El 28 de mayo de 1588 salía del puerto de Lisboa, que, como el resto de Portugal, hacía diez años que había pasado a formar parte de la corona española, desde le muerte del rey Sebastián I en la batalla de Alcazarquivir (Marruecos), la flota más grande que hasta entonces ningún soberano del mundo había logrado reunir, con el fin de invadir las islas británicas, en el seno de la guerra que, desde algún tiempo antes, enfrentaba al monarca español con la reina Isabel I. La enorme flota, que pomposamente había sido llamada Grande y Felicísima Armada, estaba formada por un total de 194 navíos de diferente tamaño, tonelaje y capacidad de fuego (veinte galeones, cuatro galeazas napolitanas, cuatro galeras portuguesas, veintidós urcas, veintitrés carabelas, quince pinazas, veintidós pataches y cuarenta y cuatro navíos mercantes armados para la ocasión). La capacidad total de fuero de todos esos barcos ha sido tema de debate entre los historiadores, con unas cifras que abarcan entre los 1.100 y los 2.400 cañones; más coincidencia existe en lo que respecta a los medios humanos, con un ejército compuesto poco más de ocho mil marinos y diecinueve mil soldados, que poco tiempo antes habían sido puestos al mando general del duque de Medina Sidonia, Alonso Pérez de Guzmán, y que ya en el Canal de la Mancha debían encontrarse con los tercios de Alejandro Farnesio, duque de Parma, para conformar la cabeza de puente que invadiría Inglaterra, en una operación anfibia que llevaría a las tropas españolas, en muy poco tiempo, a la propia capital londinense.
El resultado final de la fallida invasión es bien conocido: muchos barcos españoles se perdieron, algunos de ellos en enfrentamientos directos contra la flota inglesa y otros, muchos, dispersados por las tormentas y embarrancados, en diferentes puntos de las islas británicas y del Mar del Norte, incluso en las propias costas de Noruega. Sin embargo, y a pesar de la certeza de la derrota, también es mucho lo que se ha exagerado, motivado por una Leyenda Negra que, desde siempre, tuvo precisamente a los ingleses y a los holandeses como principales muñidores de su mensaje. En contraposición a ello, poca publicidad se ha dado al fiasco que significó la Contra Armada, el intento de invasión que, algunos años más tarde, intentó protagonizar la propia reina de Inglaterra, Isabel I, aprovechando la supuesta debilidad naval de España. Para la ocasión, los ingleses habían conseguido reunir un total de 184 barcos y un total cercano a los treinta mil hombres de armas, que estaban a las órdenes de Francis Drake; por su parte, la mayor parte de los mejores barcos pañoles habían desaparecido algunos años antes, o se encontraban todavía en reparación, en los diversos astilleros. Los ingleses intentaron invadir La Coruña y otros puertos gallegos, como paso previo para una posterior invasión de Lisboa. El tiempo perdido en la invasión fallida La coruña, en la que es famosa la gesta de María Pita, fue vital para el resultado definitivo de la batalla: Cercados en Cascaes, cerca de Estoril, los ingleses fueron obligados a huir el norte con apenas 102 de sus barcos y menos de cuatro mil soldados.
En efecto, mucho es lo que se ha escrito
sobre la Armada Invencible, desde un lado y otro de los contendientes, y muy
poco lo que se ha escrito sobre esa Contra Armada, en este caso sólo desde el
campo de la historiografía española (como los libros de Hugo O’Donell y Luis
Gorrochategui). Entre los libros que tratan sobre la propia Armada Invencible,
hay que destacar aquí la última revisión bibliográfica, que ha sido llevada a
cabo por Geoffrey Parker y Colin Martin, dos de los mejores representantes de
la importante escuela de hispanistas ingleses, y que trata de poner en su justo
valor la derrota española, que, como decimos, tanto ha sido exagerada, desde un
primer momento, por los historiadores ingleses. El libro, titulado “La Gran
Armada. Una nueva historia de la mayor flota jamás vista desde la creación del
mundo”, ha sido publicada, en su versión española, por la editorial Planeta.
