El libro que voy a comentar en esta
entrada, en esencia, no es un libro de historia; no relata hechos del pasado,
ni analiza sociedades ya pasadas. Por el contrario, el libro de Joaquim Bosch,
“Jaque a la democracia. España ante la amenaza de la deriva autoritaria
mundial”, es un libro de presente; de un presente que nos afecta a todos, porque
esa amenaza a los estados democráticos, creciente en los últimos años, todos
debemos sentirla como propia. Hace cien años, el crecimiento del fascismo en
buena parte de Europa, y del comunismo, no menos totalitario, en otros países,
derivo en una guerra mundial que se llevó por delante la vida de millones de
personas. La amenaza actual no es el fascismo, por más que, desde determinados
extremos del espectro político, se tiende a tildar de fascistas a todo aquél
que no piensa como ellos, trivializando un término que, en todo su significado,
es muy peligroso. Sin embargo, las amenazas a las que se enfrentan los sistemas
democráticos en pleno siglo XXI son igual de peligrosas que el propio fascismo.
Antes de nada, si queremos
comprender cuáles son las amenazas a las que hoy, en pleno siglo XXI, deben
enfrentarse los sistemas democráticos, lo primero que debemos tener en cuenta
es entender qué es realmente un sistema democrático, pregunta a la que responde
el autor del libro de manera elocuente: “No basta con que un Gobierno afirme
que el sistema político de su país es democrático para que lo sea. Lo más
importante no son las manifestaciones de los dirigentes, sino las prácticas
institucionales realizadas. La democracia representativa liberal tiene unos rasgos
muy concretos. Y hay amplio consenso entre los especialistas al describir esos
aspectos normativos. Las reglas principales de la democracia representativa es
que debe existir pluralismo político. Además, han de celebrarse elecciones
periódicas, con sufragio universal, de modo que se garantice el derecho al voto
de todas las personas, sin discriminación por razón de sexo, etnia o capacidad
económica.” En este sentido, algunos países que se autodefinen como
democráticos, como algunas republicas hispanoamericanas, en las que no puede
garantizarse el derecho al voto de todos los ciudadanos, y en los que tampoco
está garantizada la pluralidad política, teniendo en cuenta que los partidos
que están fuera del establishment no son autorizados a participar en las
votaciones, no son verdaderas democracias.
La democracia contemporánea enfrenta una serie de desafíos que amenazan su estabilidad y eficacia. Entre los peligros más destacados se encuentran el auge de los movimientos ultraconservadores, la desinformación y la manipulación informativa, sobre todo en las redes sociales, y la creciente desconfianza ciudadana hacia las instituciones democráticas. En efecto, el ascenso de los partidos de extrema derecha en los últimos años es una realidad muy preocupante en muchos países occidentales. Estos grupos buscan sacudir los cimientos del consenso democrático, promoviendo discursos xenófobos, machistas y regresiones autoritarias. En España, esta tendencia no es ajena, y se observa una creciente presencia de formaciones políticas que cuestionan principios democráticos fundamentales.
Joaquim Bosch, siguiendo a los
politólogos Steven Levitsky y Daniel Ziblau, indican cuáles son los cuatro
indicadores de comportamiento político autoritario que deberían hacer saltar
las alarmas en cualquier sistema democrático: “En primer lugar, el rechazo a la
débil aceptación de las reglas democráticas del juego, con muestras de no
querer acatar las normas constitucionales o los resultados electorales, entre
los que se incluye la restricción de derechos y libertades de las minorías. En
segundo lugar, la negación de la legitimidad de los adversarios políticos o la
afirmación de que otros partidos no deberían participar de manera plena en la
esfera política. En tercer lugar, la tolerancia o el fomento de la violencia,
junto a la negativa a condenar los actos agresivos de sus partidarios o a
justificarlos. Y en cuarto lugar, la restricción de las libertades de los
opositores políticos, con inclusión de los medios de comunicación o de
entidades de la sociedad civil.”
Sin embargo, el autor del ensayo
parece olvidar otro factor que también está desestabilizando la democracia en
muchos países, de manera tan marcada como el avance de la ultraderecha, pero
desde el lado opuesto del prisma político: el similar avance de la
ultraizquierda en algunos países europeos y, sobre todo, en el continente americano.
Y es que, a pesar de la superioridad moral que las izquierdas se atribuyen a sí
mismas, ni la derecha tiene la exclusividad sobre la mentira, ni la izquierda
tiene la exclusividad sobre la verdad; y mucho menos, cuando hablamos de los
postulados más extremos. En este sentido, ya desde el primer capítulo, que el
autor dedica a analizar históricamente el defectuoso desarrollo de la democracia
en nuestro país, y al hablar de la Segunda República, el magistrado, que
critica la espiral de violencia política provocada por la ultraderecha después
de la victoria del Frente Popular en 1936 -como si las izquierdas no tuvieran
también parte de responsabilidad en aquella ola de sangre y fuego-, obvia por
completo lo que supuso el estallido revolucionario de 1934, como factor de
desestabilización de un sistema republicano que, desde el principio, no fue tan
democrático como algunos quieren ver.
