A lo largo de la historia, varios han
sido los ejércitos que se han destacado por su vigor y por su manera de combatir:
los hoplitas de las antiguas polis griegas, llevados después a su máxima extensión,
en el siglo IV a.C. por las falanges de Alejandro Magno; los legionarios
romanos que, junto a las tropas auxiliares de los especialistas de las
colonias, consiguieron extender el imperio por casi todo el orbe conocido; o
nuestros tercios, que durante un siglo y medio, nuestro siglo de oro en el arte
y en la literatura, pero también en la política, cubrieron con sus picas y con
sus arcabuces, con sus espadas y con sus falconetes (aunque ésta era realmente
un arma más propia de la artillería que de la infantería), los campos de
batalla de gran parte de Europa. Estos, nuestros famosos tercios, son lo que
Javier Esparza, ha venido a resaltar en este libro que ahora comentamos, un
libro tan interesante como se viene ya a adivinar desde su mismo título: “Tercios.
Historia ilustrada de la legendaria infantería española”.
Y
es que José Javier Esparza no es realmente un historiador, y eso se nota cuando
leemos cada uno de sus títulos. No es un historiador, desde luego, sino un
periodista, ensayista y divulgador de nuestra historia más gloriosa. Por eso,
su manera de escribir no hace menos interesante cada uno de sus libros, sino
todo lo contrario, a pesar de que no aporte datos nuevos sobre el tema que
trabaja, ni tampoco nos descubre novedosos documentos inéditos, que pueda
servir para complementar aspectos poco conocidos de nuestro pasado. La
historia, además de ser investigada en los archivos y en las bibliotecas, que
eso es y debe ser obra de los historiadores, debe ser también difundida entre
el gran público, porque éste, y no sólo los especialistas, deben conocer
también nuestro pasado, aprender de nuestros aciertos y, sobre todo, de
nuestros errores. Y esa parte del conocimiento histórico, cuando el historiador
profesional falla, puede ser también un trabajo para el divulgador, sobre todo
cuando se trata de un divulgador tan bien documentado y de un estilo tan
cercano al lector, como el propio Esparza.
En
los ejércitos europeos del siglo XVI, como en los ejércitos de todos los
tiempos y de todas las culturas, el peso de la batalla lo llevaba usualmente la
infantería. Y los tercios son eso, la gloriosa infantería española, y en
algunas ocasiones también la infantería italiana cuando combatía del lado de
los españoles, porque durante el siglo de oro, buena parte de Italia era
también parte de España. Y Esparza nos ofrece en este libro cada uno de los
aspectos relevantes que afectaban a esos tercios españoles: cómo combatían,
cuáles eran las armas que utilizaban en los enfrentamientos a media distancia
(el arcabuz principalmente), que a larga distancia, como todas las armas de la
época, perdía bastante efectividad, y también en el cuerpo a cuerpo (la espada
y, sobre todo para defenderse de la caballería, las picas; cómo se organizaban
las tropas; cómo vivían nuestros soldados en la guerra, y también en la paz, y
sobre todo, de que vivían, porque el conocido el usual retraso, en ocasiones
incluso de más de un año, a la hora de recibir sus pagas; y, más que nada, qué
era lo que movía a un joven español de cualquier condición social, porque en
los tercios podían combatir juntos, brazo a brazo, un pobre villano y el joven
heredero de un título o, incluso, de una grandeza de España. Existen muchas
pruebas de ello, de manera que se puede decir que los tercios llegaron a crear
la primera democracia española, en un mundo tan eminentemente clasista como era
el del Antiguo Régimen. Y eso que movía a los soldados españoles para alistarse
en los tercios y marchar hasta el último rincón de Europa para combatir por España
(no por Castilla o por Aragón, no por Cataluña o Andalucía, sino por España), no
era desde luego el dinero, que tampoco era demasiado lo que podían recibir a
cambio, sino la gloria y el honor.
Javier
Esparza también nos explica la historia de los tercios desde el punto de vista
de sus numerosas victorias, y también del de algunas derrotas dolorosas, así
como el de algunos de sus jefes más importantes: don Juan de Austria, Alejandro
Farnesio, el duque de Alba,… Una historia que comenzó con el Gran Capitán,
Gonzalo Fernández de Córdoba, y sus campañas en tierras napolitanas, cuando los
tercios no eran aún los tercios, porque todavía no se había firmado su partida
de nacimiento, pero ya se vislumbraba claramente lo que iban a llegar a ser. La
batalla de Mühlberg, en la que Carlos I derrotó a los protestantes de la Liga
de Esmalcalda; la toma de San Quintín, en el norte de Francia, a donde Felipe
II asistió, aunque muy de lejos, a su única batalla, al contrario de lo que
había hecho antes su padre, verdadero general de sus ejércitos, que sirvió para
la construcción de uno de los palacio-monasterio más importantes del mundo; la
de Gravelinas, que significó para Europa un periodo de paz de doce años que sólo
sirvió para que ambos contendientes, Francia y España, pudieran armarse mejor
para los nuevos asaltos que debían de sucederse; la guerra de Flandes y sus numerosos
combates en las tierras llanas de lo que con el tiempo habrán de ser Bélgica y
Holanda; la rendición de Breda, que significaría para la pintura española lo
mismo que San Quintín también significó para la arquitectura. Sí, y también
algunas derrotas, derrotas tan dolorosas y significativas como la de Rocroi; el
punto y final para nuestra brillante infantería, y también, paralelo a ello, para
nuestro brillante imperio en el continente europeo.
