Para
un conquense, la visita a la ciudad de Burgos es, quizá, como hacer un viaje en
la búsqueda de su propia identidad. Más allá de que las dos ciudades forman
parte de esa vieja Castilla, de esa única Castilla, por más que la política
moderna la haya troceado en diferentes comunidades, Burgos y Cuenca, Cuenca y
Burgos, tienen demasiados aspectos históricos en común, que hacen que el
hermanamiento entre los dos sea más íntimo que con otras ciudades castellanas.
Un primer paseo por sus calles ya nos lo hace sentir, cuando nos adentramos en
su Plaza Mayor y contemplamos la broncínea escultura que representa a Carlos
III, el monarca ilustrado, obra del desconocido escultor murciano Alfonso
Giraldo Bergaz. Y es que este escultor era hijo del más desconocido todavía Manuel
Bergaz, del que prometo hablar en alguna otra entrada, del que artistas coetáneos
afirmaron que había nacido en Cuenca en la primera mitad del siglo XVIII. De la
mano de Jaime Bort, abandonó la capital conquense para ir a trabajar a la
catedral de Murcia, ciudad en la que se encuentra establecido en la década de
los años treinta de aquella centuria. Allí nacería su hijo, Alfonso Giraldo
Bergaz, el autor de esta pequeña escultura que muchas veces pasa desapercibida
en una de las esquinas de la Plaza Mayor burgalesa.
Pero
la comunión entre ambas ciudades, la del Júcar y la del Arlanzón, tienen dos
nombres propios: el obispo San Julián y el rey Alfonso VIII. Es cierto que
Miguel Jiménez Monteserín, en su libro Vere
Pater Pauperum, ya demostró hace años que la naturalidad hagiográfica de
San Julián en Burgos es una mera leyenda, creada a caballo entre los siglos XV
y XVI por los canónigos del cabildo conquense, para hacer frente de alguna
manera a aquellos obispos extranjeros, familiares del papa respectivo, llegados
desde Italia con el fin único de saquear las rentas del obispado y alejarlas de
Castilla. Es cierto que nuestro San Julián no es otro que el Julián ben Tauro,
Julián hijo de Tauro, de los documentos toledanos, un mozárabe de la ciudad del
Tajo que por su ciencia y su caridad llegó a escalar puestos importantes en la
universidad de Palencia y en la corte de Castilla, hasta llegar a convertirse
en el segundo obispo de Cuenca. Pero la leyenda de Julián es tan fuerte,
todavía, que aún puede sentirse su presencia cuando el conquense se acerca a
esta ciudad de la vieja Castilla.
El
otro punto en común entre Cuenca y Burgos es, como no podía ser de otra manera,
el monarca Alfonso VIII, el héroe de Las Navas, el mismo rey castellano que en
1177 conquistó Cuenca a los árabes, y que diez años más tarde, en 1187 (ese, al
menos, es el año en el que está fechada la bula de aprobación de la fundación
por el papa Clemente III), fundo su Monasterio de Santa María la Real de
Huelgas, entonces a muy pocos kilómetros de la ciudad de la capital castellana
y ahora completamente ubicado dentro de su casco urbano. Allí, el monarca
elegiría el lugar para su descanso eterno, el suyo y el de su esposa, Leonor
Plantagenet. Hasta allí, los nobles castellanos traerían los cuerpos de los dos
monarcas cuando murieron, en 1214, llevándose apenas unos pocos días de
diferencia entre uno y otro.