Así pues, no es difícil encontrar las
huellas de un doble juego político entre la extrema izquierda y la extrema
derecha. Ambas pugnan por acabar con las democracias; al menos, con las
democracias tal y como hoy las conocemos. Son como fuerzas centrífugas, como polos
opuestos que se atraen en la forma de concebir el Estado, aunque para ello
sigan caminos diferentes. Aunque es cierto que determinados agentes de
ultraderecha pueden ser nocivos para la democracia en sus respectivos países,
también lo es el hecho de que, en su aceptación por parte de una mayoría de los
ciudadanos de sus países ha podido jugar un papel fundamental las políticas,
igualmente nocivas, de sus respectivos antecesores, igualmente nocivos, de
extrema izquierda. Y no quisiera poner ejemplos concretos, que a todos se nos
ocurren.
En efecto, la victoria de las
derechas en aquellas elección fueron contestadas, por parte de la izquierda,
que ya desde la misma proclamación de la Segunda República había dado muestras
de sus verdaderas intenciones, poco democráticas, con un doble proceso
revolucionario. Las palabras de uno de los primeros defensores de la
implantación de la República, y contrastado demócrata, José Ortega y Gasset,
son bastante sintomáticas de la situación en la que se encontraba el país en
aquel momento. En efecto, en uno de sus artículos, que tituló, de manera muy
sintomática, “No es esto”, publicado en el diario “El
Sol” el 9 de septiembre de 1931, ya expresó su preocupación por
la falta de autenticidad y moderación en la República. y temía que el
radicalismo, que ya empezaba a manifestarse desde el propio Gobierno, terminara
por perjudicar el desarrollo futuro de la República. Lamentablemente, los
hechos que se sucedieron en los seis años siguientes terminaron por darle la
razón al filósofo madrileño.
Volviendo al momento actual, el
neocomunismo que propugnan algunos partidos de extrema izquierda, también
contribuye a desestabilizar las democracias modernas, como hemos podido ver,
sobre todo, en algunos países americanos; también en España, donde el Partido
Socialista Obrero Español ha abandonado las posturas socialdemócratas en las
que se situó el partido después de congreso de Suresnes, y de las que se
benefició todo el país en los años de la Transición, y donde las tensiones
entre los dos partidos del Gobierno han venido provocando, en los últimos años,
una pérdida paulatina de la salud de nuestro sistema democrático. La gradual
colonización de las instituciones y de los otros poderes por parte del
ejecutivo, principalmente del judicial, tampoco son ajenos a este hecho.
Tampoco lo son los intentos del
Gobierno por callar a periodistas y medios no afines con su pensamiento
político. Y no lo son tampoco, finalmente, los intentos de establecer un cordón
sanitario contra Vox, que todavía no ha provocado actos contrarios al sistema
democrático, por más que deba ser incluido dentro del espectro político de la
ultraderecha, al mismo tiempo que mantiene acuerdos políticos con otros grupos
políticos, relacionados con el terrorismo de ETA o con el separatismo catalán.
Sobre todo, cuando no se le ofrece ninguna alternativa al centro o a la derecha
convencional, como sucede en otros países europeos, en los que las dos alas más
convencionales y moderadas de la política no tienen problemas en unirse, cuando
el resultado en las urnas así lo obliga, impidiendo a los partidos más
extremistas a alcanzar posiciones de gobierno.
Al contrario de lo que pasa con
algunos tertulianos y opinadores de izquierda, Joaquim Bosch sí intenta
encontrar las causas de ese peligroso ascenso de la ultraderecha en muchos
países occidentales, y una de esas causas, quizá la más importante, radica en
la elevada inmigración descontrolada a la que se enfrentan algunos apíses: “El
incremento de la movilidad humana, favorecida igualmente por las innovaciones
tecnológicas, chocó con la precarización que sufrían los países de acogida. Y
se acentuaron las actitudes de rechazo hacia la inmigración. Como explicó Zygmunt Bauman, la manipulación de la
incertidumbre favoreció que las iras por la gestión de la mala situación
económica se desviaran hacia los extranjeros. Todo ello fue posible por la incapacidad
del sistema democrático de modular esas desigualdades, o de implementar medidas
de protección de los nacionales y de integración de los inmigrantes. Mientras
tanto, la misma revolución digital que había propiciado todo tipo de
transformaciones económicas también empezó a incidir en el debate político y en
la discusión colectiva, a través de formatos que auspiciaron la implantación
progresiva de la extrema derecha.”