Y junto a todo
ello, también, algunos otros aspectos relacionados directamente con esa
historia de los tercios, como el llamado camino español, que desde Piamonte, en
el norte de Italia, conducía hasta Flandes, y que continuamente fue atravesado,
durante casi dos siglos, por nuestros tercios, cada vez que marchaban al
combate o regresaban de la guerra. Y si los tercios, dicho así, sin apellido,
formaba nuestra gloriosa infantería de tierra, existía también en aquella época
algo parecido a una infantería de marina, cuando todavía quedaba mucho tiempo
para que naciera este cuerpo, una fuerza de élite en casi todos los ejércitos
del mundo: los Tercios de la Mar, del Mediterráneo y de la Mar Oceana, que tan
brillantes victorias obtuvieron también en algunas batallas tan importantes
como la del golfo de Lepanto. Y también queda espacio en este libro para hablar
de los tercios en América y en Filipinas, que si bien un existieron nunca como
tales, de manera nominal, salvo en el llamado Tercio de Arauco, de alguna
manera el glorioso espíritu de nuestra infantería también se hallaba presente
en el ejército que combatió en el nuevo mundo.
Nuestros tercios,
tan admirados, y también tan denostados por algunos, que sólo aciertan a beber
en las aguas cenagosas de la leyenda negra, a la que también Esparza contribuye
a combatir. Porque los tercios no fueron en sus combates y en sus campañas por
Europa más crueles que cualquier ejército de su época; más bien, todo lo
contrario, porque en los tercios existía en las victorias una ética contra el
enemigo, un sentido de la caballerosidad, que no lo había en otros ejércitos
europeos. Porque, como muy bien han demostrado muchos historiadores, y de ello
se hace eco nuestro historiador, y al contrario de lo que muchas veces se ha
dicho, el fracaso de la armada inglesa en su campaña contra los puertos españoles,
significó mucho más para su país que lo que la derrota de la Armada Invendible
pudo significar para España. Pero la derrota de Rocroi y varias décadas más
tarde, el cambio de dinastía en el trono español, significaría a la postre el
final de este ejército. Recogemos, en este sentido, las palabras del autor del libro:
“Desde el punto
de vista puramente militar, lo que acabó con la imbatibilidad de los tercios
fue la creciente carencia de recursos, que impidió simultáneamente alistar a
los contingentes necesarios y renovar los armamentos. La estructura de la
monarquía de las Austrias, muy descentralizada, impedía contar con un tesoro bajo
dependencia directa del rey que pudiera prever gastos tan onerosos y complejos
como los que exigían tantos años de guerra. La progresiva deshispanización de
las filas, producto fundamentalmente de un problema demográfico, también
contribuyó a erosionar el espíritu que había caracterizado a aquellas unidades.
En el otro plano, el administrativo, la propia evolución histórica hizo
obsoleto el sistema: los tercios nacieron como ejército permanente de un Estado
en unos tiempos en los que el resto de los estados europeos aún mantenían
fuertes huellas feudales y apenas existían ejércitos permanentes propiamente
dichos, pero, a lo largo de los siglos XVI y XVII, las nuevas potencias
—Francia, Suecia, Inglaterra, Holanda—, a medida que construyen su propio orden
político interior, van dotándose de una fuerza armada cada vez más estable. El
sistema de los tercios, revolucionario en su momento, se estaba quedando
anticuado”.
En efecto, con
la llegada de la nueva dinastía de los Borbones nace en el ejército español un
nuevo sistema organizativo, de influencia, como en tantas otras cosas, francesa,
un sistema que está basado en el regimiento como unidad orgánica. Pero la crisis
del imperio a la que nuestro país se ve abocado no tiene nada que ver con la muerte
de los tercios. Por el contrario, el imperio se encontraba ya abocado desde
mucho tiempo antes a su desaparición por culpa de su propia agotamiento. Y es
que, pese a todo, y tal y como afirma el autor, “a partir de 1704, ya con el
Borbón Felipe V en el trono, los tercios desaparecen como tales. La nueva
unidad es el regimiento, que ya no es una unidad administrativa, sino orgánica
y táctica, mandada por un coronel y compuesta por soldados de una misma arma.