Algo tiene el monumento, regido desde su fundación por las monjas cistercienses, muchas de ellas nacidas en el seno de la familia real, que nos recuerda un poco a la propia catedral de Cuenca. Y no podía ser de otra forma, si fueron los mismos obreros, llegados desde el norte de Francia y también desde Inglaterra, de la mano de la propia reina Leonor, los que edificaron sin duda uno y otro monumento. Anónimos canteros y anónimos arquitectos, dirigidos quizá por el maestro Ricardo (un nombre profundamente inglés, por otra parte), documentando en Burgos en 1203, cuando el noble le recompensó públicamente por los trabajos realizados en la construcción del monasterio. ¿Trabajaría quizá ese mismo maestro también en la catedral conquense? Es posible que así fuera, y lo que no cabe duda es que por sus manos, y por las manos de sus anónimos compañeros, pasaría la incorporación del reino de Castilla a esa nueva manera de construir edificios sagrados, el gótico, tan diferente al ya viejo románico, que para entonces se estaba ya imponiendo en gran parte de Europa; y que lo hizo a través de edificios como éste, el monasterio de las Huelgas, o las catedrales de Cuenca, Ávila y Sigüenza. Pero el monasterio burgalés es de un gótico cisterciense, y ahí es donde radican las diferencias, que también las hay, con las tres citadas catedrales.
¿A qué se debe el curioso nombre que tiene el monasterio? Desde antiguo se había creído que el nombre hacía referencia a que el lugar en donde se emplazó el edificio era el lugar de recreo del rey, de “huelga” en terminología medieval. Pero la historiografía reciente se inclina más por el hecho de que éste se construyó sobre una comarca con terrenos dedicados a pasto para ganado que no era propiamente de trabajo, es decir, ganado “de huelga”. Allí el rey, a instancias de su esposa, la joven hermana de Ricardo “Corazón de León”, mandó construir el edificio, y muy cerca, después, un hospital, el Hospital del Rey, con el fin de atender a los peregrinos que poblaban el camino a Santiago de Compostela. Allí, en una de sus capillas, los monarcas castellanos siguieron la costumbre, iniciada por el nieto del fundador, el rey santo Fernando III, de ser nombrados caballeros. En ocasiones, incluso, eran también coronados como tales monarcas de Castilla. Y allí, durante mucho tiempo, algunas mujeres de la familia real siguieron la costumbre de dirigir, desde su cargo de abadesa, la vida del monasterio, y también fuera de él. En este sentido, hay que recordar que las abadesas de las Huelgas tenían jurisdicción eclesiástica sobre el propio monasterio, el cercano Hospital del Rey, e incluso sobre toda la Llana de Burgos. La primera de las abadesas, doña Misol, llegó desde otro convento palentino en 1187, y se mantuvo al frente de sus monjas hasta su fallecimiento, acaecido en 1203.
Allí, en la nave central de la iglesia, se encuentra la principal joya del monasterio; al menos, la principal joya para el conquense que se acerca al edificio con un espíritu romántico: el sepulcro pareado de los fundadores. Se trata de dos sepulcros unidos, uno al lado del otro, cuajados ambos en toda su extensión con los motivos heráldicos que representan a las dos dinastías, a la dinastía castellana y a la dinastía Plantagenet. En el lado de Alfonso, las armas de Castilla, los repetidos castillos de oro sobre campos de gules, a lo largo de todo el sepulcro. Y en el lado de Leonor, los tres leones o leopardos coronados, que todavía conforman el escudo de Inglaterra. Aquí, en este sepulcro doble de piedra, es donde fueron enterrados los monarcas de Castilla, los reyes que conquistaron Cuenca y lograron entregarla definitivamente a la Cruz de Cristo, los mismos que, con su victoria en 1212 en Las Navas de Tolosa sobre los almohades, en la provincia de Jaén, abrieron definitivamente las puertas de Andalucía a las tropas cristianas, facilitando la labor reconquistadora de sus descendientes; y entre ellos, su nieto, en rey santo Fernando, quien gracias a esa victoria de su abuelo y de los otros reyes cristianos de la península en la zona de Despeñaperros, podría él mismo conquistar a su vez, en 1236 y en 1248, conquistar a los musulmanes las principales ciudades andaluzas, Córdoba y Sevilla, dejando la media luna de los musulmanes, por fin, herida de muerte.
Sepulcro de Alfonso VIII y de Leonor Plantagenet, en el Monasterio de Santa María la Real de las Huelgas, de Burgos