domingo, 28 de octubre de 2018

El Real Monasterio de Santa María de Huelgas, en Burgos




Para un conquense, la visita a la ciudad de Burgos es, quizá, como hacer un viaje en la búsqueda de su propia identidad. Más allá de que las dos ciudades forman parte de esa vieja Castilla, de esa única Castilla, por más que la política moderna la haya troceado en diferentes comunidades, Burgos y Cuenca, Cuenca y Burgos, tienen demasiados aspectos históricos en común, que hacen que el hermanamiento entre los dos sea más íntimo que con otras ciudades castellanas. Un primer paseo por sus calles ya nos lo hace sentir, cuando nos adentramos en su Plaza Mayor y contemplamos la broncínea escultura que representa a Carlos III, el monarca ilustrado, obra del desconocido escultor murciano Alfonso Giraldo Bergaz. Y es que este escultor era hijo del más desconocido todavía Manuel Bergaz, del que prometo hablar en alguna otra entrada, del que artistas coetáneos afirmaron que había nacido en Cuenca en la primera mitad del siglo XVIII. De la mano de Jaime Bort, abandonó la capital conquense para ir a trabajar a la catedral de Murcia, ciudad en la que se encuentra establecido en la década de los años treinta de aquella centuria. Allí nacería su hijo, Alfonso Giraldo Bergaz, el autor de esta pequeña escultura que muchas veces pasa desapercibida en una de las esquinas de la Plaza Mayor burgalesa.

Pero la comunión entre ambas ciudades, la del Júcar y la del Arlanzón, tienen dos nombres propios: el obispo San Julián y el rey Alfonso VIII. Es cierto que Miguel Jiménez Monteserín, en su libro Vere Pater Pauperum, ya demostró hace años que la naturalidad hagiográfica de San Julián en Burgos es una mera leyenda, creada a caballo entre los siglos XV y XVI por los canónigos del cabildo conquense, para hacer frente de alguna manera a aquellos obispos extranjeros, familiares del papa respectivo, llegados desde Italia con el fin único de saquear las rentas del obispado y alejarlas de Castilla. Es cierto que nuestro San Julián no es otro que el Julián ben Tauro, Julián hijo de Tauro, de los documentos toledanos, un mozárabe de la ciudad del Tajo que por su ciencia y su caridad llegó a escalar puestos importantes en la universidad de Palencia y en la corte de Castilla, hasta llegar a convertirse en el segundo obispo de Cuenca. Pero la leyenda de Julián es tan fuerte, todavía, que aún puede sentirse su presencia cuando el conquense se acerca a esta ciudad de la vieja Castilla.

El otro punto en común entre Cuenca y Burgos es, como no podía ser de otra manera, el monarca Alfonso VIII, el héroe de Las Navas, el mismo rey castellano que en 1177 conquistó Cuenca a los árabes, y que diez años más tarde, en 1187 (ese, al menos, es el año en el que está fechada la bula de aprobación de la fundación por el papa Clemente III), fundo su Monasterio de Santa María la Real de Huelgas, entonces a muy pocos kilómetros de la ciudad de la capital castellana y ahora completamente ubicado dentro de su casco urbano. Allí, el monarca elegiría el lugar para su descanso eterno, el suyo y el de su esposa, Leonor Plantagenet. Hasta allí, los nobles castellanos traerían los cuerpos de los dos monarcas cuando murieron, en 1214, llevándose apenas unos pocos días de diferencia entre uno y otro.


