La historia del Arca de San Julián, en la
que reposaban los restos del segundo obispo de Cuenca hasta que fueron quemados,
al inicio de la Guerra Civil, se remonta incluso a los años anteriores a la
traslación de los restos del sano a su nueva capilla del Trasparente, en la
girola de la catedral, desde el llamado Altar de la Reliquia, o Capilla Vieja
de San Julián, lugar en el que habían permanecido desde 1518, cuando fueron
llevados allí desde su primitiva colocación, en la vieja capilla de Santa
Águeda, una de las desaparecidas capillas del lado de la epístola. Y es que el
arca, que ya se encontraba, como he dicho, en la Capilla Vieja de San Julián,
había sido un regado al propio templo catedralicio de uno de sus prelados más
preclaros, Alonso Antonio de San Martín, hijo natural del propio rey Felipe IV
y de una de sus amantes, Mariana Pérez de Cuevas. El estudioso conquense
Antonio Rodríguez asegura que la madre de este obispo de Cuenca, que rigió la
diócesis a caballo entre los siglos XVII y XVIII, a la que había llegado desde
su anterior destino como obispo de Oviedo, fue Tomasa Aldama, dama de la reina
doña María Ana de Austria, como también lo era la propia Tomasa Aldama.
No cabe duda de que la perdida obra de orfebrería era una pieza hermosa. De esta manera la describe el arquitecto Ventura Rodríguez, quien por otra parte participó en la construcción el altar del Trasparente, así como en la capilla mayor del principal templo conquense: “Una urna de plata con labores cinceladas y caladas, los huecos sobredorados, y los perfiles y boceles de bronce dorado a fuego, con su tapa en la misma conformidad en forma piramidal, forrada por delante dicha urna con tela carmesí.”
El
traslado de los restos de San Julián a su capilla del Trasparente, el 8 de
septiembre de 1760, fue celebrado en la ciudad con varios días de fiestas, en
los cuales, sin duda, el cuerpo de San Julián debió salir en procesión dentro
de su urna de plata. No sed sabe el número de veces que salió después esta urna
en procesión, con los restos del santo en su interior, hasta aquel 18 de abril
de 1902, día en el que fueron de nuevo llevados a hombros por los canónigos de
la catedral, desde su altar del Trasparente a la iglesia de la Merced, bajando
por las escaleras monumentales del Palacio Episcopal, a causa del reciente
hundimiento de la torre del Giraldo, el 13 de abril de ese año, y el obligado
cierre al culto, por unos meses, de nuestro templo mayor por tal motivo. En la
procesión, el arca “era acompañada por
las autoridades de la ciudad, Guardia Civil a caballo y un pelotón de
ingenieros, clero de la Diócesis, y el prelado Sangüesa, que se fundió en un
abrazo emocionado con el Gobernador Civil de la provincia. El 4 de
septiembre de ese mismo año, con la catedral abierta nuevamente al público e
iniciados ya los trabajos de restauración, la procesión se repitió en sentido
contrario, pero ahora el arca estaba acompañada por la imagen de la Virgen del
Sagrario. La procesión entró entonces en la catedral por la nueva puerta de
acceso, abierta en su parte lateral, junto al propio palacio.
Seis
años más tarde, en 1908, el arca vieja de San Julián salió en procesión por
última vez, para conmemorar el séptimo centenario del fallecimiento del segundo
obispo de Cuenca. Después, en los primeros meses de 1936, este arca sería
robada, al tiempo que los restos de San Julián eran quemados en la propia
catedral. Pero una vez terminada la guerra se pudieron extraer de entre toda la
ceniza unos pocos restos óseos del santo, apenas treinta y siete fragmentos,
que fueron identificados según un informe pericial que firmaron los doctores Antón
Piga y Manuel Pérez de Petinto, antropólogos forenses, fechado en 1945. Por su
parte, también se llevó a cabo una suscripción popular con el fin de encargar
una nueva arca de plata, arca que realizaría el orfebre valenciano José Bonacho
David.
