viernes, 21 de agosto de 2020

Una historia, o dos, sobre los gloriosos tercios españoles de la guerra de Flandes


A lo largo de la historia, varios han sido los ejércitos que se han destacado por su vigor y por su manera de combatir: los hoplitas de las antiguas polis griegas, llevados después a su máxima extensión, en el siglo IV a.C. por las falanges de Alejandro Magno; los legionarios romanos que, junto a las tropas auxiliares de los especialistas de las colonias, consiguieron extender el imperio por casi todo el orbe conocido; o nuestros tercios, que durante un siglo y medio, nuestro siglo de oro en el arte y en la literatura, pero también en la política, cubrieron con sus picas y con sus arcabuces, con sus espadas y con sus falconetes (aunque ésta era realmente un arma más propia de la artillería que de la infantería), los campos de batalla de gran parte de Europa. Estos, nuestros famosos tercios, son lo que Javier Esparza, ha venido a resaltar en este libro que ahora comentamos, un libro tan interesante como se viene ya a adivinar desde su mismo título: “Tercios. Historia ilustrada de la legendaria infantería española”.
               Y es que José Javier Esparza no es realmente un historiador, y eso se nota cuando leemos cada uno de sus títulos. No es un historiador, desde luego, sino un periodista, ensayista y divulgador de nuestra historia más gloriosa. Por eso, su manera de escribir no hace menos interesante cada uno de sus libros, sino todo lo contrario, a pesar de que no aporte datos nuevos sobre el tema que trabaja, ni tampoco nos descubre novedosos documentos inéditos, que pueda servir para complementar aspectos poco conocidos de nuestro pasado. La historia, además de ser investigada en los archivos y en las bibliotecas, que eso es y debe ser obra de los historiadores, debe ser también difundida entre el gran público, porque éste, y no sólo los especialistas, deben conocer también nuestro pasado, aprender de nuestros aciertos y, sobre todo, de nuestros errores. Y esa parte del conocimiento histórico, cuando el historiador profesional falla, puede ser también un trabajo para el divulgador, sobre todo cuando se trata de un divulgador tan bien documentado y de un estilo tan cercano al lector, como el propio Esparza.
              