Algo tiene el monumento, regido desde su fundación por las monjas cistercienses, muchas de ellas nacidas en el seno de la familia real, que nos recuerda un poco a la propia catedral de Cuenca. Y no podía ser de otra forma, si fueron los mismos obreros, llegados desde el norte de Francia y también desde Inglaterra, de la mano de la propia reina Leonor, los que edificaron sin duda uno y otro monumento. Anónimos canteros y anónimos arquitectos, dirigidos quizá por el maestro Ricardo (un nombre profundamente inglés, por otra parte), documentando en Burgos en 1203, cuando el noble le recompensó públicamente por los trabajos realizados en la construcción del monasterio. ¿Trabajaría quizá ese mismo maestro también en la catedral conquense? Es posible que así fuera, y lo que no cabe duda es que por sus manos, y por las manos de sus anónimos compañeros, pasaría la incorporación del reino de Castilla a esa nueva manera de construir edificios sagrados, el gótico, tan diferente al ya viejo románico, que para entonces se estaba ya imponiendo en gran parte de Europa; y que lo hizo a través de edificios como éste, el monasterio de las Huelgas, o las catedrales de Cuenca, Ávila y Sigüenza. Pero el monasterio burgalés es de un gótico cisterciense, y ahí es donde radican las diferencias, que también las hay, con las tres citadas catedrales.


¿A qué se debe el curioso nombre que tiene el monasterio? Desde antiguo se había creído que el nombre hacía referencia a que el lugar en donde se emplazó el edificio era el lugar de recreo del rey, de “huelga” en terminología medieval. Pero la historiografía reciente se inclina más por el hecho de que éste se construyó sobre una comarca con terrenos dedicados a pasto para ganado que no era propiamente de trabajo, es decir, ganado “de huelga”. Allí el rey, a instancias de su esposa, la joven hermana de Ricardo “Corazón de León”, mandó construir el edificio, y muy cerca, después, un hospital, el Hospital del Rey, con el fin de atender a los peregrinos que poblaban el camino a Santiago de Compostela. Allí, en una de sus capillas, los monarcas castellanos siguieron la costumbre, iniciada por el nieto del fundador, el rey santo Fernando III, de ser nombrados caballeros. En ocasiones, incluso, eran también coronados como tales monarcas de Castilla. Y allí, durante mucho tiempo, algunas mujeres de la familia real siguieron la costumbre de dirigir, desde su cargo de abadesa, la vida del monasterio, y también fuera de él. En este sentido, hay que recordar que las abadesas de las Huelgas tenían jurisdicción eclesiástica sobre el propio monasterio, el cercano Hospital del Rey, e incluso sobre toda la Llana de Burgos. La primera de las abadesas, doña Misol, llegó desde otro convento palentino en 1187, y se mantuvo al frente de sus monjas hasta su fallecimiento, acaecido en 1203.



Quizá lo más espectacular del monasterio sean los sepulcros, que están diseminados por las tres naves de la iglesia. Allí, en esos sepulcros de piedra, sin ningún tipo de adorno algunas veces, o en ocasiones decorados en su parte exterior por relieves de acanaladuras góticas y arcosolios con personajes pertenecientes a la sociedad medieval, fueron enterrados algunos de los reyes de Castilla, algunos de esos mismos monarcas de la dinastía Borgoña, a la que pertenecía también Alfonso VIII; y también, por supuesto, príncipes e infantes de la misma dinastía. En uno de ellos, por ejemplo, es donde fue enterrado uno de los hijos de Alfonso, el que sería su heredero, Enrique I de Castilla, desde que el primogénito del rey noble, el príncipe Fernando, nacido en la propia capital conquense, falleciera tempranamente en 1189, antes que sus padres, a consecuencia de una enfermedad contraída al regreso de la batalla de Salvatierra. Allí fue descubierta su calavera, con el cráneo trepanado por los médicos con el fin infructuoso de salvar de la muerte al demasiado joven monarca, herido mientras jugaba, con otros niños de su edad, junto a la catedral de Palencia.


