jueves, 15 de abril de 2021

De la hoz del Huécar al Mar Caribe: Custodio Díaz Merino, obispo de Cartagena de Indias

 

            Cuando  el prior del convento dominico de San Pablo, fray Custodio Díaz Merino, en el verano del año 1806, recibió la noticia de su nombramiento por Carlos IV como nuevo obispo de la diócesis de Cartagena de Indias, la capital del virreinato de Nueva Granada, en la actual Colombia, no sabía aún que este hecho se iba a convertir en testigo de excepción de uno de los acontecimientos históricos más importantes de la historia del continente americano, un hecho que iba a modificar por completo el sistema político y las relaciones de poder entre el viejo y el nuevo mundo: el proceso independentista de las antiguas colonias hispanas, que desencadenaría finalmente, a lo largo de la primera mitad del siglo XIX, el nacimiento de las nuevas repúblicas americanas. Un proceso del cual, por cierto, el religioso conquense, siempre se mostraría un declarado enemigo, lo cual tendría sus consecuencias, tal y como se verá a lo largo de esta entrada.

            Fray Custodio Díaz Merino había nacido en Iniesta, en la comarca de la Manchuela conquense, en el año 1740, y muy pronto se va a interesar por la vida religiosa, ingresando cuanto todavía era bastante joven en la orden de los predicadores.  Así, estudio primero Filosofía en el convento de San Pablo, que los dominicos tenían en la capital de la diócesis, coronado desde el otro lado del río la hoz del Huécar, y desde allí pasó al colegio que la misma orden tenía también en la ciudad universitaria, Alcalá de Henares, donde se graduó en Teología, y del que más tarde llegaría a ocupar el cargo de rector. A continuación pasó también por diversos conventos de la orden, como los de Toledo, Benavente (Zamora), y Guadalajara, en alguno de los cuales ocupó también el cargo de lector en Teología, y más tarde, también en el convento conquense de Carboneras de Guadazaón, que había sido fundado a caballo entre los siglos XV y XVI por los primeros marqueses de Moya, hasta su incorporación otra vez al convento de Cuenca, del que llegaría a ser, tal y como se ha dicho, prior. Este periodo, tal y como se ha dicho, se corresponde con la última etapa del religioso conquense en la península, pues fue entonces, el 26 de agosto de 1806, cuando le llegó la noticia de haber sido nombrado nuevo obispo de Cartagena de Indias, cuya sede había quedado vacante por el fallecimiento de su anterior propietario, Jerónimo de Liñán y Borda.

            Su etapa al frente de la diócesis no fue sencilla. En primer lugar, su incorporación a la misma fue bastante tardía, no pudiendo tomar posesión de ella hasta tres años más tarde, el 1 de julio 1809, cuando la metrópoli ya estaba sumida en la guerra contra las tropas francesas. Este hecho, la invasión napoleónica de la patria, que como es sabido se había iniciado ya el año anterior, se pone de manifiesto en la carta pastoral de presentación que el obispo publicó al año siguiente de su toma de posesión, en la imprenta que Diego Espinosa de los Monteros tenía en la capital del virreinato, y que firma como “Fray Custodio Díaz Merino, por la gracia de Dios y de la Santa Sede Apostólica Obispo de Cartagena de Indias, Teniente Vicario de los Reales Ejércitos de Mar y Tierra, del Consejo de Su Majestad”. La carta, que remite a todos los eclesiásticos y fieles de la diócesis americana, alude y está motivada, como hemos dicho, por la difícil circunstancia en la que se encuentra el país, y especialmente, todavía, la metrópoli:

“En aquellos momentos funestos, en los que la mano sanguinaria de un déspota extrangero detramaba sobre nuestra Península, y sobre su misma Capital la desolación, el llanto y la sorpresa; en aquellos tristes instantes en que la Nación predilecta se consideraba casi sin más recursos que una firme, y santa confianza en el brazo irresistible del Dios de los exercitos, cuya religión ha conservado siempre como su mejor herencia, y patrimonio; en aquellos días de inexplicable dolor, en que nos veíamos rodeados, acometidos y perseguidos de unos enemigos, que sobre tenaces, y porfiados eran crueles e inhumanos, que a la crueldad añadían por divisa la ferocidad, y a la ferocidad la insolencia, el desprecio y el insulto; en estos mismos días de tanta aflicción nos hallábamos en la Corte, implorando del Trono con los mayores esfuerzos, y más vivas ansias los auxilios, para presentarnos en esta nuestra Diócesis, con los entrañables deseos de conocer nuestras ovejas, y de que estas conocieses su verdadero Pastor…”