Entre los miembros de aquella enorme flota
figuraban también un total de veintitrés religiosos jesuitas, cuya misión
principal, más que entrar en combate, era la atención espiritual de aquellos
marinos y soldados que pudieran verse necesitados de ella en el último trance,
y que fueron dispersado en diferentes barcos de la flota. Uno de aquellos
jesuitas era Gerónimo de Vera, quien había nacido en Córdoba en 1558; por lo
tanto, tenía treinta años de edad cuando entró en batalla. El jesuita estaba embarcado
en uno de los navíos que fueron sorprendidos por los ingleses frente a la
ciudad francesa de Gravelinas, la misma que treinta años antes, aquel mismo año
1558 en el que nuestro protagonista había visto la luz por vez primera, había
sido escenario de una de las victorias más importantes de nuestros tercios,
contra las tropas del conde de Egmont. La Armada se había acercado hasta allí
con el fin de intentar embarcar a las tropas del duque de Parma, pero éstas
todavía no habían llegado allí, por lo que barcos españoles se vieron
sorprendidos por la flota inglesa, que antes había maniobrado con el fin de
situarse a barlovento de los españoles.
Como consecuencia de ello, la flota se vio obligada a huir hacia mar abierto, donde, pocos días después, el barco en el que viajaba el jesuita, al que le había entrada una vía de agua, tardó poco tiempo en hundirse. Intentó pasarse a otros barcos de la flota, que en aquel momento estaban ya atestados de personas, por lo que no era aceptado en ninguno, según el obituario del propio Gerónimo de Vera, que fue publicado en la monumental obra titulada “La batalla del Mar Océano”. Así, después de varios intentos de encontrar refugio en alguno de esos barcos, fue finalmente recibido en uno de ellos, según escriben los autores del libro, “sólo gracias a que había curado a uno de los muchachos del barco que, al reconocerlo, convenció a sus camaradas de que lo dejaran subir a bordo.”
Gerónimo de Vera logró desembarcar en el
puerto de Santander, algunos meses más tarde. La vida de nuestro protagonista,
a partir de ese momento, se mantuvo alejada de aquellos escenarios bélicos, en
los que había estado a punto de perder la vida, para dedicarse sólo a sus
obligaciones religiosas. Durante algún tiempo, estuvo sirviendo en la sede que
su comunidad tenía en la Villa y Corte madrileña, es decir, el famoso Colegio
Imperial, que todavía existe, en la intersección de la calle Toledo con la de
los Estudios, muy cerca de la Plaza Mayor, que en la actualidad es el instituto
de secundaria San Isidro. Finalmente, nuestro protagonista sería enviado al
colegio que su orden tenía en Huete, uno de los cuatro que existieron, hasta su
expulsión, en la provincia de Cuenca. Allí falleció mucho tiempo después, en
1631, a la edad de sesenta y tres años.
Antes de terminar, y a modo de curiosidad,
los autores del libro, en el marco del gran desconocimiento y leyenda que, al
otro lado del Mar del Norte, ha tenido siempre el asunto de la Armada
Invencible, menciona lo siguiente, que nada tiene que ver con nuestro
protagonista, pero si con nuestra historia: “Un libro sobre la Armada publicado
en 1840 decía que los visitantes de la Torre de Londres eran informados de que
algunos de los instrumentos de tortura exhibidos se encontraron a bordo de la
flota española, y en 1888, algunos de ellos formaron parte de una exposición
en celebración del tricentenario de la Armada,
entre ellos, grilletes, aplastapulgares y otros instrumentos de tortura, pese a
que el propio catálogo especificaba que todos procedían de una celda que la Inquisición
mantenía en Cuenca, y databan en 1679, lo que significaba que no tenían nada
que ver con la Armada” ¿Cómo habían llegado aquellos elementos de tortura de
la Inquisición a la Torre de Londres? ¿Procedían de los saqueos realizados por
las tropas inglesas durante la Guerra de Sucesión, o que las tropas
napoleónicas realizarían cien años más tarde, a partir de 1808? Es sabido que
algunas partes de la custodia que Fran cisco Becerril realizó para la catedral
de Cuenca, destruida por los franceses en esa época, robadas a su vez a estos por los ingleses
después de la batalla de Waterloo, en encuentra en la actualidad, entre los
fondos del Victoria and Albert Museum, también en Londres.
Interesante artículo, pero un matiz, el Conde de Egmont luchó a favor en Gravelinas, no "contra" los Tercios. Lapsus , supongo.
ResponderEliminar