Allí, en la nave central de la iglesia, se encuentra la principal joya del monasterio; al menos, la principal joya para el conquense que se acerca al edificio con un espíritu romántico: el sepulcro pareado de los fundadores. Se trata de dos sepulcros unidos, uno al lado del otro, cuajados ambos en toda su extensión con los motivos heráldicos que representan a las dos dinastías, a la dinastía castellana y a la dinastía Plantagenet. En el lado de Alfonso, las armas de Castilla, los repetidos castillos de oro sobre campos de gules, a lo largo de todo el sepulcro. Y en el lado de Leonor, los tres leones o leopardos coronados, que todavía conforman el escudo de Inglaterra. Aquí, en este sepulcro doble de piedra, es donde fueron enterrados los monarcas de Castilla, los reyes que conquistaron Cuenca y lograron entregarla definitivamente a la Cruz de Cristo, los mismos que, con su victoria en 1212 en Las Navas de Tolosa sobre los almohades, en la provincia de Jaén, abrieron definitivamente las puertas de Andalucía a las tropas cristianas, facilitando la labor reconquistadora de sus descendientes; y entre ellos, su nieto, en rey santo Fernando, quien gracias a esa victoria de su abuelo y de los otros reyes cristianos de la península en la zona de Despeñaperros, podría él mismo conquistar a su vez, en 1236 y en 1248, conquistar a los musulmanes las principales ciudades andaluzas, Córdoba y Sevilla, dejando la media luna de los musulmanes, por fin, herida de muerte. 


Sepulcro de Alfonso VIII y de Leonor Plantagenet, en el Monasterio de Santa María la Real de  las Huelgas, de Burgos

lunes, 22 de octubre de 2018

Fernando de Acuña, virrey de Sicilia



En alguna entrada anterior de este blog ya he hablado de los Acuña, herederos del linaje portugués de los Cunha, que tuvieron que emigrar a Castilla a raíz de la guerra civil que instaló en el trono del país vecino a la nueva dinastía de los Avis. Uno de los descendientes de este linaje fue Lope Vázquez de Acuña, a quien el monarca castellano, Enrique III, entregó en recompensa de sus servicios los señoríos de Buendía y Azañón, en las actuales provincias de Cuenca y Guadalajara. Éste contrajo matrimonio con Teresa Carrillo de Albornoz, descendiente de uno de los más preclaros linajes conquenses, heredando de esta forma gran parte de los señoríos que la familia tenía en diversos pueblos de la serranía y de la alcarria, así como el cargo de regidor perpetuo de la ciudad. Uno de sus hijos fue Pedro Vázquez de Acuña, quien sería premiado a su vez por el infante Alfonso con el condado de Buendía, convirtiéndose de esta forma en el único título concedido por el infante castellano en los escasos años que éste se mantuvo en el poder, después de la llamada “farsa de Ávila”. Uno de los hijos de este Pedro Vázquez de Acuña fue, a su vez, el protagonista de esta nueva entrada, Fernando de Acuña, gobernador del reino de Galicia y virrey de Sicilia.

No se conoce bien el lugar dónde nació este Fernando de Acuña, olvidado por gran parte de los historiadores. Pudo hacerlo, como lo hizo su abuelo y sin duda también lo hizo su padre, en la propia capital conquense, o en Buendía, la capital de su territorio condal. Pudo hacerlo en Carrascosa del Campo, lugar que también era propiedad de la familia, y en el que al parecer nació su tío, Alonso Carrillo de Albornoz, uno de los eclesiásticos más poderosos de su época, que llegó a alcanzar incluso el arzobispado de Toledo y determinó, junto a otros conquenses como el marqués de Villena o Andrés de Cabrera, gran parte de la política castellana de la segunda mitad del siglo XV. Pudo haber nacido incluso en algún lugar fuera de la provincia de Cuenca, como en Dueñas, en la de Palencia, lugar en el que la familia también tenía un señorío, en esa misma casa familiar, hoy en ruinas, en la que nació en 1470 la hija primogénita de los Reyes Católicos, Isabel, reina consorte de Portugal por su matrimonio con Manuel I, en la que Fernando “el Católico contrajo su segundo matrimonio con Germana de Foix, o en la que se alojaron personajes tan influyentes como el propio emperador, Carlos I. Lo que sí es seguro es que, naciera donde naciera, nuestro personaje llevaba la misma sangre conquense que todos los miembros de su linaje.