Pero, ¿de qué hablamos en realidad cuando nos referimos a los tercios? En primer lugar debemos decir que se trataba de eso que en la historia militar se le llama ahora una unidad de élite, temida entre sus enemigos y envidiada entre sus amigos. Una unidad que llevó a nuestro país, o al memos ayudó a conseguirlo, a convertirse en el imperio más importante del mundo en aquel lejano siglo XVI. Pero los tercios no eran, en realidad, todo el ejército español; ni siquiera era tampoco toda la infantería de nuestro ejército. En efecto, durante toda aquella centuria, y también la siguiente, incluso, aunque en menor medida, en la primera mitad del siglo XVIII, antes de que el nuevo sistema liberal viniera a cambiar las cosas, buena parte de nuestro ejército estaba formada por tropas profesionales: voluntarios suizos e italianos, lansquenetes alemanes, e incluso soldados ingleses, en aquellos momentos, como en San Quintín, en los que España aún no se encontraba enfrentada abiertamente con Inglaterra,… Y esto no pasaba sólo en España. El ejército francés de Francisco I, y después también en el de su heredero, Enrique II, también estaba formado por esas mismas tropas alemanas, suizas, italianas, inglesas o escocesas, de manera que en los diferentes campos de batalla de toda Europa tuvieron que enfrentarse, de forma usual, contendientes de todas las nacionalidades.
               En los ejércitos europeos del siglo XVI, como en los ejércitos de todos los tiempos y de todas las culturas, el peso de la batalla lo llevaba usualmente la infantería. Y los tercios son eso, la gloriosa infantería española, y en algunas ocasiones también la infantería italiana cuando combatía del lado de los españoles, porque durante el siglo de oro, buena parte de Italia era también parte de España. Y Esparza nos ofrece en este libro cada uno de los aspectos relevantes que afectaban a esos tercios españoles: cómo combatían, cuáles eran las armas que utilizaban en los enfrentamientos a media distancia (el arcabuz principalmente), que a larga distancia, como todas las armas de la época, perdía bastante efectividad, y también en el cuerpo a cuerpo (la espada y, sobre todo para defenderse de la caballería, las picas; cómo se organizaban las tropas; cómo vivían nuestros soldados en la guerra, y también en la paz, y sobre todo, de que vivían, porque el conocido el usual retraso, en ocasiones incluso de más de un año, a la hora de recibir sus pagas; y, más que nada, qué era lo que movía a un joven español de cualquier condición social, porque en los tercios podían combatir juntos, brazo a brazo, un pobre villano y el joven heredero de un título o, incluso, de una grandeza de España. Existen muchas pruebas de ello, de manera que se puede decir que los tercios llegaron a crear la primera democracia española, en un mundo tan eminentemente clasista como era el del Antiguo Régimen. Y eso que movía a los soldados españoles para alistarse en los tercios y marchar hasta el último rincón de Europa para combatir por España (no por Castilla o por Aragón, no por Cataluña o Andalucía, sino por España), no era desde luego el dinero, que tampoco era demasiado lo que podían recibir a cambio, sino la gloria y el honor.
               Javier Esparza también nos explica la historia de los tercios desde el punto de vista de sus numerosas victorias, y también del de algunas derrotas dolorosas, así como el de algunos de sus jefes más importantes: don Juan de Austria, Alejandro Farnesio, el duque de Alba,… Una historia que comenzó con el Gran Capitán, Gonzalo Fernández de Córdoba, y sus campañas en tierras napolitanas, cuando los tercios no eran aún los tercios, porque todavía no se había firmado su partida de nacimiento, pero ya se vislumbraba claramente lo que iban a llegar a ser. La batalla de Mühlberg, en la que Carlos I derrotó a los protestantes de la Liga de Esmalcalda; la toma de San Quintín, en el norte de Francia, a donde Felipe II asistió, aunque muy de lejos, a su única batalla, al contrario de lo que había hecho antes su padre, verdadero general de sus ejércitos, que sirvió para la construcción de uno de los palacio-monasterio más importantes del mundo; la de Gravelinas, que significó para Europa un periodo de paz de doce años que sólo sirvió para que ambos contendientes, Francia y España, pudieran armarse mejor para los nuevos asaltos que debían de sucederse; la guerra de Flandes y sus numerosos combates en las tierras llanas de lo que con el tiempo habrán de ser Bélgica y Holanda; la rendición de Breda, que significaría para la pintura española lo mismo que San Quintín también significó para la arquitectura. Sí, y también algunas derrotas, derrotas tan dolorosas y significativas como la de Rocroi; el punto y final para nuestra brillante infantería, y también, paralelo a ello, para nuestro brillante imperio en el continente europeo.
Y junto a todo ello, también, algunos otros aspectos relacionados directamente con esa historia de los tercios, como el llamado camino español, que desde Piamonte, en el norte de Italia, conducía hasta Flandes, y que continuamente fue atravesado, durante casi dos siglos, por nuestros tercios, cada vez que marchaban al combate o regresaban de la guerra. Y si los tercios, dicho así, sin apellido, formaba nuestra gloriosa infantería de tierra, existía también en aquella época algo parecido a una infantería de marina, cuando todavía quedaba mucho tiempo para que naciera este cuerpo, una fuerza de élite en casi todos los ejércitos del mundo: los Tercios de la Mar, del Mediterráneo y de la Mar Oceana, que tan brillantes victorias obtuvieron también en algunas batallas tan importantes como la del golfo de Lepanto. Y también queda espacio en este libro para hablar de los tercios en América y en Filipinas, que si bien un existieron nunca como tales, de manera nominal, salvo en el llamado Tercio de Arauco, de alguna manera el glorioso espíritu de nuestra infantería también se hallaba presente en el ejército que combatió en el nuevo mundo.
Nuestros tercios, tan admirados, y también tan denostados por algunos, que sólo aciertan a beber en las aguas cenagosas de la leyenda negra, a la que también Esparza contribuye a combatir. Porque los tercios no fueron en sus combates y en sus campañas por Europa más crueles que cualquier ejército de su época; más bien, todo lo contrario, porque en los tercios existía en las victorias una ética contra el enemigo, un sentido de la caballerosidad, que no lo había en otros ejércitos europeos. Porque, como muy bien han demostrado muchos historiadores, y de ello se hace eco nuestro historiador, y al contrario de lo que muchas veces se ha dicho, el fracaso de la armada inglesa en su campaña contra los puertos españoles, significó mucho más para su país que lo que la derrota de la Armada Invendible pudo significar para España. Pero la derrota de Rocroi y varias décadas más tarde, el cambio de dinastía en el trono español, significaría a la postre el final de este ejército. Recogemos, en este sentido, las palabras del autor del libro:
“Desde el punto de vista puramente militar, lo que acabó con la imbatibilidad de los tercios fue la creciente carencia de recursos, que impidió simultáneamente alistar a los contingentes necesarios y renovar los armamentos. La estructura de la monarquía de las Austrias, muy descentralizada, impedía contar con un tesoro bajo dependencia directa del rey que pudiera prever gastos tan onerosos y complejos como los que exigían tantos años de guerra. La progresiva deshispanización de las filas, producto fundamentalmente de un problema demográfico, también contribuyó a erosionar el espíritu que había caracterizado a aquellas unidades. En el otro plano, el administrativo, la propia evolución histórica hizo obsoleto el sistema: los tercios nacieron como ejército permanente de un Estado en unos tiempos en los que el resto de los estados europeos aún mantenían fuertes huellas feudales y apenas existían ejércitos permanentes propiamente dichos, pero, a lo largo de los siglos XVI y XVII, las nuevas potencias —Francia, Suecia, Inglaterra, Holanda—, a medida que construyen su propio orden político interior, van dotándose de una fuerza armada cada vez más estable. El sistema de los tercios, revolucionario en su momento, se estaba quedando anticuado”.
En efecto, con la llegada de la nueva dinastía de los Borbones nace en el ejército español un nuevo sistema organizativo, de influencia, como en tantas otras cosas, francesa, un sistema que está basado en el regimiento como unidad orgánica. Pero la crisis del imperio a la que nuestro país se ve abocado no tiene nada que ver con la muerte de los tercios. Por el contrario, el imperio se encontraba ya abocado desde mucho tiempo antes a su desaparición por culpa de su propia agotamiento. Y es que, pese a todo, y tal y como afirma el autor, “a partir de 1704, ya con el Borbón Felipe V en el trono, los tercios desaparecen como tales. La nueva unidad es el regimiento, que ya no es una unidad administrativa, sino orgánica y táctica, mandada por un coronel y compuesta por soldados de una misma arma. La reforma, de aliento francés, coincide con la desaparición del dominio español en Flandes y en Italia… Los soldados españoles labrarán grandes hazañas en los siglos posteriores, y no es difícil rastrear en ellas ese espíritu de los tercios: esa singular ética de señorío y de sufrimiento, de modestia externa y de gusto por la hazaña, incluso en circunstancias en las que otros ejércitos habrían optado por rendirse. Es lo que se ve en la asombrosa defensa de Blas de Lezo en Cartagena de Indias, en la fulgurante campaña de Bernardo de Gálvez en la Florida, en innumerables episodios de la guerra de la Independencia, en el espíritu con el que Millán Astray funda la Legión, en la carga del Regimiento de Alcántara en Annual o en el martirio de la División Azul en Krasny-Bor. Todo eso es herencia de los que pasearon por los campos de batalla de Europa la cruz de San Andrés”.

