viernes, 24 de septiembre de 2021

De cuando cayó un avión en el cielo de Valdemeca, y en el accidente falleció el mejor gimnasta español de todos los tiempos

 

Era el 29 de abril de 1959, a las tres y cuarto del medio día, cuando el vuelo 42 de la compañía Iberia partía desde el aeropuerto de Barcelona, rumbo hacia Madrid; un vuelo que en condiciones normales, debería haber llegado a su destino pocas horas más tarde, sin más problemas que los propios de un viaje en avión en los años cincuenta, cuando las condiciones de las aeronaves eran muy diferentes de las de los aparatos actuales. El comandante que estaba a los mandos del avión era Ernesto López Peña, un piloto bastante experimentado que había sido aviador militar hasta hacía cinco años, cuando había empezado a trabajar para Iberia, y que había sido, incluso, profesor en la Academia General del Aire. Los otros dos miembros de la tripulación eran Aurelio León, mecánico y segundo piloto, y el radiotelegrafista Emilio Díaz González. Y junto a ellos, viajaban en el interior del aparato veinticinco pasajeros, entre los que se encontraban algunos personajes bastante conocidos, y entre ellos, los miembros del equipo nacional español de gimnasia, incluido entre ellos aquél que ha sido considerado como el mejor gimnasta español de todos los tiempos: Joaquín Blume Carreras, quien viajaba además acompañado de su esposa. Con el equipo viajaba también su compañero, Raúl Pajares, quien a última hora había sustituido a Ángel Luna, por culpa de una indisposición de este último, triste destino para una persona que no estaba destinado a fallecer de esta forma. Como triste fue también el juego que el destino les vino a jugar a Juan Rigau y a su reciente esposa, Carmen Canet, que habían contraído matrimonio en Gerona el día anterior, e iniciaban con este viaje su luna de miel por tierras de España.  Y en el aparato viajaban también Fernando Medina y Benjumea, conde de Campo rey, y Francisco Gainares Gorostizabal, gerente y director, respectivamente, de la compañía Industrias Subsidiarias de Aviación, también pilotos civiles de avión, además del abogado, sevillano también como estos últimos, Antonio Mancebo Fernández.

        

Sin embargo, el avión, un Douglas DC-3 FEC-ABC, nunca llegaría a su destino. Las condiciones meteorológicas no eran buenas, y poco tiempo después de haber despegado en la capital catalana, el aparato ya navegaba a ciegas, sin que el comandante del vuelo pudiera saber el punto exacto por el que el aparato transitaba en cada momento. En efecto, durante todo aquel día atravesó la península una importante borrasca, acompañada en algunos momentos de granizo y un fuerte viento, y de una tormenta eléctrica que, parece ser, dejó sin funcionamiento algunos de los elementos del sistema de radio del avión. La revista “Blanco y Negro”, en el artículo que pocos días después dedicó al accidente, y a través de algunas suposiciones, es bastante claro en este sentido; “Hay que suponer que el aparato navegaba a ciegas y sin que el comandante conociese exactamente su posición cuando comunicó con Calamocha. Es muy verosímil que, al verse incomunicado y fallarle a causa de la fuerte carga de electricidad circundante algunos de los instrumentos de navegación, tomase rumbo hacia el Este, por donde la situación meteorológica era más despejada, y que alcanzase el litoral mediterráneo para orientarse, cosa que pudo hacer al identificar desde el aire el puerto de Castellón. Esto no es más que una hipótesis basada en el tiempo transcurrido entre la última comunicación y el accidente, y en que la línea recta Castellón-Madrid pasa precisamente por aquellos parajes -se está refiriendo exactamente a los del pueblo conquense de Valdemeca, en cuyo término municipal ocurrió el accidente-. Es, pues, verosímil que, incomunicado con tierra, el comandante pusiese desde Castellón rumbo a Madrid, y que el vuelo prosiguiese con relativa normalidad. Después, volando entre nubes, una turbulencia le hizo perder altura en el momento en que tenía ante su proa los mil ochocientos y pico metros de altitud de la sierra de Valdemeca, y el aparato se estrelló contra la montaña sin que nadie hubiese podido advertir el peligro inmediato. Al menos, el estado de los restos del avión parece indicar que no hubo maniobra alguna para atenuar el golpe.”