Su padre, como se ha dicho, fue Pedro de Acuña, primer conde de Buendía, uno de los hombres más fieles al rey Juan II, de quien fue guardia mayor, y su madre fue Inés de Herrera, que a su vez era hija del mariscal de Castilla y señor de Ampudia, Pedro García de Herrera. Como gobernador y justicia mayor del reino de Galicia, cargo para el que fue nombrado en el mes de agosto de 1480, cuando era capitán de los ejércitos reales, tenía potestad para juzgar todas las causas, civiles y criminales, que estuvieran pendientes en el reino. Tenía a su cargo al licenciado García López de Chinchilla, como juez auxiliar, y a Luis Mudarra, como jefe de una guarnición de trescientos hombres, que lograron pacificar Galicia en un momento complicado, cuando las revueltas contra el trono se sucedían, logrando de esta forma devolver el reino de Galicia al poder del rey de Castilla. Logró de esta forma, en primer lugar, someter en 1482 al arzobispo de Santiago de Compostela, Alonso II de Fonseca, quien había logrado sublevar a los concejos uy los señoríos propios del arzobispado, y más tarde hacer lo propio con las revueltas de Lugo, La Coruña y Mondoñedo.

En 1483, después de haberse ausentado de Galicia para servir con su propia persona directamente a los Reyes Católicos, tuvo que regresar a Galicia para hacer frente a un nuevo rebrote de revueltas, que estaban lideradas ahora por el mariscal Pedro Pardo de Cela, a quien derrotaría definitivamente el 7 de diciembre de ese mismo año. Y en 1844 fue sustituido en el gobierno de Galicia por Diego López de Haro, aunque sus servicios a la corona de Castilla no terminaron con este hecho. Entre 1485 y 1486 mandaba las tropas que lograron sofocar un nuevo levantamiento en Ponferrada, levantamiento que se había iniciado después del fallecimiento de Pedro Álvarez Osorio, conde de Lemos. En 1487 participó también en la conquista de las ciudades de Vélez y Málaga, en el marco de las guerras de Granada, donde permaneció, según algunos autores, hasta la toma definitiva de la capital nazarí en 1492.

Fernando de Acuña se casó con María Dávila, dama de Isabel “la Católica” que era viuda desde 1479 de Hernando Núñez de Arnalte, tesorero de los Reyes Católicos y pertenecía a su vez a uno de los linajes más poderosos de la ciudad de Ávila. El matrimonio anterior de la dama no había tenido hijos, y el propio Fernando de Acuña ayudó a su nueva esposa y a fray Tomás de Torquemada, a cumplir las mandas testamentarias del primer esposo de ella: la fundación del convento dominico de Santo Tomás, en la capital abulense. No sería ésta, sin embargo, la única fundación pía de la familia en la ciudad del Adaja, pues a la muerte de su segundo esposo, sería la propia María Dávila la que procedería también a la fundación, en la casa de Villadei, a veinte kilómetros de la ciudad, del monasterio de Santa Clara, el popularmente conocido monasterio de Las Gordillas.
Tumba de Francisco de Acuña en la catedral de Catania (Sicilia).
Fotografía extraída del blog "Conti di pánico":
 http://contedipanico.blogspot.com/2018/03/fernando-de-acuna-tio-de-jorge-de.html?spref=pi

          En 1488, los Reyes Católicos nombraron a Fernando de Acuña virrey de Sicilia. No se sabe si el matrimonio se dirigió a la isla inmediatamente después de su nombramiento, con el fin de tomar posesión del virreinato, o si esperaron primero a que se realizara la toma de Granada a los musulmanes, en la que el nuevo virrey estaba participando. Lo que sí es cierto es que el matrimonio se encontraba ya en ese año de 1492 en Catania, lugar en el que Fernando de Acuña falleció a finales de 1494 o en los primeros meses del año siguiente, según las diferentes versiones. Parece ser que la causa del fallecimiento fue algún tipo de veneno que le suministró alguno de sus enemigos en la isla. Fue enterrado en la iglesia de Santa Águeda de la capital siciliana, Catania, y después de su fallecimiento, su esposa María regresó inmediatamente a Castilla, retirándose en su ciudad de Ávila, donde procedió inmediatamente a fundar el ya citado convento de Las Gordillas.

