integrista es uno de nuestros principales problemas, identificar realmente al verdadero enemigo es nuestra principal arma de defensa. Pensar, por el contrario, que todo musulmán es un enemigo, sería como vivir siempre dentro de un miedo infinito, y el miedo no ayuda nunca a luchan contra ese enemigo común que tenemos hoy en día todos los que pertenecemos a este mundo occidental: el terrorismo.


jueves, 7 de mayo de 2020

Sidi, una historia de frontera


“Hay muchos Cid en la tradición española, y éste es el mío”. De esta manera define su autor, Arturo Pérez Reverte, esta biografía de Rodrigo Díaz de Vivar, o Ruy Díaz, tal y como él le nombra en todo momento, con mayor rigor histórico quizá que el nombre con el que es más conocido incluso por los especialistas: Rodrigo Díaz de Vivar. Y tiene razón también en ello, porque en la historiografía medieval hay muchos Cid, desde el héroe castellano, y sobre todo cristiano, batallador contra moros, hasta el guerrero de frontera, leal sólo, o casi sólo, a sí mismo, capaz de convertir a los amigos en enemigos y a los enemigos en amigos, al menos desde una perspectiva moderna; capaz de aliarse, en fin, con los moros para hacer frente a otros reyes cristianos. ¿Cuál de todos esos héroes se acerca más al Cid histórico? ¿Cuánto de historia hay en esta novela del escritor de Cartagena? ¿Cuánto de historia hay, a fin de cuentas, en la leyenda del Cid?
      Lo primero que tenemos que decir es que Mío Cid, tal y como le llamaron los musulmanes, es sólo un personaje de su época, una época difícil en la que la vida valía muy poco, y la muerte acechaba siempre en cualquier lugar, pero sobre todo, en la frontera, en esa misma frontera en la que acostumbraban a vivir él y sus hombres. Puede leerse así en una parte de la obra: «Rudos en las formas, extraordinariamente complejos en instintos e intuiciones, eran guerreros y nunca habían pretendido ser otra cosa. Resignados ante el azar, fatalistas sobre la vida y la muerte, obedecían de modo natural sin que la imaginación les jugara malas pasadas. Rostros curtidos de viento, frío y sol, arrugas en torno a los ojos incluso entre los más jóvenes, manos encallecidas de empuñar armas y pelear. Jinetes que se persignaban antes de entrar en combate y vendían su vida o muerte por ganarse el pan. Profesionales de la frontera, sabían luchar con crueldad y morir con sencillez. No eran malos hombres, concluyó. Ni tampoco ajenos a la compasión. Sólo gente dura en un mundo duro.”
            Y lo segundo que debemos tener en cuenta es que es una falacia intentar juzgar a un personaje histórico con la mentalidad del siglo XXI. A cada personaje, a cada hecho histórico, sólo se les puede estudiar si tenemos en cuenta las circunstancias concretas de cada época, y las circunstancias del siglo XXI son muy distintas a las de la época actual. La Castilla de hace mil años era un reino en expansión, pero sometido a múltiples tensiones desde los diferentes reinos musulmanes, y también desde los reinos cristianos, que lo rodeaban. Es una Castilla que está sumida en una guerra civil, una guerra civil protagonizada por dos reyes hermanos, rivales entre sí, en la que apoyar a uno de ellos, como Ruy hizo con Sancho, era tener que enfrentarse irremediablemente al otro hermano, Alfonso. Por ello el nuevo rey, Alfonso VI, lo manda al exilio: “Si tú me exilias por un año, yo me exilio por dos años”. Por eso, Ruy no tiene más remedio que buscar aliados en otros reinos vecinos, vender su ardor guerrero a otros reyes, cristianos o musulmanes, mientras duraba su exilio, para poder ganarse la vida como sólo sabe hacerlo: combatiendo.
            Todos los hombres de frontera eran como él, también los musulmanes, que en no pocas ocasiones se hacían aliados de los cristianos para combatir a otros musulmanes. Por ello, y a pesar de lo extraño que ahora nos resulte, Mío Cid se alía con el rey moro de Zaragoza, Mutaman; se pone a su servicio para batallar contra el hermano de éste, Mundir, rey de la taifa de Lérida, y también contra el aliado de Mundir, el conde de Barcelona, Berenguer Ramón, quien a su vez, por otra parte, había eliminado del trono a su hermano gemelo, Ramón Berenguer, y además lo había hecho de la manera más cruel de todas, asesinándolo. Personajes de frontera, todos ellos, personajes de una época dura, sangrienta, como fue la Edad Media. Y enfrentamientos, muchas veces, entre hermanos, en todos los sentidos que la palabra tiene, incluido también ese sentido más puro fraternal.
            Pero Ruy, pese a todas sus dudas, tiene límites; es capaz de seguir siendo fiel a su rey, aunque su rey no lo haya sido con él, y le haya castigado con el exilio. Por eso, el contrato de guerra con el rey de Zaragoza sólo tiene una excepción: quedará libre de su vasallaje en el momento en el que tuviera que guerrear contra el rey de Castilla. En un mundo como el de la Edad Media, el rey propio es el señor natural del noble, y por ello, pese a todas las injusticias que pueda cometer con él, el noble le debe vasallaje. Por eso, también, Ruy se muestra respetuoso con sus enemigos, aunque esos enemigos sean tan distantes como el conde de Barcelona. Como conde de Barcelona, y por lo tanto, señor de tierras y vasallos, Berenguer Ramón es señor natural de vasallos, aunque él mismo no sea uno de esos vasallos, y por lo tanto, un infanzón como él le debe respeto, aunque en ese momento sólo sea un prisionero del propio Ruy. Él conoce las reglas de la Edad Media, y las respeta.
            Es, desde luego, una novela que respeta la leyenda del Cid, y también la propia historia del héroe castellano. Una historia que, como decimos, tiene muchas vertientes, y que sólo podemos juzgar si tenemos en cuenta la época en la que se desarrollaron los hechos: una época difícil, terrible para todos, en la que la vida, o la muerte, valía apenas lo que valía una lanza o una espada.