            Exactamente, fue a las cuatro horas y dieciséis minutos cuando el avión realizó su última comunicación con tierra, con la estación de Calamocha (Teruel), para pedirle marcación con el fin de poder fijar su posición en el mapa, lo que abunda más en la posibilidad de que el aparato viajaba a ciegas. “Para establecer la marcación -el reportaje de “Blanco y Negro”, firmado bajo las iniciales M.M.Ch., indica de qué manera se realizaba en aquellos tiempos la comunicación entre la estación y el avión-, el aparato debe emitir unas señales que capta el radiofaro, el cual, a su vez, emite otras que el avión recoge. El radiogoniómetro fija la dirección de donde proceden y la distancia a que el aparato se encuentra del instrumento emisor”. Aquella fue la última comunicación del DC-3, y la posterior falta de respuesta del aparato llevó la inquietud a ambos aeropuertos, el de partida y aquel otro en el que se esperaba su llegada, y más todavía cuando el resto de los aeropuertos cercanos, aquellos en los que el avión podía haber intentado aterrizar en el caso de que hubiese tenido problemas para llegar a Madrid, tampoco sabían nada del vuelo 42, e inmediatamente se activó la búsqueda por parte de los Servicios de Protección de Vuelo.

Poco tiempo más tarde, en una de las zonas más escabrosas de la serranía conquense, en el término municipal de Valdemeca, cuatro personas habían visto por última vez el aparato, sobrevolando por encima de sus cabezas. ; o mejor dicho, sólo lo sintieron, porque no podían verlo debido a la abundante masa forestal de pinos que se extendía por la zona. Se trataba del guardia forestal Francisco Sánchez Rodríguez y tres jóvenes del pueblo, Juan Jiménez, Víctor López Martínez y José María Domingo Jiménez, quienes se encontraban en ese momento realizando las labores previas para una posterior repoblación forestal de la zona. Pocos segundos más tarde, los cuatro oyeron un gran estruendo desde el otro lado del Pico del Telégrafo, en cuya ladera estaban realizando aquellas labores, y supieron que algo grave había ocurrido. Con gran dificultad debido a lo escarpado del terreno, pero sin duda con menor dificultad de lo que tendrían que hacerlo al día siguiente las autoridades y los periodistas que fueron enviados allí por diferentes agencias y periódicos para cubrir la noticia, pudieron subir hasta el lugar exacto en el que se había producido el accidente, con el fin de intentar ayudar a los posibles supervivientes que hubiera.

El espectáculo, en las palabras de los primeros testigos, era desolador. Se veían restos del aparato, y de las personas que habían viajado en él en aquel último viaje hacia la muerte, se extendían por muchos metros alrededor del lugar en el que había caído el avión. Pero lo más importante era que no había supervivientes, por más que uno de los jóvenes, según el cronista de “Blanco y Negro”, había llegado a tiempo de ver a una señora con vida. Sin embargo, el propio cronista duda de la versión del testiguo, atribuida por él a “una subjetiva apreciación, muy posible dadas las circunstancias en las que sucedió.” Desde luego, la existencia de supervivientes en un accidente de estas características era muy remota: el avión se hallaba partido en muchos pedazos, distribuidos, como se ha dicho, en una gran extensión de terreno, hasta el punto de que el mayor de ellos se correspondía apenas con el extremo posterior del fuselaje, es decir, el correspondiente al estabilizador vertical, e incluso las partes laterales de éste, el estabilizador horizontal y el timón de profundidad, también estaban partidos. Por su parte, el plano derecho del DC-3 había quedado prendido de las copas de los árboles, en un inestable equilibrio que lo había dejado a algunos metros de altura respecto del nivel del suelo.