No fue éste el único hijo de Pedro Vázquez de Acuña. El primogénito, llamado también, como su abuelo, Lope Vázquez de Acuña, adelantado de Cazorla, sucedió a su padre, a partir de 1482, tanto en el condado de Buendía como en los diferentes señoríos repartidos por las provincias de Cuenca y Guadalajara, y también en el de Dueñas. Luis de Acuña, caballero de la orden de Santiago y señor de Agramonte, falleció en 1522, soltero y sin hijos, en la casa familiar de Dueñas, como un hombre virtuoso y humilde. Por su parte, su hermano Alonso Carrillo de Acuña, se dedicaría a la Iglesia, llegando a ocupar el obispado de Pamplona entre 1473 y 1491; se sabe que este Alonso Carrillo de Acuña, a quien no hay que confundir con su tío, Alonso Carrillo de Albornoz, ni con otros prelados de este linaje que compartieron con él el mismo nombre el pila, había nacido en la propia capital conquense.

También tuvo Fernando de Acuña dos hermanas, que entrelazaron vínculos familiares con importantes linajes castellanos. María de Acuña se había casado en 1456 con Juan Pérez de Viveiro, a quien Enrique IV concedería después el título de vizconde de Altamira. En su casa de Valladolid, el conocido palacio de los Vivero, fue donde los Reyes Católicos contrajeron matrimonio en 16 de octubre de 1469, matrimonio en el que la propia María ejercería de madrina. Por su parte, su hermana Leonor de Acuña contrajo también matrimonio con Pedro Manrique de Lara, segundo conde de Paredes de Nava y señor de las Cinco Villas de Alcaraz, quien a su vez era hijo de Rodrigo Manrique de Lara, maestre de la orden de Santiago en Uclés, y de Mencía de Figueroa. Era, por lo tanto, hermano de Jorge Manrique, el famoso poeta de las Coplas, que fue herido en Castillo de Garcimuñoz, luchando contra las tropas de Juan Pacheco, marqués de Villena, desde donde fue conducido para morir al campamento de las tropas reales, que estaba instalado en el pueblo cercano de Santa María del Campo Rus.

sábado, 13 de octubre de 2018

Cristianismo y mundo clásico




El nombre de la rosa es una genial novela de Umberto Eco. En el argumento se enfrentan tres personajes diametralmente opuestos entre sí, tres formas diferentes de entender históricamente la religión católica. Guillermo de Baskerville, exinquisidor, es un afable monje franciscano, con dotes detectivescas, que representa a la Iglesia del perdón, la Iglesia de Jesucristo. Mientras tanto, su declarado enemigo, Bernardo de Gui, dominico e inquisidor en ejercicio, representa a la Iglesia oscura del dolor y de la muerte, la Iglesia que se asoma a algunos pasajes del Antiguo Testamento. Entre las dos se representa el intenso debate entre una forma y otra de entender el hecho religioso, tomando como pretexto de ese debate una de las obras perdidas de Aristóteles, la Comedia, un capítulo expurgado en la antigüedad de su Poética. Ambos debaten sobre si la risa es también, o no lo es, atributo de Dios. Y junto a ellos, Jorge de Burgos, el bibliotecario español de ese monasterio perdido en un rincón montañoso de Europa, lleva la Iglesia de Gui a su más sangrienta expresión, intentando mantener oculto el libro perdido, y no dudando en asesinar, si para ello fuera necesario, a sus propios compañeros en el monasterio.

Viene la novela a colación después de haber leído el curioso libro de Catherine Nixey, La edad de la penumbra. La autora inglesa, que al principio de la obra se manifiesta haber pertenecido en algún momento de su vida a esa Iglesia a la que tanto critica, nos ofrece una visión histórica de la institución, ya desde el primer momento de su eclosión como sistema de poder, demasiado monocorde. Dice haber investigado en esa historia, pero sólo ve en ella la cara de Bernardo, nunca la de Guillermo.  Desde luego, la Iglesia de Bernardo de Gui existió, y fue durante mucho tiempo la que más se dejó notar en el conjunto de la sociedad en la que estaba instalada. Una Iglesia de dolor y de muerte que, sin embargo, no iba dirigida sólo contra ese mundo clásico, el mundo de Hipatia de Alejandría, el mundo de Palmira y de la escuela de Atenas. Hay que recordar, si no, las grandes revoluciones iconoclastas del mundo bizantino, que sembraron de destrucción también los templos católicos y las imágenes sagradas del cristianismo, como antes había destruido también las hermosas estatuas de los dioses paganos. Hay que recordar, si no, las terribles guerras de religión, que asolaron Europa todavía durante la Edad Moderna.