Complementario de esta historia de los tercios españoles, es también otro de los libros del mismo José Javier Esparza: “San Quintín”. Una novela en la que, tal y como reza el subtítulo de la misma, se narran las “memorias del maestre de campo de los tercios Julián Romero”. Y un personaje, éste, que nos recuerda un poco al capitán Alatriste, ese famoso capitán de las novelas de Arturo Pérez Reverte, aunque se trata en este caso de un capitán que existió realmente, que tiene entidad propia dentro de la historia, y que sigue siendo, a pesar de la cuantiosa bibliografía que ha generado, uno más de esos ilustres hijos de la provincia de Cuenca, olvidados por las nuevas generaciones de conquenses. En otra entrada de ese blog me hice eco de otro de los libros que tratan sobre la vida de ese capitán, aunque éste, escrito por Jesús de las Heras, desde el punto de vista de la más pura biografía.

No es éste, sin embargo, del libro que ahora comentamos. Y es que no se trata esa obra de Esparza de una novela biográfica sobre este capitán conquense, que llegaría a alcanzar la más alta magistratura dentro de la estructura de los tercios: maestre de campo. Porque el argumento de la novela se circunscribe sólo a un corto espacio de tiempo, el de la preparación de la campaña que significó la conquista de la ciudad de San Quintín, y el de su propio cerco y conquista. Pero lo hace desde el punto de vista de uno de los capitanes españoles que más se destacó en la campaña, el capitán Julián Romero. Una victoria que, si para España significó una importante victoria y para la historia de la arquitectura significó la construcción en la sierra madrileña de una de las grandes maravillas de la historia del arte, para nuestro protagonista significó también su ascenso a maestre de campo, la más alta graduación que existía en el seno de los tercios, su reconocimiento como general en jefe de una de esas unidades de élite, de manos del propio rey Felipe II cuando éste se encontraba en el hospital de campaña, recuperándose de una herida de gravedad provocada durante la batalla por una bala de mosquete. De esta forma, lo que en un principio había sido una mala noticia, la herida en la pierna, que le había provocado una ostensible cojera para el resto de su vida, acabó por convertirse para él en el más alto galardón reservado para un soldado de los tercios.
En definitiva, un libro también interesante para comprender, desde un punto de vista diferente, la gloriosa historia de los tercios españoles, y más interesante todavía para el lector que pueda estar interesado en la historia de Cuenca y de los conquenses ilustres. No son demasiadas las novelas cuyo protagonista es un personaje ilustre nacido en nuestra provincia, y quizá la única excepción en este sentido pueda ser “Centauros”, la magistral novela de Alberto Vázquez Figueroa, en la que se narran las peripecias biográficas de Alonso de Ojeda por el continente americano. Y ya que estamos hablando de literatura, y a propósito de esa herida que Romero sufrió en San Quintín a causa de una bala de mosquete, quiero hacer también una pequeña referencia a esa nueva arma de fuego que en ese momento está apareciendo, destinada a sustituir al ya anticuado arcabuz por su mayor capacidad de fuego y su mayor fiabilidad. Son muchos, acostumbrados a la novela de Alejandro Dumas y, sobre todo a las innumerables versiones cinematográficas que de la novela se han hecho, en las que muy raramente aparece este tipo de armamento, tienden a pensar erróneamente que el mosquete es en realidad un arma blanca, una especie de espada, en cuyo manejo se muestran tan diestros los cuatro, que no tres, protagonistas de la historia.

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