Si en esencia las palabras del
magistrado son ciertas, también lo es que, en determinadas circunstancias, se
quedan cortas. Si bien es cierto que la inmigración no tiene por qué ser un
riesgo para la democracia del país de acogida, que no lo es, la inmigración
ilegal y descontrolada, sí puede llegar a serlo. En efecto, las sociedades
receptoras de esos grandes grupos de inmigrantes, en ocasiones descontrolados,
en esencia las europeas o la norteamericana, pueden sentirse desprotegidos. En
efecto, muchas ciudades europeas, sobre todo en las grandes ciudades, aquellas
que más problemas tienen de superpoblación, la inmigración ha llegado a
alcanzar cotas tan altas, que la población oriunda es incapaz de absorber. En
muchas de esa ciudades hay barrios enteros poblados casi íntegramente por
inmigrantes, que viven arracimados en guetos, en malas condiciones higiénicas y
sanitarias, en los que, además, se ha producido un elevado incremento de la
delincuencia. Un paradigma, en este sentido, puede ser el barrio parisino de La
Chapelle, ubicado en el distrito 18 de la ciudad del Sena, en el que los inmigrantes
procedentes del norte de África son una inmensa mayoría, pero el problema puede
extenderse también a otras grandes ciudades europeas. Así, la sociedad
receptora puede llegar a sentir que las políticas sociales se hacen para
beneficiar al inmigrante y perjudicar al nacional. Y a esa sensación de
inseguridad contribuye también el miedo al terrorismo islámico, y a perder la
propia identidad cultural.
La desconfianza ciudadana hacia las
instituciones es otro factor que debilita la democracia. Casos de corrupción,
percepciones de ineficacia gubernamental y la sensación de que las élites
políticas están desconectadas de las necesidades reales de la población
alimentan el descontento y la apatía política. Este desencanto facilita el
terreno para discursos populistas que prometen soluciones rápidas, pero que a
menudo carecen de fundamentos sólidos y pueden derivar en prácticas
autoritarias. La desinformación y la propagación de noticias falsas a través de
las redes sociales agravan esta situación. Plataformas digitales, en ocasiones,
facilitan la difusión de bulos y mensajes de odio que polarizan a la sociedad y
erosionan la confianza en el sistema democrático. Figuras influyentes y
multimillonarios propietarios de estas plataformas son señalados como actores
que, con fines lucrativos, promueven la polarización y el odio, poniendo en
riesgo la cohesión social y los valores democráticos.
En su libro "Jaque a la
democracia", el magistrado Joaquim Bosch analiza estos peligros y destaca
la necesidad de fortalecer los principios democráticos para contrarrestar la
deriva autoritaria. Bosch subraya la importancia de identificar las dinámicas y
los intereses de los grupos ultraconservadores que buscan debilitar la
democracia desde dentro. Además, propone una reflexión profunda sobre las
carencias del sistema democrático actual y la implementación de instrumentos
adecuados que permitan mejorar la calidad democrática. Bosch también enfatiza
la relevancia de una ciudadanía informada y participativa como pilar fundamental
para la defensa de la democracia. Aboga por una mayor transparencia en las
instituciones, la promoción de una cultura política basada en el respeto y la
tolerancia, y la necesidad de regular las plataformas digitales para evitar la
difusión de desinformación y discursos de odio.
En resumen, la democracia actual
enfrenta amenazas significativas que requieren una respuesta decidida y
consciente. La obra de Joaquim Bosch ofrece un análisis detallado de estos
desafíos y propone vías para fortalecer el sistema democrático, enfatizando la
importancia de una ciudadanía activa y de instituciones sólidas y
transparentes. Para estabilizar la democracia y el estado del bienestar, el
autor nos ofrece una receta lógica: desconfiar de las proclamas de todos los partidos
de ultraderecha, pero también de ultraizquierda, de conseguir el estado
perfecto, porque el estado perfecto no deja de ser, como en el libro de Tomás
Moro, una utopía. Recojo, en este sentido, las palabras del propio Bosch: “Esa
apuesta por la sociedad perfecta ha sido la promesa habitual de todo tipo de
movimientos totalitarios, que han acabado empeorando los males que prometían
solucionar. No debemos esperar que la democracia nos traiga el paraíso, pero sí
reivindicar que evite la llagada del infierno. Sólo un conjunto de seres
perfectos puede constituir un estado de perfección. Los humanos somos falibles,
y por eso las democracias siempre serán imperfectas. Hay que cuidarlas,
renovarlas y actualizarlas constantemente. Además, siempre que se obtienen
progresos suelen aparecer nuevos problemas, desajustes o perturbaciones, que
hay que volver a resolver. Y así sucesivamente.” En fin, y como ya dijera en su
momento Winston Churchill, "la democracia es el peor de los sistemas de
gobierno, a excepción de todos los demás".
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