La historia no se puede juzgar nunca desde nuestra propia mentalidad, sino desde la mentalidad de los hombres y las mujeres que vivieron aquella historia. Y desde luego, la historia es, muchas veces, un relato de sangre, un terrible relato de dolor y de muerte. Sí, la historia de Hipatia es cierta, dolorosamente cierta, pero también lo es la historia anterior, una historia de persecuciones, en la que los asesinos eran los paganos y los cristianos eran los torturados, los asesinados. Una historia que la autora inglesa pretende minimizar, basándose en suposiciones que, muchas veces tienen poco de historia real. La autora minimiza el número de cristianos muertos durante la persecución de Nerón, y asegura que todas las persecuciones posteriores fueron sólo pequeños ataques desorganizados contra un grupo de hombres intransigentes, en las que la administración del imperio no tenía nada que ver.

Incluso autores paganos, como Suetonio o Tacito, hablan ya de esas persecuciones en el primer siglo de la era cristiana, principalmente la de Nerón, que vio en el incendio de Roma del año 64, que por otra parte a él mismo le sirvió para poder construir sobre las ruinas que habían dejado las llamas su nuevo palacio, la Domus Aurea, la excusa perfecta para destruir a los cristianos, que en aquel momento ya empezaban a ser importantes en el conjunto del imperio. Pero éste no fue el único emperador que decretó persecuciones contra los cristianos. También lo hicieron, y con una agresividad muchas veces creciente, Domiciano (81-96), Trajano (109-111), Marco Aurelio (161-180), Septimio Severo (202-210), Maximino (235), Decio (250-251), Valeriano (216-219) y Diocleciano (303-313).

La autora suma los años marcados por estas persecuciones para asegurar que, en total, la persecución de los paganos contra los cristianos apenas duró un corto espacio de tiempo, ínfimo si se compara con el tiempo en el que los cristianos perseguirían después a los paganos. Lo importante no es eso; lo importante es que las persecuciones existieron, que los cristianos, primero, tuvieron que esconderse en las catacumbas de las ciudades del imperio para poder desarrollar sus cultos. Además, hay que tener en cuenta otro hecho: los años en los que se institucionalizó desde el poder las persecuciones contra los cristianos son sólo la punta del iceberg. La realidad es que durante los tres primeros siglos de la era cristiana, no era sencillo vivir dentro de los límites del imperio para aquellos que habían decidido seguir a Jesucristo. Incluso después del Edicto de Milán, y del reconocimiento de la libertad de cultos decretada por Constantino, todavía en tiempos de su sobrino, Juliano el Apóstata, la Iglesia cristiana sufrió una nueva etapa de dolor.

La tesis de Nixey es clásica: fue el cristianismo el que destruyó todo el mundo clásico. Pero la tesis es anacrónica desde el punto de vista de la historiografía. Y es que, para cuando el cristianismo obtuvo por fin una cuota de poder lo suficientemente amplia para determinar el desarrollo de la humanidad, el imperio romano ya estaba irremediablemente perdido por sus propios pecados. Y no hablo de pecados desde el punto de vista del dogma católico, sino de lo que figuradamente llamamos pecados, es decir, de la degeneración de sus costumbres, que había permitido a los bárbaros, aquellos pueblos que vivían al otro lado del limes, de la frontera, ocupar algunas zonas del imperio y adentrarse hacia la capital, la otrora gloriosa Roma. A menudo se ha dicho que los cristianos, y su posición Antibelicista, que se negaba a tomar las armas para defender el imperio, fue lo que permitió que los bárbaros lo invadieran. No se tiene en cuenta, sin embargo, que ya desde mucho tiempo antes del año 315, habían sido precisamente las legiones romanas, con su pasión por coronar y asesinar emperadores, emperadores que a menudo apenas duraban unos pocos meses en el trono, los que habían provocado el caos de la propia institución imperial