Pero sus problemas no habían hecho más que empezar, pues muy poco tiempo después va a saltar en el virreinato la chispan de la independencia. En efecto, en 1811, apenas dos años después de su toma de posesión, comenzaron también en Cartagena de Indias, y en otros puntos de la actual Colombia, las revueltas políticas contra los representantes del gobierno español, a los que desde el primer momento se opuso el religioso conquense. Por ello, los patriotas americanos le acusaron de colaboracionista con el partido realista, cuyos principales defensores se habían refugiado en Santa Marta, la otra gran ciudad que rivalizaba con Cartagena como capital de la comarca. Y es que la ciudad, situada también en la costa meridional del Caribe, en el actual departamento de Magdalena, se había convertido en el principal bastión de los partidarios del gobierno peninsular, lo que llevó al general independentista Pedro Labatut a conquistarla por la fuerza en 1813, llegando incluso a arrasarla. Pero ya antes de que ello sucediera, en 1812, unos meses después de que fuese proclamada la independencia por los independentistas unos meses antes, iniciándose así la guerra entre las dos facciones, Díaz Merino se vio obligado a abandonar la diócesis y buscar un exilio en Cuba, en la compañía de algunos miembros de su familia religiosa y de los administradores del tribunal de la Santa Inquisición, a la espera de que las aguas en la colonia de Nueva Granada se calmaran. Allí, en la capital, La Habana, permaneció atrapado, sin poder tampoco regresar a la península, sumida todavía en la guerra contra las tropas napoleónicas, y permaneció hasta que le sorprendió la muerte, el 12 de enero de 1815.

Cuando el dominico conquense abandonó su sede de Cartagena de Indias, ésta no había quedado en situación de sede vacante, puesto que la Santa Sede no llegaría a reconocer la sede del nuevo gobierno constituido después de la independencia hasta el año 1824. Mientras tanto, y después de conocerse el fallecimiento del dominico conquense, la Santa Sede y el gobierno español nombraron en 1816 un nuevo prelado, en la persona del jienense Gregorio José Rodríguez Carrillo. Éste llegó desde Santa Marta a Cartagena en marzo de ese año, aunque los patriotas americanos tampoco le pusieron las cosas fáciles, obligándole a que abandonara la ciudad, también, en 1821. En ese momento, el obispado quedó en situación de sede vacante durante un largo periodo de tiempo, hasta 1831, cuando, reconocido finalmente el nuevo gobierno de la Gran Colombia (un ente político intermedio, que estaba formado por el antiguo virreinato de Nueva Granada, formado por los países actuales de Colombia, Venezuela, Ecuador, Panamá y Guyana), fue nombrado nuevo prelado Juan Fernández de Sotomayor Picón. Éste, que había nacido en la propia ciudad de Cartagena de Indias en noviembre de 1777, y permanecería al frente de la diócesis hasta 1849, era un patriota independentista, antiguo cura párroco de Mompós, cuya actitud al frente de los criollos revolucionarios, a los que había alentado desde el púlpito desde 1810, y con los que había colaborado también activamente desde su puesto como diputado por el estado de Cartagena en el Congreso general de la Unión, le había enfrentado con los dos obispos anteriores de la diócesis.


Por otra parte, en la sede americana, y también en su destierro cubano, uno de los fieles acompañantes de fray Custodio fue su sobrino, Juan Antonio Díaz Merino. Dominico como él, y también nacido en Iniesta, en 1772, ingresó en el convento conquense de San Pablo cuando apenas contaba con catorce años de edad. Desde Cuenca, también como su tío, pasó al colegio de la orden en Alcalá de Henares, donde estudió Teología, y al convento que la orden tenía en Ávila, centro del que más tarde sería también profesor. Después, acompañó a su tío cuando éste fue nombrado obispo de Cartagena de Indias, como secretario, y durante la permanencia de ambos en cuba pudo disfrutar de una cátedra en la universidad de La Habana. Cuando, por fin, pudo abandonar la isla caribeña y regresar a España, pasó a residir durante un tiempo en el convento de Cuenca, desde el que pasó al convento madrileño de Atocha. En los años siguientes fue definidor general de su orden, hasta que, ya en 1832, fue elegido obispo de Menorca, constituyendo de esta forma el último nombramiento de prelado realizado por Fernando VII y, por lo tanto, el último nombramiento del Antiguo Régimen. En la capital de la isla, Ciudadela, creo el seminario conciliar de San Agustín. Pero su posición política, más cercana a los absolutistas que a los liberales, tal y como había sucedido antes con su tío, y su oposición frontal al nuevo régimen liberal que surgió después del fallecimiento de Fernando VII, provocó primero su confinamiento en Cádiz, y más tarde su exilio en la ciudad francesa de Marsella, donde falleció en 1843. Sus restos mortales fueron llevados después, sin embargo, hasta Menorca, en cuya catedral fue enterrado. Fue autor de diversos libros: “Biblioteca de la Religión”, publicada entre 1828 y 1829, una inédita “Historia eclesiástica de Natal Alejandro”, y una “Colección Eclesiástica”, que había sido publicada a partir del año 1824, y que escribió en colaboración con Basilio Casado, canónigo lectoral de la diócesis de Cuenca.

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