La reforma, de aliento francés, coincide con la desaparición del dominio
español en Flandes y en Italia… Los soldados españoles labrarán grandes hazañas
en los siglos posteriores, y no es difícil rastrear en ellas ese espíritu de
los tercios: esa singular ética de señorío y de sufrimiento, de modestia
externa y de gusto por la hazaña, incluso en circunstancias en las que otros
ejércitos habrían optado por rendirse. Es lo que se ve en la asombrosa defensa
de Blas de Lezo en Cartagena de Indias, en la fulgurante campaña de Bernardo de
Gálvez en la Florida, en innumerables episodios de la guerra de la
Independencia, en el espíritu con el que Millán Astray funda la Legión, en la
carga del Regimiento de Alcántara en Annual o en el martirio de la División
Azul en Krasny-Bor. Todo eso es herencia de los que pasearon por los campos de
batalla de Europa la cruz de San Andrés”.
Complementario
de esta historia de los tercios españoles, es también otro de los libros del
mismo José Javier Esparza: “San Quintín”. Una novela en la que, tal y como reza
el subtítulo de la misma, se narran las “memorias del maestre de campo de los
tercios Julián Romero”. Y un personaje, éste, que nos recuerda un poco al
capitán Alatriste, ese famoso capitán de las novelas de Arturo Pérez Reverte,
aunque se trata en este caso de un capitán que existió realmente, que tiene
entidad propia dentro de la historia, y que sigue siendo, a pesar de la
cuantiosa bibliografía que ha generado, uno más de esos ilustres hijos de la
provincia de Cuenca, olvidados por las nuevas generaciones de conquenses. En otra
entrada de ese blog me hice eco de otro de los libros que tratan sobre la vida
de ese capitán, aunque éste, escrito por Jesús de las Heras, desde el punto de
vista de la más pura biografía.
No es éste, sin
embargo, del libro que ahora comentamos. Y es que no se trata esa obra de Esparza
de una novela biográfica sobre este capitán conquense, que llegaría a alcanzar
la más alta magistratura dentro de la estructura de los tercios: maestre de
campo. Porque el argumento de la novela se circunscribe sólo a un corto espacio
de tiempo, el de la preparación de la campaña que significó la conquista de la
ciudad de San Quintín, y el de su propio cerco y conquista. Pero lo hace desde
el punto de vista de uno de los capitanes españoles que más se destacó en la campaña,
el capitán Julián Romero. Una victoria que, si para España significó una importante
victoria y para la historia de la arquitectura significó la construcción en la
sierra madrileña de una de las grandes maravillas de la historia del arte, para
nuestro protagonista significó también su ascenso a maestre de campo, la más
alta graduación que existía en el seno de los tercios, su reconocimiento como
general en jefe de una de esas unidades de élite, de manos del propio rey
Felipe II cuando éste se encontraba en el hospital de campaña, recuperándose de
una herida de gravedad provocada durante la batalla por una bala de mosquete.
De esta forma, lo que en un principio había sido una mala noticia, la herida en
la pierna, que le había provocado una ostensible cojera para el resto de su
vida, acabó por convertirse para él en el más alto galardón reservado para un
soldado de los tercios.
En definitiva,
un libro también interesante para comprender, desde un punto de vista
diferente, la gloriosa historia de los tercios españoles, y más interesante
todavía para el lector que pueda estar interesado en la historia de Cuenca y de
los conquenses ilustres. No son demasiadas las novelas cuyo protagonista es un
personaje ilustre nacido en nuestra provincia, y quizá la única excepción en
este sentido pueda ser “Centauros”, la magistral novela de Alberto Vázquez
Figueroa, en la que se narran las peripecias biográficas de Alonso de Ojeda por
el continente americano. Y ya que estamos hablando de literatura, y a propósito
de esa herida que Romero sufrió en San Quintín a causa de una bala de mosquete,
quiero hacer también una pequeña referencia a esa nueva arma de fuego que en ese
momento está apareciendo, destinada a sustituir al ya anticuado arcabuz por su
mayor capacidad de fuego y su mayor fiabilidad. Son muchos, acostumbrados a la
novela de Alejandro Dumas y, sobre todo a las innumerables versiones
cinematográficas que de la novela se han hecho, en las que muy raramente
aparece este tipo de armamento, tienden a pensar erróneamente que el mosquete
es en realidad un arma blanca, una especie de espada, en cuyo manejo se muestran
tan diestros los cuatro, que no tres, protagonistas de la historia.
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