La decadencia del imperio romano se había iniciado incluso en la etapa de los primeros emperadores. Gobernantes como Nerón, que mató incluso a su propia madre y no dudó en construirse un palacio sobre las ruinas de las casas destruidas por el incendio de Roma; o como Calígula, un demente que llegaría a nombrar cónsul del imperio a su caballo. Por otra parte, las invasiones bárbaras ya se habían iniciado a lo largo del siglo III, algunas décadas antes del Edicto de Milán, y se relacionan, en realidad, con aquellos movimientos migratorios que afectaron a muchos pueblos de Europa y de Asia, y que estuvieron motivados, entre otras causas, por una bajada importante de las temperaturas en gran parte de Eurasia, que obligaron a emigrar a los pueblos afectados por aquella bajada. Y si el cristianismo se supo sobreponer después a la destrucción de los bárbaros mediante la conversión de estos al cristianismo fue porque la nueva religión, al contrario que la de los paganos, tenía algo que ofrecerles. En este sentido, fue el propio papa, León I, el que salvó a Roma de la destrucción deseada por Atila, cuando la otrora brillante capital del imperio estuvo a punto de ser destruida por el rey de los hunos.

Catherine Nixey tiene razón al afirmar que fueron muchos los escritos del mundo pagano que se perdieron en los siglos anteriores, y que la Iglesia tiene una parte de culpa en la destrucción de esos manuscritos ya irrecuperables. Pero sólo parte de esa culpa, algo que reconoce incluso la escritora británica. La destrucción de la ingente biblioteca de Alejandría por parte de los seguidores del obispo Teófilo fue, desde luego, una tragedia, que arma de municiones a los críticos del cristianismo. Pero también es cierto que otros muchos escritos se salvaron precisamente gracias a la actividad desarrollada en los monasterios cristianos. La alta edad media fue un periodo de oscuridad y destrucción, eso nadie lo pone en duda. Una etapa destructiva en la que no sólo participaron los cristianos, sino casi todo los pueblos que vivieron aquellos días terribles. Una etapa de destrucción de las ideas y de las hermosas obras de arte, que habían logrado sobrevivir durante muchos siglos; y también, una etapa de destrucción de los propios seres humanos. Y en aquella etapa de destrucción, algunas cosas lograron sobrevivir porque unos pocos hombres, que se habían retirado para orar a los monasterios cristianos, decidieron copiar y conservar en sus bibliotecas algunos de aquellos documentos antiguos.

El cristianismo no ha sido, desde luego, o no sólo, ese campo de rosas que se pretende desde algunas instancias de la Iglesia católica. Pero tampoco ha sido sólo ese campo de destrucción y de muerte que nos ofrece la escritora inglesa. Europa, y el resto de toda la civilización occidental, bebe en buena parte de esa cultura clásica que surgió en la antigua Grecia, y que Roma supo perfeccionar; pero también lo hace del cristianismo, de tal forma que hoy todos los europeos podemos considerarnos hijos de estos dos conceptos históricos, no opuestos, sino complementarios.

viernes, 5 de octubre de 2018

Apuntes para una literatura judeo-conquense


La historia, o más bien los historiadores, pecamos muchas veces de ególatras, incluso de supremacistas, esa fea palabra que en los últimos años se ha puesto tanto de moda por culpa de ciertas políticas que se podrían tildar de fascistas. Por eso, a menudo falta en las crónicas de los tiempos pasados referencias a los logros de otras gentes que también son parte de nosotros. Por eso, a menudo faltas en los diccionarios biográficos referencias a esos hombres que son también parte de nuestra historia. Y es que lo judíos, como los cristianos y también los musulmanes, forman parte de esa España, medieval y moderna, que muchas veces les olvida. En efecto, los protagonistas de esta nueva entrada fueron también tan conquenses como nosotros mismos. Algunos de ellos nacieron en la propia ciudad de Cuenca o se criaron entre sus casas, entre esos dos ríos que conforman las dos hoces de Cuenca. Otros nacieron ya lejos de la ciudad del Júcar, por culpa de la represión de una sociedad que no era diferente de otras sociedades europeas.