Desde
entonces, esta nueva arca de San Julián ha salido en procesión varias veces. La
primera de ellas, el 4 de septiembre de 1947, en una procesión singular que se
celebró a consecuencia de la riada del Huécar, que se había producido el 13 de
agosto de ese mismo año, y en la que los restos del prelado conquense fueron
trasladados, por turno, por los concejales del ayuntamiento los diputados
provinciales, los funcionarios del Instituto de Previsión, y en general por un
grupo numeroso de fieles. Después, el arca volvería a desfilar por las calles
de Cuenca en 1983, con motivo del octavo centenario de la creación de la
diócesis; en 1988, con motivo del octavo centenario de la llegada a Cuenca de
San Julián como segundo obispo; y en 2008, con motivo ahora del octavo
centenario de su fallecimiento.
Por
todo ello, ahora, cuando estamos a punto de celebrar, un año más, la festividad
de San Julián -no sólo se celebra al santo patrono de Cuenca, como todos
sabemos, el 28 de enero, sino también en estos primeros días de septiembre-,
más allá de unas ferias que fueron pasadas hace ya más de medio siglo a la
última semana de agosto, creo oportuno comentar un libro que, editado por la
Universidad de Oviedo y escrito por Beatriz García Fueyo, profesora de la
Universidad de Málaga, se ha dedicado a biografiar la figura de ese otro
obispo, hijo natural del penúltimo monarca de la dinastía de los Austria, rigió
la diócesis conquense, después de un breve paso por la de Oviedo, a caballo
entre los siglos XVII y XVIII. Un libro que está formado por dos partes
claramente diferenciadas, en cuanto a temática y en cuanto a extensión. Porque,
si en el primer capítulo se remarcan, en una cuarentena de páginas, el contexto
político y religioso imperante en España en aquel momento de la historia,
cuando la dinastía reinante en el trono estaba cambiando, al hilo de una guerra
que, más allá de su contexto hispano, fue en realidad una guerra europea, en el
largo segundo capítulo la autora hace un obligado acercamiento a la figura
personal y política de un prelado que rigió la ciudad en un periodo histórico
importante, cuando las tradicionales familias de la élite social de Cuenca
estaban a punto de cambiar, al compás de esa misma guerra, y dependiendo de a
cuál de los dos bandos había servido cada una de ellas.
La autora repasa,
a lo largo de ese extenso segundo capítulo, todo su recorrido vital, desde los
primeros años de su infancia, cuando fue entregado a una familia adoptiva que
le dio el apellido, y sin olvidar tampoco a sus ascendentes filiales, los
biológicos y los cognaticios, hasta su fallecimiento en la ciudad de Cuenca,
donde impulsó el culto a su antecesor, el propio San Julián, cuyo nuevo
enterramiento dentro de los muros catedralicios sufragó. Sin embargo, aún
habría de pasar demasiado tiempo, más de medio siglo, para que su anhelada
nueva capilla para el santo conquense cobrara forma, el hermoso Transparente
neoclásico que fuera trazado por Ventura Rodríguez en la parte central de su
doble girola.
Un libro
interesante para los interesados en la historia de Cuenca, porque nos abre una
nueva perspectiva de uno de sus prelados más desconocidos y al mismo tiempo más
influyentes, especialmente lo que al culto de San Julián se refiere. Un prelado
que quizá, como era usual en aquella época, también en la actual, pudo anclar
una brillante carrera religiosa en los contactos que había facilitado su propio
nacimiento en el seno de la corte, pero que, no por ello, debemos dejar de lado
todo lo que esa carrera le debía también a sus propios méritos personales. Así
una parte de la monografía se dedica a estudiar también la formación académica
del prelado, una formación que estaba vinculada a la Compañía de Jesús, y al
Colegio Imperial que ésta poseía en la capital madrileña, en plena Calle de
Toledo, muy cerca de la Plaza Mayor y del propio Alcázar Real. Y que más tarde
completaría, en la especialidad de Cánones, en el Colegio de San Ildefonso de
la Universidad de Alcalá de Henares.
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