De la escabrosidad del terreno en el que se había producido el accidente da una idea el hecho de que los cuatro jóvenes de Valdemeca que habían sido testigos del mismo, tardaron hora y media en llegar a los restos del avión. Y una vez en la cumbre del Cerro del Telégrafo, el guardia forestal y dos testigos más se quedaron junto al aparato, mientras los otros dos bajaban otra vez hasta el pueblo para dar aviso del accidente. Continúa de esta forma la crónica de la revista “Blanco y Negro”: “Minutos después de alcanzar estos las primeras casas del poblado, el nombre de Valdemeca era difundido y dado a conocer por telégrafos, teléfonos y teletipos, y a primera hora de la noche la triste noticia comenzó a extenderse por la calle en Barcelona y Madrid.” Desde las primeras horas del día siguiente, la actividad en el Cerro del Telégrafo fue frenética, entre autoridades, Guardia Civil -mi abuelo, Juan Antonio Pérez Llandres, que era conductor de la Guardia Civil en aquellos años, fue la primera persona que me habló, cuando todavía era niño, del fatídico accidente de Valdemeca, uno de los más dolorosos espectáculos que había visto en su vida, comparable sólo a otro accidente, el del autobús que cubría el servicio entre Cuenca y La Roda, que había caído al río Júcar dos años antes, en 1957, causando la muerte de treinta viajeros, y eso que había tenido que vivir largos años de servicio en el cuerpo, y entre ellos, los tres que duró la Guerra Civil, en la que tuvo que asistir, incluso, al asalto al Cuartel de la Montaña; ver “17 de julio de 1936: una historia familiar”, 17 de julio de 2016-, y los numerosos periodistas y fotógrafos que fueron enviados al lugar desde diferentes puntos de España”.


Estabilizador vertical del DC-3. Éste es el trozo más grande del avión que pudo ser recuperador del lugar del accidente. En primer termino, restos del plano izquierdo del apararto. En las dos fotografías anteriores, respectivamente, restos de uno de los motores, y del plano derecho, literalmente colgado de los pinos cercanos.

Como ya se ha dicho, el personaje más conocido de todos los que viajaban en el avión era Joaquín Blume, quien todavía, a pesar de los recientes éxitos deportivos de otros gimnastas más actuales, como Jesús Carballo, Rafael Martínez o Gervasio Deferr, sigue estando considerado como el mejor gimnasta español de todos los tiempos. Éste había nacido en Barcelona en 1933, y era hijo de un profesor de gimnasia de origen alemán, a cuyo país emigro, con toda su familia, durante los años que duró la Guerra Civil. De regreso en Barcelona, Blume ingresó en la Escuela Alemana de Gimnasia Deportiva, de la que su padre era profesor, y en 1949, cuando apenas contaba con dieciséis años de edad, se proclamó campeón de España de categoría absoluta, título que pudo retener durante los diez años siguientes, hasta el mismo momento de su fallecimiento. A partir de ahí, su progresión deportiva fue en aumento, pudiendo asistir en 1952 a los juegos olímpicos de Helsinki, en los que terminó en el puesto 56 de los 212 gimnastas participantes, algo que muy poco tiempo antes había sido impensable para un gimnasta español. En 1954 asistió también al mundial que se celebró en Roma, donde quedó en el puesto 43, de los doscientos deportistas que participaron en el evento. En 1955 fue décimo en la Copa de Europa, y ese mismo año se proclamaba como el mejor gimnasta de los Juegos del Mediterráneo. Un año más tarde ganó en París el torneo de las Siete Naciones, no pudiendo asistir a los juegos olímpicos de ese año, que se celebraron en Melbourne, para los que era uno de los favoritos, por la negativa del Comité Olímpico Español a participar en ellos, en protesta por la invasión de Hungría por parte de la Unión Soviética; en aquellos años, Blume llegó incluso a pensar en nacionalizarse alemán para poder acudir a los juegos, pero fue el propio Juan Antonio Samaranch, delegado en Cataluña de la Delegación Nacional de Educación Física y Deportes, quien le convenció para que no lo hiciera. Y su progresión llegó a su cima en 1957, cuando se proclamó, en París, campeón de Europa, al triunfar por encima de los treinta y nueve aspirantes, que representaban a veintiún países diferentes.  Joaquín Blume compatibilizó siempre sus competiciones deportivas con diversas exhibiciones gimnásticas, y en 1958 contrajo matrimonio con María José Bonet, también gimnasta como su marido, quien falleció también, como se ha dicho, en el mismo accidente de Valdemeca. El matrimonio esperaba su segundo hijo; dejaban una hija, María José Blume Bonet, quien durante algún tiempo siguió los pasos de sus predecesores; penas tenía cuatro meses cuando quedó, de esta forma trágica, huérfana de padre y madre.


Joaquín Blume, durante una de sus exhibiciones gimnásticas, con ocasión de la clausura de los Juegos Nacionales Universitarios, en la Ciudad Univdersitaria de Madrid. Las cuatro imágenes que ilustran esta entrada pertenecen al reportaje publicado por la revista "Blanco y Negro", unos días después del accidente de Valdemeca.

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