Ángel Sáenz-Badillos y Judit Targarona Borrás, en su Diccionario de Autores Judíos, cita a dos escritores judíos que eran oriundos de nuestra ciudad. El primero, Abraham ben Moseh ha-Kohen, era descendiente de una familia sacerdotal que se había establecido en Cuenca, ciudad en la que nació, y que tendría que abandonar a la edad de veinte años, como el propio reino de Castilla, presionado por el edicto de expulsión de los Reyes Católicos de 1492. Se estableció así en la península italiana, primero en la ciudad de Ferrara y más tarde en Bolonia. Allí sería conocido como “el sefardí”. En Bolonia ejerció como rabino, al igual que lo habían sido algunos de sus antepasados, interviniendo muy activamente en los debates teológicos entre los miembros de su religión. Entre sus obras, que se conservan manuscritas, además de varios sermones, figura cierto comentario al Comentario al Pentateuco, de Rasi. 

Miembro de la misma familia conquense, yerno en realidad, aunque hay que tener en cuenta que el apellido Kohen (o Cohen, tal y como se ha actualizado), fue Josef ha-Kohen, aunque éste nació ya en tierras lejanas. Al contrario que la otra parte de la familia, y después de haber vivido en la judería de Huete en la última etapa previa a la expulsión, su familia paterna se dirigió primero a tierras francesas, a Aviñón, ciudad en la que su padre conocería a una judía de origen aragonés, con la cual contrajo matrimonio al poco tiempo. Allí nació Josef en 1496, y poco tiempo después se trasladaría a Italia, donde vivió en varias ciudades, entre ellas Bolonia, ciudad en la cual, sin duda, conoció y se casó con la hija del ya citado Abraham. Después se trasladó a Génova, donde ejerció como médico, y donde murió, poco tiempo después de 1579.

Sobre su obra dicen lo siguiente los dos coautores del diccionario ya citado: “Se dedica sobre todo a escritos históricos. El más conocido es el Emeq-ha-hakah, terminado en 1558, haciendo la crónica de los principales sucesos que afectan al pueblo judío desde la destrucción del Segundo Templo hasta 1573. Letteris la publicó en Viena en 1852. P. León Tello la tradujo al castellano (1964). Escribió además algunos poemas y cartas, tradujo obras geográficas e históricas, entre ellas algunas referentes a la conquista de América, como el Sefer Fernando Cortés, tomada probablemente de la Historia General de las Indias, de Francisco López de Gomara.”

Los sefardíes, judíos descendientes de aquellos españoles que tuvieron que abandonar el país en 1492, manteniendo vivo el lenguaje de sus mayores, el ladino, se sintieron durante mucho tiempo tan españoles como aquellos que, por su religión cristiana, se mantuvieron dentro de España. Se dice incluso que cada uno guarda todavía la llave que sus antepasados tenían antes de abandonar el país. Por ello, no es un despropósito absoluto citar casi como conquense a todo un premio Nobel de literatura, como es Elías Canetti. Nacido en 1905 en la ciudad búlgara de Ruse, la antigua Rustschuk, era descendiente de una familia sefardí originaria de Cañete, lugar al que quiso volver después de haber ganado el premio Nobel en 1981, y que el año siguiente le proclamó como hijo adoptivo y dio su nombre a su biblioteca pública. Y es que fue él mismo quien, en unas declaraciones a la prensa, proclamó a los cuatro vientos su origen conquense, sin que nadie en Cuenca, ni siquiera en Cañete, hubiera sospechado hasta entonces el entronque genealógico del genial novelita búlgaro.

Elías Canetti falleció en Zurich (Suiza) el 14 de agosto de 1994, pero para entonces, la provincia de Cuenca pudo contar con un ilustre escritor, un ciudadano del mundo, pues si sus antepasados tuvieron que huir desde Cañete a Bulgaria, pasando por antes por la ciudad italiana de Livorno, su familia también fue siempre emigrante, primero a Inglaterra, en 1911, después a Austria, y finalmente, en 1914, a Suiza.